La llave maestra (66 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Animado por este descubrimiento de la pintura de don Rodrigo, no resultó difícil dar con el laberinto, que se hallaba a los pies del lugar reservado al califa. Era un mosaico de neto y rotundo dibujo, y sus trazos coincidían punto por punto con el pergamino. Me dejó desarmado comprobar lo lógico que resultaba ajustar los gajos, una vez que se conocía el orden preciso.

El resultado era un cuadrado, como ya había pronosticado Rubén Cansinos cuando le pregunté en Fez si recordaba su forma original, antes de ser cortado en doce fragmentos. Y dentro de él se distribuían aquellos trazos con estricto rigor geométrico, sin una sola curva, siguiendo siempre ángulos rectos. Ciertamente, parecía un plano, que jamás habría podido reconstruir sin tener delante el modelo de aquel mosaico.

Pero Abbas, el calígrafo de La Meca, había afirmado que también era escritura. De manera que lo examiné largo rato, con este propósito. Y aunque puse mi mejor voluntad, e intenté evocar a través de sus rasgos y líneas algunas letras arábigas, no conseguí entender qué clave o mensaje podía yacer allí. Sólo aquel Gabbeh tan mentado parecía ser capaz de entenderlo. Y para conocer su paradero debía llegarme hasta la cercana Kufa, a las orillas del Éufrates, y presentarme ante el calígrafo de su mezquita mayor, con la carta que su colega de La Meca me había escrito para él.

Mis guías me condujeron esta vez por sendas más descansadas y seguras, buscando los poblados y aduares. Hasta que un día llegamos al primer oasis de agua fresca, clara y dulce, tan distinta de la tibia, embarrada y salobre que habíamos tenido que sobrellevar. Era la primera avanzadilla del río. Tras un leve montículo, vislumbramos una extensa meseta, nos abrimos paso por entre las cabras que allí pastaban, y al llegar al borde, uno de mis acompañantes exclamó, alzando los brazos:

—¡Al Furat!

Que es como llaman al Éufrates. El valle apareció en toda su anchura y extensión, un estallido de verdes serpenteando en el cauce arcilloso. La sensación de humedad y vida reconfortaba el ánimo. No tardamos en llegar a Kufa, donde, antes de despedirse para seguir su camino a Bagdad, los guías me condujeron hasta la gran mezquita. Una vez allí, pregunté por el calígrafo Yunán y le entregué la carta de presentación que llevaba conmigo. La leyó atentamente y me preguntó:

—¿Por qué razón deseáis ver a Gabbeh?

No quería arriesgarme a una negativa, de modo que le mostré el pergamino. Después de mí, era la primera persona que lo veía recompuesto en su estado original. Quedó sobrecogido. Lo examinó tomándose su tiempo, pasando la yema del dedo pulgar sobre los trazos que parecían grabados a fuego. Luego le dio la vuelta y rascó por detrás con la uña, para comprobar la textura. Se detuvo, inevitablemente, al llegar al que llevaba escrito por detrás
ETEMENANKI
. De nuevo pude notar el asombro en sus ojos.

—Ya veo —dijo—. Deberíais enviarle este pergamino. Se lo arrebaté de las manos, asegurando, con firmeza:

—Unir todas sus piezas ha sido el trabajo de media vida. Desde que conseguí la primera no me he separado de ella ni un solo momento. Y menos aún pienso hacerlo ahora. Seré yo quien vaya a ver a Gabbeh.

—No sabéis lo que decís. ¿Estáis dispuesto a poneros fuera de la ley?

—Lo estoy —afirmé.

—En ese caso, yo mismo os acompañaré. Dudo que quiera recibiros. Pero eso ya es asunto vuestro…

Una vez más, me quedé admirado del fulminante efecto que parecía producir aquel documento en cuantos lo veían. De inmediato comenzó Yunán a hacer los preparativos para el viaje, y tan pronto hubo terminado, me pidió que le esperara:

—Cuanto menos os vean, mejor. Volveré enseguida.

Para cuando quise darme cuenta, ya estábamos cabalgando ribera abajo. Poco sabía yo de nuestro destino, excepto que nos dirigíamos hacia las marismas donde el río Éufrates se une con el Tigris, para formar las tierras de Mesopotamia. Yunán se condujo en todo momento con gran sigilo, comprobando que nadie nos seguía, hasta que hubimos perdido de vista la ciudad.

Al cabo de unas pocas jornadas, dejamos nuestros caballos al cuidado de una familia que parecía conocer bien, y me hizo subir a una embarcación de juncos trenzados y fondo plano. Era ligera, muy manejable. La llevaba mi acompañante con un solo remo, que utilizaba con habilidad para mantenerla en las mejores corrientes y esquivar los abundantes arrastres del cauce.

El valle era un borbotón de vida a causa de la primavera, que lo había tomado al asalto. A nuestra derecha quedaban las resecas muelas, que pronto cedían su lugar a la red de canales, con sus reumáticas norias de riego. Venían luego los palmerales, cobijando naranjos y limoneros, higueras y granados, donde cundía el canto aflautado del bulbul. Y ya más cerca, cuando la huerta feraz se descolgaba hasta los carrizos y cañaverales, el paciente picoteo de las grullas, y las golondrinas partiendo el agua.

Pero Yunán no parecía disfrutar de aquellas amenidades. Estaba el río en época de crecida, lo que convertía la navegación en algo muy peligroso. El cauce principal era rápido, lleno de remolinos y obstáculos donde se podía volcar fácilmente.

Pareció bajar la guardia cuando delante de nosotros aparecieron los impenetrables marjales plagados de vegetación que se extendían entre el Éufrates y el Tigris, el cogollo de Mesopotamia. Los canales eran tan angostos, y tanta la espesura, que me pregunté cómo lograba orientarse en aquel laberinto de zarzas, enredaderas y espadañas. Sin duda se guiaba por señales que para mí resultaban invisibles. Al bote le costaba avanzar por entre las aneas grises y las juncias, de hojas cortantes como cuchillos.

A partir de determinado momento noté que Yunán cuidaba de tener la daga siempre a mano. Se veían de tanto en tanto jabalíes hozando y manadas de perros salvajes, que nos perseguían largo rato, ladrando, por la orilla de los canales. Luego, el silencio empezó a ser más profundo, sólo roto por el chapoteo del remo y el romper del agua bajo la proa. Hasta que llegamos a un oscuro túnel de vegetación que transcurría entre la espesura. Era éste tan tupido que no parecía natural, y al pasar a través suyo nos encontramos en la más absoluta indefensión.

Tras él, salimos a un espacio abierto. Una laguna donde el agua se volvió de un azul limpísimo bajo el cielo despejado. Y tan grande que había viento y olas. No podía creer lo que estaba viendo. En el corazón del pantano, en medio de aquella vasta extensión de agua, se alzaba un poblado. Estaba escondido entre cañas tan altas como varios hombres, y protegido por una empalizada. En su interior, se apretaban unas cabañas alargadas hechas con troncos de palmeras, cañas y juncos.

—¿Son los fugitivos? —pregunté.

—Los que han sobrevivido a las persecuciones —me contestó Yunán.

Ante nuestra presencia, una bandada de ánades reales alzó el vuelo, graznando, hasta tomar altura. Sorteamos una manada de malhumorados búfalos de agua. Al acercarnos al poblado, se podía apreciar que el suelo sobre el que se asentaba estaba trenzado por una alfombra de espesa vegetación, compuesta por juncos, cerraja, menta, espigas de agua y adelfilla. Todo ello entremezclado con una densa capa de raíces, algas y ondulantes plantas acuáticas, entre las que afloraban las burbujas con un susurro. Algunas gallinas picoteaban entre las casas, y había otras subidas a los tejados.

El jeque del poblado nos atendió en el mudhif, que es como llaman a la sala de recepciones, construida con haces de cañas gigantes. El interior, en una acogedora penumbra, era tan espacioso que se tenía la impresión de estar dentro de una de nuestras catedrales. Yunán me había hecho saber que Gabbeh sólo se mantenía en contacto con aquel hombre. Y cuando le hice saber mis intenciones, el jeque utilizó la misma fórmula que ya le había oído al calígrafo:

—Podréis ir hasta allí. Pero dudo que os reciba.

—¿Dónde se encuentra?

—Nunca se sabe con seguridad. ¿Habéis visto nuestro poblado? Lo hemos asentado nosotros, pero es como una isla flotante. Algunas de estas se hallan a la deriva. Y Gabbeh vive en una de ellas, que va de aquí para allá.

Aún hubimos de parlamentar largo rato, mientras preparaban la comida, que hubimos de agradecer como muestra de hospitalidad. Tras ello, el jeque dio a Yunán una serie de indicaciones, que no alcancé a entender, y éste volvió a ponerse al remo. Nos despedimos del poblado y bordeamos su empalizada, hasta llegar a un puesto de guardia. Allí, habló con los vigías y éstos nos franquearon el paso.

Navegamos largo rato por un canal despojado de toda vegetación, tan angosto que pronto hubimos de echar pie a tierra. Yunán me indicó un sendero por el que caminamos hasta salir a un claro sembrado de costras negruzcas de sal. Iba yo a atravesarlo, cuando él lanzó un grito:

—¡Pisad sobre mis huellas! No os desviéis ni una pulgada.

—¿Son arenas movedizas? —pregunté.

—Mucho peor: Observad.

Tomó un grueso tronco y lo lanzó junto a mí. Rompió el madero la costra salitrosa, salpicando mis pies con una sustancia oleaginosa de color oscuro. Y se hundió de inmediato, engullido por ella.

—Estos pozos de alquitrán se han tragado búfalos enteros —explicó.

Pasado aquel peligro, se abrió ante nosotros un palmeral, abrazando un brazo del río. Allí, junto al agua, en una especie de isla, había una casa asentada sobre pilotes de madera. El silencio sólo era roto por la brisa en los cañaverales. Se respiraba una gran paz. Nos llegamos hasta la casa, y Yunán pareció buscar a alguien.

No tardó en aparecer un hombre. Tan pronto lo vio, mi acompañante se acercó a él, le saludó con gran respeto y señaló hacia mí. Vi que el recién llegado asentía con la cabeza. Era delgado, atezado por el sol, los rasgos regulares y nobles, la barba entrecana, muy aseado todo él, e iba vestido con una ligera túnica de lana blanca y un turbante del mismo color que le cubría la cabeza. Traía un manojo de cañas en la mano.

—¿Sois Gabbeh? —le pregunté.

Asintió, indicándome que le siguiera hasta el interior de la casa. Una vez allí, depositó las cañas en un rincón, donde había otras, y señaló un cojín en el que sentarme.

Le mostré el pergamino, y lo miró con deferencia, aunque sin sorpresa. Por primera vez me encontraba ante alguien que parecía conocerlo y, sin embargo, no se le alteraba la faz. Me dispuse a hablar, para explicarle el motivo de mi presencia, pero me retuvo con un gesto.

Tomó con delicadeza una flauta de caña, de las que llaman ney. Y sopló hasta obtener un sonido envolvente, que se ajustaba hasta tal punto al momento y lugar que no parecía posible imaginar otro. En sus notas afloraban a la vez el cañaveral, el viento que lo mecía y el pájaro que se mantenía en el cimbrear de los tallos, formando parte de un vasto lamento.

Todo esto lo hizo durante un largo rato, tan concentrado que no parecía hallarse junto a nosotros, sino en algún lugar lejano, en un tiempo remoto. Cesó al fin, en oleadas tenues, y abrió los ojos para decirme, como volviendo de ese otro lugar y tiempo:

—La flauta ney representa el soplo original del Creador, e intenta unirse a Él. Por eso canta el dolor de la separación del tallo del que se la ha cortado, como el alma sufre por la separación de su origen.

Dice el poeta que todos hemos escuchado esta música en el Paraíso, y que algo de ella vuelve así a la memoria.

Me explicó entonces que la flauta ney tiene el poder de reabrir en nosotros una herida nunca cerrada, la cicatriz de un pasado en que estábamos unidos a las piedras, al agua, las plantas, las estrellas…

Describió un círculo, señalando la marisma que nos rodeaba:

—Se dice que aquí estuvo el Paraíso terrenal, donde Dios creó a Adán, de estas arcillas. A través de esta caña habéis escuchado la misma tierra, la misma agua, el mismo aire.

—Pero yo he venido a aprender caligrafía —objeté tímidamente, temiendo que cualquier actitud inapropiada por mi parte me costase la negativa de aquel hombre a inculcarme sus enseñanzas.

—También el cálamo del calígrafo se hace con estas cañas —observó él, de un modo pausado—. Primero tendréis que aprender a conocerlas. Su sonido tiene la capacidad de ir directamente al corazón de las cosas, como el calígrafo puede evocar con unos pocos trazos la esencia de un objeto o paisaje.

Y como barruntara en mí la prisa y la resistencia ante aquella tarea, prosiguió:

—La música no introduce en el corazón nada que no esté ya en él. Sólo despierta mundos que ni se sospechaban que existían, ecos de algún estado de vida anterior que frecuentó.

A aquellas alturas de mis angustias, no estaba yo muy conforme con tanta filosofía de charca y cañaveral. Antes bien, deseaba conocer cuanto antes el significado de los trazos del pergamino y regresar a España. Pero hube de someterme a estas y otras doctrinas, a las que me tuvo aplicado largo tiempo. Hasta que un buen día dijo:

—Creo que ya podemos pasar adelante.

Corrí por el pergamino, lleno de contento. Por fin iba a conocer el lenguaje que se escondía en aquel laberinto. Sin embargo, él lo miró, me miró a mí y negó con la cabeza. Me mordí los labios, intentando contener la rabia. El pareció ignorar mis sentimientos. Se levantó, entró en la casa, tomó un puñal, afilado y fino, bellamente decorado, y me ordenó:

—Dejad eso y venid conmigo.

Le seguí por los marjales. Llegamos a una zona de aguas limpias y tranquilas, donde la corriente se remansaba en torno a juncos y carrizos. Nos detuvimos junto a un grupo de cañas. El calígrafo las examinó, dictaminando:

—Son buenas para una techumbre, pero no para un cálamo. Este año no han espigado bien. —Y me mostró la flor—: Es errática, no dará un buen cálamo.

Seguimos andando. Para mi desesperación, fue desechando los tallos uno tras otro, a pesar de que yo los veía todos iguales. Hasta llegar a un seto donde el cañaveral empezaba a flor de agua para trepar por un ribazo. Se acercó allí y comprobó la cañazón. Eligió un tallo recto y fuerte, le dio un tajo seco, y con la yema del dedo pulgar examinó la textura del corte y el rezumar de la savia lechosa. Repitió esta operación varias veces, rechazó un par, y ató el resto con un junco, formando un manojo, que sujetó al cañaveral.

—Regresemos —me dijo.

—¿Las vais a dejar ahí? —le pregunté, sorprendido.

—Es ahí donde deben curarse. En el mismo lugar donde han crecido, recibiendo el mismo sol, la misma humedad, el mismo aire. Durante semanas, si es preciso, para que no pierdan de pronto su flexibilidad, agrietándose. —Y como observara mi escepticismo y contrariedad, añadió—: Os queda mucho que aprender para ser un buen calígrafo.

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