La llave maestra (53 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Apenas le dejaron dormir. A la mañana siguiente se encaró con ella mientras calentaba el desayuno. Su respuesta le dejó helado: Cuando hables conmigo, no olvides que mi madre fue una cortesana, una mujer infinitamente más pulida, respetada y educada que las del común. Ella me enseñó muchas cosas sobre los hombres… —Le miró de modo desafiante para añadir—: Y ahora, dame algo de dinero. Quiero prepararte un nuevo plato.

Todo el día la vio llevar gran ajetreo. Fue al mercado y trajo una planta de intenso olor. La cortó en pedazos y la puso en una vasija de barro, con manteca de cordero. La dejó hervir a fuego lento durante muchas horas. Luego, se fue al hammam y volvió muy acicalada, con una extraña sonrisa que quería decir algo así como «ahora verás». A la caída de la tarde, filtró la manteca y sazonó con ella el relleno de unos delicados hojaldres con miel y almendra picada.

La noche era cálida, y él había subido a la terraza. Desde allí contemplaba la ciudad, arrullada por los leves sonidos de la noche. En el patio, los grillos rascaban el aire esponjado y leve. Las tejas de las casas vecinas crujían entre los aleteos de las palomas, y desde el suelo ascendía un olor de arcilla regada.

En eso, llegó Tigmú con una bandeja de dulces y horchata fría. Atrancó la puerta de acceso a la terraza, de modo que nadie los molestara, se empinó hasta el armazón de maderos que sustentaba el toldo que durante el día protegía aquel lugar del calor, y lo descorrió, dejando al descubierto las vigas, para que entre ellas corriera la brisa nocturna. Luego se sentó a su lado, tan cerca que le inundó su olor.

—¿Qué te has puesto? —le preguntó él.

—Es un perfume sirio. Rosa de Damasco, con aceite de flor de azafrán, ungüento de azucena, almizcle, mirra y un toque de mejorana.

Resultaba, en verdad, embriagador.

Empezaron a comer en silencio. No tardó en experimentar una extraña sensación. Los sonidos reverberaban con ecos que parecían venir del interior de su cabeza. Los sentidos se volvían más sutiles y la piel afloraba por todos los poros. Y, a través de ellos, la ciudad y la noche parecían traspasarle. Se sentía bien, muy bien, allí bajo el parpadeo de las estrellas.

—¿Con qué has sazonado los dulces? ¿Qué hierbas son éstas? —le preguntó Randa.

—Oh, nada —respondió ella con una sonrisa—. Es una que llaman kif, o hachís.

Se acercó a él. Apenas cubría su cuerpo con una tira de recia tela, pero el calor irradiaba a su través a pesar de la consistencia del tejido. Las caderas de Tigmú estaban pegadas a las suyas cuando le preguntó:

—¿Por qué me rehúyes? ¿No te gustan las de mi raza?

—No es eso, Tigmú. Eres la muchacha más hermosa que he visto nunca. Cualquier hombre se sentiría orgulloso de estar aquí contigo.

—¿Qué es entonces?

—Que echo de menos a alguien.

—¿Una mujer? ¿Eso es todo? No vale la pena destrozar el presente pensando en otros lugares o momentos. Además, yo sólo quiero cuidar de ti, estar a tu lado. Ven, túmbate aquí.

Echó a un lado la bandeja y lo hizo colocarse boca abajo sobre la alfombra en la que hasta ese momento estaban recostados. Le quitó la túnica y la apartó de sí, desnudándolo por completo. Se sentó a horcajadas sobre él y empezó a frotarle la espalda con ungüento de sándalo. Aplicó primero el simple tacto de los dedos para explorar su cuerpo con lentitud, músculo a músculo. Demostró ser increíblemente experta, al restregar de un modo sutil aquellos lugares que la muchacha entendió más propicios. Y siguió ocupándose de ellos como si prensara, apretando y aflojando de un modo tal que no tardó en notar toda su piel en rubor y calentura.

Para entonces, Tigmú, que seguía sobre él, se había despojado de la tira de tela que llevaba, y recorría el cuerpo de Randa con el suyo, tan ceñida a su piel que no sólo podía sentir sus pechos duros y llenos, sino también el calor de sus muslos y vientre, palpitando en oleadas. Sabía él bien que cuando una mujer monta sobre un hombre es cuando vuelca toda su pasión. Pero nunca pudo sospechar que cupiera tanta en un cuerpo tan menudo. Estaba ella ardiendo. Raimundo se dio entonces la vuelta para verle el rostro. Tenía la muchacha los ojos entornados y la boca entreabierta por los jadeos. Intentó enlazarla por la cintura, pero ella lo rechazó y empujó hacia atrás, reclinándolo con suavidad hasta tumbarlo sobre la esterilla, donde siguió acariciándolo, con infinita delicadeza. Y cuando lo tuvo extendido cuan largo era, se acuclilló abriendo sus piernas y se sentó de plano sobre sus ingles, removiéndose sobre él, cimbreando su talle delicado y elástico con lentos movimientos circulares en torno a su verga.

—Esto es lo que llaman batir la manteca —le susurró con voz ronca.

Cuando se hubo acoplado por completo, empezó a removerse de arriba abajo y de abajo arriba, elevándose y reculando, bajando con movimientos rítmicos, hasta que lo inundó su humedad. En cada vuelta procuraba cerrar y ajustar cada vez más los labios de su sexo, estrechándolo hasta quedar enteramente clavada en su miembro, que sintió envuelto en su intenso calor:

—Esto es la tenaza —dijo entonces.

Pero no se detuvo ahí. Tomó la tira de tela que llevaba, la sujetó por uno de los extremos, y lanzó el otro sobre su cabeza. Lo recuperó después de hacerlo pasar por encima de la viga tendida sobre ellos, de la que quedó suspendida aquella recia tela.

—Esto es el columpio —musitó Tigmú.

Alzó los brazos para sujetar con cada mano uno de los extremos de aquel tejido sujeto a la viga. Y, colgada en esa posición, empezó a girar como una rueda, tomando como eje su verga, clavándose en ella como en una pértiga y haciendo que la penetrara más y más. La sensación era tan viva y aguda que la sangre le golpeaba en las sienes como un tambor, y creyó morir por la excitación. Pero la muchacha aún tuvo suficientes recursos para pedirle:

—Espera, no te dejes ir, quiero unirme a ti cuando llegue el momento. Déjame hacer el trompo.

Al girar, Tigmú había ido trenzando la tela, del mismo modo que se rodea el trompo con la cuerda, dando vueltas alrededor. Y cuando toda ella estuvo entrelazada como un torniquete, levantó del suelo los pies de los que hasta entonces se había valido para gobernar sus giros. Y se quedó suspendida en el aire, colgada de aquel estribo, pero siempre acoplada a su miembro. Y entonces, al destrenzarse aquella tira como un muelle que se destensa, su sexo empezó a girar sobre el de Randa, desenroscándose alrededor de él, que la penetró como un barreno, estallando entre indescriptibles oleadas de placer, en un fluir interminable.

Oyó sus gritos, la sintió estremecerse de arriba abajo, dejándose llevar, hasta que su leve cuerpo se desplomó sobre él y se apretó contra el suyo formando uno solo. Notaba el corazón de la muchacha, saltando entre las costillas, como un pájaro brincando dentro de la jaula, entre jadeos que tardaron largo tiempo en atemperarse. Cuando recuperó el resuello, alcanzó a preguntarle:

—¿Dónde has aprendido todo eso?

—¿Qué hay que aprender? —rió la muchacha—. El macho y la hembra asientan la especie sin que nadie se lo enseñe.

En aquellas y en otras sentencias que salían de su boca resonaba en ella una sabiduría que parecía venir de muy atrás. Como si perteneciera realmente a aquella estirpe de la que tanto hablaba. Y a la vez encarnaba ese abandono que aún perdura en las adolescentes cuando empieza a aflorar en ellas la mujer, y nada es cálculo, sino pura manifestación de la sangre. Un instinto casi animal que le permitía averiguar los cuerpos a través del sabor, del olor, de las caricias, con una sutileza que le pasmó.

Pero estos encuentros con ella, que se repitieron una y otra noche, tuvieron un efecto inesperado. Algo se quebró en su interior, como si realmente le estuviera sometiendo a un hechizo. Y dejó de soñar con Rebeca. En vano lo intentó, invocando su imagen pieza a pieza. Cuando empezaba por un extremo, esa imagen se iba desvaneciendo por el otro, dejándole sólo un poco de niebla en la memoria. Era como atrapar una nube que cada vez se fuera alejando más de él. Y Raimundo se pregunta si todo lo que vino a continuación, aquel largo e interminable peregrinaje, no se desencadenó como un castigo o expiación. Pues él, a diferencia de Tigmú, no era capaz de disponer de su existencia desechando cualquier remordimiento. Ni, quizá, sentía hacia la muchacha el mismo desesperado apego con que ella había decidido entregársele.

Randa ha ido volviendo lentamente a la realidad de la celda, expulsado de estos recuerdos, y trata ahora de explicar a su hija cómo terminó su estancia en Fez. Le resulta difícil justificar el modo en que bajó la guardia, en aquella espera por el regreso de Maluk desde El Cairo, para que le diera noticia de los códices que había expropiado a Rubén Cansinos. Una espera que primero fue tensa, luego abandonada y perezosa, para tornarse al final, de nuevo, angustiada. Seguramente fue Tigmú quien habló más de la cuenta, en sus callejeos incesantes, en sus parloteos con unos y con otros.

—El caso es que un buen día —dice a su hija— la propia Tigmú vino al hospital donde yo solía visitar a Rubén Cansinos, y me avisó que no regresara a la fonda, porque unos soldados me andaban buscando para prenderme. Y ella misma me traía lo más indispensable para el viaje.

Me dispuse a partir de inmediato, a pesar del grave peligro que supondría andar por los caminos sin protección alguna. Quiso la muchacha venir conmigo. Pero le respondí que eso era imposible y muy arriesgado, además de la promesa que había hecho de dejarla libre y la necesidad de que alguien cuidara de Cansinos. Intenté que el anciano aceptara una suma para atender a su mantenimiento. No accedió, alegando que le entregaban en donaciones mucho más dinero del que podía gastar.

Randa calla de nuevo, pues no puede explicar a su hija las razones por las que Tigmú no quiso despedirse. Se quedó acurrucada, a la sombra de un pórtico. No lloraba. Era mucho peor. Cantaba en la lengua de su madre una melodía tristísima, que le puso los pelos de punta. Al verlo mudo, paralizado por el asombro, Cansinos le dijo:

—Sus antepasados tenían la costumbre de cantar a coro. Pero cada cual se reservaba una «canción secreta» que entonaba a solas, porque si alguien la supiera podría entrar en su alma, y aprisionarla. Y como viera el anciano que Randa no reaccionaba, añadió:

—Os está entregando su alma. Eso es lo que quiere deciros.

—Perdonadme, pero no os entiendo.

—Ella cree que los dos os habéis convertido en uno solo. Recordó las muchas noches en que así había sido, y comprendió lo que Cansinos pretendía decirle.

—Espera un hijo vuestro —le confirmó—. Pero si os quedáis aquí, ni vos, ni ella, ni vuestro hijo sobreviviréis. Si deseáis su bien, debéis partir de inmediato.

Al abandonar Fez a escondidas, como un ladrón, aún resonaba en sus oídos aquel lamento de la muchacha, que venía de tan lejos y tan hondo, rebotando de boca en boca. Y al mirar por última vez la ciudad desde un cerro tuvo la amarga sensación de que toda una etapa de su vida quedaba atrás. Y de que en su interior estaba a punto de caducar cualquier vestigio de la edad de la inocencia. Se sentía como un pozo seco, e intentó mitigar aquella quemazón alejándose de allí a toda prisa.

Raimundo Randa recupera el hilo de la narración volviendo al momento en que, tras errar de noche por los caminos, pudo unirse a una caravana y viajar de día, con lo que cesaron los sobresaltos hasta acercarse a la costa.

—Cuando ya se barruntaba el mar —prosigue—, hubimos de enfilar una garganta para atravesar la barrera montañosa que se interponía. Era aquél paso obligado para salvar un río, muy bravo de corriente y encajonado en una hoz apeñuscada y profunda. El único puente eran dos gruesas cuerdas sujetas a sendos tirantes que había a cada orilla, y del que colgaba un cestón trenzado con mimbres y juncos marinos. Cabían en él hasta una docena de personas, que debían tirar de unas poleas hasta ganar el lado opuesto.

Los primeros pasaron sin problemas. Cuando llegó mi turno, que era el último, quedábamos trece. Quisimos pasar todos de una vez, por ahorrar tiempo. Y, ya fuera por lo nefasto del número, o por lo fatigado del puente colgante, o por la sobrecarga del cestón, el caso es que a mitad de camino se desfondó éste, cayendo la mayor parte a lo más hondo de aquella hoz, donde había pavorosa corriente y muchas piedras cortantes. Otro y yo nos quedamos colgados, sujetos a sus restos, y gritamos pidiendo ayuda. Pero de poco nos valió, porque en su intento por rescatarnos, tirando de la cuerda, nuestros acompañantes forzaron ésta, que andaba fuera de su sitio. Se desprendió el colgante, arrastrándonos en su caída. El desdichado que estaba agarrado conmigo se partió la cabeza al golpeársela contra una piedra. Y yo intenté mantenerme a flote agarrándome al cestón con todas las fuerzas que me quedaban. Luego, perdí el sentido.

Cuando volví en mí, me dolía todo el cuerpo, sin apenas poder moverme. Me encontraba rodeado por los restos del puente colgante, tan destrozados como yo mismo. Estaba varado en la desembocadura del río, donde éste iba a morir al mar entre meandros, hasta terminar sepultado en una playa inmensa, de arenas blanquísimas. Tan blancas, que el sol hería como un cuchillo al reflejarse en ellas, y le daban un aire fantasmagórico.

A ello contribuían los enormes huesos esparcidos aquí y allá, semienterrados. Algunos eran tan grandes que sobrepasaban a un hombre montado a caballo. Debían pertenecer a alguna bestia descomunal, una de éstas que llama el vulgo pez mular, el más monstruoso y disforme que navega por los mares, aunque otros le dicen ballena, como aquella que se tragó a Jonás.

Advertí que, no lejos de mí, había un refugio bien trabado, a modo de santuario, que había sido hecho utilizando para las vigas y paredes costillares de aquellos animales marinos, y cubriéndolos de ramaje. Supe luego que eran muchas las bestias de aquella especie que morían en el lugar, lo que achacaban al santuario. Pero a mí me pareció que se debía a la violencia de las corrientes, que allí concurrían con unos escollos muy afilados, contra los cuales iban a estrellarse las ballenas cuando el mar estaba agitado, causándoles tan graves heridas que terminaban muriendo en la costa.

Era aquélla la única sombra que había a la vista, para resguardarse de un sol inmisericorde que quemaba la piel, por lo que me arrastré hasta allí y me guarecí en su interior, esperando que cediera el sofocante calor. No tardó en vencerme el cansancio, y caí en un profundo letargo.

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