La llave maestra (54 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Me despertó la punta de un alfanje contra el pecho. Al abrir los ojos vi varios hombres armados, uno de los cuales me enfilaba con una ballesta. El que me apretaba con su alfanje señalaba mi mano izquierda, y de sus palabras deduje que habían reconocido la marca a fuego que me grabara Alí Fartax. Vi detrás de ellos una barca sobre la arena, y una nave al fondo, meciéndose con las velas recogidas. Me miraron y remiraron. Trabaron entre sí conciliábulo. Temí lo peor. No me equivoqué. Eran corsarios berberiscos, que estaban haciendo aguada para regresar a Argel. Y así fue cómo, maldiciendo mi suerte, me encontré de nuevo en cautiverio.

Más que prevención, Argel provocaba terror. Lo primero que nos hicieron ver, recién desembarcados en el puerto, me espeluznó, a pesar de que ya creía estar a aquellas alturas curado de espanto. Quizá nos lo mostraron para que supiéramos a qué atenernos si intentábamos fugarnos.

Acababan de descubrir a un grupo de cautivos en una cueva, donde llevaban varios meses malviviendo, a la espera de una barca en la que escapar. Iban ellos en los puros huesos, descoloridos y tosiendo, por la humedad del escondrijo, y aun uno de ellos era manco. Un grupo de rapaces, morillos descarados, piojosos y pelones, alborotaba a su alrededor, cantándoles en español aquellos versos con los que les quitaban toda esperanza de rescate por don Juan de Austria:

Cristiano, non rescatar, non fugir,

don Juan no venir, acá morir,

acá morir.

Se llegó hasta ellos un berberisco de gran alzada, que espantó a los muchachos a patadas y tomando al más flaco del grupo de fugitivos, un jardinero que les había procurado aquella cueva en la que esconderse, lo gancheó. Era éste en Argel tormento más frecuente que el empalamiento usado en Estambul. Cogen un gancho curvo y afilado en la punta, como de ganado, y enganchan al sujeto, y luego lo cuelgan de cualquier lugar hasta que muere. Forcejeó el jardinero, y con el mal movimiento se lo clavaron en un ojo. Así lo dejaron suspendido de un madero, pataleando y gritando por la atroz agonía que le esperaba.

Se revolvió otro de los cautivos, echándoles en cara su crueldad a los verdugos. Ellos se rieron, diciéndole que no se preocupase, que si no le gustaba lo que había visto tenían algo mejor para él. Lo tumbaron sobre un madero. Dos hombres lo tomaron de las piernas y estiraron de ellas, y otros dos de las manos, e hicieron otro tanto. Aquel berberisco de gran alzada tomó una cimitarra muy afilada, de gran peso, y la descargó contra él a la altura de la cintura, partiéndolo en dos. Tiraron la parte baja del cuerpo a unos perros alanos que por allí había, los cuales empezaron a disputarse aquellos miembros chorreando sangre, que todavía se movían, de lo que se asustaron un tanto. Y la parte superior, el resto del hombre aún vivo, aullando de dolor, la llevaron hasta un tonel lleno de cal viva, donde lo metieron. Y a su alrededor se arremolinó una chusma espesa que borracheaba por las tabernas, y que levantaba sus jarras y brindaban por él mientras se deshacía en alaridos.

Quedamos con esto en suspenso el grupo de cautivos. Que éramos muchos, pues no nos llevaron a los almacenes para encerrarnos de inmediato. Antes bien, estábamos todos allí a la espera de algún personaje importante que debía entrar en el puerto. Pasó el día adelante, apretaba el sol, seguíamos esperando, pero nadie se atrevía a moverse después de lo visto.

En eso que dio un grito el vigía y se produjo gran clamor entre aquel gentío. No tardó en aparecer una nave, seguida de otras muchas. La primera que digo enfiló el puerto y el muelle donde nos agolpábamos. A medida que se iba acercando, me parecía más y más familiar. Yo conocía bien aquella galera bastarda, aunque estuviera engalanada para la ocasión. En sus bancos había estado encadenado durante meses que me parecieron años, y al ver los remos que se alzaban en señal de homenaje, se me acalambró el espinazo. Porque, no cabía duda, era Alí Fartax, el Tiñoso, quien acababa de llegar a su guarida.

Aunque su vieja galera estaba bien mantenida, se le notaban los años. El corsario tenía apego a sus cosas, y sólo cabía esperar que no fuera tan tenaz en su promesa de empalarme.

El gentío que había acudido al muelle rompió en aclamaciones cuando su almirante apareció en el castillo de proa. Mientras descendía de la nave, reparé en cuánto había envejecido Alí Fartax. Bajaba por la pasarela llevando de la mano a una viejecita arrugada como una pasa, y ella, que debía de ser algo sorda, le gritaba en un dialecto que me pareció italiano, reprochándole que no la sujetara bien. Debía de ser su madre, de la que había oído hablar en Estambul. Y la mansedumbre que mostraba el feroz corsario en aquel trance componía una escena que en otras circunstancias y personas habría resultado enternecedora.

No pude ver más, porque en cuanto echaron pie a tierra los rodeó la guardia que escoltaba a los gerifaltes. Éstos salieron de debajo de unas sombrillas y palios para agasajarle, y no tardaron en llevárselos de allí.

Nos encerraron en uno de aquellos almacenes que llaman baños. Al día siguiente nos sacaron al patio y vino un escribano a asentar los ingresos de los recién llegados. Y cuando llegaron a mí, vi que el que llevaba los registros me miró largo rato, hizo muchas preguntas y me mandó poner aparte. Al cabo, vino un carcelero con un guardia y me encerraron en un calabozo. Pensé que mi suerte estaba echada. Y allí esperé buena parte del día, con la natural angustia.

A la tarde, sonó el cerrojo fuera, descorriéndose, y vi que volvía el carcelero, y con él un moro, de poco más de mi edad. Vestía con gran lujo y aparato, y sentí al punto que era hombre de importancia, pues venía con gente muy armada y de aspecto fiero, que se puso en torno mío, rodeándome. Imponía especialmente uno alto, muy ancho de espaldas, tuerto, que dejó de comer garbanzos tostados para espantarse de un manotazo una mosca posada en el agujero del ojo que le faltaba.

Aquel otro moro principal se me quedó mirando muy de fijo. Se acercó y llevó su mano a mi cuello. Dudé cómo reaccionar, pero la compañía que andaba con él no ofrecía mucha elección. Le dejé hacer. Cogió entre los dedos el cordón trenzado de vivos colores que yo llevaba, y al punto reparé en que tenía él otro igual y con la proximidad, se me hicieron más presentes las cicatrices que surcaban su rostro, y que eran de haber sido marcado a fuego.

Entonces habló, y no lo hizo en árabe o turco. Sino en castellano. No sólo eso. Me estaba llamando por mi antiguo nombre.

—¡Diego! —exclamó—. ¿No me reconoces? ¡Soy Ishaq! Aunque tú me llamabas Alcuzcuz.

—¡Ishaq ben al Kundhur! —estallé, al fin.

Y me abrazó. Vi que los fieros hombres que le rodeaban sonreían, incluso cabría decir que amistosos. Lo cual me alivió no poco. ¡Cuántas veces me había perseguido su recuerdo al jugar yo con aquel cordón trenzado que había hecho en la rueca la vieja morisca! Me perseguía, sobre todo, su imagen abriendo la puerta del castillo, para que entraran los suyos, sedientos de sangre. Yo estaba confuso. El había respetado entonces mi vida. Por otro lado, después de haber estado cautivo, podía entender mejor sus razones… Pero, aun así, me perturbaba estar recibiendo un abrazo del cómplice de los asesinos de mi familia.

Alcuzcuz ordenó al carcelero que soltara los grilletes, me llevó hasta su casa, y en cuanto me hube aseado y vestido con propiedad, dijo:

—Vámonos de aquí, o empezarán a venir comisionados del Tiñoso y no nos dejarán hablar.

Propuso celebrar nuestro encuentro en una taberna cercana. Acepté, con la secreta intención de preguntarle por aquello que me obsesionaba.

—¿Por qué abriste la puerta del castillo? —le dije en cuanto pudimos sentarnos en una mesa.

Me miró de hito en hito, por encima del jarro de vino que estaba apurando. Se limpió la boca y la cerró, torciendo el gesto. No quería hablar de aquello. Insistí en mi pregunta.

—¿Qué por qué lo hice? —me contestó, señalando las marcas a fuego que llevaba en el rostro—. Esto nunca se me irá de la piel. ¿Por qué iba a irse de mi memoria? Yo era tu juguete… Abrí la boca para replicar, pero él se anticipó a mis palabras—. Es verdad que tú siempre me trataste como a un hermano, no como si fuera tu esclavo. Pero no todos eran así. Te diré, por si te sirve de consuelo, que cuando franqueé el paso de vuestro castillo a los moros de la sierra yo no sabía que iban a matar a tu familia para no dejar testigos, ni que aquel hombre atormentaría a tu padre como lo hizo.

—Podías haberlo imaginado. Tú no eras tonto ni iletrado. Menudos humos te dabas con tu linaje cuando te convenía…

—Te digo que yo no traté con aquel hombre de la mano de plata, sino con el cabecilla de los moriscos. Y lo del linaje aquí no cuenta. En Argel nadie te pregunta por él, ni por tu pasado, ni tu nación, ni el Dios que dejaste atrás.

—Ya. Aquí se vive del pillaje, del robo, de la esclavitud… —objeté.

—Como en todas partes, Diego —se me hacía raro que alguien me llamara así, por mi verdadero nombre—. Sólo que aquí no se invocan los pretextos de la estirpe ni los títulos. Además, para los que llegaron tarde al reparto del botín, vosotros tenéis América. Pues de igual modo, para la gente que ves alrededor, éstas son sus Indias. Éste es su Perú. Sin Berbería estarían condenados a morir como nacen. Aquí pueden prosperar. Y sin necesidad de acudir a Salamanca o Alcalá a mortificarse con vuestros latines.

—No es lo mismo —intenté defenderme.

—¿Qué no es lo mismo, dices? Los hermanos Barbarroja empezaron como bandoleros, pero terminaron siendo reyes. ¿Crees que el sultán de Estambul no sabía muy bien quiénes eran y a qué se dedicaban?

—Quizá en Estambul sean así las cosas, pero no en España…

—Has de saber algo. El emperador Carlos intentó atraerse a Jeredín Barbarroja y prometió nombrarle rey de Berbería si reconocía su autoridad en vez de la del sultán de Estambul. Tú mismo has estado cautivo con el Tiñoso. ¿Crees que vuestro rey, Felipe II, no estaría dispuesto a hacerle a él idéntico ofrecimiento? Se les considera bandidos cuando están enfrente, y nobles cuando se pasan a tu lado. ¿Cuándo deja un hombre de ser un pirata, salteador o ladrón y se convierte en respetable?

No supe qué responderle.

—¿Cómo decidir quién es digno de ser rey? —continuó—. ¿El que mató más hombres? ¿El más anciano? ¿El más hermoso? ¿El mejor bebedor? En ese caso ganaría yo —rió mostrando su jarro de vino—. Desengáñate. Da igual cómo obtenga el rey su trono, si por herencia, elección, usurpación, la fuerza de las armas, astucia o mañas cualesquiera… Con tal de que sea justo y gobierne bien. Por el trono de Argel han pasado gobernantes que ya los hubierais querido allá arriba, en vuestros reinos cristianos.

Entró en ese momento un muchacho, que llevaba una cesta con sardinas. Eran tan frescas que algunas aún saltaban entre sus mimbres. Ishaq llamó al mozo y tomó un puñado de las más inquietas.

—¿Ves estos pescados? —me dijo—. ¿A qué país pertenecen? Hay demasiado Mediterráneo de por medio para que las fronteras sean tan fijas como pretenden vuestro honor y vuestra limpieza de sangre. Este es un mar en el que el agua bulle, como esos peces en la cesta. Y Argel es el cogollo de la cesta. Aquí el mar está hirviendo.

Eligió unas cuantas sardinas más, de las que estaban encima, y después de pagárselas encargó al muchacho que se las llevara al fogonero, para que nos las hicieran a la brasa.

Siempre tuve a Alcuzcuz por un muchacho listo, pero no sabía que fuera tan elocuente. Quise poner fin a aquel chaparrón y bromeé:

—Sólo te había preguntado por qué abriste la puerta del castillo. Y menos mal que has dejado de tartamudear…

—Llevas razón —rió—. Parezco tu padre, cuando trataba de convencerme de las virtudes del cristianismo, para que me convirtiera… Pero dime, ¿qué has venido a hacer aquí? ¿No serás un espía? Porque aquí ya están todos los puestos ocupados. Hay al menos tantos como en Estambul y Ragusa juntos.

Le conté lo sucedido, aunque tuve buen cuidado de callar el objeto final de mis pesquisas. Que, de todos modos, él debía de sospechar vagamente, pues era persona muy bien informada.

Así que al final —concluyó— te acusarán de haber malogrado los presentes que enviaba a Fartax ese comerciante de Fez, Maluk. Un soborno como otro cualquiera, dada su debilidad por los libros. Porque los volúmenes que iban en la nave capturada por los españoles cerca de Melilla debían venir a Argel. El Tiñoso se pondrá hecho un obelisco cuando sepa que tú andas metido en esto.

—¿Cuál es tu relación con él?

—Soy su lugarteniente aquí.

—¡Tú, el segundo de Fartax! —me asombré.

—Pues claro. ¿Quién creías que nos apoyaba en nuestras escaramuzas de la sierra de Granada? Era Fartax quien mantenía viva la esperanza de los moriscos de las Alpujarras.

—De manera que Artal de Mendoza está en connivencia con Alí Fartax cuando le conviene —dije, pensando en voz alta—… el Espía Mayor de Felipe II se entiende en secreto con el almirante del sultán de Estambul… Y usó del Tiñoso, y de ti, en Granada, para el asalto a nuestro castillo. Y luego de sus galeras para el abordaje de la nave en la que yo iba.

Así van estas cosas. Si Fartax cae en desgracia en el serrallo de Estambul, es mejor mirado en el Alcázar de Madrid, y se le ofrecerá independizar Berbería del turco para anexionarla al imperio español. También aquí en Argel hay agentes de los vuestros que alientan a nuestros cautivos cristianos a sublevarse. Ayer capturamos dos. Me acordé del que habían enganchado por un ojo y del que partieron por la mitad y metieron en un tonel de cal viva. Debí de quedar con el rostro tan demudado que se creyó en el deber de tranquilizarme.

—No lo digo por ti. No te preocupes. Fartax no te empalará. Tiene cosas más importantes de que ocuparse. Ahora es el gran almirante del Imperio Otomano y controla toda la Berbería, desde Alejandría de Egipto por el oriente hasta Marruecos por el occidente. Por cierto, que he hablado con él y nos recibirá esta noche.

Nada dije, pero pensé: «Esto sólo me pasa a mí, que por mi propio pie he venido a meterme en la boca del lobo. Y aquí estoy, lejos de mi mujer e hija, emparedado entre mi antiguo esclavo y mi viejo amo. ¿Qué más se puede pedir?».

Encontramos a Fartax en compañía de su madre, Pippa del Chico. Supe luego que ésta pasaba temporadas enteras en el lujoso palacio que el Tiñoso tenía en Estambul, donde era tratada como una sultana. Pero la buena mujer suspiraba por su modesta casita de pescadores en Calabria y, tenaz como era, no cesaba de repetir que deseaba morir en tierra de cristianos. El hijo le estaba mostrando ahora sus dominios, y si ninguno de éstos le convenía, al regreso la dejaría en su pueblecito natal de Licasteli, cerca del cabo de las Colonas.

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