La llave maestra (18 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

—Os haréis pasar por Rinckauwer, y a cualquier pregunta que os haga nuestra gente contestaréis que se está preparando el Retorno.

—¿Y si me preguntan por el Retorno?

—Ellos entenderán con sólo esa palabra, que utilizaréis a modo de consigna. Y éste es el mensaje que debéis entregar —me dio un sobre lacrado—. Está cifrado, y la clave sólo la tendréis después de Ragusa. Es un método nunca usado, de modo que si este secreto sale de vos, sabremos quién es el responsable.

—¿Dónde debo entregar el mensaje?

—Eso no lo sabréis ahora. Primero viajareis en barco a Salónica, desde donde os llegaréis por tierra hasta Ragusa. Allí os darán nuevas instrucciones. Askenazi os proveerá de los documentos que os acreditarán ante los agentes del consorcio.

Nunca correo alguno había sido estrechado a tantas precauciones y muestras de desconfianza, pero, a pesar de ello, acerté a decir:

—Gracias por la confianza, señor. No os defraudaré.

—No me las deis a mí, sino a mi hija Rebeca. Su vida y su honra dependerán de que cumpláis vuestra misión. Es ella quien ha respondido por vos. Si no volvéis, sufrirá un cherem, y ni siquiera yo podré evitarlo.

Ruth, que sigue palabra a palabra el relato de su padre, lo interrumpe para preguntarle:

—¿Qué es un cherem?

—Tú nunca has asistido a ninguno, eras muy niña. Para los judíos, es como la excomunión entre los cristianos. Se maldice públicamente a alguien cuando está de pie y cuando está acostado, despierto y dormido, saliendo y entrando, de día, de noche y en los dos crepúsculos… siempre deberá estar maldito. Es un castigo que aparta a alguien de los suyos. No puede ganarse la vida entre ellos. Lo convierte en un apestado. No se permite a nadie que se relacione con esa persona por palabra dicha ni escrita, ni que se le rinda ningún servicio ni ayuda, ni que se aproxime a menos de cuatro codos, ni permanecer bajo el mismo techo.

—O sea, que es como si estuviese muerto.

—Peor, porque eso no impide a los muchachos apedrearlo, ni que sus familiares lo arruinen, echándose sobre sus bienes como grajos.

Por eso me angustiaba dejar allí a Rebeca, y temblaba al despedirme en el puerto. Se hallaba en compañía de su madre, que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y sólo pudo decirme:

—Tened cuidado.

Me bastó con mirar sus ojos para entenderla. No había miedo en ellos, pero sí un ruego desesperado: «Vuelve pronto. No me dejes aquí sola entre estos lobos».

Cuando hube embarcado, y la nave largó velas, adentrándose en el mar, me quedé en cubierta viendo cómo Rebeca se iba alejando de mi vista, hasta convertirse en un pequeño punto perdido en el muelle. Ella lo había arriesgado todo por mí: su dote, su honra, su palabra. Todo eso lo perdería, y quizá la vida, si yo no regresaba o no cumplía mi misión.

Este pensamiento me sirvió de acicate en cada una de mis escalas. Gran asombro me produjo la formidable red de agentes de que disponían los Toledano, Askenazi y los suyos. Las colonias judías estaban tan incrustadas en todos los centros comerciales que se habían convertido en instrumentos con los que se comunicaban entre sí las naciones más distantes. Cada vez que iba a un lugar y me identificaba apelando a ellos y al Retorno, recibía posada, comida y protección. Y también minuciosa información sobre la siguiente jornada: qué caminos podían tomarse sin peligro y cuáles convenía evitar, qué alojamientos eran seguros y en qué lugares obtener consejo y ayuda en caso necesario. Los escritos de recomendación que se expedían en tales casos valían tanto como un pagaré bancario. El nombre de los Toledano abría todas las puertas. Y, siempre, al despedirme, la misma pregunta, susurrada a escondidas:

—¿Para cuándo será el Retorno?

—Pronto, muy pronto —respondía yo sin saber a ciencia cierta de qué estábamos hablando.

Después de desembarcar en Salónica, me llegué por tierra hasta Ragusa, uno de los más espesos nidos de agentes secretos y matones del Mediterráneo. En las tabernas del puerto se podían encontrar gentes venidas de todas sus esquinas, y no tardé en darme cuenta de que allí se reunía lo mejorcito de cada casa y nación. Todo el que tramaba un negocio turbio procuraba hacerlo en aquellos antros. Si dos países que no contaban con embajadores tenían que establecer un pacto que nunca reconocerían de modo oficial; si alguien quería conseguir discretamente un veneno del que no quedara rastro; o intercambiar cartas, mercancías o cautivos… todo eso se hacía en Ragusa. Mucha gente en la ciudad vivía de no hacer preguntas o de mirar para otro lado cuando sucedía algo extraño o un hombre era atravesado a estocadas en una calleja apartada.

Allí era donde el taimado Askenazi había planeado deshacerse de mí. Porque —como supe luego— él tenía sus propios planes al margen de Toledano y su consorcio, y la encomienda de mi misión debía contribuir a encubrirlos. Matándome, me sustituiría por uno de sus agentes, demostraría que yo no era de fiar, y debilitaría la posición de Rebeca de tal modo que ésta caería en sus manos como fruta madura, apareciendo como su salvador.

Yo debía acudir a una de las oficinas del consorcio, donde recibiría instrucciones para continuar mi viaje. Así lo hice. Era un lugar apartado, junto a los almacenes del puerto. No encontré al agente de Poca Sangre, y sus peones me informaron que estaría a la mañana siguiente. «En tal caso —les dije— advertidle que vendré al mediodía».

Al día siguiente, cercana ya la hora acordada, me dirigí de nuevo hacia allí. Pero, al tomar una bocacalle, y sin que mediara ningún aviso de «¡agua va!», me vaciaron encima, desde un balcón, inmundicias de orinales y otros adornos. Quedé al punto como no digan dueñas, y tantos fueron mis improperios, que bajó el amo de la casa a excusarse y ofrecerme reparación. Me hizo entrar y quitar la ropa, y ordenó a sus criadas que la limpiaran. Sonaron en ese momento las doce campanadas del reloj de la plaza, y expliqué a mi improvisado anfitrión que tenía una cita, y dónde. Se ofreció a enviar uno de sus hombres para excusar mi retraso. Acepté, agradecido.

Pasó un buen trecho, pero aquel hombre no volvía. El caballero envió otro de sus criados a buscarle, y éste trajo noticias de que lo habían matado a espada. Mucho fue su asombro. No tanto el mío, pues entendí a quién iban dirigidos los mandobles. Abrí de inmediato el sobre que me había proporcionado Askenazi para entregar a su agente. A pesar de haberse mojado, pude leer las instrucciones que allí se daban para viajar hasta Milán y visitar a un tal Girolamo Cardano, a quien se debía localizar a través de la estafeta de correos de los Taxis.

Expliqué a mi improvisado anfitrión el apuro en que me hallaba, y dónde me hospedaba. Él, que conocía al dueño de la posada, mandó a un criado a recoger mis cosas, y me acompañó hasta el primer barco que partía para un puerto italiano, que resultó ser Ancona, con petición al capitán para que tan pronto desembarcara me encomendase a alguna tropa armada que se dirigiese a Milán.

Llegué a esta última ciudad sin nuevos sobresaltos. Tan pronto como hube repuesto fuerzas, me acerqué hasta la posta de los Taxis y les entregué mis credenciales. O, para ser más exactos, las credenciales que en principio estaban dispuestas para Rinckauwer. Como todavía no habían recibido noticias de lo sucedido en Ragusa, no pusieron objeción alguna.

—¿Deseáis viajar por jornadas, o por la posta? —me dijeron.

—Por la posta. Tengo prisa. Y necesito los mejores caballos. Yo mismo los elegiré.

—¿Tanto entendéis de monturas? —preguntó, reticente.

—Confiad en mí.

—Caballos de esa calidad sólo los podremos amortizar si hay suficiente correo y os hacéis cargo de él. Dejadme ver lo que tenemos por aquí.

Entró en la oficina y consultó con un escribano. Éste había tomado los nombres de los sobrescritos y ordenado los envíos en unos casilleros, según los destinos.

—Creo que hay materia para hacer una posta —me dijo.

—¿Cuándo debo salir?

—Mañana al amanecer. ¿Os conviene?

—Estaré preparado —acepté—. ¿Cómo andan los caminos?

—Nunca han sido tan seguros. Podéis ir por Innsbruck.

Gracias a sus indicaciones, no tardé en localizar a Girolamo Cardano. Le encontré encerrado en una mala habitación, inclinado sobre una mala mesa, ahorrando la cera de la única vela que le quedaba, con la vista enrojecida tras unas lentes. La impresión que me produjo, al punto, no pudo ser más deplorable. Tenía su casa llena de pequeños animales, a los que parecía adorar, y él mismo presentaba un aspecto monstruoso. Era pequeño, estrecho de pecho, brazos enclenques, tenía la mano derecha casi inútil, el labio inferior era un belfo colgante, los ojos pequeños, la frente ancha, la voz áspera y chillona, los andares erráticos.

Pero pronto pude comprobar que este aspecto disforme y contrahecho para nada hacía justicia a la nobleza de su inteligencia, excepcionalmente dotada para la medicina, las matemáticas y los ingenios mecánicos.

Supe más tarde de su triste y durísima vida, de su niñez agobiante, de hijo bastardo y no deseado, señalada por las palizas, el hambre y las enfermedades. Él era consciente de que le esperaba una vejez aún más difícil, a pesar de sus muchas habilidades, pues se sentía incapaz de adular a los poderosos o incurrir en una mentira. Me explicó que llevaba cerca de un mes encerrado, emborronando papeles, a causa de aquel encargo de Noah Askenazi. En los últimos días, ni siquiera había salido de casa, absorto en el diseño de un sistema criptográfico que pretendía vender al rey de España para aliviar su penuria.

Llamaron en ese momento. Entró una mujer que le traía la comida, y le renegó por no haber probado apenas la anterior. Tuvieron una discusión, que zanjó Cardano cerrándole la puerta en las narices.

—Es fea, pero fiel —fue su único comentario antes de invitarme a compartir aquel modesto sustento.

Mientras picoteaba algo, como un gorrión saltando de aquí para allá, me mostró el diseño de una extraña máquina combinatoria, con diez manubrios a cada lado de un bastidor cuadrado, cuyos ejes y engranajes los conectaban a otras tantas filas de pequeños cubos situados en su interior.

—Funciona con la misma clave que el mensaje que lleváis a don Felipe. Es un método nuevo, sencillo, muy seguro, por nunca visto. Cuando esté a punto no serán necesarios los criptógrafos ni otros intermediarios. El mensaje sólo lo leerá quien lo escriba y su destinatario.

Alcanzó luego un sobre abierto y, sacando un papel de su interior, añadió:

—Pero volvamos al asunto que nos ocupa. Éste es el mensaje que deberéis mostrar a partir de Innsbruck. Os servirá de contraseña. Y puso ante mí aquel papel, en el que podía leerse, en alemán: Gnediger Her, die Rinckauwer haben ein anslag uf nest Mantag in der nacht in das lant bi uns heimlich zu fallen. Sin gerüst.

—Pero… —objeté—. Esto puede verlo cualquiera.

—Así es. Sin embargo, sólo don Felipe podrá leer el mensaje que se oculta entre esas palabras, gracias a mi invento, que va aquí dentro, en este otro sobre, que está cerrado, lacrado y reservado a sus ojos.

No me atrevía a preguntar cuál era mi destino, por no denunciar que suplantaba al impresor Rinckauwer. Cardano acababa de revelarme el destinatario de mi mensaje, al nombrar por dos veces a «don Felipe». Pero ¿dónde se encontraba el tal? ¿Y la misión? En estas cuestiones andaba mi magín, cuando él añadió:

—Decidle a Artal de Mendoza que no ha sido posible recomponer el pergamino…

«¿Quién será ese Artal de Mendoza y de qué pergamino me está hablando?» —me pregunté a mí mismo, sin atreverme a abrir la boca.

—… se podría con esta máquina… —prosiguió Cardano, señalando su diseño—. Si alguien la construye. Y sólo conozco a una persona capaz de hacerlo: Juanelo Turriano. Espero que siga siendo tan gran relojero y artífice y continúe en la corte de Bruselas. ¿Podríais llevarle este dibujo?

—Contad con ello.

Juanelo es mi amigo, y hemos comentado a menudo la utilidad que tendría este artefacto para construir las diferentes combinaciones de las llaves maestras, tan necesarias en edificios grandes. Pero decidle que este diseño es para una máquina combinatoria de propósitos más generales, que podría ser utilizada para traducir, cifrar y descifrar, y otros usos criptográficos. La clave principal se introduciría de modo mecánico, mediante unas cartulinas perforadas. También podría funcionar manualmente, pero sería laborioso, y muy sujeto a errores. Así es como está protegido el mensaje para don Felipe, quien podrá ver por sí mismo la utilidad.

No acababa de entender todo aquel embrollo, que Rinckauwer parecía conocer bien. Pero ahora ya sabía cuál era mi destino: Bruselas. Y don Felipe no podía ser otro que Felipe II, que allí estaba.

—Decidle también a Artal de Mendoza que ahora sólo queda cobrar mi sueldo por la encomienda que me han hecho él y Askenazi —concluyó Cardano.

Por segunda vez nombraba a aquel Artal de Mendoza, alguien que me esperaba en Bruselas, y de quien yo lo desconocía todo —o eso pensaba entonces—, excepto que era cómplice del administrador de don José Toledano, quien estaba maniobrando a espaldas del padre de Rebeca y su consorcio.

Al amanecer acudí a la oficina de los Taxis, tal y como había convenido. Partí de Milán para emprender el camino hacia el norte, apurando los relevos y postas del Tirol. Encontré en gran sosiego el corredor militar español que lo unía con los Países Bajos. En él, mostrando la contraseña que me había dado Cardano, obtuve todos los auxilios y prioridades, pudiendo elegir los mejores caballos. De tal manera que al cabo de pocos días entraba en Bruselas.

Pronto tuve ocasión de averiguar quién era Artal de Mendoza: el Espía Mayor de Su Majestad. Tras registrarme y despojarme de todas mis armas, dos guardias me condujeron hasta la Cámara Negra, donde trabajaba en las claves, cifrando y descifrando los mensajes. Era un hombre de porte aristocrático, de gestos parcos y secos. No le vi la cara. Iba embozado. Me llamó la atención el calor asfixiante que reinaba en la habitación y la gran pila de leña junto a la chimenea, como de hombre friolero en extremo. Pero aún me extrañó más que, a pesar de ello, no se quitase el fino guante de piel que llevaba en la mano derecha.

Después entendí por qué. Ahora me limité a escuchar sus palabras, de pie y escoltado por los dos guardianes:

—El rey ha leído vuestro mensaje y ha decidido que se lo llevéis a su padre, el emperador don Carlos, que está retirado en el monasterio de Yuste, en Extremadura. Él os dará la respuesta.

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