La llave maestra (41 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Noté que el arquitecto tramaba algo, mientras daba los últimos mordiscos a la fruta. Apretó la mandíbula con decisión, arrojó al agua el corazón de la manzana, y masculló:

—Es nuestra última oportunidad. Vamos a volver a la biblioteca. La verdad es que estaba deseando hacerlo, pero no se por qué le pregunté:

—Después de lo que ha sucedido con Montano, ¿no os parece muy arriesgado?

—Lo es —reconoció Herrera—. Pero ésta será la última noche que las vitelas de esa Crónica sarracena estén aquí. Mañana se las llevarán.

—¿Y Juanelo? —pregunté.

—Prefiero no mezclarle en esto. Lo noto raro. Además, bastante ha hecho con copiarme la llave.

Entró en la casa, salió con dos velas apagadas, me entregó una de ellas, y con un gesto me invitó a que le siguiera. Bajamos hacia las obras. La luna llena permitía ver el camino sin necesidad de ninguna luz. Evitamos las hogueras donde los obreros se agrupaban para cenar su rancho, dimos la vuelta por detrás de los cobertizos, pasamos al otro lado de una tapia para sortear uno de los puestos de la guardia, y poco después salimos por un portillo que nos permitió acceder hasta la parte construida del monasterio, por donde habíamos andado antes.

Allí, el arquitecto se movió con seguridad por el dédalo de pasillos que él mismo había diseñado. No nos costó demasiado llegar hasta la puerta de la sala donde se había instalado la biblioteca.

Herrera sacó su llave y la hizo girar con tiento. Entramos. La recuperó, y cerró por dentro.

Me susurró para que me acercase hasta el lugar donde se encontraba la Crónica sarracena, encendió una de las velas, cuidando de que su luz quedase a cubierto, y me pidió:

—Seguid traduciendo donde habíamos quedado. Me senté a la mesa y leí hasta retomar el hilo:

—Habla la Crónica del Palacio de los Reyes llamado la Cava, que había en Antigua cuando era ésta la capital de los godos, y de cómo Hércules encerró allí los conocimientos que allegó en sus trabajos, y mandó poner un cerrojo, y que cada nuevo rey añadiera otro, hasta que llegó a haber veinticuatro candados. Lo que todos cumplieron. Excepto don Rodrigo, quien al subir al trono no sólo no añadió el que le correspondía, sino que rompió los puestos allí por sus antepasados. Y sigue diciendo:

Quebró, pues, don Rodrigo los candados, abrió la puerta y entró en el interior del Palacio de los Reyes. Lo que allí vio le llenó de asombro. Era aquel recinto transparente como el cristal, hecho cual si fuese de una sola pieza, sin madera, clavo ni juntura, y dividido en cuatro galerías. Una de ellas, blanca como la nieve; otra, negra como la noche; verde como la esmeralda la tercera; y la cuarta roja cual la sangre.

Encontró grandes tesoros: muchos vasos y piezas de oro, más de ciento sesenta diademas de perlas y jacintos, piedras preciosas y una sala de audiencias tan grande que los hombres a caballo habrían podido celebrar fiestas y el más hábil de los arqueros disparar una flecha desde un extremo sin poder clavarla en el otro.

Y sobre una mesa muy larga de oro y plata, guarnecida de pedrería, encontró el talismán más valioso del Templo de Salomón, hijo de David (sobre ambos sea la paz.). Es éste que ellos llaman
ETEMENANKI
, que quiere decir La Llave Maestra, por estar en él los secretos todos del universo y permitir la visión del pasado, el presente y el futuro, los rostros de todas las generaciones, desde Adán hasta los que oirán la trompeta. Era una arqueta de peregrino aspecto, brillante y metálica, en la que decía: «Quien abriera este arca no puede ser que no vea maravillas».

La abrió, pues, don Rodrigo. Y en ella vio un a modo de tapiz de colores muy brillantes, en el que se representaban los árabes con sus camellos y ligeros caballos, sandalias y turbantes ondulantes, con sus arcos, lanzas con pendones y señas alzadas, las brillantes cimitarras al cinto, ricas en adornos. Era esta gente espantosa en su faz y catadura. Y una leyenda decía: «Cuando se abra el arca y sea visto el talismán encerrado en ella, éstos cuya guisa, traza y armas se pintan aquí invadirán el país, derribarán el trono de sus reyes y lo someterán por entero».

Quedó espantado don Rodrigo con esto, y huyó de allí, ordenando a todos los que con él venían que nada dijesen de aquel pronóstico. Pero no bien acababan de salir del palacio cuando vieron un águila caudal bajar de lo alto del cielo. Traía un tizón encendido en el pico. Lo puso debajo de aquella casa y comenzó a aletear para avivar el fuego. Ardió como si estuviese hecha de resina, y las llamas fueron tan vivas y altas que quedó toda ella reducida a pavesas, excepto el talismán, que se hundió hasta lo más profundo de la ciudad. Ya poco llegaron grandes bandadas de aves negras, y tanto revolaron que se levantó la ceniza y esparció por toda la Península. La gente sobre la que caía quedaba manchada con ella como si fuera sangre. Y todos los que la recibían fueron muertos en las batallas que siguieron.

Porque ese mismo año fue la entrada de los muslimes, cuando Tariq ben Ziyad pasó el mar. Y al poco tomó posesión de ella Muza ben Noseir, gobernador de Kairuán. Éste fue apoderándose de las ciudades a izquierda y derecha, hasta llegar a Antigua. Y sucedió todo esto bajo el califato de Al Walid I, de la dinastía de los omeyas. Quien entendió ser aquel talismán tan poderoso que mandó le dieran cuenta de él. Pero sin moverlo ni turbarlo, como había hecho el imprudente don Rodrigo. Antes bien, por copia o noticia en la que sus sabios y alfaquíes pudieran estudiar su poder, y aprovecharlo en las cosas de el gobierno. Lo que se llevó a cabo como sigue…

Poco a poco, sin darme cuenta, excitado por aquel descubrimiento, había ido subiendo mi voz. Por eso, Herrera y yo no nos dimos cuenta de lo que estaba pasando hasta que fue demasiado tarde.

Alguien estaba hurgando en la cerradura.

—Este no puede ser otro que Montano, que recela por lo sucedido antes —dijo Herrera mirándome con pavor.

Su primera precaución fue apagar la vela. Luego, puso el dedo sobre los labios para indicarme que guardase el más absoluto silencio, me agarró del brazo y me arrastró hasta un rincón repleto de libros, tras los cuales nos atrincheramos.

Noté su sobresalto, por lo comprometido de la situación. Su nombre y honor estaban en entredicho. Por no hablar de la confianza regia.

El arquitecto contuvo el aliento al escuchar el forcejeo de quien intentaba entrar. Acababa de darse cuenta de que, al cerrar por dentro, había dejado puesta la llave en la cerradura, y que ahora, quien quiera que fuese, tropezaba con ella. Esto complicaba su situación. No podría alegar que pasaba por allí y vio la puerta abierta, ni ninguna otra excusa.

—Ojalá no logre introducir su llave, y desista de entrar —me susurró Herrera al oído.

Esperanza inútil. Había sido tanta la porfía puesta en el empeño, que en ese momento se oyó el ruido de la llave del arquitecto, que caía y golpeaba contra el suelo.

—Me temo, Herrera, que ya es demasiado tarde. Y si ve esa llave sabrá que hay alguien dentro.

Se oyó el descorrer de la cerradura. Se abrió la puerta, y una raya de luz partió la habitación en dos. Luego, se introdujo una mano que sostenía un farol. Y, tras ella, una negra silueta.

Apenas nos atrevíamos a asomar la cabeza por entre los libros tras los que nos habíamos escondido. El arquitecto abrió un pequeño hueco entre dos volúmenes y observó al recién llegado. Pegando sus labios a mi oído murmuró:

—Ése no es Montano.

—¿Estáis seguro?

—Completamente.

—¿Quién es entonces?

El recién llegado estaba de espaldas, cerrando la puerta, y no alcanzábamos a reconocerle. Se inclinó y pareció recoger algo del suelo.

—Estamos perdidos: ha visto la llave —musitó Herrera.

Debía de ser eso, porque se volvió, y alzó el farol para examinar la estancia.

Y entonces, alcanzamos a ver su rostro.

Fue Herrera quien lo reconoció. Y se quedó petrificado.

—¡Es el rey! ¡El propio rey don Felipe!

El arquitecto trataba de reaccionar. Pero no era fácil tomar partido. ¿Cómo explicar nuestra intromisión, en contra de la voluntad regia y de sus instrucciones? Ahora que había visto la llave, Su Majestad sabía que alguien estaba allí dentro, y no tardaría en descubrirnos. O, peor aún, en llamar a la guardia. Era mejor salir, antes de que lo hiciera.

El mayor problema sería justificar mi presencia. De modo que Herrera pegó sus labias a mi oreja y dijo, angustiado:

—No salgáis por nada del mundo. Alzó entonces la cabeza por encima de los libros:

—Majestad, me habéis asustado. Soy Juan de Herrera.

La situación era tan peregrina que su desenlace resultaba imprevisible. Allí estaban, en plena noche, el rey y su arquitecto entrando a escondidas en la biblioteca, cada cual con su copia clandestina de la llave, mientras Montano —que era el único depositario y responsable oficial de la misma— dormía a pierna suelta en su ascética celda, ayudado por la paz de conciencia que le procuraba el ayuno.

Oí que Herrera se disponía a balbucir todo tipo de explicaciones, cuando me di cuenta de que era Su Majestad el que se creía en el deber de darlas, como persona de mayor autoridad y jerarquía. Y tan pueriles, que harto acusaba el monarca haber sido pillado en renuncio. Le bastó al arquitecto con dejarle hablar para que se olvidara de escuchar las suyas. Era tanta su preocupación, que don Felipe se deshizo en detalles no pedidos:

—Estaba desvelado y fui a buscar un libro para esperar el sueño. Pero no lo encontré. Creí haberlo dejado en el cofrecillo bajo el asiento de mi carroza, donde llevo algunos volúmenes para aliviar las fatigas del viaje. Pero tampoco lo encontré. Entonces recordé que quizá fuese de los que ya entregué a Montano para ir formando esta biblioteca. Y ésa fue la razón de llegarme hasta aquí.

Herrera asentía con grandes cabezazos, como si todo aquello fuera la cosa más natural. Por su parte, se limitó a decir:

—Sentí que se levantaba el aire, y me preocupó una de las ventanas, que dejamos abierta para que se secara una mancha de humedad que tratamos de atajar. Y sabiendo el aprecio que siente vuestra Majestad por esos libros, temí por ellos y acudí a cerrarla.

Ni explicó el rey de dónde había sacado su llave, ni preguntó tampoco por la del arquitecto, ni por qué se encerró ni escondió. Ni se acordó de llevarse libro alguno. Se limitó a devolverle la que había recogido del suelo. Asistí así a un hipócrita pacto de silencio entre ambos que, ciertamente, no habría sido posible de conocer mi presencia allí.

Vi que Herrera acompañaba a don Felipe a la puerta, y que salían cada uno con su llave. Me contó luego el arquitecto que su primera intención fue dejar abierto, para que yo pudiera salir. Pero que luego se dio cuenta de que eso podría hacer entrar en sospechas al rey, y prefirió no arriesgarse. De modo que cerró tras de ellos y ambos continuaron su cortesana conversación.

Y allí dentro me quedé yo, encerrado, sin más armas que dos velas apagadas.

«¡Viva el rey y su arquitecto! —pensé—. Ahora, a ver cómo salgo yo de ésta».

Reflexioné con calma, y llegué a la conclusión de que no me dejarían con vida si me descubrían allí. Con un pasado tan recomendable como el mío, me tomarían por espía, como muy poco. De manera que empecé a plantearme con desesperación cómo abandonar aquel lugar.

Examiné la puerta con detenimiento, y aun la forcejeé con suavidad, por no levantar mucho bullicio. Era tan sólida que descarté de inmediato poder escapar por ella. Otro tanto sucedía con la cerradura, uno de aquellos concienzudos trabajos de Juanelo Turriano, cuya pericia en tales menesteres había tenido ocasión de admirar antes, pero maldije en aquel momento. Imposible salir por allí sin entrar en fuertes alborotos. Las ventanas, por las que cundía la luz de la luna, estaban enrejadas, y tan altas que resultaba imposible alcanzarlas. Revisé las paredes una a una, retiré los libros por ver si descubría algún hueco. Sin ningún resultado.

Lamenté con toda mi alma no haber examinado en detalle los planos del edificio que Herrera me había enseñado en su casilla. Estaba, definitivamente, atrapado.

Oye Randa los pasos de la guardia que viene a llevarse a Ruth. Antes de que los soldados y su carcelero lleguen a la puerta, le advierte:

—Escucha bien, hija. Me has dicho que Herrera está en la casa que fue de Juanelo, haciendo el inventario de sus papeles. Tú o Rafael habéis de veros con él de modo discreto, y encarecerle que busque entre ellos aquel diseño que hizo Turriano de la llave maestra, valiéndose de la máquina combinatoria de Cardano.

—Descuidad.

—Herrera ha de acordarse de esos dibujos y mecanismos, porque fue en este Alcázar donde se ensayaron por vez primera, antes de emplearlos en El Escorial. Y el encargo vino de él, que fue el arquitecto de ambos edificios. Es muy importante que los encuentre. Y sólo nos quedan cinco días. ¿Lo entiendes bien?

—Sí, padre, no soy tonta —protesta la joven poniéndose en pie.

LA LLUVIA DE LOS VIERNES

Q
uien no los conociera podría haberles tomado por una pareja endomingada para salir a comer, y la mera idea perturbó a David Calderón. Miró de soslayo a Raquel Toledano, quien taconeaba junto a él luciendo un escotado y estimulante vestido rojo. La melena rubia, peinada en cascada, descendía hasta unirse al ramo de rosas blancas que sujetaba entre sus brazos. Y su aspecto era tan esplendoroso que nadie la habría supuesto víctima de achaque alguno el día anterior. Por fin parecía haber descansado, bastándole un discreto maquillaje para hacerse cargo de sus ojeras.

Nunca la había visto tan guapa, ni tan arreglada, y esperaba que no fueran pinturas de guerra. Aquella visita parecía muy importante para la joven. Después de todo, el arquitecto Juan Antonio Ramírez de Maliaño era su padrino. Y, además, una de las últimas personas con las que había hablado su madre antes de desaparecer. En su carta, la propia Sara insistía en que le preguntaran por La lluvia de los viernes, la extraña historia que habían comentado durante la visita a El Escorial que ella y el arquitecto realizaron juntos.

Por otro lado, Maliaño había conocido a su padre, y quizá pudiera aclararle algo sobre el Programa AC-110 en el que había trabajado Pedro Calderón, y que ahora les estaba dando tantos quebraderos de cabeza. Las revelaciones de Gabriel Lazo la noche anterior le inquietaban de modo especial, por mucho que cuestionase las opiniones de una mente a la deriva como la del antiguo conserje del Centro de Estudios Sefardíes.

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