La llave maestra (50 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Se hizo un prolongado silencio, que interrumpió Raquel para decir:

—¿Sabes a lo que me recuerda? Al monolito de aquella película, 2001, una odisea del espacio. Ya sé que es un disparate…

—Pero ¿por qué la forma cúbica? —preguntó David al arquitecto.

—Porque el cubo es el resultado de una triple operación de la línea o del número sobre sí mismo, como el propio Dios y la Trinidad, de la que el cosmos es reflejo y obra. Ahí están las tres dimensiones del espacio y del tiempo, para demostrarlo. Y porque es el poliedro más perfecto, el módulo con el que está hecho este monasterio. También era el módulo del Templo de Salomón: el sanctasanctórum era cúbico, así como la Kaaba de los musulmanes en La Meca. Para los cristianos es algo parecido: la Jerusalén Celeste del Apocalipsis será un cubo.

—Ya hemos hablado de eso esta mañana. Kaaba quiere decir «cubo» en árabe —confirmó David.

—Los dos templos, el de Jerusalén y el de La Meca, se atribuyen a Abraham, y se dice que fueron construidos en el lugar en que Dios le mandó sacrificar a su hijo primogénito. Por lo que Sara me contó, ésa es la esencia de su libro. Y por eso molesta a tanta gente: el acto fundador del monoteísmo se basa en la muerte. En dar la muerte en nombre de Dios. Y en excluir a los demás diciendo: «Sólo nosotros somos el pueblo elegido». Algo que no sucedía antes de Babel.

—Ahora entiendo el interés de mi madre.

—Y de tu abuelo. Cuando Abraham Toledano utilizó el nombre de Fundación para la suya, le daba un sentido añadido. Creo que él se refería también a la Piedra de la Fundación, y por eso la incluyó en su escudo, tomándola del emblema de la Hermandad de la Nueva Restauración. Tanto los judíos como los musulmanes creen que la piedra sobre la que se alzó el Templo de Salomón era la Piedra Angular de la Fundación, donde hoy se levanta la Cúpula de la Roca, a la que debe su nombre. Se suponía que fue lo primero creado por Dios, y que a partir de ahí el mundo se fue expandiendo en todas direcciones. Es, literalmente, el ombligo del mundo. Y también será su sepulcro, el día del Juicio Final.

—Que es lo que se representa en esta pintura.

—Claro, porque esto es un panteón de las dinastías hispánicas, el nuevo Palacio de los Reyes, una prolongación del de Antigua. Ahí abajo, en la cabecera de la iglesia, están enterrados el propio Felipe II y su familia, esperando la resurrección. Todo el monasterio está encaminado a ese fin fundamental.

—Estoy un poco confuso —reconoció David—. Y no acabo de ver la relación con esos gajos del pergamino.

—Es lógico —admitió el arquitecto—. Ya está bien de cháchara. Vamos a ver esos cuatro gajos que parecieron dar a Sara la clave final. Me han prestado un despachito aquí en los sótanos, junto al museo, para preparar la exposición sobre Herrera. Voy a avisar a los de seguridad, para que desconecten la alarma y estén al tanto los dos vigilantes que me habían prometido.

Tan pronto salieron de la iglesia, el sicario de Minspert se retiró a un rincón, acercó su voz al micrófono y susurró:

—¿Qué hago?

—Van a entrar en los sótanos —le puso al tanto James Minspert desde la furgoneta—. Prepara el arma que llevas incorporada a la cámara, quítale el seguro y síguelos. Procura evitar a los guardias de seguridad, pero si alguno te echa el alto has de seguir adelante sin darle tiempo a reaccionar ni a comunicarse con sus compañeros. Evita matar a nadie.

—¿Y si me veo en apuros?

—En ese caso, no te andes con contemplaciones. Recuerda que si te pillan no tendrás ningún tipo de ayuda oficial. Nosotros no existimos.

Desde su escondite, el sicario reparó en el vigilante que se acercaba al arquitecto y sus acompañantes, y sacaba un manojo de llaves para franquearles el paso hasta un pasillo que se abría al fondo.

Le oyó decir, mientras se disponía a cerrar tras ellos:

—Señor Maliaño, cuando hayan terminado, ya me avisarán por el teléfono para que venga a abrirles.

El matón esperó al guardia tras una columna, le tapó la boca con una mano y con la otra lo agarró por el brazo. Tiró de él con fuerza, y lo alzó más y más, hasta oír el chasquido del hueso que se partía. Le arrebató las llaves, abrió una pequeña habitación de servicio, le quitó las esposas que llevaba al cinto y lo ató y amordazó. Se disponía a cerrar tras de sí, cuando oyó una voz a sus espaldas:

—Pero ¿qué hace usted? ¡No se mueva!

No contaba con que otro guardia anduviera tan cerca. Se dio la vuelta, remoloneando, hasta centrar en la frente del recién llegado el visor láser de la cámara. Y disparó. La bala salió con un zumbido sordo, se incrustó entre los ojos del vigilante y lo hizo caer hacia atrás. Apenas había tocado el suelo, lo arrastró junto a su compañero, cerró con llave y se encaminó hacia el sótano.

Tras abrir la puerta y descender la empinada escalera, empezó a calcular el tiempo mentalmente. A partir de ahora, debía mantener un estricto contrarreloj. En el momento en que trataran de comunicarse con los dos guardias que había puesto fuera de combate, sus compañeros acudirían al lugar. Y estaría atrapado.

Se detuvo al doblar un recodo y ver a Raquel, David y Maliaño que se alejaban por un largo y claustrofóbico pasillo. Las paredes estaban flanqueadas por garfios, sogas y poleas que le daban el aspecto de un cadalso. Y sus sombras, alargadas bajo las bombillas, se curvaban al deslizarse por la bóveda, donde el granito adquiría el aire sepulcral de una cripta.

Llegaron ante una puerta de acero de color gris. El arquitecto pidió a Raquel que le sostuviera su bastón, hizo girar la pesada hoja y les cedió el paso. En el interior, tres amplias mesas estaban repletas de planos, papeles y libros. Les hizo sentar bajo el cono de luz de una lámpara que pendía del techo, fue hasta la caja fuerte, compuso la combinación, la abrió y extrajo unos documentos antiguos, que extendió sobre una de las mesas.

—Fijaos en esto —les explicó—. Es de Herrera. Una rareza, porque se sabe que El Escorial generó montañas de planos. Y, sin embargo, apenas si se han encontrado trazas de su propia mano, que la tenía muy buena, por cierto. Esto convierte lo que os estoy enseñando en algo muy valioso. Con otra particularidad: no es un plano destinado a efectos prácticos, para uso de los maestros de obra, sino algo totalmente especulativo, un diseño mental. Está resuelto en módulos cúbicos. Y hay un lugar que ha subrayado varias veces, con una anotación. ¿Lo veis? Es aquí. ¿Podéis leer lo que dice?

—Espere —David acercó el plano y le dio la vuelta—. Aquí dice «La Piedra Angular».

—Exacto. Cuando tu madre lo vio llegó a la misma conclusión que yo: es un espacio reservado para algo.

—Evidentemente, para esa Piedra. ¿De dónde pensaban sacarla?

—No lo sé. Pero fijaos en las notas.

La primera de ellas decía: A Jesucristo, Piedra Angular del divino Templo, se dedica. En el mismo círculo, completándolo: A las dos incomparables muestras o dechados de la Piedra de Abraham se consagra. Y unos versos que se pretendía grabar en ella:

Ofendida esta piedra o despreciada, mortal ruina o irremediable herida hará en el ofensor; mas si es temida, será refugio de salud cumplida.

—Tu madre pensó que esto es lo que buscaban en Antigua tanto Herrera como Felipe II. Y que, una vez encontrada, la querían instalar en El Escorial. Sería algo así como su piedra de toque, lo que lo convertiría en el nuevo Templo de Salomón.

Fue otra vez hasta la caja fuerte y regresó con una serie de papeles cuadriculados. Aquellos folios, de evidente antigüedad, llamaron de inmediato la atención de David:

—Se parecen a las hojas milimetradas de mi padre. Sólo que en éstas las cuadrículas son más toscas. ¿Podrían haberlas hecho con la máquina combinatoria que nos envió Sara?

—Probablemente. Ella pensaba que Herrera usó el mismo sistema para la Plaza Mayor. Y esto sería la prueba. Aquí los tenéis, por fin… El arquitecto depositó sobre la mesa cuatro fragmentos de pergamino con aquellos trazos tan familiares para ellos. Sólo que en vez de ser triangulares y cerrarse con una línea plana, parecían configurar cuatro esquinas, como las alas desplegadas de una mariposa.

David y Raquel se quedaron estupefactos. Por muy increíble que pareciese, allí estaban, delante de ellos, las cuatro piezas que faltaban para completar las doce del pergamino. La joven sacó del bolso los ocho gajos que ya obraban en su poder, y compuso con ellos la cruz gótica.

Tomó luego los fragmentos que le tendía el arquitecto y los encajó en las esquinas. La mano le tembló al comprobar que se acoplaban perfectamente, permitiéndoles ver por vez primera el diseño completo del laberinto.

—¡No me lo puedo creer! ¡Por fin tenemos todo el mapa! —exclamó Raquel.

—¿Se da cuenta de que quizá seamos los primeros en ver estos gajos juntos desde hace siglos? —añadió David.

—Bueno… —admitió Maliaño—. Sara sí que los había encajado en su cabeza… Pero lleva usted razón. Eso tiene un valor incalculable.

En ese momento oyeron un ruido a sus espaldas, y el agónico chirrido de las bisagras de la puerta al abrirse lentamente. Al volverse pudieron ver aquella maciza silueta. No se apreciaba el rostro, a contraluz del largo pasillo del sótano. Aún no había entrado lo suficiente en la habitación como para ser iluminado por los conos de luz de las lámparas que colgaban del techo.

Durante un breve instante, David llegó a pensar que era un turista despistado de la manada. Aquel hombre llevaba zapatillas deportivas, pantalones cortos, chaleco de fotógrafo, gorra de béisbol y una cámara de video. Pero era imposible que el guardia de seguridad se hubiese dejado abierto el acceso a los sótanos. Y su comportamiento no era el de alguien extraviado. Cuando cerró la puerta despacio, con un frío y tenso control de la situación, el criptógrafo estuvo seguro de que se trataba de un profesional.

Raquel también se había apercibido, y se apartó hacia el otro costado de la mesa, frente a él, dejando a un lado al arquitecto. Éste fue el último en verlo, y también el último en reaccionar. Alzó la mano, y se dispuso a descolgar el teléfono, pero David le hizo un gesto para que no se moviese ni un centímetro. Conocía demasiado bien a aquella clase de tipos, y su cabeza empezó a trabajar a toda prisa para salir de allí con vida. Si Maliaño intentaba descolgar el teléfono, o activar cualquier alarma o intercomunicador, aquel matón lo eliminaría sin contemplaciones. Y Raquel y él irían después, porque no querría dejar testigos.

Por el modo en que manejaba la cámara de video no le costó mucho deducir que se trataba de un arma. Esperaba que Raquel también hubiese reparado en ello. Pero su temor era que el arquitecto no, y desdeñase el peligro que corrían. O valorase demasiado aquellos documentos como para dejárselos arrebatar sin resistencia. Porque eso era lo que buscaba el intruso, sin lugar a dudas.

El sicario no dijo ni una palabra. Tampoco lo necesitó. El cono de luz de la lámpara que estaba sobre él brilló en la cámara cuando la movió a un lado y a otro para indicar a David y Raquel que se separaran. Se abrieron todavía más, quedando a su derecha.

El intruso siguió moviéndola para que continuaran desplazándose —despacio, muy despacito, las manos en alto, les indicaba por señas— hasta unirse al arquitecto, que estaba a la izquierda junto a la caja de caudales, para tenerlos más a tiro a los tres.

Sólo entonces sacó el matón una bolsa de plástico. Dio varios tirones con la mano libre que le dejaba la cámara, de modo que la bolsa se desplegara, con un ruido seco, cortando el aire. La arrojó sobre la mesa e hizo a Maliaño un gesto inequívoco, para que metiera allí los gajos del pergamino y los planos. El anciano dudó. En su rostro se acusaba el quebranto que aquello le producía. David temió por la vida del arquitecto. Y por la de ellos dos. Buscó su mirada, para advertirle con un leve movimiento de cabeza que no se opusiera. El intruso empezó a dar muestras de impaciencia.

David se dio cuenta de que el tiempo se estaba agotando. El arquitecto parecía haber optado por oponer una resistencia pasiva, ralentizando la operación. Pero su instinto indicaba al criptógrafo que eso resultaría más peligroso aún. Si aquel hombre que les apuntaba era un profesional, sabría que cada segundo contaba. No estaría dispuesto a perder tiempo ni a arriesgar el pellejo. Y en aquel sótano nadie iba a escuchar sus disparos.

MEDITERRÁNEO

L
o primero que ha hecho Randa ese día al oír el descorrer de los cerrojos es aproximarse a la escalera de salida, para escrutar el rostro de Artal de Mendoza. Éste rehúye su mirada. Y, tal como ha supuesto el prisionero, muestra indicios de dolor en su muñón, atenazado por el mecanismo de escape que controla la presión de la mano postiza. Pero ninguno de los dos dice nada. Miden sus posiciones, en la distancia, hasta que la puerta de hierro los separa, al cerrarse con un golpe seco.

Ruth baja los peldaños y se acerca a su padre para preguntarle:

—¿Por qué os aproximáis a ese hombre, igual que hicisteis ayer?

—Una simple comprobación —contesta Raimundo.

—¿Comprobación de qué?

—De un mecanismo. Es algo necesario, antes de que emprendas tu trabajo en ese tapiz, para concluir lo empezado por tu madre.

—¿Cuándo debo ejecutar lo que falta?

—Tan pronto haya encontrado Herrera ese diseño.

—Dejadlo de mi cuenta y continuad vuestra historia, la misión encomendada por el rey don Felipe tras sorprenderos en el destilatorio de El Escorial.

—Después de dejar el monasterio en tierras de Granada, donde había visitado a mi tío el abad, me dirigí a Fez siguiendo sus consejos. Tan pronto entré en el reino de Marruecos me uní a una caravana bien pertrechada y armada que se encaminaba hacia el sur. Llevaba conmigo los útiles de orfebre y artesano con los que trabajé en Tiberíades, de modo que pudiera ganarme la vida y estar en calles y mercados sin levantar sospechas.

Cuando llegamos a la vista de las murallas de Fez, me abrumó la dificultad de la empresa asignada por Felipe II: tal era la cantidad de casas y gentes que allí se agolpaban, tan laberíntica su medina. Parecía imposible encontrar pista alguna de aquellos códices en cuyas tapas andaba el resto de la Crónica sarracena. ¿Cómo iba a ir por ahí, preguntando por unos documentos donde se pormenorizaba el paradero de los tesoros de Antigua tras su conquista por los musulmanes? Tampoco se me ocurría un modo seguro de recabar noticias sobre su propietario, Rubén Cansinos, en cuyas manos obraba el duodécimo gajo del pergamino, que le había correspondido como juramentado. Y sin el cual nada valdrían los once restantes, que yo llevaba conmigo. Dado que debía moverme con suma discreción, sería tanto como buscar una aguja en un pajar.

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