Expedición a la Tierra (23 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento, Relato

»No me quedé mucho rato, pues al cabo de tres minutos estaría entrando en la atmósfera. Eché una última ojeada al fláccido paracaídas, enderecé algunos de los tirantes y volví a meterme en la cabina. Luego arrojé el combustible de «David», primero el oxígeno y luego, tan pronto como hubo tenido tiempo de dispersarse, el alcohol.

»Aquellos tres minutos parecieron terriblemente largos. Estaba un poco por encima de veinticinco kilómetros cuando oí el primer sonido. Era un sil­bido muy agudo, tan débil que apenas si podía oírlo. Al mirar a través de las lucernas, vi que los tirantes del paracaídas se iban tensando, y el dosel comenzaba a hincharse por encima de mí. Al mis­mo tiempo sentí que retornaba el peso, y compren­dí que el proyectil comenzaba a desacelerar.

»El cálculo no era demasiado alentador. Había caído libremente más de doscientos kilómetros, y si me debía detener a tiempo necesitaba una desaceleración
media
de diez gravedades. Los puntos álgidos podrían ser el doble de eso, pero antes de ahora, y en causa de menor importancia, había aguantado quince
g
. De modo que me di una in­yección doble de dinocaína y desplacé los soportes de mi asiento. Recuerdo que me pregunté si debía soltar las pequeñas alas de «David», pero pensé que de nada serviría. Y después debía perder el conocimiento.

»Cuando lo recobré de nuevo, hacía mucho ca­lor, y tenía un peso normal. Me sentía rígido y dolorido, y para complicar las cosas, la cabina estaba oscilando violentamente. Miré a babor, y vi que el desierto estaba peligrosamente cerca. El gran paracaídas había cumplido su misión, pero me ima­giné que el impacto iba a ser demasiado violento para que resultase agradable. Y así fue que salté.

»Por lo que me dicen, hubiese hecho mejor que­dándome en la nave. Pero supongo que no puedo quejarme.

Seguimos un rato sentados en silencio. Luego Jimmy observó descuidadamente:

—El acelerómetro indica que llegaste a las vein­tiuna gravedades en la bajada, aunque solamente fue durante tres segundos. La mayor parte del tiempo fue entre doce y quince.

David pareció no enterarse, y al cabo de un mo­mento dije yo:

—Bueno, no podemos seguir haciendo esperar a los reporteros mucho más. ¿Tienes ganas de verles?

David vaciló.

—No —respondió—. Ahora no.

Leyó en nuestras caras, y movió violentamente la cabeza.

—No —dijo enfáticamente—, no es eso, ni mu­cho menos. Estaría dispuesto a partir de nuevo ahora mismo. Pero tengo ganas de descansar y pensar un poco.

Su voz bajó algo, y cuando habló nuevamente fue para revelar al verdadero David tras la perpe­tua máscara del extravertido.

—Ustedes creen que no tengo nervios —dijo—, y que me arriesgo sin preocuparme por las consecuen­cias. Pues bien, eso no es del todo cierto, y qui­siera que supiesen por qué. Nunca se lo he dicho a nadie antes, ni siquiera a Mavis.

»Ya saben que no soy supersticioso —comenzó, como excusándose—, pero la mayoría de los ma­terialistas hacen ciertas reservas, incluso si no las admiten.

»Hace muchos años tuve un sueño particular­mente vívido. Por sí solo no hubiese significado mucho, pero más tarde descubrí que otros dos hombres habían descrito unas experiencias seme­jantes. Una de ellas deben haberla leído, pues fue la de J. W. Dunne.

»En su primer libro,
Un Experimento con el Tiempo
, Dunne describió como una vez soñó que estaba sentado en los mandos de una curiosa má­quina voladora de alas recogidas hacia atrás, y años después aquella percepción se hizo realidad cuando estaba ensayando su avión de estabilidad inherente. Recordando mi propio sueño, que había tenido
antes
de leer el libro de Dunne, éste me impresionó considerablemente. Pero el segundo in­cidente me pareció aún más notable.

»Ya han oído hablar de Igor Sikorsky; diseñó algunos de los primeros hidroplanos comerciales para largas distancias se llamaban «Clípers». En su autobiografía
La historia del S Volador
, nos cuenta cómo tuvo un sueño muy semejante al de Dunne.

»Caminaba a través de un pasillo de puertas que se abrían a ambos lados, y con luces eléctricas en lo alto. Bajo sus pies se percibía una leve vibra­ción, y por la razón que fuese, se dio cuenta que estaba en una máquina voladora. Y sin em­bargo, entonces no había aeroplanos en el mundo, y pocas personas creían que los habría jamás.

»El sueño de Sikorsky, como el de Dunne, se hizo realidad muchos años más tarde. Estaba en el vuelo inaugural de su primer Clíper cuando se encontró caminando a lo largo de aquel conocido pasillo.

David se rió, un poco tímidamente.

—Ya se han podido imaginar de qué trataba mi sueño —continuó—. Y recuerden que no me hu­biese dejado una impresión permanente si no me hubiese encontrado con aquellos casos análogos.

»Me encontraba en una pequeña habitación des­nuda, sin ventanas. Había conmigo otros dos hom­bres, y todos llevábamos lo que yo entonces creía eran trajes de buzo. Había frente a mí un cu­rioso tablero de mandos, que llevaba incorporada una pantalla circular. En aquella pantalla había una imagen, pero no significó nada para mí, y ahora no puedo recordarla, aunque he procurado hacerlo muchas veces desde entonces. Todo lo que recuerdo es que me volví hacia los otros dos hom­bres y dije: “Faltan cinco minutos, muchachos”, si bien no estoy seguro que esas fuesen las pala­bras exactas. Y entonces, naturalmente, me des­perté.

»Aquel sueño me ha perseguido desde que me hice piloto de pruebas. No, perseguido no es la palabra exacta; me ha dado la confianza que en último término todo saldrá bien, por lo menos hasta que me encuentre en aquella cabina con aquellos dos hombres. Lo que sucede después, lo ignoro. Pero ahora ya podrán comprender por qué me sentí a salvo cuando descendí en el A.20, y cuando aterricé de golpe con el A. 15 junto a Pantelaria.

»De modo que, ahora, ya lo saben. Pueden reírse si quieren; a veces yo mismo me río. Pero in­cluso si es solamente una ilusión, aquel sueño ha dado una seguridad a mi subconsciente que me ha sido muy útil.

No nos reímos, y Jimmy dijo al cabo de un mo­mento:

—Aquellos otros dos hombres, ¿no los recono­ciste?

David pareció dudar.

—No he acabado nunca de decidirme —contes­tó—. Recuerden que llevaban trajes espaciales, y que no podía verles bien las caras. Pero uno de ellos se parecía bastante a ti, si bien tenía aspecto de ser bastante mayor de lo que eres ahora. Y sien­to decirte que tú no estabas allí, Arthur.

—Me alegro de saberlo —dije—. Como ya te he dicho antes, tengo que quedarme para explicar lo que vaya mal. Me contento con esperar hasta que comience el servicio de pasajeros.

Jimmy se levantó.

—Bien, David —dijo—. Voy a ocuparme de los de fuera. Ahora duerme un poco, con sueños o sin ellos. Y, de paso, el A.20 estará nuevamente a punto dentro de una semana. Creo que será el últi­mo de los cohetes químicos; dicen que la propul­sión atómica está casi a punto para nosotros.

* * *

No volvimos a hablar nunca más del sueño de David, pero creo que estuvo a menudo presente en nuestras mentes. Tres meses más tarde llegó el A.20 a seiscientos ochenta kilómetros, récord que no será nunca batido por máquinas de aquel tipo, puesto que ya nadie volverá nunca más a construir un cohete químico. El aterrizaje sin in­cidentes de David en el Valle del Nilo, marcó el fin de la época.

Pasaron tres años antes que estuviese a punto el A.21. Parecía muy pequeño comparado con sus gigantescos predecesores, y resultaba difícil creer que era lo más cercano a una nave espacial que el hombre había jamás construido. Esta vez el des­pegue era desde el nivel del mar, y las Montañas del Atlas, que habían presenciado el comienzo de nuestros primeros disparos, no eran ahora sino el distante telón de fondo de nuestra escena.

Para aquel entonces, Jimmy y yo habíamos lle­gado a compartir la confianza de David en su propio destino. Recuerdo las últimas palabras de Jimmy al cerrarse la esclusa de aire:

—Ahora ya no tardaremos mucho, David, en construir aquella nave para tres hombres.

Y yo sabía que bromeaba solamente a medias.

Vimos como el A.21 trepaba lentamente hacia el cielo, describiendo círculos de creciente anchura, en forma diferente a todos los cohetes que el mun­do había conocido hasta entonces. No había nece­sidad de preocuparse por la pérdida gravitacional, ahora que teníamos una fuente de suministro de combustible incorporada a la máquina, y David no tenía prisa. La máquina se movía aún con bas­tante lentitud cuando la perdí de vista, y me dirigí a la sala de observación.

Cuando llegué allí la señal estaba precisamente desvaneciéndose, y la detonación llegó a mis oídos un poco más tarde. Y aquello fue el fin de David y de sus sueños.

Lo siguiente que recuerdo de aquel período, es volar a lo largo del Valle de Conway en el heli­cóptero de Jimmy, con Snowden que resplandecía a distancia, y a nuestra derecha. Nunca habíamos estado en casa de David, y no nos tentaba mucho la visita. Pero era lo menos que podíamos hacer.

Mientras las montañas se deslizaban bajo noso­tros, hablamos sobre el futuro repentinamente oscurecido, y nos preguntábamos qué era lo siguien­te que íbamos a hacer. Aparte del sentimiento per­sonal por la pérdida, comenzábamos a darnos cuen­ta de hasta qué punto habíamos llegado a compar­tir la confianza de David. Y ahora aquella con­fianza había sido destruida.

Nos preguntábamos qué haría Mavis, y discu­tíamos el futuro del muchacho. Debía ahora tener quince años, pero yo no lo había visto desde hacía muchos años, y Jimmy no lo conocía. Según su padre, sería un arquitecto, y prometía mucho.

Mavis estaba tranquila y dueña de sí misma, si bien me pareció mucho más vieja que la última vez que la había visto. Durante un rato hablamos de asuntos, y del arreglo de los bienes de David, aunque nunca había sido yo albacea.

Habíamos justamente comenzado a discutir so­bre el muchacho, cuando oímos que se abría la puerta delantera, y que entraba en la casa. Mavis le llamó, y sus pisadas resonaron lentamente a lo largo del pasillo. Comprendimos que no tenía ga­nas de vernos, y sus ojos estaban aún enrojecidos cuando entró en la habitación.

Me había olvidado de lo mucho que se parecía a su padre.

—Hola, David —dije.

Pero no me miró a mí. Estaba contemplando a Jimmy con la expresión perpleja de la persona que ha visto a alguien antes, pero que no puede recordar donde.

Y repentinamente supe que el joven David no sería nunca un arquitecto.

EL CENTINELA

(The Sentinel, 1951)

La próxima vez que vean la luna llena allá en lo alto, por el sur, miren cuidadosamente al borde derecho, y dejen que vuestra mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notarán un óvalo pe­queño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas de la Luna, llamada
Mare Crisium
, Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diá­metro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no había sido nunca ex­plorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1966.

Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado en vuelo nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de
Mare Serenitatis
, a ochocientos kiló­metros de distancia. Había también tres pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no podían ser cruzadas por nues­tros vehículos de superficie. Afortunadamente la mayor parte del
Mare Crisium
es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos crá­teres o montañas de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores oru­ga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.

Yo era geólogo —o selenólogo, si queremos ser pedantes— al mando de un grupo que exploraba la región meridional del
Mare
. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban reti­rando a lo largo de aquellos fantásticos acantila­dos, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna. Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único ves­tigio de humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la ardiente luz del sol no penetraba nunca.

Habíamos comenzado nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo una media docena de ve­ces al día, y salíamos al exterior en los trajes espa­ciales para buscar minerales interesantes, o colo­car indicaciones para guía de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni siquiera especialmente emocionante en la ex­ploración lunar. Podíamos vivir cómodamente durante un mes dentro de nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades siempre podía­mos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran alboroto sobre el malgasto de combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente envia­ba un SOS en caso de verdadera necesidad.

Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aque­llas increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra. Cuando doblába­mos los cabos y promontorios de aquel desapare­cido mar, no sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del
Mare Crisium
es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber ba­tido las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros deberían escalar.

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