Y, sin embargo, parecía que todavía había vida en aquel viejo mundo. Hacia el norte —si es que todavía era el norte— la sombría luz resplandecía sobre una estructura metálica. Estaba a algunos centenares de metros, y cuando Trevindor comenzó a caminar hacia ella se dio cuenta de una curiosa ligereza, como si la misma gravedad se hubiese debilitado.
No hubo avanzado mucho cuando vio que se estaba acercando a un viejo edificio metálico que más parecía haber sido depositado en la llanura que construido sobre ella, pues formaba un pequeño ángulo con la horizontal. Trevindor se extrañó ante esa increíble suerte de encontrar tan fácilmente la civilización. Otra docena de pasos, y advirtió que no era casualidad, sino designio, lo que había colocado tan oportunamente allí aquel edificio, y que era tan extraño a aquel mundo como lo era él mismo. No había ninguna esperanza a que alguien saliese a su encuentro, mientras se dirigía hacia él caminando.
La placa metálica de encima de la puerta añadió poco a lo que ya había supuesto. Nueva e inmaculada todavía, como acabada de grabar —y en cierto modo era así— aquellas letras le comunicaron un mensaje de esperanza y amargura al mismo tiempo.
«A Trevindor, saludos del Consejo.
»Este edificio, que hemos enviado tras de ti por el campo del tiempo, satisfará todas tus necesidades durante un período indefinido.
»No sabemos si existirá todavía la civilización en la época en que te encuentras. El hombre quizá se haya extinguido, puesto que el cromosoma K Estrella K se habrá hecho dominante y la raza se habrá quizá imitado en algo que ya no sea humano. Tú lo descubrirás.
Estás ahora en el ocaso de la Tierra, y nuestra esperanza es que no estés solo. Pero si tu destino es ser la última criatura viviente sobre este mundo, antaño tan bello, recuerda que la elección fue tuya. Adiós».
Trevindor leyó dos veces el mensaje, reconociendo con angustia las palabras finales, que solamente podían haber sido escritas por su amigo el poeta Cintillarne. Una sensación avasalladora de soledad y aislamiento inundó su alma. Se sentó sobre el saliente de una roca, y enterró su cara entre las manos.
Mucho más tarde, se levantó para entrar en el edificio. Se sintió más que agradecido al Consejo, hacía ya tanto tiempo fallecido, que le había tratado tan caballerosamente. La proeza técnica de enviar todo un edificio a través del tiempo era tal que la había creído más allá de las posibilidades de su época. Un repentino pensamiento acudió a su mente, y miró nuevamente al letrero grabado, observando por primera vez su fecha. Era cinco mil años posterior a aquella en que se había enfrentado con sus pares en la Sala de Justicia. Habían pasado cincuenta siglos antes que sus jueces pudiesen cumplir su promesa a un hombre prácticamente muerto. Cualesquiera que fuesen las faltas del Consejo, su integridad era de un orden incomprensible para anteriores edades.
Pasaron muchos días antes que Trevindor volviese a salir del edificio. No había olvidado nada; incluso las preciadas grabaciones de sus pensamientos se encontraban allí. Podía continuar estudiando la naturaleza de la realidad, y construyendo filosofías hasta el fin del Universo, por estéril que esa ocupación fuese, si su mente era la única que quedaba sobre la Tierra. Había poco peligro, pensó con amargura, del hecho que sus especulaciones acerca de la razón de la existencia humana le enfrentasen nuevamente con la sociedad.
Hasta que no hubo terminado de investigar cuidadosamente el edificio, Trevindor no dirigió nuevamente su atención al mundo externo. El supremo problema era de establecer contacto con la civilización, si es que todavía existía. Le habían suministrado un potente receptor, y durante horas rebuscó arriba y abajo del espectro con la esperanza de descubrir una estación. Del instrumento salieron los lejanos chasquidos de la estática y en una ocasión oyó algo que podía haber sido lenguaje en un idioma que ciertamente no era humano. Pero nada más recompensó su búsqueda. El éter, que había sido el fiel servidor del hombre durante tantos siglos, estaba por fin silencioso.
El pequeño volador automático era la única esperanza que le quedaba a Trevindor. Tenía por delante lo que quedaba de la Eternidad, y la Tierra era un planeta pequeño. Al cabo de unos cuantos años, todo lo más, podía haberla explorado toda.
Y así fueron pasando los meses, y el desterrado comenzó su metódica exploración del mundo, regresando una y otra vez a su casa en el desierto de arenisca roja. Encontró por todos lados la misma imagen de desolación y ruina. No podía ni adivinar cuánto tiempo hacía que los mares se habían desvanecido, pero al morir habían dejado inacabables páramos de sal, que se incrustaban en las llanuras y las montañas formando una sábana de color gris sucio. Trevindor se alegró de no haber nacido en la Tierra, y de no haber conocido nunca el esplendor de su juventud. A pesar que era un extraño, la soledad y la desolación de aquel mundo le helaban el corazón; si hubiese vivido allí antes, aquella tristeza hubiese sido insoportable.
Pasaron miles de kilómetros cuadrados de desierto bajo la rápida nave de Trevindor en su exploración de polo a polo. Solamente una vez encontró señales indicando que la Tierra había conocido la civilización. En un valle profundo cerca del Ecuador descubrió las ruinas de una pequeña ciudad de piedra blanca y de extraña arquitectura. Los edificios estaban perfectamente conservados, si bien medio enterrados por la arena que se había amontonado, y por un instante Trevindor sintió una oleada de sombría alegría al percibir que, después de todo, el hombre había dejado alguna huella de su presencia en el mundo que había sido su primer hogar.
Aquella emoción duró poco. Los edificios eran aún más extraños de lo que Trevindor había creído, ya que ningún hombre podía haber nunca entrado en ellos. Pues las únicas aberturas eran anchas hendiduras horizontales cercanas al suelo; y no había ninguna clase de ventanas. La mente de Trevindor giró en torbellino al tratar de imaginarse las criaturas que debieron haberlos ocupado. A pesar de su creciente soledad, se alegró porque los habitantes de aquella inhumana ciudad hubiesen desaparecido hacía tanto tiempo. No se detuvo allí, pues la amarga noche ya casi se había echado encima, y aquel valle le llenaba de una opresión que no era del todo racional.
Y en una ocasión, realmente descubrió vida. Circulaba por encima del lecho de uno de los perdidos océanos, cuando una mancha de color le saltó a la vista. Sobre una loma que la cambiante arena no había aún cubierto, se veía una pequeña capa de hierba rígida y clara. Eso era todo, pero al verlo sus ojos se llenaron de lágrimas. Aterrizó y salió de su aparato, pisando cuidadosamente para no destruir ni una sola de aquellas tenaces hojas. Pasó sus manos con ternura por la raída alfombra que era toda la vida que la Tierra conocía ahora. Y antes de marcharse, salpicó aquel lugar con tanta agua como le sobraba; era un gesto inútil, pero se sintió más feliz por haberlo hecho.
Había ya casi completado la búsqueda. Hacía ya tiempo que Trevindor había abandonado toda esperanza, pero su espíritu indomable todavía le impulsaba a través de la faz de la Tierra. No podía descansar hasta haber demostrado lo que hasta entonces solamente temía. Y así fue que por fin llegó a la tumba del Amo, que yacía luciendo con apagado brillo a la luz del sol, de la cual había estado oculta tanto tiempo.
* * *
La mente del Amo despertó antes que su cuerpo. Mientras yacía impotente, incapaz incluso de alzar sus párpados, la memoria volvió a él. Los cien años habían quedado inermes tras él. Su jugada, la más desesperada que hombre alguno hubiera hecho jamás, había salido bien. Le agobió un inmenso cansancio, y durante algún tiempo su conciencia le abandonó de nuevo.
Pronto se despejaron nuevamente las nieblas, y se sintió más fuerte, aunque todavía demasiado débil para moverse. Continuó tendido en la oscuridad, acumulando sus fuerzas. ¿Qué clase de mundo, se preguntaba, encontraría cuando saliese de la ladera de la montaña, a la luz del sol? ¿Podría poner sus planes en…? ¿
Qué era aquello
? Un espasmo de terror sacudió los cimientos mismos de su mente. Algo se movía a su lado, aquí, en la tumba, donde nada más debía moverse, sino él mismo.
Y entonces, claro y tranquilo, sonó serenamente un pensamiento a través de su mente y acalló en un instante los temores que habían amenazado perturbarla.
—No te alarmes. He venido a ayudarte. Estás a salvo, y todo será por bien.
El Amo estaba demasiado anonadado para dar respuesta alguna, pero su subconsciente debió haber efectuado alguna clase de contestación, pues nuevamente llegó el pensamiento.
—Esto es bueno. Soy Trevindor; como tú, un desterrado en este mundo. No te muevas, pero dime cómo llegaste aquí, y cuál es tu raza, pues nunca he visto a nadie semejante.
Y ahora miedo y cautela se infiltraron nuevamente en la mente del Amo. ¿Qué clase de criatura era aquella que podía leer sus pensamientos, y qué hacía en su secreta esfera? Y nuevamente aquel pensamiento claro y frío resonó en su cerebro como el tañido de una campana.
—Otra vez te digo que no tienes nada que temer. ¿Por qué te alarma que pueda ver en tu mente? Sin duda no hay en ello nada extraño.
—Nada extraño —exclamó el Amo—. ¿Quién eres, en nombre de Dios?
—Un hombre como tú. Pero tu raza debe ser en verdad primitiva, si desconoces la lectura del pensamiento.
Una terrible sospecha comenzó a despertar en el cerebro del Amo. Recibió la respuesta incluso antes que él efectuase la pregunta.
—Has dormido infinitamente más tiempo que cien años. El mundo que conociste ha dejado de existir hace más tiempo de lo que puedes imaginar.
El Amo ya no oyó más. Nuevamente descendió sobre él la oscuridad, y se hundió en una inconsciencia bienaventurada.
Trevindor permaneció en silencio junto a la litera sobre la cual yacía el Amo. Se sintió lleno de una exultación que de momento superaba cualquier decepción que pudiera sentir. Por lo menos ya no tendría que enfrentarse a solas con el futuro. Todo el terror a la soledad de la Tierra, que tanto pesaba sobre su alma, había desaparecido en un instante. ¡
Ya no estoy solo…
, ya no estoy solo! Dominándolo todo, ese pensamiento martilleaba su cerebro.
El Amo comenzaba a moverse de nuevo y a la mente de Trevindor llegaron desgarrados fragmentos de pensamientos. Imágenes del mundo que el Amo había conocido comenzaron a formarse en la mente del observador. Al principio Trevindor no podía comprender nada, pero luego, repentinamente, los confusos fragmentos asumieron su puesto y todo apareció con claridad. Una oleada de horror le invadió al contemplar la desoladora visión de las naciones batallando entre sí, de las ciudades que se destruían ardiendo, y de los hombres que morían entre sufrimientos. ¿Qué clase de mundo era aquél? ¿Podía el hombre haber descendido tanto desde la edad pacífica que Trevindor había conocido? Había habido leyendas, de tiempos increíblemente remotos, sobre tales cosas en los primitivos tiempos de la historia de la Tierra, pero el hombre las había abandonado con su infancia. ¡Sin duda, no podían haber vuelto nunca!
Los rotos pensamientos eran ahora más vívidos, e incluso más horribles. La edad de donde había venido este otro desterrado era en verdad de pesadilla…, ¡no era extraño que hubiese huido de ella!
* * *
Y repentinamente comenzó a hacerse la luz de la verdad en la mente de Trevindor, mientras, con el corazón oprimido, contemplaba como espantosas imágenes pasaban a través de la mente del Amo. No era éste un desterrado que buscaba asilo, que huía de una edad de terror. Era el verdadero creador de aquella edad, que se había embarcado en el río del tiempo con un solo objeto: extender el contagio a las edades por venir.
Pasiones que Trevindor no había nunca ni imaginado comenzaron a desfilar ante sus ojos: ambición, ansia de poder, crueldad, intolerancia, odio. Trató de cerrar su mente, pero descubrió que había perdido el poder de hacerlo. Incontenible, la perversa corriente siguió fluyendo, contaminando todos los niveles de su conciencia. Dando un grito de angustia, Trevindor se precipitó hacia el desierto y rompió las cadenas que le ataban a aquella perversa mente.
Era de noche y reinaba por doquier la calma, pues la Tierra estaba ahora ya demasiado cansada para que soplasen los vientos. La oscuridad lo ocultaba todo, pero Trevindor sabía que no podía ocultar los pensamientos de aquella otra mente con la cual tenía ahora que compartir el mundo. Antes había estado solo, y no había podido concebir nada más espantoso. Pero ahora sabía que había cosas aún más terribles que la soledad.
La calma de la noche, y el esplendor de las estrellas que antes habían sido sus amigas, llevaron la paz al alma de Trevindor. Lentamente volvió sobre sus pasos, caminando pesadamente, pues iba a cometer un acto que un hombre de su clase no había realizado nunca.
El Amo estaba de pie cuando Trevindor volvió a entrar en la esfera. Quizá había penetrado en su mente alguna indicación del propósito del otro, pues estaba muy pálido y temblaba de una debilidad que era más que física. Resueltamente, Trevindor se obligó a contemplar una vez más el cerebro del Amo. Su propia mente retrocedió ante el caos de emociones en lucha, mezcladas ahora con repugnantes relámpagos de miedo. De aquel torbellino salió temblando un pensamiento coherente.
—¿Qué vas a hacer? ¿Por qué me miras así?
Trevindor no respondió, manteniendo su mente aislada para no contaminarse, mientras concentraba su resolución y su fuerza.
El tumulto en la mente del Amo iba subiendo hacia un crescendo. Por un instante, su creciente terror llevó al espíritu del dulce Trevindor algo semejante a la piedad, y su voluntad vaciló. Pero luego volvió a aparecer la imagen de aquellas ciudades incendiadas y en ruinas, y su indecisión desapareció. Con todo el poder de su inteligencia sobrehumana, respaldada por miles de siglos de evolución mental, atacó al hombre que tenía frente a él. En la mente del Amo, obliterando todo lo demás, se introdujo, anegándola, el solo pensamiento de la muerte.
Un instante, el Amo permaneció de pie, inmóvil, con los ojos desorbitados. Su aliento se heló al dejar de funcionar sus pulmones; la sangre que pulsaba en sus venas, tanto tiempo detenida, fue ahora congelada para siempre. Sin ningún ruido, el Amo se tambaleó, cayó y permaneció inmóvil.