La llave maestra (42 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

Los hechos eran irrefutables. Había estado toda la mañana volcado en aquellos papeles, junto con Raquel, a pesar de insistirle a la joven para que guardase reposo. Pero ella no quería dejar de la mano los documentos. Era muy terca. Y no resultaba fácil analizarlos en semejantes condiciones, escrutando montañas de pliegos milimetrados, en busca de una pauta que permitiera desentrañar su significado.

David se había llegado a sentir muy alterado. Y no sólo por el tremendo esfuerzo de concentración exigido en el transcurso de cualquier desciframiento —eso lo había hecho cientos de veces—, sino también por un factor añadido que no alcanzaba a precisar. El caso es que esta vez era distinto. Se sentía bloqueado por una resistencia íntima que bordeaba lo irracional. Quizá se debiera a la tensión añadida de volver a trabajar a solas con Raquel, sin la apaciguadora presencia de Bielefeld, quien tenía sus propias obligaciones. Y a no poder discutir abiertamente con ella, por temor a una recaída de la joven.

Lo peor era tener que explicarle sus sospechas sobre los papeles cuadriculados de Pedro que le había prestado Gabriel Lazo, pero sin poder nombrar al antiguo conserje, ni contar de dónde los había sacado. En principio, ella se lo había tomado a broma; más tarde, sacó a relucir aquella punzante ironía suya; y, por fin, el enfado se había vuelto muy tangible. «Con esos secretismos no vamos a ningún lado», le dijo Raquel. Y luego habían venido sus sarcasmos sobre la progresión de las pautas comunes que él creía observar en el trabajo de su padre. «¿Una pauta común? ¿Un modelo que sirva para los cristales, los vegetales, los animales, los patrones de la configuración cerebral…? ¿De dónde saca esas ideas? ¿Por qué habría de creerle, si me oculta sus fuentes?».

«¡Qué más dan las fuentes! —pensaba David—. Lo importante son los hechos». Por ejemplo, que Pedro hubiese gastado kilómetros de papel y los mejores años de su vida en aquel agotador trabajo. Él sabía muy bien que su padre no estaba loco. ¿Qué es lo que buscaba, entonces? ¿Trataba de encontrar el punto de partida, la regla que originaba aquellos laberínticos trazos de los gajos del pergamino? Pero ¿por qué? ¿Tan importantes eran? ¿De dónde procedían, en última instancia? ¿Qué poder tenían sobre la mente, que parecían quedar grabados en ella hasta proyectarse en el sueño y anular el propio idioma? ¿Buscaban, acaso, otra lengua, otros códigos anteriores, sepultados bajo la conciencia? ¿Y qué añadía a todo aquello lo descubierto por Sara al estudiar el proceso de aquel tal Raimundo Randa? De eso y de otras muchas cosas habían hablado y discutido a lo largo de aquella mañana, estudiando cuadrícula tras cuadrícula, intentando adivinar el propósito que regía aquel despliegue interminable. Ahora preferían callar para no echar más leña al fuego.

Anduvieron algunos metros en silencio, antes de internarse en lo que a primera vista podría haberse tomado por uno de tantos callejones sin salida. Sin embargo, cuando se llegaba hasta la pared del fondo, se abría en ella un estrecho recodo que apenas permitía el paso de una persona.

Allí hubo de detenerse la furgoneta que les había venido siguiendo. En su interior, aquel hombre chupado, vestido de negro, consideró la situación, amparado por el cristal de espejo unidireccional que permitía la vigilancia sin ser visto desde el exterior. Y volviéndose hacia el musculoso pelirrojo, con el pelo cortado a cepillo, que se sentaba a su lado, le ordenó:

—Echa un vistazo a ese callejón.

El pelirrojo descendió, se llegó hasta el fondo, y pocos minutos después, regresó para informar:

—Imposible entrar ahí. Es un pasadizo que va a parar a un patio. Y no se ve ninguna otra salida.

—En ese caso, vosotros dos esperadles aquí —dijo el hombre de negro a su otro acompañante—. Yo he de ir al aeropuerto a buscar al jefe.

—¿Y qué hacemos cuando salgan?

—Seguidles. Y tenedme al tanto de sus movimientos.

Tras dejar atrás el espacioso claustro, digno de un palacio, David y Raquel llegaron ante un portón de madera ferrada. La joven buscó el nombre del arquitecto y pulsó el timbre.

Un ascensor privado les permitió atravesar las entrañas del antiguo edificio, ingresando directamente en la guarida de aquel enigmático personaje. Les abrió Marina, el ama de llaves, a quien Raquel saludó afectuosamente.

—Vengan por aquí, el señor les espera en la terraza.

David se sorprendió al entrar en un salón de gran amplitud y altura. Todo lo que abajo era recogido y umbrío se convertía allí arriba en luminoso y abierto. La biblioteca se distribuía en dos pisos gracias a una pasarela, comunicada por una escalera de caracol. El suelo, de amplias duelas de madera veteada, estaba cubierto por una espléndida alfombra y acogedores butacones de cuero. Y aún había espacio para lucir un par de espejos venecianos y tres pinturas de comedido tamaño y excelente factura.

Pero lo que de inmediato atraía la vista era el panorama que se contemplaba desde aquellas alturas. El frontal de la gran biblioteca estaba acristalado y, al encontrarse el edificio en la ladera de una colina, se dominaba la ciudad en su práctica integridad, al tiempo que uno se sentía inmerso en su núcleo más íntimo. Una balconada de madera de teca prolongaba el salón hacia el exterior, abocándolo sobre aquel paisaje de tejados y gatos, todo un mundo de leves y amortiguados sonidos que brotaban de una ciudad inesperada y secreta.

El sol bañaba la terraza donde les esperaba el anciano, pulcro e impecable, con su larga y blanca barba otorgándole un aire intemporal. Estaba regando las plantas, y les hizo señas con la cabeza para que se acercasen. Raquel corrió a abrazarlo, mientras el arquitecto desviaba la manguera para no salpicarla.

—Ten cuidado, mi niña, que llevas un vestido muy elegante —cerró el grifo y se volvió hacia ella—. Veo que te has acordado de que me gustan las rosas blancas. Pero déjame mirarte y ver lo guapa que estás. Nadie diría que acabas de tener un arrechucho. ¿Qué te ha sucedido?

—Nada. El cansancio, supongo.

—Tienes que venirte a esta casa. Yo cuidaré de ti.

—Ni hablar. Tú tienes tu vida hecha, tus costumbres.

Raquel se apartó para que David pudiera acercarse. Los ojos del arquitecto le escudriñaron, bajo las pobladas cejas canas.

—David Calderón —se presentó él mismo.

—Claro. Traté bastante a su padre. ¿Dónde se ha metido usted todo este tiempo?

—Me he movido mucho por esos mundos.

—Voy a poner las flores en agua. Ahora vuelvo y le cuento cómo conocí a Pedro.

David se asomó a la terraza para admirar el panorama. La ciudad se extendía a sus pies, descendiendo por la ladera hasta abrazar el arco del río, que enhebraba su cortejo de puentes antes de perderse en la lejanía, por entre las últimas casas rezagadas.

El anciano arquitecto regresó con un jarrón, esponjó las rosas y aspiró su olor con deleite. Se empezaba a sentir la frescura que venía de las plantas de la terraza. Se acercó al seto de albahaca y lo sacudió, hasta que su delicado aroma se extendió por el recinto.

A David le pareció que había barruntado la tensión entre él y Raquel. O quizá Sara le hubiese prevenido al respecto, como había hecho con Bielefeld. Notó que se tomaba su tiempo para tantear el terreno. Se sentó en uno de los sillones de médula y esperó a que el ama de llaves apareciera con aceitunas, tostadas con aceite, unas cañas de lomo y una botella de manzanilla fría y bien sudada.

—Tomaremos el aperitivo mientras se termina de hacer la comida —les propuso.

Cogió su catavinos, probó la manzanilla y chasqueó la lengua para saborearla.

—El olfato y el gusto son los dos únicos sentidos que van ganando con la edad —reconoció, pesaroso.

—¿Cuántos años tienes, padrino?

—Ni yo mismo lo sé. Pero fíjate si soy viejo que conocí a tu abuelo cuando aún era joven. Y a Sara, de toda la vida. A ti, en cambio, apenas te he visto el pelo.

—No empieces a reprochármelo. Es muy duro ganarse la vida en Nueva York.

—Has tenido que esperar a que pasara lo de tu madre para venir aquí. En fin… ¿Qué novedades hay?

—Poca cosa. Sólo un anónimo que llamó por teléfono a la policía para asegurar que sabía dónde estaba.

—No os fiéis de anónimos. Ni de nadie. Hay muchos intereses en juego.

—¿Te refieres a la conferencia de paz?

—Y a tu madre. El palacio de la Casa de la Estanca sigue siendo suyo.

—Creía que era de la Fundación.

—Pues te equivocas. Es de Sara, y tú lo heredarás en su día. Un solar muy codiciado, en pleno centro, con muchos metros cuadrados. Si lo sabré yo… Tu madre me ha encargado un nuevo proyecto para remodelar el palacio, retomando un poco la idea del Centro de Estudios Sefardíes. Y, si sale adelante, entonces sí, se integraría en la Fundación.

—No tenía ni idea —se sorprendió Raquel.

—Lo llevaba con mucha discreción, porque era una de las bazas de esa conferencia, si es que se celebra algún día… Sara quiere crear una Universidad de Oriente Medio o algo parecido. Un lugar en el que puedan estudiar juntos, investigar y conocerse los cristianos, musulmanes y judíos. Como puedes imaginarte, a mucha gente no le hace ninguna gracia una iniciativa así.

—Y tú crees que eso podría explicar su desaparición.

—Es una pista más. ¿Qué os han dicho en el convento de los Milagros?

—Estuvimos ayer. Ni rastro. Y no nos dejan entrar en el archivo.

—¿Y Bielefeld, o Gutiérrez? ¿A ellos tampoco les dejan?

—Gutiérrez está a lo que diga el arzobispo Presti. Y Bielefeld cree que lo prioritario es obtener un permiso para bajar por el boquete de la Plaza Mayor. El anónimo que llamó a la policía dice que mi madre está allí debajo…

Sonó el teléfono en ese momento, y Marina se acercó a Maliaño tapando el auricular, para consultarle:

—Es el comisario Bielefeld…

—Hablando del rey de Roma… —dijo el arquitecto. E hizo una señal a Marina para que se lo pasara—. Sí, dígame, comisario… Están aquí los dos, todavía no hemos empezado a comer… De acuerdo, el lunes nos vemos… —Y aquí su tono de voz cambió, indicando alarma—: ¡Qué me dice…! ¿Está seguro…? ¿Quiere que se pongan al aparato Raquel o David…? ¿No…? Descuide, yo se lo digo… Hasta el lunes.

Los dos jóvenes le interrogaban con la mirada.

—¿Qué sucede? —preguntó Raquel.

—Bielefeld llamaba para confirmar la cita de mañana. Hemos conseguido que la Plaza Mayor sea explorada con un radar geodésico, que hará una especie de radiografía. Como a nosotros no nos dejan excavar, es el único modo de tener un perfil de lo que hay debajo de ese agujero.

—¿Ha surgido algún problema?

—Por ese lado todo va bien. Pero el comisario aprovechaba para decirme que, al parecer, sus amigos en Estados Unidos han detectado movimientos extraños de la Agencia de Seguridad Nacional en relación con este asunto.

—¿No le ha concretado qué tipo de movimientos? —intervino David.

—Dice que está intentando obtener más información, y que nos lo dirá tan pronto sepa algo.

Marina apareció para anunciarles:

—Cuando gusten pueden pasar al comedor.

De pie junto a la mesa, mientras esperaba a que le asignaran su sitio, David observó a Raquel. La vio acariciar con la yema de los dedos el mantel de lino almidonado, sintiendo su apresto a flor de piel, y se dio cuenta de que no sólo él tenía recuerdos en aquella ciudad. El arquitecto sostuvo la silla de la joven, hasta acomodarla, y señaló a David su asiento, frente a ella. Al ver que su ahijada echaba mano de uno de los crujientes panecillos y buscaba algo, le pasó una aceitera, disculpándose:

—Aquí no encontrarás mantequilla, niña. Tendrás que conformarte con este aceite de oliva.

Sacó la botella de vino blanco de la champañera y lo dio a probar a Raquel:

—¿Lo reconoces?

—Cómo no voy a reconocerlo. Es de tus viñas de Yepes.

Juan de Maliaño sonrió satisfecho. Mientras daban cuenta de un gazpacho, David siguió reparando cuán diferente era aquella Raquel de la que él había conocido hasta entonces. Quizá fuese el idioma, pues estaba hablando en español, y lo hacía de un modo bien distinto al inglés. Se le había pegado aquel suave deje de su más reciente profesora, la mujer de Bielefeld. Y era como escuchar a otra persona.

Pero a medida que fue transcurriendo la comida se dio cuenta de que no era sólo eso. Algo debía de ayudarla también el vino y sobre todo, la complicidad con Maliaño, quien parecía conocerla bien… Lo cierto es que Raquel Toledano resultaba graciosa. Poseía un increíble sentido del humor, que hasta entonces únicamente había mostrado con él de forma soterrada, punzante e irónica. Y era una estupenda imitadora. Lo demostró en un momento en el que, para rebajar la tensión, ella y Maliaño empezaron a hablar de su madre no como lo hacía todo el mundo —dándola poco menos que por difunta—, sino todavía viva, entrañablemente vital. La joven no sólo era capaz de hablar como Sara: también podía seguir sus razonamientos y su modo de discurrir, con una penetración que le dejó pasmado, pues su madre no era precisamente una persona simple.

El arquitecto miró al criptógrafo de refilón y debió de pensar que estaban desatendiendo a su invitado al hablar de aquellos recuerdos compartidos con su ahijada, de los que David por fuerza tenía que sentirse excluido. De modo que se volvió hacia él para decirle:

—De Pedro Calderón también habría para hablar largo y tendido…

—Me ha prometido contarme cómo conoció a mi padre.

—Lo haré con mucho gusto. Fue a finales de los años cincuenta o principios de los sesenta, cuando volvió aquí para ocuparse de ese antiguo palacio que había comprado Abraham Toledano, la Casa de la Estanca, de la que acabamos de hablar. El abuelo de Raquel quería que yo lo remodelara para convertirlo en un Centro de Estudios Sefardíes.

—Debió de ser a principios de los años sesenta —matizó David—. Usted aparece en una foto con él, Sara y mi padre. En un balcón de la Plaza Mayor.

—Sí, me acuerdo. Es mi despacho de arquitecto municipal, que da directamente a la plaza.

—¿Por qué lleva Sara un vestido tan raro en esa foto? Y mi padre enseña algo en la mano. Una especie de banderita.

—¿Sale eso en la fotografía? —sonrió Maliaño, nostálgico—. Debía de ser la fiesta de la patrona. Es una antigua costumbre. Los solteros y las solteras pasean por la Plaza Mayor, separados en dos círculos, dándose la cara. Las mozas caminan por la parte de adentro de los soportales, en el sentido de las agujas del reloj; y los mozos por la parte de afuera, en sentido contrario. Pero, si disponen de un balcón, ellas pueden verlo todo desde arriba e intervenir de otro modo, lanzando a los hombres unas banderitas que, con un poco de suerte, se enganchan a la ropa. Los balcones están engalanados con unos gallardetes del mismo color que las banderitas. Y al final del paseo, cuando para la música, los afortunados deben buscar los colores y divisas de los balcones. Suben, y allí las chicas los convidan a moscatel y pastas. En la foto, Pedro enseña esa banderita porque Sara, que estaba en mi balcón, lo alanceó.

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