La llave maestra (60 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Regresé al día siguiente acompañado de Sidi Bey, para hablar con el encargado del templo y asegurarme de que podría asistir a la purificación del santuario, antes del cambio de la tela negra. Durante ésta es cuando se abre el cubo, para que el jerife acceda a su interior con dos elegidos, y estar allí significaría mi única y remota oportunidad de ser uno de esos dos privilegiados. Me miró aquel hombre con curiosidad, y hasta con simpatía, por ver a qué esfuerzos me estaba llevando mi devoción, aun encontrándome tan quebrantado. Sin embargo, él no se consideraba con la suficiente autoridad como para concederme aquel permiso:

—La ceremonia será en una semana, pero deberéis hablar primero con el jerife —fueron sus palabras.

No supe muy bien si me las dirigía a mí o a Sidi Bey, pero fue éste quien más las acusó. Su rostro se puso sombrío, y se limitó a despedirse musitando algo que no alcancé a oír. Camino de casa, no despegaba los labios.

—¿Sucede algo? —le pregunté—. Nos acaba de brindar la excusa perfecta para visitar al jerife y preguntarle por los códices de Cansinos sin despertar sospechas.

—Ese hombre lleva razón. Es el jerife quien abre la Kaaba con una llave de plata, y tendremos que hablar con él, como máxima autoridad de esta ciudad.

—¿Le habéis tratado?

—Sí, claro —me contestó—. Ése no es el problema.

—Entonces…

—El problema es que tan pronto sepa que traéis con vos una carta de Alí Fartax querrá conoceros… Y nos invitará a su palacio… Y ofrecerá un banquete en vuestro honor… y…

Noté que decía todo esto como quien expone los pasos de una catástrofe irremediable.

—¿Y…? —le pregunté, intentando que concluyera.

—Nada… No quiero ser imprudente. No sé si él es amigo o enemigo de Fartax, porque las intrigas con los turcos sólo son conocidas de unos pocos. Muchos que se abrazan en público se desean la muerte en privado. Ya lo veréis vos mismo.

Dediqué el resto de la jornada a un reparador descanso. Al día siguiente me sentía mucho mejor, recuperación que todos atribuían a la virtud de la piedra negra. Y al final de la comida Sidi Bey me anunció:

—He estado en el palacio del jerife, y os recibirá pasado mañana. —Respiró hondo y añadió—: Os invita a cenar.

—A vos también, espero —le dije.

—Así es, por desgracia —añadió resignado.

Rechazó con un gesto la pregunta que adivinó en mis ojos. Prefería no dar explicaciones, y me dejó muy preocupado que hombre tan leal y franco rehuyera sincerarse conmigo ahora, precisamente, cuando el peligro acechaba a cada paso. Algo grave sucedía.

El día convenido se dispuso a acompañarme al banquete. Yo podía caminar por mí mismo, pero el comerciante prefirió tomar una silla de mano. Antes de entrar en ella me llamó aparte, me cogió por el brazo y me entregó una cajita de oro.

Me miró a los ojos y me dijo lentamente, con mucho énfasis: —Prestad atención a lo que voy a deciros. Fijaos en esta señal. Y se pasó la mano derecha por la nariz, sacudiendo la punta con un rápido gesto, como si espantara una mosca.

—Si en un momento determinado os miro y os hago esta señal, alegad que no os encontráis bien a causa de vuestra dolencia, preguntad por el excusado, id allí, tomad el contenido de esta cajita y esperad a que os haga efecto.

—Pero…

—No hay pero que valga. Si llega el caso, os lo explicaré con todo detalle. Tenéis mi palabra. Si no os hago ninguna señal y no sucede nada, me devolvéis esa cajita intacta. Y no habrá preguntas. Ése es el trato.

El jerife Omar resultó ser un hombre amable, culto y hospitalario. Tuve la impresión de que mantenía excelentes relaciones con Sidi Bey, por lo que no entendí las reticencias de éste para acudir a aquella casa. Me hizo saber que se sentía muy honrado con mi visita, que me agradecía de corazón, dado mi estado de salud, por la que se interesó de inmediato. Alabó también mi piedad, de la que le habían llegado cumplidas noticias. Con todo lo cual me pareció que no resultaría tan difícil conseguir su permiso para examinar los códices de Cansinos y asistir a la ceremonia de purificación de la Kaaba. Otra cuestión sería entrar en el cubo.

Pero, como de costumbre, me equivocaba.

Omar era un hombre en extremo astuto. Me hizo sentar a su lado durante el banquete, y no cesó en estrecharme a preguntas. Lo hacía de un modo casual, sin que en ningún momento pareciera un interrogatorio, de manera más sutil que el inquisitivo jeque de la Cúpula de la Roca. Pero su interés se echaba de ver en la minuciosidad de las cuestiones que me planteó, en cómo calibraba mis reacciones, y en la leve —pero continua— chispa de desconfianza que brillaba al fondo de sus ojos. Me preguntó de dónde venía, por dónde había pasado en mis viajes, cuáles eran mis planes, qué noticias tenía de aquellos reinos… Tras una hora larga en estas idas y venidas, ya muy avanzado el banquete, empezó a ceder en sus averiguaciones y me dirigió el primer cumplido que me pareció enteramente sincero:

—Habláis muy bien el árabe.

Aproveché esta circunstancia para hacerle saber mi interés por los libros, la caligrafía y otras materias que me permitieron aproximarme con naturalidad al paradero de los códices de Cansinos. No me atrevía a preguntar directamente por ellos, pero al oírme hablar con tanta pasión, Omar me dio la clave, diciéndome:

—Deberíais ver a mi calígrafo en el santuario.

Sólo entonces disfruté algo de la comida. Yo permanecía atento a Sidi Bey, al que tenía enfrente, por si apreciaba la señal que habíamos convenido. Le notaba tranquilo y confiado, sin que acusara ningún motivo de alarma en cuanto estaba sucediendo. Hasta que, de pronto, empezó a mirarme fijo y alterado. Parecía decirme que prestara atención a algo que estaba sucediendo en la sala.

Recorrí con la vista aquel gran concurso de comensales, pero no vi nada extraño. Volví a mirar a Sidi Bey. Con un leve movimiento de sus ojos me indicó a alguien que acababa de entrar en la sala y se dirigía hacia nosotros. Era un joven de aspecto delicado y distinguido, casi podría decirse que angelical, por la regularidad de sus facciones.

Se llegó hasta la cabecera del banquete y mostró sus respetos al jerife, quien le recibió con grandes muestras de afecto. Por el contrario, noté que el saludo entre el recién llegado y Sidi Bey era frío y distante. Omar le explicó quién era yo y añadió, dirigiéndose a mí:

—Este joven se llama Nabik, y es el guardián del pozo Zemzem. Entonces creí entender por qué Sidi Bey me había mirado con tanta insistencia. El agua del pozo Zemzem era el elemento más importante en la ceremonia de la purificación. El astuto jerife había citado sin duda a aquel muchacho al final del banquete para tomar una decisión, tras haber conversado conmigo un tiempo más que suficiente.

—¿Podrán asistir con nosotros a la purificación? —preguntó el jerife al recién llegado, señalándonos a Sidi Bey y a mí.

—Será un honor —respondió el joven, mientras se inclinaba de un modo tan cortés como encantador.

Pero Nabik no se fue. Sino que, mirando a Sidi Bey, se dirigió al jerife para añadir:

—Señor ¿necesitáis algo más, ahora?

Vi cómo Sidi Bey se ponía tenso como un resorte, y enrojecía todo él, conteniendo la cólera. También noté que alzaba la mano en dirección a la nariz, disponiéndose sin duda a hacerme la señal convenida en caso de peligro, puesto que me miró de nuevo fijamente.

En ese momento escuché al jerife Omar decir al joven Nabik, con voz clara y lenta:

—Nada necesito ahora.

Sidi Bey interrumpió su gesto de alarma, sin llegar a rozar la punta de su nariz con la mano derecha.

El muchacho recuperó sus impecables modales y se despidió. No tardamos en hacer nosotros otro tanto. En cuanto llegamos a casa y nos quedamos a solas, tomé a Sidi Bey por la túnica, y le devolví su cajita.

—Conservadla —me dijo, rechazándola con un gesto—. La vais a necesitar.

Entonces no pude contenerme ya más, y le rogué:

—¿Queréis decirme, por Dios, qué es lo que ha sucedido esta noche?

—Que el jerife os ha concedido permiso para visitar a su calígrafo en el santuario. Y también para asistir a la ceremonia de la purificación. Eso significa que quizá lleguéis a entrar en la Kaaba. ¿Os parece poco?

—¿Por qué tantas precauciones? ¿Por qué convinisteis conmigo esa señal? ¿Por qué esta cajita? ¿Qué contiene? ¿Y qué es lo que hay entre vos y ese muchacho, Nabik?

—Os dije que nada de preguntas. Creedme, Randa, es mejor que no os mezcléis en estos asuntos. Cuanto menos sepáis, mejor para vos.

—Sidi Bey, os estoy muy agradecido por cuanto habéis hecho por mí. Nunca podré pagaros vuestra generosidad y amistad. Pero no puedo seguir bajo este techo si a la primera ocasión que se presenta de estar a vuestro lado no me permitís tomar partido, ocultándome lo que está sucediendo.

Dudó largo rato antes de decidirse a responder.

—Está bien —admitió—. Quizá sea mejor así. Lo entenderéis si os digo quién es realmente Nabik, ese joven de aspecto tan angelical.

—¿No es el guardián del pozo Zemzem?

—Sí que lo es. Pero su verdadera función es mucho más importante, y nunca podrá ser reconocida en público. Y si alguien llega a saber que vos la conocéis no sobreviviréis en esta ciudad.

—¿Cuál es, entonces? —le apremié.

—Juradme que no saldrá de nosotros.

—Tenéis mi palabra.

—Es el envenenador del jerife.

—¿Cómo habéis dicho? —le pregunté con incredulidad.

—Ya sé que resulta una paradoja, pero pensad con calma y veréis cuán importante y eficaz es su función, cuán sencillas de ejecutar son sus muertes y cómo quedan en la más absoluta impunidad.

Cuando hay que eliminar a alguien, a Nabik le basta con disolver el veneno en un vaso de agua del pozo Zemzem. Beberla forma parte inseparable del ritual del peregrino, nadie puede rechazarla, porque sería considerado una blasfemia. Si alguien no encuentra excelente esa agua, es señal inequívoca de que se trata de un infiel. Cuando una alta personalidad llega a la Ciudad Santa, el jefe del pozo Zemzem registra su nombre en su gran libro, y un criado se encarga de llevársela a casa puntualmente todos los días. Y como por La Meca, tarde o temprano, pasa todo el mundo importante, el jerife Omar se vale de él para desembarazarse de aquellos que estorban sus planes.

O los de sus superiores o amigos o aliados en Estambul, El Cairo u otros lugares, los cuales envían en peregrinación aquí a aquellos bajás, ministros o personas de las que desconfían, pero no se atreven a ejecutar en público, deshaciéndose de ellas por este procedimiento, sin que nadie sospeche de ellos, por estar tan lejos. Es favor que luego se cobra caro, y de este modo todas las vidas de los peregrinos están en manos de ese hombre.

—Como me sucede ahora a mí.

—Así es. Por eso debéis seguir llevando con vos esta cajita.

—¿Qué contiene?

—Un vomitivo y un antídoto. En cuanto experimentéis los primeros síntomas, debéis tomarlo sin tardanza. Sólo os ruego que, para mi seguridad, lo hagáis discretamente, sin que os vean. De lo contrario, yo volvería a tener problemas con ese hombre.

—Supongo que os referís a Nabik, porque el jerife parece apreciaros.

—Omar siempre me ha dado muestras de afecto. Pero no le gusta que me entrometa en esos asuntos.

—¿Y lo habéis hecho?

—Involuntariamente. Mi establecimiento de café sirve también otras infusiones y hierbas medicinales, hasta el punto que tiene algo de farmacopea. Y cuando Nabik empezaba su carrera y aún no había perfeccionado sus venenos, más de una de sus víctimas se salvó gracias a mí. Cuando observé que las síntomas se repetían, yo barrunté lo que pasaba y puse mis sospechas en conocimiento de Omar. El jerife me hizo jurar que nada diría y que no volvería a interponerme entre Nabik y sus envenenados.

—Y por eso no queríais que yo acudiera a ese banquete.

—En efecto. No sabía si iban a tratar de desembarazarse de vos. Y aún no lo sé. Ignoro si una carta de Fartax como la que lleváis significará protección o una sentencia de muerte. Por eso es una temeridad que asistáis a la ceremonia de la purificación. Son los dominios de Nabik, y en ellos no tendréis escapatoria. Los fanáticos que nunca faltan podrían acabar con vos a la más mínima sospecha o indicación de ese joven. Ni siquiera necesita el veneno, aunque siempre podría acudir a ese recurso. Espero que no le facilitéis la tarea cometiendo algún error.

—Vos vendréis conmigo y me serviréis de guía, ¿no es cierto?

—Lo contrario sería un desaire imperdonable. Y no os confiéis con mi antídoto. He oído que Nabik ha conseguido elaborar drao.

—¿Qué es drao?

—El veneno más tóxico que se conoce. Y el más indigno para un musulmán, pues seguirá actuando incluso después de la muerte.

—¿Cómo puede ser eso?

—Contiene puerco, y eso impide alcanzar el Paraíso. Su base es el hígado de cerdo. Se mata uno de estos animales, se abre en cruz, se le extrae el órgano y se cubre con una mezcla de babasco, unto de hombre, pájaros pintos y veneno de víbora preñada, que es más activo que sin preñar, pues la naturaleza la ayuda de ese modo a preservar la prole. Una vez que se ha recubierto el hígado de cerdo con esa maceración, se entierra durante veinte días, envuelto en un lienzo impregnado con cera virgen. Cuando se desentierran los restos del puerco, el producto es tan venenoso que mata por simple contacto.

—¿Y este antídoto?

—Ese antídoto que os he dado vale más que la cajita de oro que lo contiene. Es polvo de piedra bezoar. No es de las que llevan en el buche nuestras cabras de Arabia, que se reputan como las mejores, sino algo aún más preciado, de las que llaman «lágrimas de ciervo». Dicen que se forman sobre los ojos de estos animales cuando, tras comer serpientes para robustecerse, por instinto natural se meten en el agua de un río hasta que sólo queda fuera la cabeza, pero sin beber, porque entonces morirían al instante. Deben esperar a que fluya por sus párpados ese humor que se va concentrando hasta el tamaño de una nuez. Luego vuelven a sus cotos, donde se les endurece como una piedra.

—¿Y vos creéis todo eso?

—Yo ni creo ni dejo de creer. Pero he hecho la prueba, y funciona. Atravesé la pata de un perro con una aguja en la que había enhebrado un hilo impregnado en drao, esperé que le acometieran los síntomas del envenenamiento, le di a beber agua en la que había disuelto ese polvo y el animal no tardó en recuperarse. Aún sigue vivo. Pasados dos días, nos dispusimos a asistir a la solemne ceremonia de purificación de la Kaaba, tras de la cual le sería colocada la nueva Camisa que habíamos traído desde El Cairo. Con ese motivo, el jerife abriría la puerta del gran cubo e invitaría a otras dos personas a entrar en él, concediéndoles el honor de ayudarle a limpiar el lugar. Esperaba que en esa ocasión pudiésemos ser Sidi Bey y yo mismo, pues ya había tenido buen cuidado de dejar caer en la conversación que ambos habíamos dado unas puntadas en aquel brocado.

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