Grant y McNeil habían aprendido desde hacía tiempo a regular sus vidas de acuerdo con las circunstancias. En las profundidades del espacio se movían y pensaban con una calma que luego desaparecía rápidamente cuando el viaje se acercaba a su término, y llegaba la hora de las maniobras de frenado. A pesar que ahora se encontraban bajo sentencia de muerte, continuaron moviéndose por la inercia de la costumbre.
Cada día Grant escribía cuidadosamente el diario, comprobaba la posición de la nave, y llevaba a cabo sus deberes de rutina. McNeil también parecía comportarse normalmente, si bien Grant sospechaba que parte del trabajo técnico de mantenimiento se venía efectuando con cierta negligencia.
Hacía ahora tres días desde que el meteorito les había alcanzado. Durante las últimas veinticuatro horas la Tierra y Venus habían estado conferenciando, y Grant se preguntaba cuándo sabría el resultado de sus deliberaciones. No creía que ni siquiera los cerebros más privilegiados del Sistema Solar pudieran salvarles ahora, pero resultaba difícil abandonar la esperanza cuando todo parecía aún tan normal, y el aire todavía puro y fresco.
Al cuarto día Venus habló nuevamente. Desprovisto de la parte técnica, el mensaje no era ni más ni menos que una oración fúnebre. Se descontaba a Grant y McNeil, pero se proporcionaban instrucciones detalladas para asegurar el salvamento del cargamento.
Allá en la Tierra los astrónomos estaban calculando todas las órbitas de salvamentos posibles que pudieran establecer contacto con la
Reina Estelar
en el curso de los próximos años. Incluso existía la posibilidad que se la pudiese alcanzar desde la Tierra al cabo de seis o siete meses, cuando estuviese nuevamente en el afelio, pero tal maniobra solamente podría ser ejecutada con una nave rápida sin carga, y costaría una fortuna en combustible.
* * *
McNeil desapareció tan pronto como llegó el mensaje. Al principio Grant se sintió aliviado. Si McNeil prefería quedarse solo, allá él. Además, había que escribir algunas cartas…, si bien el testamento y las últimas disposiciones podían aún esperar.
Correspondía a McNeil preparar aquella cena, ocupación que le complacía, pues tenía buen cuidado de su estómago. Cuando Grant se advirtió que no se oían los ruidos acostumbrados en la cocina, salió en busca de su tripulación.
Encontró a McNeil echado en su litera, en paz con el Universo. Flotando en el aire junto a él se veía una gran caja de metal que había sido violentamente abierta. Grant no necesitó examinarla de cerca para adivinar su contenido. Tuvo bastante con echar una ojeada a McNeil.
—Es vergonzoso —dijo el ingeniero sin el más mínimo embarazo— tener que tomárselo chupando por un tubo. ¿No podrías poner un poco de «g» para que lo pudiésemos beber como corresponde?
Grant le contempló con desprecio enojado, pero McNeil le devolvió la mirada despreocupadamente.
—¡Oh!, ¡no seas aguafiestas! Toma tú mismo un poco, ¿qué importa ya?
Empujó una botella, y Grant la alcanzó diestramente al paso. Era un vino fabulosamente caro —ahora recordaba la partida— y el contenido de aquella pequeña caja debía valer muchos miles.
—No me parece que haya ninguna necesidad —dijo Grant severamente— de portarse como un cerdo ni siquiera en las presentes circunstancias.
McNeil no estaba aún borracho. Había solamente llegado a la brillantemente iluminada antesala de la borrachera, y no había perdido por completo el contacto con el prosaico mundo exterior.
—Estoy dispuesto —dijo con gran solemnidad—, a escuchar cualquier buen argumento en contra de mi actitud presente, actitud que a mí me parece eminentemente cuerda. Pero procura convencerme pronto mientras estoy aún asequible a la razón.
Oprimió nuevamente la pera de plástico, y un chorro de purpúreo color saltó introduciéndose en su boca.
—Dejando aparte el hecho que estás robando propiedad de la Compañía, que será ciertamente rescatada más tarde o más temprano, no te va a ser posible permanecer borracho durante varias semanas.
—Eso —dijo McNeil pensativamente— es lo que queda por ver.
—No lo creo —replicó Grant. Y apuntalándose contra la pared dio a la caja un violento empujón que la envió volando a través de la puerta abierta.
Se zambulló tras la caja, y mientras cerraba de golpe la puerta pudo oír a McNeil que gritaba:
—¡Estúpida broma!
El ingeniero tardaría aún algún tiempo, especialmente en su presente estado, en desatarse y en seguirle. Grant condujo la caja a la bodega y cerró con llave la puerta. Como la nave estaba en el espacio no había nunca necesidad de cerrar la bodega. McNeil no tenía una llave y le sería fácil a Grant ocultar el duplicado, que se guardaba en la cabina de mando.
Cuando Grant, un rato más tarde, pasó junto a la habitación de McNeil, éste estaba cantando. Tenía aún la compañía de un par de botellas, y gritaba:
No nos importa a donde va el oxígeno,
Con tal que no se caiga en el vino…
Grant, cuya educación había sido estrictamente técnica, no consiguió situar la cita. Al detenerse a escuchar se sintió conmovido por una emoción que, para ser justos, hay que admitir no reconoció de momento.
Pasó tan rápidamente como había venido, dejándole mareado y temblando. Por vez primera se dio cuenta que su antagonismo hacia McNeil se estaba lentamente convirtiendo en odio.
* * *
Es una regla fundamental en los vuelos espaciales, la que por justas razones psicológicas, la tripulación mínima para un viaje a larga distancia debe consistir en no menos de tres hombres.
Pero las reglas han sido hechas para ser quebrantadas, y los propietarios de la
Reina Estelar
habían obtenido plena autorización del Consejo de Control Espacial y de las compañías aseguradoras, cuando el carguero había partido hacia Venus sin su capitán habitual.
Había enfermado a última hora, y no había sustituto. Como los planetas no están dispuestos a servir al hombre y a sus asuntos, si no hubiese zarpado a tiempo no hubiese ya podido zarpar.
Había en juego millones de dólares, de modo que zarpó. Grant y McNeil eran ambos muy capaces, y no tuvieron objeción alguna en ganarse una paga doble a costa de muy poco trabajo más. A pesar de diferencias fundamentales de carácter, en circunstancias ordinarias se entendían muy bien. Y no era falta de nadie si las circunstancias eran ahora todo lo contrario de ordinarias.
Se dice que tres días sin comida son más que suficientes para eliminar todas las diferencias entre un hombre civilizado y un salvaje. Grant y McNeil no sentían aún incomodidad física ninguna, pero su imaginación había estado demasiado activa, y ahora se asemejaban, más de lo que les hubiese gustado admitir, a un par de hambrientos isleños del Pacífico en una canoa perdida y sin alimentos.
Pues había un aspecto de la situación, el más importante de todos, que no había sido nunca mencionado. Aún después de comprobar y volver a comprobar los números de Grant sobre su bloc de notas, los cálculos no habían quedado completos. Instantáneamente cada uno de los dos hombres habían dado el paso siguiente, y habían llegado simultáneamente al mismo resultado inexpresado.
Era de una simplicidad terrible…, una parodia macabra de aquellos problemas de aritmética de primer año que comienzan:
«Si seis hombres tardan dos días en montar dos helicópteros, ¿cuánto…?».
El oxígeno duraría veinte días para
dos
hombres, y quedaban treinta para Venus. No era necesario ser un prodigioso calculador para darse inmediatamente cuenta que era aún posible que sobreviviese un hombre, y uno solamente, lo bastante para poder caminar por las calles metálicas de Puerto Hesperus.
La fecha final admitida estaba a veinte días de distancia, pero la no mencionada a diez días solamente. Hasta aquel momento habría aún aire suficiente para dos hombres y de allí en adelante solamente para un hombre hasta el final del viaje. Para un observador lo suficientemente desinteresado, la situación hubiese sido muy entretenida.
Era evidente que la conspiración de silencio no podía ya durar mucho tiempo más. Pero no es sencillo, incluso en el momento más propicio, que dos personas puedan decidir amistosamente cuál de ellas debe suicidarse. Y es aún más difícil cuando esas dos personas no se hablan.
Grant deseaba ser perfectamente justo. Y por lo tanto, lo único que podía hacer era esperar a que McNeil pudiese estar sobrio y plantearle francamente la cuestión. Podía pensar mejor cuando estaba en su escritorio, de modo que fue a la cabina de mando y se sujetó en la silla del piloto.
Durante un rato contempló pensativamente el vacío. Por fin decidió que lo mejor sería abordar la cuestión por correspondencia, especialmente con las relaciones diplomáticas en su presente estado. Sujetó una hoja de papel sobre la carpeta y comenzó «
Estimado McNeil…
» La rasgó y comenzó de nuevo, «
McNeil…
»
Tardó casi tres horas, e incluso entonces no quedó del todo satisfecho. ¡Ciertas cosas eran tan difíciles de poner en negro sobre blanco! Pero al fin consiguió terminar.
Cerró la carta y la encerró en la caja fuerte. Podía esperar uno o dos días.
Pocos entre los millones que esperaban en la Tierra y en Venus podían tener la menor idea de las tensiones que se iban lentamente forjando a bordo del
Reina Estelar
. Durante muchos días la prensa y la radio habían aparecido llenas de fantásticos proyectos de salvamento. En tres mundos apenas si había otro tema de conversación. Pero solamente un débil eco del tumulto de tres mundos llegaba a los dos hombres que eran su causa.
La estación de Venus podía siempre hablar a la
Reina Estelar
, pero había muy poca cosa que decir. No era decentemente posible enviar palabras de estímulo a unos hombres que estaban en la celda de los condenados, a pesar que hubiese cierta incertidumbre acerca de la fecha de la ejecución.
De modo que Venus se contentaba con unos mensajes de rutina cada día, y detenía la continua corriente de exhortaciones y ofertas de diarios que llegaban ininterrumpidamente de la Tierra. A consecuencia de ello algunas compañías de radio particulares de la Tierra realizaron intentos frenéticos para establecer contacto directo con la
Reina Estelar
, pero fracasaron, sencillamente porque ni a Grant ni a McNeil se les ocurrió nunca enfocar su receptor en ninguna otra dirección excepto en la de Venus que estaba ahora tan tentadoramente cerca.
Se había producido un intermedio algo embarazoso cuando McNeil salió de su cabina, pero si bien las relaciones no eran particularmente cordiales, la vida a bordo de la
Reina Estelar
continuaba poco más o menos como antes.
Grant pasaba la mayor parte del tiempo en el puesto de piloto, calculando maniobras de aproximación, y escribiendo interminables cartas a su mujer. Si lo hubiese deseado, hubiese podido haber hablado con ella, pero la idea de todos aquellos millones de oídos que estaban a la espera se lo había impedido. Los circuitos de conversación interplanetaria eran teóricamente particulares, pero había demasiada gente que se interesaba especialmente en aquel.
Grant se aseguró a sí mismo que al cabo de dos días entregaría su carta a McNeil y entonces podrían decidir lo que había que hacer. Esa demora daría una oportunidad a McNeil para que fuese él mismo quien plantease el asunto. Que pudiese tener otras razones para vacilar, era algo que la mente consciente de Grant todavía se negaba a admitir.
Con frecuencia se preguntaba cómo pasaba el tiempo McNeil. El ingeniero tenía una extensa biblioteca de libros en microfilm, pues leía mucho, y el campo de sus intereses era muy extenso. Grant sabía que su libro favorito era
Jürgen
, y quizá en aquel mismo instante estaría tratando de olvidar su fatal destino perdiéndose en la extraña magia del libro. Otros libros de McNeil eran menos respetables, y no pocos de ellos pertenecían a la clase de los curiosamente descritos como «curiosos».
La verdad era que McNeil era una personalidad demasiado sutil y complicada para que pudiera comprenderla Grant. Era un hedonista y disfrutaba de los placeres de la vida, tanto más por estar separado de ellos durante meses enteros. Pero no era, ni mucho menos, el ser moralmente débil y sin imaginación que el algo puritano Grant había supuesto.
Era cierto que se había hundido completamente bajo el impacto inicial y que su comportamiento en lo del vino había sido —juzgado con los principios de Grant— reprensible. Pero McNeil había sufrido su colapso, y se había recuperado; y ahí precisamente estaba la diferencia entre él y el duro, pero quebradizo, Grant.
Si bien por mutuo consentimiento se había restablecido la rutina normal de obligaciones, ello servía de poco para reducir la sensación de tensión. Grant y McNeil evitaban en lo posible encontrarse, excepto cuando las comidas les reunían. Y cuando se encontraban, se portaban con una cortesía exagerada, como si ambos tratasen de ser perfectamente normales, y fallasen de una manera inexplicable.
Grant había confiado en que fuese el mismo McNeil quien abordase el asunto del suicidio, evitándole un penoso deber. Pero cuando el ingeniero se negó obstinadamente a hacerlo, aumentaron el desprecio y el resentimiento de Grant. Y para empeorar las cosas, ahora sufría pesadillas y dormía muy mal.
La pesadilla era siempre la misma. Cuando era niño le había ocurrido a menudo que al irse a la cama había estado leyendo una historia demasiado apasionante para que pudiera ser dejada hasta la mañana siguiente. Para evitar que le descubriesen, había continuado leyendo bajo las sábanas a la luz de una linterna eléctrica, arrollado como una crisálida entre las blancas paredes. Aproximadamente cada diez minutos el aire se hacía demasiado sofocante, y precisamente la deliciosa sensación del aire fresco al sacar la cabeza, era una de las mejores partes de la diversión.
Y ahora, treinta años más tarde, aquellas horas inocentes de la infancia habían vuelto para perturbarle. Soñaba que no podía escaparse de las sofocantes sábanas, mientras que el aire se iba constante y despiadadamente enrareciendo en derredor suyo.
Había tenido la intención de dar la carta a McNeil al cabo de dos días, pero el caso fue que no lo hizo. Tal dilación no parecía propia de Grant, pero él trataba de convencerse que esto era algo perfectamente razonable.