La llave maestra (62 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—¿Y cómo es posible esto? —le pregunté, no muy seguro de entender lo que me estaba diciendo.

—El lenguaje de estas formas es universal porque Dios es geometría. Y la Kaaba es la Piedra de la Fundación, el templo más antiguo, donde Él, junto con sus pensamientos y designios, se comunica con el mundo material, al que imprime su alma y sustancia. Pues lo creó a partir de ese cubo que veneramos, creciendo en todas direcciones, como un niño en el vientre de su madre.

—Si no entiendo mal, estos trazos contienen esa forma de comunicarse con todo lo creado —insinué—. ¿Quién podría ayudarme a leerlos, una vez puestos en orden?

Esperaba que se ofreciera él. Pero no parecía que estuviese dispuesto a franquear esa barrera. Quizá por desconocimiento. Quizá por prudencia. Quizá por entender que ya había ido demasiado lejos. O que esta tarea correspondía a otro rango de iniciados. El caso es que me dijo:

—Sólo conozco una persona que podría hacerlo, Gabbeh, el mejor de los calígrafos, el maestro de maestros. Aunque no creo que quiera daros enseñanza. Hay muchos que lo han pretendido, sin que él haya accedido, incluso tratándose de gente de muy alto rango, que se lo han solicitado humildemente. Pero ninguno superó las pruebas a las que los sometió. Todo eso, suponiendo que deis con él. No puede ejercer públicamente su oficio, por estar desde hace tiempo en búsqueda y captura. Le acusan de pertenecer a una secta muy perseguida.

—¿La de los sufíes? —intervino Sidi Bey.

—Eso se ha dicho. Pero en realidad prolonga las doctrinas de una hermandad mucho más antigua, la de
ETEMENANKI
. Quizá esa palabra, escrita en el primer gajo que me habéis mostrado, os ayude a franquear el camino.

—¿Por qué están perseguidos? —pregunté.

—Porque mediante esta su escritura secreta consiguen transmitir mensajes ocultos en alfombras, caligrafía y arquitectura. Y las autoridades temen lo que dicen de ese modo, que es manera que sólo entienden los que abrazan la hermandad. Vuestro viaje a Qasarra o a cualquier otro lugar donde exista ese laberinto será inútil si no aprendéis a leerlo y descifrarlo. Y eso sólo puede enseñároslo Gabbeh.

—¿Cómo dar con él y consultarle?

—Una vez que hayáis encontrado el pabellón de caza de Qasarra y encajado esos gajos en su orden preciso, habréis de dirigiros a Kufa, en las orillas del Éufrates. Os escribiré una carta de presentación para Yunán, que ejerce mi mismo oficio en la mezquita mayor de esa ciudad. Es lo único que puedo hacer por vos.

Intenté sonsacar más información al calígrafo, pero él hizo claro gesto de que no deseaba seguir hablando. Enrolló mi certificado, lo ató con un cordón y me lo entregó, despidiéndose con un gesto de cortesía. Al salir de allí, me advirtió Sidi Bey:

—Es inútil insistir, ni siquiera yendo en mi compañía y teniendo en vuestro poder ese pergamino. Si alguien llega a enterarse de que os ha hablado de la Hermandad de
ETEMENANKI
le quitarían su lucrativo negocio en La Meca, lo encarcelarían y seguramente lo ejecutarían.

—¿Pertenece él a esa secta?

—Nunca lo he sabido —admitió Sidi Bey—. Ni se lo he preguntado, ni se lo preguntaré, para no comprometer nuestra amistad. Si queréis averiguar algo más tendréis que ir allí.

—¿Adónde exactamente? —me inquieté, ante la perspectiva de un nuevo viaje.

—Primero a Qasarra. Y luego a Mesopotamia. A la ciudad de Kufa. Dentro de poco saldrá la caravana para Bagdad. Es nutrida y segura, e irá en ella gente de mi confianza. Os puedo apalabrar a alguien que conoce aquellos desiertos y os acompañará hasta esos dos destinos. No os resultará caro.

Di muchas vueltas a aquel asunto, porque de nuevo me alejaría de ti y de Rebeca, y aquello parecía el cuento de nunca acabar. Sin embargo, hube de admitir una vez más que de nada valdrían todas aquellas fatigas que había pasado si no regresaba a mi patria con algo tangible, que disipara cualquier sospecha o ambigüedad y nos asegurase el descanso y protección real que andábamos buscando con tanto ahínco. Además, por las consultas que hice, no resultaría luego tan fatigoso tomar la caravana de Bagdad a Damasco, y desde allí llegarme hasta la costa de Tierra Santa para embarcar de regreso a España.

En cualquier caso, me prometí a mí mismo no ir más allá del río Tigris, pasara lo que pasara. Y también os lo prometí a vosotras de modo solemne en una carta que os escribí, con la esperanza de hallar algún modo de hacérosla llegar. Me encontraba escribiéndola, en casa de Sidi Bey, cuando entró corriendo un criado, anunciando:

—¡Se ha empezado a formar la caravana de Bagdad! Fui a ver a mi anfitrión, para comunicárselo.

—Tenéis tiempo de sobra —me tranquilizó—. Unos versos del poeta Mayrata dicen que una caravana bien urdida se teje tan despacio como una alfombra.

Sentí, sin embargo, que iba llegando el momento de la despedida. Eché mano a mi faltriquera y le mostré el rubí que me había regalado Alí Fartax al despedirnos en Alejandría.

—Nada puede pagar una hospitalidad como la que me habéis dado. Pero os ruego que aceptéis esta muestra de mi agradecimiento y amistad.

Sidi Bey miró aquella magnífica joya y me la devolvió.

—La vais a necesitar. Guardadla para cuando vuestra vida esté en peligro.

No lo permití. Cerré su puño en torno a la gema y le besé la mano en señal de reconocimiento. Movió la cabeza con desaprobación. Dio unos gritos y apareció su mayordomo, al que hizo una seña que él pareció entender de inmediato.

—Venid conmigo —dijo.

Me condujo hasta la parte posterior de la casa, donde se encontraban los establos. El mayordomo salió de ellos llevando por las riendas un espléndido caballo. Con un giro de la mano, Sidi Bey le indicó que lo hiciera dar vueltas al patio. Era alto de grupa, esbelto de cuello, con las patas finas, las orejas largas y el ojo centelleante. Tordillo de color. Un ejemplar soberbio que no llegaría a los tres años.

—¿Cómo habéis adivinado lo que me gustan estos animales?

—Me ha bastado observar cómo los tratabais. De lo contrario, nunca os lo confiaría. Es un yelfé. Pura raza árabe. Del sur. Su madre era una yegua yemení. La mejor que he tenido.

—¿Cuál es su nombre?

—Dekra —contestó. Y como esa palabra significase «recuerdo», y yo le mirase interrogativo, añadió—: Se lo puse al morir mi esposa. Nació el mismo día de su muerte.

—Yo lo conservaré, en recuerdo de esta amistad —concluí.

A causa del dinero que me llegaron a ofrecer por Dekra cuantos lo vieron, supe que pertenecía a la clase de caballos árabes más apreciados. Magnífico en la carrera, ágil, fogoso, lleno de nervio, incansable, resistente a la sed y el hambre. Pero, a la vez, muy dócil, pues jamás coceó ni hizo amago de morder. Y en una ocasión me salvó la vida. El día en que la caravana estuvo formada, me encontré a Dekra dispuesto y enjaezado con una primorosa silla de montar, que muchos me elogiarían y codiciarían a lo largo del trayecto. Sidi Bey había hablado, además, con algunas de las gentes de la caravana para que cuidaran de mí, y apalabrado el servicio de cinco hombres para que me asistieran en el desvío hasta el pabellón de caza de Qasarra y posterior viaje a la ciudad de Kufa.

—Se está haciendo tarde —me excusé para evitar la despedida—. Tranquilo. No partiréis antes de la caída del sol —me dijo—. Haréis el camino de noche, iluminándoos con antorchas. No podríais atravesar ese desierto de día.

Algunas horas más tarde, el sol empezó a declinar. Mientras daba un abrazo a Sidi Bey, apenas podía reprimir las lágrimas. Nunca me había encontrado a nadie tan generoso. Antes de dirigirme hacia la caravana, él sujetó las riendas del caballo y me dijo con una sonrisa:

—Y que tengáis un feliz regreso a España.

Lo había dicho en turco, para que nadie le entendiera. Pero, aun así, estuve a punto de caerme del caballo.

—¿Cómo decís?

—Conozco vuestra historia, Raimundo Randa. Vuestra historia con Alí Fartax, quiero decir. He visto su marca en vuestra muñeca, ya cicatrizada y difícil de reconocer de un simple vistazo. Pero si se está prevenido de antemano y se ha vivido en Estambul regentando un establecimiento de café, se saben bien todas esas cosas.

—¿Y no me habéis denunciado?

—¿Por qué habría de hacerlo? Cuando uno se sienta alrededor de un vaso de café se oyen opiniones muy diversas, y hace tiempo que he aprendido a vivir y a dejar vivir. Además, nunca había visto un peregrino con tanta devoción —sonrió burlón.

—Estaba débil por la enfermedad —reí, a mi vez.

—Eso debió ser.

—¿Os puedo pedir un favor? —me atreví a decirle.

—¿Algún mensaje? —me preguntó.

—¿Cómo lo habéis adivinado?

—Porque también conozco vuestra historia con la bella Rebeca Toledano —respondió.

Le entregué la carta que ya llevaba prevenida. Me prometió confiarla en Alejandría al primer barco que pudiera encomendarla a una estafeta o correo seguro que llegara hasta España. Y cuando ya me alejaba, aún alcanzó a preguntar:

—¿Habéis probado esa bebida que trajeron de las Indias Occidentales, el chocolate?

—Alguna vez.

—¿Creéis que funcionaría? Como el café, quiero decir.

—¿En Estambul?

—Sí. Ya sabéis la regalada vida que se dan los turcos —me dijo alzando un poco la voz, para cubrir la distancia que nos iba separando.

—En vuestras manos, seguro que funcionará —y alcé la mano en señal de despedida.

—¡Quizá lo intente! —me gritó, ya desde lejos.

De pronto, se dio la señal de partida, repetida coma un eco a lo largo de la caravana. Hubo gritos de júbilo. La arena se removió, cobrando vida. Estaba cayendo el sol, un enorme disco naranja entre la calima amoratada. Sus últimos rayos alargaban las sombras de las dunas y rozando de soslayo la tierra, doraban las nubes de polvo, creando una visión hipnótica. La tensión de una nueva aventura que comenzaba. La última misión.

Cuando Ruth oye que se abre la puerta de la celda, dice a su padre:

—Nunca recibimos esa carta. O se perdió por el camino, o la interceptó Artal. ¿Os dará tiempo para terminar vuestra historia? Mirad que sólo quedan dos días.

—Eso espero, hija.

Hay en los ojos de Artal de Mendoza una mezcla de súplica y amenaza, mientras se sujeta con la izquierda su otra mano, el postizo que le está destrozando el muñón. Hace a Randa un gesto ambiguo, esperando quizá que éste dé el primer paso y se ofrezca a examinarlo, como la otra vez. Pero el prisionero no se aviene a razones, y ataja cualquier equívoco, al decirle:

—Nada puedo hacer si no me dejáis esa mano para que os la arregle con calma. Y también mis tenacillas de orfebre.

Artal cierra de un portazo, echa la cerradura y se le oye alejarse por el pasillo, entre maldiciones.

LOS TÚNELES DE LA MENTE

S
u cabeza era una montaña rusa. No parecía un sueño, sino el ingreso en otra dimensión. Un torbellino de sensaciones afilándose en retazos de imágenes, esquirlas cortantes de un espejo roto. Una ciudad. Antigua, sin duda. El apeñuscado tajo del río, los puentes, la arboladura de aquel esforzado alzar de torres, entre un burbujeo de cúpulas. Una plaza, una feria de otros tiempos. Poblada de gentes, canciones y gestos. Susurros sepultados en su interior, en algún recoveco de su mente, y que ahora afloraban reverberando en la memoria. O quizá más abajo, más profundo, más lejos.

La atracción súbita hasta la fuente perforada en el centro de la plaza. El paso a través de la cortina de agua que le cegaba. La caída. Se precipitó sin remedio por aquel cilindro de piedra. Pudo sentir el corazón de la plaza, encharcado en oscuros presagios de sangre y ceniza, comunicando dos mundos nunca reconciliados. Sintió el latido de la ciudad sumergida, la supuración de sus catacumbas húmedas y frías. Aquel terco alfabeto de escaleras umbrías y pasadizos dormidos, que se desenroscaba a través de las piedras, hasta atraparle y succionarle.

¿Qué era aquel agujero interminable? ¿Un pozo? Al principio, un agujero mínimo. Luego crecía, haciéndose más profundo. Tanto, que acarició la absurda idea de que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y alcanzaría a distinguir las sombras adheridas a sus paredes. Pero apenas podía verlas, en su vertiginoso descenso. En vez de palabras, farfullaban algo ininteligible. Una de aquellas sombras, un hombre barbado, vestido a la antigua, salió a su encuentro y le preguntó su nombre. «David», le dijo. Lo perdió de vista, y siguió cayendo. Volvió a encontrarse a aquel hombre, que había descendido a su zaga. Le miró con sus extenuados ojos, hundidos sobre la barba poblada, y le preguntó dónde se encontraban.

—Arriba de este pozo está la Plaza Mayor de Antigua, la fuente que se halla en el centro de sus edificios —le contestó David, con extraña familiaridad.

Y siguió cayendo. El agujero se iba estrechando en embudo, convergiendo hacia un confuso fondo donde cabrilleaban reflejos metálicos con el chapotear del azogue. Las paredes —ásperas, sin desbastar— se curvaban hacia dentro amenazando con despellejarle. Él se encogía, intentando salvar la piel, a medida que se aproximaba el brutal impacto. Cerraba los ojos, se hacía un ovillo, sentía que se acercaba el momento. Milagrosamente, lograba pasar y, tras la estrechez, cedía el agobio. Todo parecía volverse más blando y tibio. Esta primera sensación de levedad no tardaba en convertirse en aprensión al advertir el tacto, húmedo y viscoso como la baba del caracol. Cuando intentaba agarrarse para frenar la caída, resbalaba, resbalaba, y seguía resbalando hasta que el fondo se desintegraba en espesas gotas que se disolvían como una charca de mercurio agitada por la caída de una piedra.

Algo horadaba esas imágenes, un zumbido lejano que parecía proceder de lo alto. El rumor fue en aumento, se hizo más insistente, sus párpados empezaron a vibrar inseguros. Sintió la boca pastosa, la lengua apelmazada. Empezó a percibir en torno suyo voces que se esforzaban en hablar quedamente. Poco a poco, sus sentidos se fueron abriendo a esas y otras sensaciones, hasta conseguir rehacer la percepción de sí mismo. Venciendo la pesadez de los párpados, abrió los ojos e intentó aflorar hasta la luz. Vio caras borrosas y, cuando consiguió enfocarlas, entendió que se hallaba en una cama. Estaba en un hospital, y ante él se alzaban John Bielefeld y Raquel Toledano.

—Bienvenido al mundo de los vivos —le sonrió la joven, aliviada.

—¿Cómo se encuentra nuestro héroe? Además de enfadado con el mundo, como siempre —añadió Bielefeld.

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