La llave maestra (71 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—¿Tiene idea de lo que significa esto?

—Es un laberinto.

—Ya, eso ya lo veo, pero ¿qué sentido tiene ese mosaico bajo el trono del califa?

—Era la forma de transmitir el valor de un talismán que no debía ser movido de su sitio para asegurar que Al Walid I iba a conservar todas las tierras que se extendían desde una punta a otra del Mediterráneo. Ese talismán le había mostrado su camino y su futuro. Por eso intentó repartir su poder entre Jerusalén y La Meca, repitiendo en los cimientos del Templo de Salomón y en el interior de la Kaaba el laberinto que había encontrado en España. Del mismo modo que encima del trono hay una inscripción en árabe que debe de estar relacionada con todo esto.

Raquel observó con detenimiento la reconstrucción del mosaico con el laberinto y la fotografía que contenía la inscripción en árabe. «Yo no entiendo nada, esto es un trabajo para David», pensó. De manera que las puso juntas y preguntó a la arqueóloga:

—¿Me podría hacer fotocopias de esas tres imágenes? Me refiero a la pintura del rey don Rodrigo, el mosaico con el laberinto y la inscripción en árabe que hay sobre el trono.

Elvira Tabuenca sonrió de un modo extraño, y Raquel se temió que le dijera que no. Pero la profesora parecía esperárselo, porque le contestó, mientras se levantaba dispuesta a cumplir su encargo:

—Es curioso, las mismas que me pidió su madre.

Fue al quedarse a solas cuando lo entendió todo de golpe: David Calderón, la vegetación que habían desecado y eliminado los agentes de James Minspert en el pabellón de caza de Qasarra para hacer la pista de aterrizaje, y el árbol del parking que estaban cortando en el momento de salir del hospital. Le dio un vuelco el corazón al darse cuenta del peligro que corría el criptógrafo.

«¡Tenemos que sacar a David de ahí!», se dijo.

Bielefeld se opondría. Decirle aquello sería tanto como hacerle un feo, con todas las preocupaciones que se había tomado, al margen de sus obligaciones. Él había supervisado el dispositivo de seguridad, le había costado lo suyo convencer a Gutiérrez y a las autoridades españolas para que les cedieran aquellos efectivos policiales, frente al criterio del doctor Vergara, nada partidario de tener agentes en el hospital. Si ahora ella se equivocaba y la alarma era infundada, se crearía una situación delicadísima. Comprometería gravemente los permisos en curso para buscar a su madre, que el comisario llevaba trabajándose. Se les cerrarían todas las puertas.

Eso, si se equivocaba. Porque, si estaba en lo cierto, aún sería peor: lo que estaría en peligro sería su propia vida. Como ya se había encargado de sugerirle James Minspert. Las llamadas de teléfono que le había hecho para que no se entrometiera dejaban poco lugar a dudas. El argumento «oficial» era que hurgar en lo sucedido en la Plaza Mayor cuestionaba todo el proceso que debía culminar con la conferencia de paz, y no iban a permitir a nadie que interfiriese. Bastantes dificultades había ya. Pero cada vez parecía más claro que Minspert veía en las investigaciones que ella estaba llevando a cabo con David un peligro para sus intereses personales, tras su apropiación del Programa AC-110. La sola perspectiva le ponía los pelos de punta. Los problemas que iba a tener en España si se entrometía no serían nada al lado de los que la esperarían en Estados Unidos. Si es que ahora lograban sobrevivir.

Y sin embargo, cuando la arqueóloga regresó con las fotocopias, la decisión de Raquel estaba tomada. Se despidió de la profesora, salió al pasillo, fue hasta el banco en el que la esperaba Bielefeld, agarró por el brazo al sorprendido comisario, y lo arrastró literalmente tras ella, mientras le pedía:

—¡Deprisa., John, tenemos que volver al hospital!

—Pero ¿qué sucede?

—Te lo explicaré en el coche.

—Lo mismo me dijo David Calderón cuando me sacó de la Fundación —protestó el Comisario—, y cada vez entiendo menos lo que está pasando.

Raquel Toledano se sentó de nuevo ante el ordenador, introdujo el CD y reanudó la lectura de las notas que había escrito Sara. Por lo que llevaba averiguado hasta el momento, no lograba comprender por qué había recurrido su madre a ese soporte. Pero ahora mismo acababa de encontrar la razón. Y entonces todo empezó a cobrar otro sentido, un alcance en verdad inesperado. Algo increíble, que la fue dejando anonadada a medida que se internaba en aquel descubrimiento.

«¿Cómo es posible que me haya mantenido al margen de algo así? —se preguntó—. En realidad, ¿cómo es posible que todos hayamos estado tan ciegos?».

Se trataba de un documento llamado CelLab, y al abrirlo supo que esa abreviatura quería decir Laboratorio de Autómatas Celulares. Al parecer, era el nombre técnico de aquellos extenuantes ejercicios que había estado ensayando Pedro Calderón sobre papel milimetrado. Para ser exactos, el CelLab era su versión informática, modernizada. —De modo que AC significa Autómata Celular —murmuró entre dientes—. Y aquí dice que se trata de «un modelo binario que simula la organización, transferencia y flujo de información en el mundo real. Como, por ejemplo, el crecimiento de un cristal a partir de una molécula o el de un organismo vivo a partir de la primera célula».

El archivo de CelLab era interactivo, estaba lleno de enlaces en internet, y bastaba pinchar en ellos para acceder a las páginas web del Instituto Tecnológico de Massachussetts, el de California, el de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton y otras organizaciones científicas de toda solvencia.

«Mi madre debía de temer que no la creyeran. Por eso va poniendo aquí todas estas direcciones y enlaces, para demostrar que se trata de algo serio. Muy típico de ella».

El CelLab se completaba con una batería de programas que permitían desarrollar las 256 variedades de Autómatas Celulares. Lo que a Pedro Calderón le había supuesto años de trabajo extenuante, podía hacerse ahora en pocos minutos, con la simple pulsación de una tecla. Comprendió entonces mucho mejor la rabia de David. Y la emoción le empañó los ojos al pensar en él.

«Habría bastado que esos bastardos de la Agencia de Seguridad Nacional dejaran a su padre una de aquellas computadoras para ahorrarse el calvario por el que tuvo que pasar», pensó la joven con amargura.

Pero aún había más. Tras presentar los Autómatas Celulares, Sara se lanzaba a contar lo que siempre tuvo que callar Pedro Calderón, por el contrato de confidencialidad de por vida que había suscrito con la Agencia. Y allí aparecía la continuación del Programa AC-110, es decir —tradujo ahora Raquel—, el Autómata Celular 110. Que Pedro había proseguido por su cuenta tras ser apartado de él por James Minspert.

Aquello abría nuevas perspectivas sobre el enigmático lenguaje universal en el que había trabajado a lo largo de casi dos décadas. En principio, con el propósito de señalar los residuos radioactivos. Luego, para enviar mensajes al espacio exterior a través de radiotelescopios y naves espaciales. Y, finalmente, ya por libre, cuando lo desterraron a Antigua. Ahí debieron surgir las verdaderas sorpresas. Ahora se daba cuenta de que había sido esa libertad de movimientos lo que permitió a Pedro hacer un descubrimiento insólito, que nunca le habrían financiado en un organismo oficial.

Tras recapitular todos esos antecedentes, Sara abordaba aquel momento decisivo:

Lo peor de nuestra historia llegó a principios de los años setenta, cuando le visité en Antigua —comenzaba su relato—. Pedro sólo hablaba de Autómatas Celulares, y en concreto de ese AC-110. Le obsesionaba. «Es lo que he estado buscando durante casi veinte años —decía—. He desarrollado todas las combinaciones posibles, en todas direcciones. Y sólo ahora empiezo a comprender por qué la Agencia me apartó del proyecto».

Y digo que llegó lo peor porque la gente empezó a dudar de que estuviera en su sano juicio. El no podía explicarles en qué trabajaba, y tampoco le importaba que lo tomaran por un chiflado. Se sentía el explorador de un mundo nuevo. «Es demasiado increíble —me aseguraba—. Incluso para mí mismo resulta increíble». Ésa fue una de las razones por las que se le fueron cerrando todas las puertas al Centro de Estudios Sefardíes que él dirigía. Y ésa fue la razón de mi visita, que mi padre, Abraham Toledano, consintió y hasta alentó: para intentar que Pedro volviera al «buen camino».

Dada la importancia de aquellos momentos decisivos, del cariz que iba tomando la situación y, también, que yo no lograba comprender entonces todo lo que me decía, guardo las notas que tomé de nuestras conversaciones.

Pedro estaba muy solo. Veía de vez en cuando al arquitecto Juan de Maliaño y mantenía algún contacto con gente que le permitía el acceso a ordenadores, pero siempre con cuentagotas. «Para no levantar la liebre», decía. Aunque, a la hora de la verdad, sólo me tenía a mí. Y hasta yo empecé a dudar. Eso lo sacó de sus casillas y lo bloqueó.

Un día, en uno de sus trabajos para el Centro de Estudios Sefardíes, descubrió en la biblioteca de El Escorial el gajo del pergamino que se llamaba
ETEMENANKI
o La llave maestra. Eso le permitió atar cabos. De inmediato se dio cuenta de que formaba parte del mismo lote que los otros tres gajos que mi padre había comprado a Albert Speer, el arquitecto de Hitler, y que luego terminaron depositados en la Agencia. Sólo que éste debía de ser más importante. Le impresionó la historia de Felipe II, empeñado en morir con aquel trozo de pergamino en las manos, como si fuera un ariete hacia los cielos. Comenzó a investigarlo, y a partir de él inició una nueva fase del Programa AC-110. Lo más inesperado fue que, intentando reconstruir el resto del laberinto, pareció dar con una clave inédita en criptografía. «Muy inédita —decía—. Cuando creía estar excavando en el pasado, en realidad estaba husmeando en el futuro».

Yo sospecho ahora, tras conocer el dibujo de la máquina criptográfica de Cardano, lo que intuyó Pedro: que los trazos del pergamino se habían hecho sobre la retícula de un cuadrado de 60 por 60 cuadrículas. Que esa máquina combinatoria no era sino un rudimentario ordenador, concebido a mediados del siglo XVI para hacer algo parecido a lo que él intentaba cuatrocientos años más tarde: reconstruir el resto del pergamino a partir de la pauta que gobernaba el gajo de
ETEMENANKI
-La llave maestra, explorando todas las combinaciones posibles de cada cuadrícula y sus vecinas. Quizá fuera un modo de traducir a nuestro sistema decimal al sexagesimal que usaban los babilonios.

No soy una experta en esas cosas. He llegado a tales conclusiones a lo largo de todos estos años, preguntando aquí y allá, procurando no dar demasiadas pistas ni más información de la necesaria.

Pero no quiero apartarme de lo que estaba contando.

Pedro era consciente de que había entrado en una nueva fase del Programa AC-110, y necesitaba medios, el apoyo y el reconocimiento fuera de Antigua. Sólo la Agencia de Seguridad Nacional podía proporcionárselos, y sólo a ellos podía contárselo, por su compromiso de confidencialidad. Lo tenían atrapado. A través de mi padre, le ayudé para que le dieran una nueva oportunidad, ofreciéndole una opción de compra sobre aquella clave criptográfica. Aceptaron someterla a una prueba, y se la tiraron abajo. Además —le dijeron—, ya contaban con su propio desarrollo del Programa AC-110, y no tenían por qué pagar dos veces por lo mismo. Eso lo destrozó. Porque, sin el acceso a unos ordenadores de gran potencia, aquello implicaba un trabajo agotador. Y, sobre todo, porque no le cupo ninguna duda de que era otra vez James Minspert quien andaba detrás.

Por eso me sorprendió cuando un día, estando yo en Antigua, vino con algo que llamó «la prueba definitiva».

Traía un montón de esos folios de papel milimetrado y estaba muy alterado. Buscó una mesa donde poder extender todas las hojas, pero eran tantas que no cabían en ninguna. «Ponlas en el suelo» —le dije—. A medida que las colocaba, me las iba enseñando. Al principio, parecían componer otro Autómata Celular más, de aquellos que llevaba ensayando años y años: se tomaban esas cuadrículas, los ocho tripletes de siempre, y se indicaba la regla que debía seguir la cuadrícula de abajo, dependiendo de aquellas tres de arriba con las que estuviera en contacto. En apariencia, todo muy simple.

Pero a medida que iba añadiendo hojas y más hojas, en las que se desarrollaba esa regla, empecé a ver la diferencia con lo que había conseguido hasta entonces. La mayor parte de los AC sólo daban resultados simétricos, monótonos y repetitivos. Es decir, previsibles y limitados, cerrados sobre sí mismos, y capaces de servir como modelo a muy pocas formas, naturales o inventadas. Aquél, no. Era completamente imprevisible. Nunca se repetía un mismo patrón en el dibujo, de manera que de allí podía salir cualquier cosa, al menos en teoría. Él debió de leer el desconcierto en mi rostro, porque fue por reglas y cartabones y, con una sonrisa desafiante, me dijo:

—Prueba a encontrar una sola repetición.

Fui examinando aquel suelo alfombrado de hojas. Lo hice pliego a pliego, cambiando de ángulo, tratando de encontrar cualquier indicio, alguna señal, por pequeña que fuera, algún patrón que guiara el proceso.

—Yo he estado un mes entero y no he conseguido dar con ninguna repetición —aseguró Pedro—. Es completamente aleatorio. Lo cual quiere decir que podría procesar cualquier información, por grande que sea, e imitar cualquier modelo, hasta el más complejo. En ese AC están contenidas todas las formas posibles. De esa regla de computación podría haber salido todo el Universo.

—¿Quieres decir que, aunque se conozca perfectamente el punto de partida y la regla de comportamiento, sin embargo, el resultado final es imprevisible?

Aunque el punto de partida sea tan sencillo como esos ocho tripletes y la regla de comportamiento tan simple como la que ves ahí, el resultado final es imprevisible. Tan imprevisible, que el único modo de saberlo sería seguir desarrollándolo paso a paso durante siglos, milenios, millones de años —afirmó Pedro—. No hay atajos. Pero, si estoy en lo cierto, quien conozca este AC-110 es como si tuviera el Código Fuente del Universo, su software, su sistema operativo.

—O sea: su fórmula, el mapa de todo lo sucedido…

—Y de lo que sucede, lo que sucederá y sus posibles desarrollos alternativos. Como determinadas partes del genoma de un ser humano te permiten saber si contraerá tal o cual enfermedad.

—No puedo creerme que el Universo sea una gigantesca computadora y que la Naturaleza se dedique a jugar a los Autómatas Celulares.

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