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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

Expedición a la Tierra (17 page)

Y, sin embargo, parecía que todavía había vida en aquel viejo mundo. Hacia el norte —si es que todavía era el norte— la sombría luz resplande­cía sobre una estructura metálica. Estaba a algu­nos centenares de metros, y cuando Trevindor co­menzó a caminar hacia ella se dio cuenta de una curiosa ligereza, como si la misma gravedad se hubiese debilitado.

No hubo avanzado mucho cuando vio que se estaba acercando a un viejo edificio metálico que más parecía haber sido depositado en la llanura que construido sobre ella, pues formaba un pe­queño ángulo con la horizontal. Trevindor se ex­trañó ante esa increíble suerte de encontrar tan fácilmente la civilización. Otra docena de pasos, y advirtió que no era casualidad, sino desig­nio, lo que había colocado tan oportunamente allí aquel edificio, y que era tan extraño a aquel mun­do como lo era él mismo. No había ninguna espe­ranza a que alguien saliese a su encuentro, mien­tras se dirigía hacia él caminando.

La placa metálica de encima de la puerta aña­dió poco a lo que ya había supuesto. Nueva e in­maculada todavía, como acabada de grabar —y en cierto modo era así— aquellas letras le comu­nicaron un mensaje de esperanza y amargura al mismo tiempo.

«A Trevindor, saludos del Consejo.

»Este edificio, que hemos enviado tras de ti por el campo del tiempo, satisfará todas tus necesidades durante un período indefinido.

»No sabemos si existirá todavía la civiliza­ción en la época en que te encuentras. El hombre quizá se haya extinguido, puesto que el cromosoma K Estrella K se habrá hecho do­minante y la raza se habrá quizá imitado en algo que ya no sea humano. Tú lo descubrirás.

Estás ahora en el ocaso de la Tierra, y nues­tra esperanza es que no estés solo. Pero si tu destino es ser la última criatura viviente so­bre este mundo, antaño tan bello, recuerda que la elección fue tuya. Adiós».

Trevindor leyó dos veces el mensaje, recono­ciendo con angustia las palabras finales, que so­lamente podían haber sido escritas por su amigo el poeta Cintillarne. Una sensación avasalladora de soledad y aislamiento inundó su alma. Se sentó sobre el saliente de una roca, y enterró su cara entre las manos.

Mucho más tarde, se levantó para entrar en el edificio. Se sintió más que agradecido al Consejo, hacía ya tanto tiempo fallecido, que le había tra­tado tan caballerosamente. La proeza técnica de enviar todo un edificio a través del tiempo era tal que la había creído más allá de las posibilidades de su época. Un repentino pensamiento acudió a su mente, y miró nuevamente al letrero grabado, ob­servando por primera vez su fecha. Era cinco mil años posterior a aquella en que se había enfren­tado con sus pares en la Sala de Justicia. Habían pasado cincuenta siglos antes que sus jueces pu­diesen cumplir su promesa a un hombre práctica­mente muerto. Cualesquiera que fuesen las faltas del Consejo, su integridad era de un orden incom­prensible para anteriores edades.

Pasaron muchos días antes que Trevindor volviese a salir del edificio. No había olvidado nada; incluso las preciadas grabaciones de sus pen­samientos se encontraban allí. Podía continuar es­tudiando la naturaleza de la realidad, y constru­yendo filosofías hasta el fin del Universo, por es­téril que esa ocupación fuese, si su mente era la única que quedaba sobre la Tierra. Había poco peligro, pensó con amargura, del hecho que sus especula­ciones acerca de la razón de la existencia humana le enfrentasen nuevamente con la sociedad.

Hasta que no hubo terminado de investigar cui­dadosamente el edificio, Trevindor no dirigió nue­vamente su atención al mundo externo. El supre­mo problema era de establecer contacto con la ci­vilización, si es que todavía existía. Le habían su­ministrado un potente receptor, y durante horas rebuscó arriba y abajo del espectro con la espe­ranza de descubrir una estación. Del instrumento salieron los lejanos chasquidos de la estática y en una ocasión oyó algo que podía haber sido lenguaje en un idioma que ciertamente no era humano. Pero nada más recompensó su búsqueda. El éter, que había sido el fiel servidor del hombre durante tantos siglos, estaba por fin silencioso.

El pequeño volador automático era la única es­peranza que le quedaba a Trevindor. Tenía por delante lo que quedaba de la Eternidad, y la Tie­rra era un planeta pequeño. Al cabo de unos cuan­tos años, todo lo más, podía haberla explorado toda.

Y así fueron pasando los meses, y el desterrado comenzó su metódica exploración del mundo, re­gresando una y otra vez a su casa en el desierto de arenisca roja. Encontró por todos lados la mis­ma imagen de desolación y ruina. No podía ni adi­vinar cuánto tiempo hacía que los mares se ha­bían desvanecido, pero al morir habían dejado in­acabables páramos de sal, que se incrustaban en las llanuras y las montañas formando una sábana de color gris sucio. Trevindor se alegró de no ha­ber nacido en la Tierra, y de no haber conocido nunca el esplendor de su juventud. A pesar que era un extraño, la soledad y la desolación de aquel mundo le helaban el corazón; si hubiese vivido allí antes, aquella tristeza hubiese sido insoportable.

Pasaron miles de kilómetros cuadrados de de­sierto bajo la rápida nave de Trevindor en su ex­ploración de polo a polo. Solamente una vez en­contró señales indicando que la Tierra había conocido la civilización. En un valle profundo cerca del Ecua­dor descubrió las ruinas de una pequeña ciudad de piedra blanca y de extraña arquitectura. Los edificios estaban perfectamente conservados, si bien medio enterrados por la arena que se había amontonado, y por un instante Trevindor sintió una oleada de sombría alegría al percibir que, después de todo, el hombre había dejado alguna huella de su presencia en el mundo que había sido su primer hogar.

Aquella emoción duró poco. Los edificios eran aún más extraños de lo que Trevindor había creí­do, ya que ningún hombre podía haber nunca en­trado en ellos. Pues las únicas aberturas eran an­chas hendiduras horizontales cercanas al suelo; y no había ninguna clase de ventanas. La mente de Trevindor giró en torbellino al tratar de imagi­narse las criaturas que debieron haberlos ocupado. A pesar de su creciente soledad, se alegró porque los habitantes de aquella inhumana ciudad hubie­sen desaparecido hacía tanto tiempo. No se detuvo allí, pues la amarga noche ya casi se había echado encima, y aquel valle le llenaba de una opresión que no era del todo racional.

Y en una ocasión, realmente descubrió vida. Circulaba por encima del lecho de uno de los per­didos océanos, cuando una mancha de color le sal­tó a la vista. Sobre una loma que la cambiante arena no había aún cubierto, se veía una pequeña capa de hierba rígida y clara. Eso era todo, pero al verlo sus ojos se llenaron de lágrimas. Aterrizó y salió de su aparato, pisando cuidadosamente para no destruir ni una sola de aquellas tenaces hojas. Pasó sus manos con ternura por la raída alfombra que era toda la vida que la Tierra conocía ahora. Y antes de marcharse, salpicó aquel lugar con tanta agua como le sobraba; era un gesto inútil, pero se sintió más feliz por haberlo hecho.

Había ya casi completado la búsqueda. Hacía ya tiempo que Trevindor había abandonado toda es­peranza, pero su espíritu indomable todavía le impulsaba a través de la faz de la Tierra. No po­día descansar hasta haber demostrado lo que hasta entonces solamente temía. Y así fue que por fin llegó a la tumba del Amo, que yacía luciendo con apagado brillo a la luz del sol, de la cual había estado oculta tanto tiempo.

* * *

La mente del Amo despertó antes que su cuerpo. Mientras yacía impotente, incapaz incluso de al­zar sus párpados, la memoria volvió a él. Los cien años habían quedado inermes tras él. Su jugada, la más desesperada que hombre alguno hubiera hecho jamás, había salido bien. Le agobió un in­menso cansancio, y durante algún tiempo su con­ciencia le abandonó de nuevo.

Pronto se despejaron nuevamente las nieblas, y se sintió más fuerte, aunque todavía demasiado débil para moverse. Continuó tendido en la oscu­ridad, acumulando sus fuerzas. ¿Qué clase de mun­do, se preguntaba, encontraría cuando saliese de la ladera de la montaña, a la luz del sol? ¿Podría poner sus planes en…? ¿
Qué era aquello
? Un es­pasmo de terror sacudió los cimientos mismos de su mente. Algo se movía a su lado, aquí, en la tumba, donde nada más debía moverse, sino él mismo.

Y entonces, claro y tranquilo, sonó serenamente un pensamiento a través de su mente y acalló en un instante los temores que habían amenazado perturbarla.

—No te alarmes. He venido a ayudarte. Estás a salvo, y todo será por bien.

El Amo estaba demasiado anonadado para dar respuesta alguna, pero su subconsciente debió haber efectuado alguna clase de contestación, pues nuevamente llegó el pensamiento.

—Esto es bueno. Soy Trevindor; como tú, un desterrado en este mundo. No te muevas, pero dime cómo llegaste aquí, y cuál es tu raza, pues nunca he visto a nadie semejante.

Y ahora miedo y cautela se infiltraron nueva­mente en la mente del Amo. ¿Qué clase de criatu­ra era aquella que podía leer sus pensamientos, y qué hacía en su secreta esfera? Y nuevamente aquel pensamiento claro y frío resonó en su cere­bro como el tañido de una campana.

—Otra vez te digo que no tienes nada que te­mer. ¿Por qué te alarma que pueda ver en tu mente? Sin duda no hay en ello nada extraño.

—Nada extraño —exclamó el Amo—. ¿Quién eres, en nombre de Dios?

—Un hombre como tú. Pero tu raza debe ser en verdad primitiva, si desconoces la lectura del pensamiento.

Una terrible sospecha comenzó a despertar en el cerebro del Amo. Recibió la respuesta incluso antes que él efectuase la pregunta.

—Has dormido infinitamente más tiempo que cien años. El mundo que conociste ha dejado de existir hace más tiempo de lo que puedes ima­ginar.

El Amo ya no oyó más. Nuevamente descendió sobre él la oscuridad, y se hundió en una incons­ciencia bienaventurada.

Trevindor permaneció en silencio junto a la li­tera sobre la cual yacía el Amo. Se sintió lleno de una exultación que de momento superaba cual­quier decepción que pudiera sentir. Por lo menos ya no tendría que enfrentarse a solas con el futu­ro. Todo el terror a la soledad de la Tierra, que tanto pesaba sobre su alma, había desaparecido en un instante. ¡
Ya no estoy solo…
, ya no estoy solo! Dominándolo todo, ese pensamiento martilleaba su cerebro.

El Amo comenzaba a moverse de nuevo y a la mente de Trevindor llegaron desgarrados frag­mentos de pensamientos. Imágenes del mundo que el Amo había conocido comenzaron a formarse en la mente del observador. Al principio Trevindor no podía comprender nada, pero luego, repentina­mente, los confusos fragmentos asumieron su pues­to y todo apareció con claridad. Una oleada de horror le invadió al contemplar la desoladora vi­sión de las naciones batallando entre sí, de las ciudades que se destruían ardiendo, y de los hom­bres que morían entre sufrimientos. ¿Qué clase de mundo era aquél? ¿Podía el hombre haber descen­dido tanto desde la edad pacífica que Trevindor había conocido? Había habido leyendas, de tiempos increíblemente remotos, sobre tales cosas en los primitivos tiempos de la historia de la Tierra, pero el hombre las había abandonado con su infancia. ¡Sin duda, no podían haber vuelto nunca!

Los rotos pensamientos eran ahora más vívidos, e incluso más horribles. La edad de donde había venido este otro desterrado era en verdad de pesa­dilla…, ¡no era extraño que hubiese huido de ella!

* * *

Y repentinamente comenzó a hacerse la luz de la verdad en la mente de Trevindor, mientras, con el corazón oprimido, contemplaba como espantosas imágenes pasaban a través de la mente del Amo. No era éste un desterrado que buscaba asilo, que huía de una edad de terror. Era el verdadero crea­dor de aquella edad, que se había embarcado en el río del tiempo con un solo objeto: extender el contagio a las edades por venir.

Pasiones que Trevindor no había nunca ni ima­ginado comenzaron a desfilar ante sus ojos: ambi­ción, ansia de poder, crueldad, intolerancia, odio. Trató de cerrar su mente, pero descubrió que ha­bía perdido el poder de hacerlo. Incontenible, la perversa corriente siguió fluyendo, contaminando todos los niveles de su conciencia. Dando un gri­to de angustia, Trevindor se precipitó hacia el de­sierto y rompió las cadenas que le ataban a aque­lla perversa mente.

Era de noche y reinaba por doquier la calma, pues la Tierra estaba ahora ya demasiado cansada para que soplasen los vientos. La oscuridad lo ocul­taba todo, pero Trevindor sabía que no podía ocul­tar los pensamientos de aquella otra mente con la cual tenía ahora que compartir el mundo. Antes había estado solo, y no había podido concebir nada más espantoso. Pero ahora sabía que había cosas aún más terribles que la soledad.

La calma de la noche, y el esplendor de las es­trellas que antes habían sido sus amigas, llevaron la paz al alma de Trevindor. Lentamente volvió sobre sus pasos, caminando pesadamente, pues iba a cometer un acto que un hombre de su clase no había realizado nunca.

El Amo estaba de pie cuando Trevindor volvió a entrar en la esfera. Quizá había penetrado en su mente alguna indicación del propósito del otro, pues estaba muy pálido y temblaba de una debi­lidad que era más que física. Resueltamente, Tre­vindor se obligó a contemplar una vez más el ce­rebro del Amo. Su propia mente retrocedió ante el caos de emociones en lucha, mezcladas ahora con repugnantes relámpagos de miedo. De aquel tor­bellino salió temblando un pensamiento coherente.

—¿Qué vas a hacer? ¿Por qué me miras así?

Trevindor no respondió, manteniendo su mente aislada para no contaminarse, mientras concentra­ba su resolución y su fuerza.

El tumulto en la mente del Amo iba subiendo hacia un crescendo. Por un instante, su creciente terror llevó al espíritu del dulce Trevindor algo semejante a la piedad, y su voluntad vaciló. Pero luego volvió a aparecer la imagen de aquellas ciudades incendiadas y en ruinas, y su indecisión desapareció. Con todo el poder de su inteligencia sobrehumana, respaldada por miles de siglos de evolución mental, atacó al hombre que tenía ­frente a él. En la mente del Amo, obliterando todo lo demás, se introdujo, anegándola, el solo pensa­miento de la muerte.

Un instante, el Amo permaneció de pie, inmó­vil, con los ojos desorbitados. Su aliento se heló al dejar de funcionar sus pulmones; la sangre que pulsaba en sus venas, tanto tiempo detenida, fue ahora congelada para siempre. Sin ningún ruido, el Amo se tambaleó, cayó y permaneció inmóvil.

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