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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (12 page)

—Sí —dijo—. Me figuro que tienes razón.

Ahora se sentía mejor, todo el odio le había abandonado, y estaba en paz. Conocía la verdad y la aceptaba. El hecho que era tan diferente de lo que había supuesto, no importaba ahora.

—Bueno. Concluyamos —dijo desapasionada­mente—. Por ahí debe haber una baraja nueva.

—Creo que valdrá más que ambos hablemos primero con Venus —replicó McNeil con especial énfasis—. Necesitamos que quede constancia de un completo acuerdo, en caso que alguien haga luego preguntas molestas.

Grant asintió distraídamente. Ahora no le im­portaba ya mucho lo que pudiera ser. E incluso sonrió, diez minutos más tarde, cuando sacó su carta de la baraja y la puso, cara arriba, junto a la de McNeil.

* * *

—¿De modo que ésa es toda la historia? —dijo el segundo, preguntándose cuán pronto podría de­centemente dirigirse al transmisor.

—Sí —dijo McNeil serenamente—, eso es todo lo que hay.

El segundo mordió su lápiz, tratando de formu­lar la pregunta siguiente:

—¿Y supongo que Grant se lo tomó con calma?

El capitán le lanzó una mirada, que él evitó, y McNeil le miró tan fríamente como si pudiese ver los titulares sensacionales que se alineaban tras él. Se levantó y se dirigió hacia la lucerna de obser­vación.

—¿Usted oyó la retransmisión, verdad? ¿No fue aquello lo bastante sereno?

El segundo suspiró. Todavía parecía difícil creer que en tales circunstancias dos hombres pudieran comportarse de una manera tan razonable y tan desapasionada. Podía imaginarse toda clase de po­sibilidades dramáticas —ataques repentinos de locura, incluso intentos de asesinato—. Y sin em­bargo, según McNeil, no había ocurrido absoluta­mente nada. Era una desgracia.

McNeil volvía a hablar, como si fuese consigo mismo.

—Sí, Grant se portó muy bien, muy bien, en verdad. Fue una gran lástima.

Y entonces pareció perderse en el esplendor in­comparable y siempre nuevo del planeta que se aproximaba. No lejos por debajo, y acercándose a kilómetros por segundo, los brazos de nívea blan­cura del creciente de Venus abarcaban más de me­dio cielo. Allá abajo había vida, civilización y aire.

El futuro, que no hacía tanto tiempo había pa­recido contraerse hasta un punto, se había nueva­mente abierto con todas sus maravillas y posibili­dades desconocidas. Pero McNeil podía sentir tras él los ojos de sus salvadores, investigando, interro­gando, sí, y también condenando.

Toda su vida oiría murmuraciones. Voces que dirían detrás de su espalda: «¿No es ése el hom­bre que…?».

No le importaba. Por lo menos una vez en su vida había hecho algo de lo que no tenía que avergonzarse. Quizá algún día su despiadado aná­lisis de sí mismo descubriría los motivos tras sus acciones, y murmuraría en su oído: «¿Altruismo? ¡No seas necio! Lo hiciste para mantener tu bue­na opinión de ti mismo, más importante que la de todos los demás!».

Pero las perversas y enloquecedoras voces, que toda su vida habían hecho parecer que nada valía la pena, estaban de momento calladas, y se sen­tía satisfecho. Había alcanzado la calma del cen­tro del huracán. Mientras, durase disfrutaría ple­namente de ella.

EXPEDICIÓN A LA TIERRA

(Expedition to Earth, 1949)

Nadie podía recordar cuando la tribu había co­menzado su largo viaje; el país de las grandes lla­nuras ondulantes que había sido su primer hogar no era ya más que un sueño semiolvidado. Duran­te muchos años, Shann y su pueblo habían estado huyendo a través de un país de bajas colinas y res­plandecientes lagos, y ahora se enfrentaban con las montañas. Aquel verano tenían que cruzar las tierras del sol, y quedaba poco tiempo que perder.

El blanco terror que había descendido desde los polos, pulverizando continentes y helando al aire mismo por delante, estaba a menos de un día de marcha tras ellos. Shann se preguntaba si los gla­ciares podrían trepar las montañas del frente, y se atrevía a encender en su corazón una pequeña llama de esperanza. Podrían quizá constituir una barrera frente a la cual incluso el despiadado hielo golpease en vano. En las tierras del sur, de las que hablaban las leyendas, su pueblo tal vez en­contrase por fin un refugio.

Tardaron muchas semanas en descubrir un paso a través del cual pudiera avanzar la tribu y sus animales. A medio verano habían acampado en un solitario valle donde el aire era tenue y las estre­llas brillaban con un resplandor que nadie había nunca visto antes. El verano se iba alejando cuan­do Shann y sus dos hijos salieron a explorar el ca­mino. Treparon durante tres días, y durante tres noches durmieron lo mejor que pudieron sobre las heladas piedras. Y a la cuarta mañana ya no que­daba más frente a ellos sino una suave pen­diente hasta un montículo de piedras grises ele­vado por otros viajeros, hacía ya siglos.

Shann sintió que temblaba, y no de frío, mien­tras caminaban hacia la pequeña pirámide de pie­dras. Sus hijos se habían rezagado, y nadie habla­ba, pues era mucho lo que se jugaba. Dentro de poco sabrían si todas sus esperanzas habían sido traicionadas.

Al este y al oeste, la pared de montañas se cur­vaba como abrazando las tierras del llano. Abajo yacían inacabables kilómetros de llanura ondulan­te, y un gran río serpenteaba a su través formando enormes lazos. Era tierra fértil; tierra en la cual la tribu podría trabajar en sus cultivos, sabiendo que no sería necesario huir antes de la cosecha.

Y entonces Shann levantó sus ojos hacia el sur y vio la ruina de todas sus esperanzas. Pues allí, al borde del mundo, resplandecía la luz mortal que tantas veces había visto hacia el norte: el brillo del hielo bajo el horizonte.

No se podía adelantar. Durante todos los años de huida, los glaciares del sur habían estado avanzando a su encuentro. Pronto serían aplasta­dos entre las movedizas paredes de hielo…

Los glaciares del sur no llegaron a las montañas hasta una generación más tarde. En aquel último verano, los hijos de Shann llevaron los sagrados tesoros de la tribu al solitario montículo de piedras que dominaba la llanura. El hielo, que había an­taño resplandecido bajo el horizonte, estaba ahora casi a sus pies; por la primavera estaría astillán­dose contra las paredes de la montaña.

Ahora nadie entendía los tesoros; procedían de un pasado demasiado distante para la comprensión de ningún hombre. Sus orígenes se perdían en las nieblas que rodeaban la Edad de Oro, y el cómo habían pasado finalmente a poder de esa tribu trashumante, era una historia que ahora nunca sería contada. Pues era la historia de una civiliza­ción que había pasado más allá de todo recuerdo.

En un tiempo, todas aquellas melancólicas reli­quias habían sido guardadas como un tesoro por alguna buena razón, y luego se habían convertido en sagradas, pero su significado se había perdido. La letra de los viejos libros se había desvanecido hacía siglos, si bien mucho era aún legible, si hu­biese habido alguien para leerlo. Pero habían pa­sado muchas generaciones desde que alguien había sabido utilizar un tomo de logaritmos de siete ci­fras, un atlas del mundo, y la partitura de la Séptima Sinfonía de Sibelius, impresa, según re­zaba la cubierta, por H. K. Chu e Hijos, en la ciudad de Pekín, en el año 2021 de J. C.

Colocaron reverentemente los libros en la pe­queña cripta que había sido construida para reci­birlos. Luego siguió una abigarrada colección de fragmentos; monedas de oro y platino, una teleobjetivo fotográfico roto, un reloj, una lámpara de luz fría, un micrófono, la cuchilla de una máquina de afeitar eléctrica, algunas minúsculas válvulas de radio, la escoria que había quedado cuando la gran marea de la civilización bajó para siempre. Todo ello fue cuidadosamente guardado en su lugar de reposo. Luego venían tres reliquias más, las más sagradas de todas por ser las que eran menos comprendidas.

La primera era una pieza de metal de forma ex­traña, del matiz del calor intenso. En cierto modo era el más melancólico de todos aquellos símbolos del pasado, pues hablaba de la mayor hazaña del Hombre, y del futuro que pudo haber conocido. El pie de caoba sobre el cual estaba montado llevaba una placa de plata con la inscripción:

«Encendedor auxiliar del chorro de estribor de la nave espacial
Estrella Matutina
. Tierra-Luna, 1985 de J. C.»

Luego seguía otro milagro de la ciencia antigua: una esfera de plástico transparente con piezas de metal de raras formas incrustadas en su interior. En su centro había una pequeña cápsula de un elemento radiactivo sintético, rodeado de las pantallas de conversión que desplazaba su radiación hasta la parte baja del espectro. En tanto que el material permaneciese activo, la esfera sería una pequeña estación transmisora de radio que emitía en todas direcciones. Solamente se habían construido unas cuantas de esas esferas, destinadas a ser faros perpetuos de las órbitas de los Asteroi­des. Pero el Hombre nunca alcanzó los Asteroides, y los faros nunca fueron utilizados.

Finalmente había una lata circular plana, muy ancha en relación con su profundidad. Estaba muy bien sellada, y cuando se la agitaba emitía un rui­do. La tradición de la tribu predecía un desastre si jamás era abierta, y nadie sabía que contenía una de las mayores obras de arte de hacía cerca de mil años.

Se había terminado el trabajo. Los dos hombres hicieron rodar las piedras colocándolas en su lu­gar, y comenzaron lentamente a descender la montaña. Incluso al fin, el Hombre había pensado en el futuro, y había tratado de conservar algo para la posteridad.

Aquel invierno las grandes oleadas de hielo co­menzaron su primer asalto a las montañas, ata­cando por el norte y por el sur. Los pies de las colinas fueron avasallados al primer empuje, y los glaciares las pulverizaron. Pero las montañas se mantuvieron firmes, y cuando llegó el verano el hielo se retiró por un tiempo.

Y así, invierno tras invierno, continuó la bata­lla, y el rugido de los aludes, el rechinar de las rocas y las explosiones del astillado hielo llenaron de fragor el aire. Ninguna de las guerras del Hom­bre había sido tan feroz, ni había sumergido al globo más completamente que ésta. Hasta que al fin las olas de la marea del hielo comenzaron a abatirse y a descender lentamente a lo largo de las laderas de las montañas que no habían nunca dominado del todo; a pesar que los pasos y los valles estaban aún firmemente en su poder. La lucha no se había decidido, pues los glaciares ha­bían encontrado un digno rival.

Pero su derrota había llegado demasiado tarde para ser de alguna utilidad al hombre.

Así fueron transcurriendo los siglos, hasta que ocurrió algo que tiene que suceder por fuerza, por lo menos una vez en la historia de cada uno de los mundos del universo, por remotos y solitarios que sean.

La nave de Venus llegó cinco mil años dema­siado tarde, pero su tripulación nada sabía de ello. Desde muchos millones de kilómetros de distan­cia, los telescopios habían visto el gran sudario de hielo que hacía de la Tierra el objeto más brillante del cielo después del mismo Sol. Aquí y allá la deslumbradora sábana se veía manchada por ne­gras motas que revelaban la presencia de monta­ñas casi enterradas. Eso era todo. Los océanos, las llanuras y los bosques, los desiertos y los lagos, todo que había sido el mundo del Hombre, estaba sellado bajo el hielo, quizá para siempre.

La nave se acercó a la Tierra y estableció una órbita a unos mil kilómetros de distancia. Durante cinco días circundó al planeta, mientras las cáma­ras fotografiaban todo lo que quedaba a la vista, y cien instrumentos recogían información que da­ría años de trabajo a los científicos venusianos. No se tenía intención de aterrizar, pues no se veía razón para ello. Pero al sexto día el cuadro cam­bió. Un avisador panorámico, al límite de su am­plificación, detectó la agonizante radiación del viejo faro de cinco mil años. A través de los siglos ha­bía estado enviando sus señales, con fuerza cada vez menor, a medida que su corazón radiactivo iba constantemente debilitándose.

El avisador sintonizó la frecuencia del faro. En el cuarto de mandos, una campana demandó aten­ción. Un poco más tarde, la nave venusiana salió de su órbita y descendió inclinándose hacia la Tie­rra, en dirección a una cordillera que aún emer­gía orgullosa del hielo, y hacia un montículo de piedras grises que los años habían apenas tocado.

* * *

El gran disco del sol ardía ferozmente en un cielo que no estaba ya velado por las nubes, pues las nubes que otrora ocultaran a Venus, se habían desvanecido por completo. La fuerza que había ocasionado el cambio en la radiación solar, había condenado una civilización, pero dado la vida a otra. Hacía menos de cinco mil años que las gen­tes semisalvajes de Venus habían visto el sol y las estrellas por vez primera. La ciencia de la Tierra había comenzado con la astronomía, y lo mismo había ocurrido con la de Venus, y en aquel mundo cálido y rico que el Hombre nunca había visto, el progreso había sido increíblemente rápido.

Quizá los venusianos habían sido afortunados. No conocieron nunca la Edad del Oscurantismo que había mantenido encadenado al hombre du­rante mil años; se evitaron el largo camino indi­recto a través de la química y de la mecánica, y llegaron inmediatamente a las leyes más funda­mentales de la física de la radiación. En el tiempo que el hombre había requerido para pasar de las Pirámides a las astronaves propulsadas por cohe­tes, los venusianos habían pasado del descubri­miento de la agricultura a la misma antigravita­ción, el secreto final que el Hombre nunca había aprendido.

El tibio océano, que todavía contenía la mayor parte de la vida del cálido planeta, proyectaba lánguidamente sus olas contra la playa arenosa. Tan nuevo era aquel continente que incluso las arenas eran gruesas y agudas; el mar no había te­nido aún tiempo de suavizarlas. Los científicos es­taban echados, sumergidos a medias en el agua, y sus hermosos cuerpos de reptiles brillaban a la luz del sol. Las mejores mentes de Venus se habían congregado en aquella orilla desde todas las islas del planeta. No sabían aún lo que iban a oír, ex­cepto que se refería al Tercer Mundo y a la raza misteriosa que lo había poblado antes de la lle­gada del hielo.

El Historiador estaba sobre tierra, pues a los instrumentos que iba a emplear no les gustaba el agua. A su lado había una gran máquina que atra­jo muchas curiosas miradas de sus colegas. Estaba evidentemente relacionada con la óptica, pues lle­vaba un sistema de lentes dirigido hacia una pan­talla de material blanco emplazada a una docena de metros.

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