La loba de Francia

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

 

Un intervalo de seis años separa La Ley de los Varones y La Loba de Francia. Durante esos años, de 1318 a 1324, el país ha sido sabiamente gobernado, aunque azotado por diversas calamidades: la cruzada de los campesinos, la rebelión de los leprosos, agitaciones, matanzas... Felipe V el Largo muere sin haber llegado a los treinta años de edad y, como su hermano Luis X, no deja descendencia masculina. El tercer hijo del Rey de Hierro, el débil Carlos IV sucede a Felipe V. Durante su reinado, Francia será gobernada por representantes de la alta nobleza, Carlos de Valois y Roberto de Artois. El nuevo y dramático giro de la historia se originará en Inglaterra. La Loba de Francia es el trágico sobrenombre que los cronistas de la época dieron a Isabel, hija de Felipe el Hermoso y reina de Inglaterra, quien pareció llevar la maldición de los templarios al otro lado del canal de la Mancha. En esta nueva entrega de Los Reyes Malditos, Maurice Druon sigue trazando con mano maestra el fresco de una época turbulenta.

Maurice Druon

La loba de Francia

Los reyes malditos 5

ePUB v1.1

draflaeon
25.04.12

ISBN 13: 978-84-7417-049-8

ISBN 10: 84-7417-049-4

Título:
La loba de Francia

Título original: La Louve de France

Autor: Maurice Druon

Fecha Impresión: 1984

Traducción: María Guadalupe Orozco Bravo

Colección: Los reyes malditos

Prólogo

...Y los castigos anunciados, las maldiciones lanzadas desde lo alto de la hoguera por el Gran Maestre de los Templarios habían continuado extendiéndose por el suelo de Francia. El destino abatía a los reyes como si fueran piezas de ajedrez.

Tras de caer fulminado Felipe el Hermoso, seguido por su primogénito, Luis X, asesinado dieciocho meses después, su segundo hijo, Felipe V, parecía que iba a tener un largo reinado; pero, apenas pasados cinco años, Felipe moría a su vez, antes de cumplir los treinta.

Detengámonos un instante en este reinado, que no parece una tregua de la fatalidad mas que en comparación con los dramas y desastres que le seguirían después. Parece un reinado pálido al que hojea el libro distraídamente, sin duda porque en sus páginas no se tiñe las manos de sangre. Y sin embargo... Veamos como se desarrollan los días de un gran rey, cuando la suerte le es adversa.

Porque Felipe V el Largo, podía contarse entre los grandes reyes. Por la fuerza y por la astucia, por la justicia y por el crimen, se había apropiado, joven aun, de la corona, puesta a subasta de las ambiciones. Un conclave encerrado, un palacio real tomado al asalto, una ley sucesoria inventada, una revuelta baronial desbaratada en una campaña de diez días, un gran señor encarcelado, un infante real muerto en la cuna -al menos así se creía-, habían jalonado las rápidas etapas de su carrera hacia el trono.

Cuando la mañana de enero de 1317 salió de la catedral de Reims, entre el tañido de todas las campanas, el segundo hijo del Rey de Hierro podía creerse triunfante y libre de volver a emprender la gran política que había admirado en su padre. Su turbulenta familia se había inclinado por obligación; los barones, dominados, se resignaban a su obediencia; el Parlamento sufría su ascendiente y la burguesía lo aclamaba, entusiasmada de haber vuelto a encontrar un príncipe fuerte. Su esposa había lavado las manchas de la torre de Nesle; su descendencia parecía asegurada por el hijo que le acababa de nacer; finalmente, la consagración lo había revestido de una intangible majestad. Nada le faltaba a Felipe V para disfrutar de la relativa felicidad de los reyes, ni siquiera la prudencia de querer la paz y de conocer su precio.

Tres semanas después moría su hijo. Era su Único varón, y la reina Juana, estéril a partir de entonces, no había de darle ninguno más.

A principios del verano el hambre se abatía sobre el país, cubriendo las ciudades de cadáveres.

Al poco tiempo, un viento demencial sopló por toda Francia.

¿Qué impulso ciego y vagamente místico, que sueños elementales de santidad y aventura, que exceso de miseria, que furor de aniquilamiento empujaron de repente a los jóvenes y muchachas del campo, guardianes de corderos, de bueyes y de cerdos; pequeños artesanos e hilanderas, casi todos entre los quince y los veinte años, a dejar de improviso sus familias, sus pueblos, y reunirse en bandas errantes, descalzas, sin dinero ni alimentos? Una cierta idea de cruzada servía de pretexto a este éxodo.

En realidad, la locura había nacido de los restos del Temple. Eran numerosos los Templarios a los que las cárceles, los procesos, las torturas, las confesiones arrancadas a hierro candente y el espectáculo de sus hermanos entregados a las llamas habían convertido en medio locos. El deseo de venganza, la nostalgia de su antiguo poderío y la posesión de algunas fórmulas de magia obtenidas en el Oriente los habían hecho fanáticos, y tanto más temibles cuanto que se escondían bajo el humilde hábito del clérigo o la blusa del destajista. Reunidos en sociedad clandestina, obedecían a las órdenes, misteriosamente transmitidas, del Gran Maestre secreto que había reemplazado al Gran Maestre quemado en la hoguera.

Fueron estos hombres los que un invierno, se convirtieron de pronto en predicadores y, semejantes al flautista de las leyendas del Rhin, arrastraban tras si a la juventud de Francia. Hacia Tierra Santa, decían; pero su verdadero deseo era la pérdida del reino y la ruina del papado.

Y papa y rey se veían impotentes ante aquellas hordas de fanáticos que recorrían los caminos, ante aquellas riadas humanas que crecían a cada encrucijada, como si estuviera hechizada la tierra de Flandes, de Normandía, de Bretaña y de Poitou.

Diez mil, veinte mil, cien mil; los «pastorcillos» marchaban hacia misteriosas citas. A sus bandas se unían sacerdotes excomulgados, monjes apóstatas, bandidos, ladrones, mendigos y prostitutas. Una cruz iba a la cabeza de estos cortejos en los que jóvenes y muchachas se entregaban a la más desenfrenada licencia, al mayor libertinaje. Cien mil de estos harapientos caminantes entraban en una ciudad para pedir limosna y en seguida la saqueaban. Y el crimen, que al principio no es más que el accesorio del robo, se convierte pronto en la satisfacción de un vicio.

Los pastorcillos devastaron a Francia durante un año, con cierto método en su desorden, no perdonando ni iglesias ni monasterios. París, enloquecido, vio invadidas sus calles por este ejército de ladrones, y al rey Felipe V dirigirles palabras de apaciguamiento desde una ventana de su palacio. Exigían del rey que se pusiera al frente de ellos. Tomaron al asalto el Chatelet, apalearon al preboste y saquearon la abadía Saint Germaine-des-Pres. Luego, una nueva orden, tan misteriosa como la que los había agrupado, los lanzó hacia los caminos del Sur. Aun seguían temblando los parisienses cuando los pastorcillos inundaban ya a Orleans. Tierra Santa estaba lejos, y fueron Bourges, Limoges, Saintes, Perigord, Burdeos, Gascuña y Agen los que tuvieron que sufrir su furor.

El papa Juan XXI I, inquieto al ver que la oleada se acercaba a Aviñón, amenazó con la excomunión a aquellos falsos cruzados. Necesitaban víctimas; las encontraron en los judíos. Desde entonces las poblaciones urbanas aplaudieron las matanzas, y fraternizaron con los pastorcillos.

Ghetos de Lectoure, Auvillar, Castelsarrasin, Albi, Auch, Toulouse: aquí ciento quince cadáveres, allí ciento cincuenta y dos... Ni una sola ciudad del Languedoc se salvo de su hoguera expiatoria.

Los judíos de Verdun-Sur-Garonne emplearon como proyectiles a sus propios hijos, y luego se estrangularon mutuamente para no caer en manos de aquellos locos.

Entonces el papa ordenó a sus obispos y el rey a sus senescales que protegieran a los judíos, cuyo comercio les era necesario. El conde de Foix, que había ido en auxilio del senescal de Carcasona, libró una batalla campal con los pastorcillos, haciéndolos retroceder a las ciénagas de Aígues-Mortes, donde murieron a millares, apaleados, traspasados, hundidos en la arena, ahogados.

La tierra de Francia se bebía su propia sangre, se tragaba a su propia juventud. El clero y los oficiales reales se unieron para perseguir a los escapados. Les cerraron las puertas de las ciudades, les negaron víveres y alojamiento, los acosaron en los Pasos de los Cevennes, y colgaron en las ramas de los árboles, en grupos de veinte y treinta, a todos los que capturaron. Las bandas siguieron su vagabundeo durante casi dos años más, y, desperdigándose ya, llegaron hasta Italia.

Francia, el cuerpo de Francia, estaba enfermo. Apenas aplacada la fiebre de los pastorcillos, apareció la de los leprosos.

¿Eran responsables aquellos desgraciados de carnes corroídas, de caras de muerto, de manos transformadas en muñones, aquellos parias encerrados en las leproserías, infectos y pestilentes poblados, donde procreaban entre sí y de los que no podían salir más que agitando las tarreñas, eran responsables de la contaminación de las aguas? Porque el verano de 1321 en numerosos sitios fueron envenenados los manantiales, arroyos, pozos y fuentes; y el pueblo de Francia aquel año jadeaba sediento ante sus generosos ríos, y bebía con espanto, esperando la agonía a cada trago.

¿Había intervenido también el Temple en el extraño veneno -compuesto de sangre humana, orina, hierbas mágicas, cabezas de culebras, patas de sapos machacados, hostias traspasadas y vello de mujeres impúdicas- que aseguraban que contenían las aguas? ¿Habían empujado a la revuelta al pueblo maldito, inspirándole, según habían confesado algunos leprosos en la tortura, el deseo de que perecieran o se convirtieran en leprosos todos los cristianos?

El asunto había comenzado en el Poitou, donde descansaba el rey Felipe V. Pronto se extendió a todo el país. El pueblo de las ciudades y del campo se arrojó sobre las leproserías para exterminar a los enfermos, que se habían convertido en enemigos públicos. Sólo perdonaban a las mujeres encinta, pero únicamente hasta el destete del hijo. Después las entregaban a las Ramas. Los jueces reales legalizaban con sus sentencias estas hecatombes, y la nobleza prestaba sus hombres de armas. Luego el odio se volvió una vez más contra los judíos, acusados de complicidad en una inmensa e imprecisa conjura, inspirada, según se aseguraba, por los reyes moros de Granada y de Tunez. Parecía que Francia, con estos gigantescos sacrificios humanos, intentaba apaciguar sus angustias, sus terrores.

El viento de Aquitania estaba impregnado del atroz olor de las hogueras. En Chinon todos los judíos de la bailía fueron echados a un gran foso de fuego; en París fueron quemados frente al castillo real, en la isla que llevaba su triste nombre, donde Molay había pronunciado su fatal anatema.

Y el rey murió. Murió de la fiebre y del desgarrador mal de entrañas que había contraído en Poitou, en sus tierras de dote; murió por haber bebido agua de su reino.

Tardó cinco meses en extinguirse, en medio de terribles sufrimientos, consumido, esquelético.

Todas las mañanas hacía abrir las puertas de su habitación, en la abadía de Longchamp, a donde se había hecho llevar, y dejaba acercarse hasta su lecho a todos los transeúntes para decirles:

«Ved aquí al rey de Francia, vuestro soberano señor, el hombre más pobre de todo su reino, ya que no hay ninguno entre vosotros con el que no quisiera cambiar mi suerte. Mirad, hijos míos, a vuestro príncipe temporal, y pensad exclusivamente en Dios, viendo como se complace en jugar con sus criaturas.

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