Laganà y Melluso intercambiaron una rapidísima mirada.
—¿Se lo dices tú? —preguntó Melluso.
—El mérito es tuyo —contestó Laganà.
—Comisario, usted nos entregó dos listas. En ambas, las cifras de la izquierda, las que ocultan los nombres, se suceden y repiten de la misma manera. En cambio, las de la derecha cambian constantemente. Examinándolas bien, he llegado a una conclusión, es decir, que las cifras de la derecha de la primera lista se refieren a sumas en euros mientras que las de la derecha de la segunda lista representan cantidades. Comparando, por ejemplo, las primeras dos cifras de la derecha de las dos listas, se descubre que hay una relación muy precisa, basada…
—… en el precio actual del mercado —concluyó el comisario.
Laganà, que desde hacía cinco minutos no apartaba los ojos de Montalbano, se echó a reír.
—¡Te lo había dicho, Melluso, que aquí el comisario lo comprende todo al vuelo!
Melluso inclinó ligeramente la cabeza hacia Montalbano en señal de reconocimiento.
—Pues entonces —terminó el comisario—, en la primera lista figuran los nombres de los clientes y la suma pagada por cada uno de ellos; en la segunda lista consta la cantidad entregada cada vez. Había una tercera lista en el ordenador, pero, por desgracia, se ha autodestruido.
—¿Ahora imagina lo que contenía? —preguntó Laganà.
—Ahora, sí. Seguramente figuraban la fecha y la cantidad de mercancía que el proveedor, digamos mejor el mayorista, le entregaba.
—¿Sigo intentando descifrar los nombres? —preguntó Melluso.
—Pues claro. Y le estoy muy agradecido.
Pero no dijo que de aquellos catorce nombres, dos seguro que ya los conocía.
Llegó a la comisaría cuando ya estaba oscureciendo. Levantó el auricular y marcó el número de Michela.
—¿Oiga? Soy Montalbano. ¿Cómo está?
—¿Cómo quiere que esté?
La mujer tenía una voz distinta que parecía proceder de muy lejos, cansada como después de una larga caminata.
—Tengo que hablar con usted.
—¿Podemos dejarlo para mañana?
—No.
—Muy bien pues, venga cuando quiera.
—Oiga, Michela, vamos a hacer una cosa: reunámonos en el apartamento de su hermano dentro de una hora, total, usted ya tiene las llaves. ¿Le parece bien?
Puede que en casa de Michela estuvieran su madre, la tía de Vigàta, la tía de Fanara y quizá amigos que habían acudido a dar el pésame y tal vez obstaculizaran e incluso impidieran la conversación.
—¿Por qué precisamente allí?
—Después se lo digo.
Corrió a Marinella, se desnudó, se metió bajo la ducha, y volvió a vestirse cambiándose toda la ropa, calzoncillos, camisa, calcetines y traje. Llamó a Livia, le dijo que la quería y colgó, dejándola probablemente desconcertada. Después se escanció un trago de whisky y fue a bebérselo a la galería, fumando un cigarrillo. A continuación se puso al volante. Ahora tendría que reventar la pústula, la parte más desagradable.
Al llegar a la casa de Angelo, aparcó, bajó y miró hacia las ventanas y los balcones del último piso. Ahora ya estaba completamente oscuro y en dos ventanas había luz. Por eso, en lugar de utilizar las llaves, llamó al portero electrónico, pero nadie contestó. Sólo el resorte del portal al abrirse. Subió los peldaños sin vida del edificio muerto, y al llegar al último rellano, vio a Michela esperándolo delante de la puerta.
Se pegó un susto. Se pegó un susto porque, de manera absurda y por una fracción de segundo, le había parecido que la mujer que lo estaba mirando no era Michela sino su madre. ¿Qué le habría ocurrido?
Cierto que la muerte de su hermano la había golpeado con dureza, pero, hasta la víspera, Montalbano la había visto reaccionar bien, definirse con inteligencia y acusar con fuerza. ¿Sería posible que la lúgubre ceremonia del funeral le hubiera hecho tomar conciencia de la pérdida definitiva e irrevocable de Angelo? Vestía uno de sus habituales vestidos holgados e informes, como si se los comprara en un tenderete de ropa de segunda mano y sólo encontrase tallas demasiado grandes. El vestido era negro, de luto. Negras las medias, negros los zapatos de paño sin tacón y con un botón, estilo hija de María. Se había recogido el cabello con un gran pañuelo, naturalmente negro. Estaba apoyada contra la hoja de la puerta, con los hombros encorvados y la mirada hacia el suelo.
—Pase.
Montalbano entró y se detuvo en el vestíbulo.
—¿Dónde quiere que vayamos?
—Donde usted quiera —contestó Michela, cerrando la puerta.
Él eligió el salón. Se sentaron en las dos butacas situadas una enfrente de la otra. Y ninguno de los dos dijo nada durante un rato; el comisario, cohibido y en silencio, parecía alguien que hubiera acudido a la casa para dar el pésame y quedarse justo el tiempo necesario.
—O sea que todo ha terminado —dijo Michela, recostándose contra el respaldo y cerrando los ojos.
—No todo. La investigación sigue abierta.
—Sí, pero nunca se cerrará de la manera adecuada. O bien será archivada o bien detendrán ustedes a alguien que no tiene nada que ver.
—¿Por qué lo dice?
—Porque he sabido que el
dottor
Tommaseo no ha presentado ninguna acusación contra Elena tras haberla interrogado. Se ha puesto de su lado, tal como por otra parte ha hecho usted, comisario.
—Pero la que sacó a colación a Elena fue usted, ¿no?
—Sí, ¡porque si hubiera esperado a que lo hiciese usted…!
—¿Le ha dicho a Tommaseo que tengo en mi poder las cartas de Elena a su hermano?
—¿No debería haberlo hecho?
—No debería.
—¿Y eso por qué? ¿Para que usted pudiera seguir manteniendo a Elena al margen?
—No; para que usted pudiera seguir manteniéndose al margen, Michela. En cambio, diciéndole al magistrado lo que le ha dicho, ha cometido un error. Los deportistas dirían un gol en propia puerta.
—Explíquemelo.
—Pues claro. Yo jamás le he dicho que hubiera encontrado las cartas. Y si no se lo he dicho, ¿cómo se las ha arreglado usted para saberlo?
—¡Pero si estoy segura de que fue usted quien me lo dijo! Es más, recuerdo que estaba Paola con nosotros…
Montalbano sacudió la cabeza.
—No, Michela; su amiga Paola, si quiere llamarla a declarar, no podrá sino confirmar que aquella tarde yo, contestando a una pregunta suya muy concreta, negué haber encontrado las cartas.
Ella no abrió la boca, sino que se hundió todavía más en el sillón, manteniendo los ojos cerrados.
—Fue usted, Michela, la que cogió las tres cartas que Angelo guardaba en el escritorio —prosiguió el comisario—, las introdujo en un sobre grande y las escondió en el garaje, debajo de la alfombrilla del portamaletas del Mercedes. Pero lo hizo de manera que una esquina del sobre quedara a la vista. Usted quería que las descubriéramos. Para que yo, al leerlas, me preguntara quién tendría interés en tratar de esconderlas. Y la respuesta sólo podía ser una: Elena. Cuando fue a echar un vistazo y vio que el sobre ya no estaba, tuvo la certeza de que yo tenía las cartas.
—¿Y cuándo habría hecho yo todo eso? —preguntó con una voz tensa y repentinamente alerta y vigilante.
¿Y si le revelaba su suposición? Tal vez fuera prematuro. Prefirió atribuirse una culpa que a aquellas alturas ya sabía que no era importante.
—La noche que descubrimos a Angelo. Cuando permití que se quedara a dormir sola en este apartamento, cometiendo con ello un grave error.
Ella se relajó.
—Eso es una fantasía suya. Carece de pruebas.
—De las pruebas hablaremos dentro de poco. Tal como usted sabe, he buscado en vano la caja blindada que Angelo tenía en casa. Supongo que también debió de llevársela usted, Michela, la misma noche que se apoderó de las cartas.
—Pues entonces —repuso en tono irónico—, ¿quiere explicarme por qué razón lo dispuse todo de manera que usted encontrara las cartas, pero, siguiendo su razonamiento, no hice lo mismo con la caja?
—Porque las cartas tal vez podían acusar a Elena, mientras que el contenido de la caja con toda seguridad habría acusado a su hermano.
—¿Y qué podía haber de tan comprometedor en la caja, según usted? ¿Dinero?
—Dinero no. Eso lo tenía en Fanara, en la Banca Popolare.
Se esperaba una reacción distinta de Michela. Como mínimo, Angelo no le había revelado que tenía otra cuenta y, por consiguiente, dadas las estrechas relaciones entre hermano y hermana, la omisión era algo muy cercano a una traición.
—Ah, ¿sí? —dijo, sólo levemente sorprendida.
Una indiferencia que olía a trola desde un kilómetro de distancia. Lo cual significaba que Michela sabía muy bien que Angelo tenía otra cuenta. Y por consiguiente, de sus negocietes debía de saber la misa entera.
—Usted de esta otra cuenta no sabía nada, ¿verdad?
—Nada. Estaba segura de que sólo tenía la de doble titularidad, me parece que ya se la enseñé.
—Según usted, el dinero depositado en Fanara, ¿de dónde procedía?
—Pues no sé, debían de ser primas a la productividad, gratificaciones, porcentajes extraordinarios, cosas de ese tipo. Yo creía que esas sumas las tenía en casa, pero se ve que las había depositado en el banco.
—¿Usted sabía que apostaba fuertes sumas de dinero?
—No. Rotundamente no.
Otra mentira. Sabía que su hermano había adquirido el vicio del juego. En efecto, se había limitado a negarlo, sin preguntarle a Montalbano cómo se había enterado, dónde jugaba, cuánto ganaba o perdía.
—Si había mucho dinero en la cuenta —añadió—, significa que quizá Angelo tuvo una noche de suerte en el juego.
Practicaba muy bien la esgrima la chica. Esquivaba muy bien e inmediatamente después era capaz de efectuar una entrada a fondo, aprovechando el movimiento del adversario. Estaba dispuesta a reconocerlo todo con tal que no se supiera el verdadero origen de aquel dinero.
—Volvamos a la caja blindada.
—Comisario, yo no sé nada de la caja, tal como no sabía nada de la cuenta de Fanara.
—Según usted, ¿qué podía haber dentro de la caja?
—No tengo ni la más remota idea.
—Pues yo sí —repuso Montalbano en voz baja, como si no le diera ninguna importancia.
Ella no mostró ningún interés en saber cuál era la idea del comisario.
—Estoy cansada —repuso en su lugar, lanzando un suspiro.
A Montalbano le dio lástima. Porque percibió en aquellas dos palabras el peso de un cansancio auténtico y profundo que no era sólo corporal, físico, sino también de los sentimientos, de los pensamientos, del alma. Un cansancio integral.
—Si quiere, yo me…
—No; quédese. Cuanto antes terminemos, mejor. Pero le ruego una cosa, comisario, no juegue conmigo al gato y el ratón. Usted, a estas alturas, ya ha comprendido muchas cosas, o por lo menos así lo creo. Hágame preguntas concretas y yo contestaré lo que pueda.
Montalbano no consiguió comprender si ahora la mujer quería simplemente cambiar de juego o si lo invitaba de verdad a terminar porque ya no podía más.
—Eso exigirá un poco de tiempo.
—Dispongo del que usted necesite.
—Quisiera empezar diciendo que tengo una idea muy concreta acerca del lugar en que actualmente se encuentra la caja. Habría podido comprobarlo antes de nuestra entrevista y confirmar mi suposición. No lo he hecho.
—¿Por qué?
—Quizá la comprobación no tenga que hacerla a la fuerza. Depende de usted.
—¡¿De mí?! ¿Y dónde supone usted que se encuentra la caja?
—En el cementerio. Dentro del ataúd. Debajo del cuerpo de Angelo.
—¡Quite, por Dios! —exclamó, tratando incluso de esbozar una sonrisita que debió de costarle un enorme esfuerzo.
—No vamos bien, Michela. Como siga usted así, me veré obligado a llevar a cabo la comprobación. ¿Sabe lo que eso significa? Que tendré que solicitar toda una serie de autorizaciones, el asunto adquirirá carácter oficial, la caja se abrirá, y todo lo que usted ha hecho para preservar el buen nombre de su hermano no habrá servido para nada.
Tal vez fue entonces cuando Michela comprendió que había perdido la partida. Abrió los ojos y lo miró un instante. Montalbano se agarró instintivamente a los brazos del sillón como si quisiera anclarse a ellos. Pero no había ningún mar agitado por el temporal en el interior de aquellos ojos, sino una superficie líquida, amarillenta, espesa, que se movía muy despacio y parecía respirar, subiendo y bajando. No infundía miedo, pero daba la impresión de que, si introducías un dedo en ella, te lo quemaría hasta el hueso. Michela volvió a cerrar los ojos.
—¿Sabe también lo que hay dentro de la caja? —preguntó.
—Sí. Cocaína. Y no sólo eso.
—¿Qué más?
—Tiene que estar también la sustancia equivocada con la cual Angelo cortó la última partida de cocaína, convirtiéndola sin querer en un veneno mortal. Y provocando de esa manera la muerte de Nicotra, Di Cristoforo y otros de quienes él era el proveedor de confianza.
La mujer se quitó el pañuelo de la cabeza y la sacudió; el pelo se le derramó por la espalda.
«¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta antes de que tiene tantos cabellos blancos?», se preguntó el comisario.
—Estoy cansada —repitió Michela.
—¿Cuándo empezó Angelo a frecuentar las timbas?
—El año pasado. Fue allí por curiosidad. Pero marcó el principio de su fin. El dinero que ganaba ya no le bastaba. Y aceptó la oferta que le hicieron. Proveer a clientes importantes de grandes cantidades. Dada su profesión, podía moverse libremente por toda la provincia sin despertar sospechas.
—¿Usted cómo descubrió que él…?
—No lo descubrí; me lo dijo él. No me ocultaba nada.
—¿Sabe quién le hizo la proposición?
—Lo sé, pero no voy a decírselo.
—¿Le dijo también que había adulterado la última partida de cocaína?
—No, no tuvo el valor.
—¿Por qué?
—Porque lo hizo por la guarra, por Elena. Necesitaba mucho dinero para hacerle más regalos y conservarla a su lado. Con ese sistema duplicaba la droga que le daban, y la diferencia se la quedaba para él.
—Michela, ¿por qué odia tanto a Elena y no a las otras mujeres con quienes mantuvo relaciones su hermano?
Antes de contestar, una mueca de dolor le torció la boca.
—Angelo se había enamorado de verdad de esa mujer. Era la primera vez que le ocurría.