Tal vez porque Salvo Montalbano siente más que nunca la onerosa carga del tiempo sobre sus hombros, el lector asiduo del comisario siciliano lo encontrará más maduro y reflexivo que nunca, aunque no por ello menos dispuesto a desenmascarar la impostura y las trampas con que intentan confundirlo, y, naturalmente, sin renunciar un ápice a su acostumbrada alergia a los mandos superiores y al juez de turno. El nuevo caso de Montalbano, uno de los más turbios a los que se ha enfrentado, arranca con la desaparición de Angelo Pardo, un solitario y enigmático representante de productos farmacéuticos. El posterior hallazgo de su cadáver en circunstancias no precisamente decorosas plantea una cadena de interrogantes sobre el móvil del crimen, por lo que Montalbano centra su atención en las mujeres más cercanas a Angelo: su hermana Michela, una solterona que bajo sus ropas anchas esconde una voluptuosidad que turba a nuestro comisario; y su amante Elena, la joven y bellísima esposa de un viejo profesor. Sus historias se contradicen y Montalbano, que sospecha que ambas ocultan algo, se esfuerza en sacar agua clara de todo ello. Puesta a prueba por enésima vez su fidelidad a Livia, en esta novena entrega Salvo Montalbano se acerca como nunca a la psicología femenina, al tiempo que se rebela contra las primeras manifestaciones del paso del tiempo.
Andrea Camilleri
La luna de papel
(Montalbano-13)
ePUB v1.1
Kytano23.05.12
Título original:
La luna di carta
Autor: Andrea Camilleri
Publicación: 2005
Traducción: María Antonia Menini Pagès
De este epub
Editor original: Kytano
Portada: Modificada por Kytano (partiendo de la portada original de una edición francesa)
Corrección de erratas: Kytano y Doña Jacinta
ePub base v2.0
Como todas las mañanas de un año a esa parte, el despertador sonó a las siete y media. Pero él había despertado una fracción de segundo antes de que se disparara el timbre, le había bastado el sonido del muelle que ponía en marcha el mecanismo. Por eso tuvo tiempo, antes de levantarse de un salto, de volver los ojos hacia la ventana, y la luz le indicó que el día iba a ser bueno y despejado. Después apenas le dio tiempo a prepararse el café, beberse una tacita, hacer sus necesidades, afeitarse y ducharse, beber otra tacita, encender un cigarrillo, vestirse, salir de casa, subir al coche y llegar a las nueve a la comisaría: todo a la velocidad de una película de humor de Jaimito o Charlot.
Hasta hacía un año, el proceso de despertar por la mañana seguía unas pautas distintas y, sobre todo, se desarrollaba sin agobios y sin carreras de velocista de cien metros libres.
En primer lugar, nada de utilizar el despertador.
Montalbano tenía la costumbre de abrir los ojos después del sueño de una manera natural, sin necesidad de estímulos externos: una especie de despertador natural, dentro del cerebro; le bastaba con ponerlo antes de dormirse, «recuerda que mañana has de levantarte a las seis», y a las seis en punto abría los ojos. Siempre había pensado que el despertador, aquel artilugio metálico, era un instrumento de tortura: las tres o cuatro veces que había tenido que despertar con aquel sonido de barrena porque Livia, que debía irse, no se fiaba de su despertador interior, había pasado todo el día con dolor de cabeza. Entonces Livia, después de una discusión, adquirió uno de plástico, de esos que, en lugar de soltar timbrazos, emiten un sonido electrónico, una especie de biiiiiip interminable, casi como el zumbido de un mosquito que se hubiera introducido en la oreja y allí se hubiera quedado aprisionado. Como para volverse loco, vaya. Lo lanzó por la ventana, lo que dio lugar a otra pelea memorable.
En cuestión de segundos él autodespertaba deliberadamente con una anticipación de unos diez minutos como mínimo.
Eran los mejores diez minutos del día que tenía por delante. ¡Ah, qué delicia permanecer tumbado entre las sábanas pensando chorradas! Ese libro que todo el mundo dice que es una obra maestra, ¿lo compro o no lo compro? ¿Hoy voy a comer a la
trattoria
o regreso a Marinella y me zampo lo que haya preparado Adelina? ¿Le digo o no le digo a Livia que los zapatos que me ha comprado no puedo ponérmelos porque me aprietan? Bueno, cosas así. Divagaciones, pero evitando con cuidado que le acudiese a la mente nada relacionado con el sexo o las mujeres: a aquella hora eso podía convertirse en un terreno muy peligroso de explorar, salvo que tuviera durmiendo a su lado a Livia, la cual habría estado encantada de asumir las consecuencias.
Sin embargo, una mañana de hacía un año la situación cambió de golpe. Acababa de abrir los ojos, calculando que podría dedicar un cuarto de hora escaso a sus divagaciones mentales, cuando un pensamiento repentino le pasó por la cabeza, no un pensamiento entero sino un principio de pensamiento, que empezaba con estas palabras: «Cuando llegue el día de tu muerte…».
Pero ¿qué pintaba aquel pensamiento entre los demás? ¡Era una putada! Era como si uno, mientras hacía el amor, recordara que no había pagado el recibo del teléfono. Y no es que la idea de la muerte lo asustara especialmente, pero a las seis y media de la mañana estaba fuera de lugar. Si uno comenzaba a pensar en su propia muerte a las tantas de la madrugada, seguro que a las cinco de la tarde o se pegaba un tiro o se arrojaba al mar con una piedra atada al cuello. Consiguió detener el avance de aquella frase, la bloqueó poniéndose a contar precipitadamente del uno al cinco mil con los ojos cerrados y los puños apretados. Después comprendió que el único remedio que le quedaba era ponerse a hacer las cosas que tenía que hacer, concentrándose en ellas como si fuera una cuestión de vida o muerte. A la mañana siguiente la cosa fue más traicionera. El primer pensamiento que se le ocurrió fue que al caldo de pescado tomado la víspera le faltaba un condimento. Pero ¿cuál? Y justo en aquel instante regresó a traición el maldito pensamiento: «Cuando llegue el día de tu muerte…».
A partir de entonces comprendió que ya jamás se iría, e igual se quedaba escondido en su cerebro durante uno o dos días para emerger a la superficie cuando menos lo esperara. Vete tú a saber por qué llegó al convencimiento de que, por su propia supervivencia, la frase no tenía que completarse, pues en caso de que así fuera, él moriría coincidiendo con la última palabra. Y de ahí el despertador. Para no dejarle al maldito pensamiento ni una sola grieta a través de la cual pudiera filtrarse.
Livia, que había ido a pasar tres días en Marinella, señaló con el dedo la mesita de noche mientras deshacía la maleta y preguntó:
¿Qué hace ahí ese despertador?
Él le soltó una trola.
—Pues mira, es que hace una semana tuve que levantarme muy temprano y…
—Y después de una semana, ¿el despertador todavía está ahí?
Cuando quería, Livia era peor que Sherlock Holmes. Un tanto avergonzado, le dijo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Livia se puso como una furia.
—Pero ¡tú estás loco!
Y quitó de la vista el despertador guardándolo en un cajón del armario.
A la mañana siguiente, en lugar del despertador, fue Livia quien despertó a Montalbano. Y fue un despertar delicioso, con pensamientos de vida y no de muerte. Sin embargo, en cuanto Livia se fue, el despertador volvió a la mesita de noche.
—¡
Dottori
, ah,
dottori dottori
!
—¿Qué pasa, Catarè?
—Hay una siñora que lo espera.
—¿A mí?
—A usted personalmente en persona no lo ha dicho, ha dicho que quería hablar con uno de la policía.
—¿Y no podía decírtelo a ti?
—
Dottori,
quería hablar con uno supirior a mí.
—¿No está el
dottor
Augello?
—No, siñor
dottori,
ha tilifoniado que llega tarde con retraso porque se retrasó.
—¿Y eso por qué?
—Dice que anoche el chiquillo se encontró mal y esta mañana va el médico
dottori.
—Catarè, no hace falta que digas el médico
dottori,
basta y sobra con decir doctor.
—No basta,
dottori.
Puede haber una cunfusión. Usía, por ijemplo, es
dottori
pero no médico.
—Pero ¿y la madre? ¿Beba? ¿No podría quedarse ella a esperar la visita del
dot…
del médico?
—Sí, siñor
dottori,
la siñora Beba está. Pero él dice que también quiere estar prisente.
—¿Y Fazio?
—Fazio está con un chico.
—¿Qué ha hecho ese chico?
—Él nada,
dottori.
Muerto está.
—¿Y cómo ha muerto?
—Soberedosi,
dottori.
—Muy bien pues, vamos a hacer una cosa. Yo voy a mi despacho, tú dejas transcurrir unos diez minutos y después me mandas a la señora.
Estaba enfadado con Mimì Augello. Desde que naciera el niño, pasaba más tiempo con él del que antes pasaba con las mujeres. Había perdido la cabeza por su hijo Salvo. Pues sí, porque a Montalbano no sólo lo habían hecho padrino, sino que, además, le habían dado la bonita sorpresa de bautizar al crío con su nombre.
—Pero, Mimì, ¿no podríais ponerle el nombre de tu padre?
—Verás, es que se llama Eusebio.
—Pues entonces el del padre de Beba.
—Peor que caminar de noche. Se llama Adelchi, como el de la tragedia de Manzoni.
—Mimì, a ver si lo entiendo. ¿El verdadero motivo de que le hayáis puesto mi nombre es que el de los demás os parecen raros?
—¡Pero no digas bobadas! En primer lugar es por el afecto que siento por ti, que eres como un padre para mí, y además…
—¿Un padre? ¿Con un hijo como Mimì?
—¡Anda y que te den por culo!
Ante la noticia de que el
nasciturus
se iba a llamar Salvo, Livia experimentó un tremendo arrebato de llanto. Había ciertas ocasiones especiales que la conmovían profundamente.
—¡Mira cómo te quiere Mimì! Y tú, en cambio…
—Vaya, hombre, ¿conque me quiere? ¿Tú sabes quiénes son Eusebio y Adelchi?
Y desde que naciera el crío, Mimì aparecía y desaparecía de la comisaría en un santiamén: ahora Salvo (junior, naturalmente) tenía diarrea, ahora le habían salido unas manchitas rojas en el culito, ahora tenía eructos, ahora no quería mamar…
Se había quejado de ello por teléfono a Livia.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué tienes tú que reprocharle a Mimì? ¡Eso significa que es un padre que quiere a su hijo, que se preocupa por él!
Le había colgado el teléfono.
Examinó el correo de la mañana que Catarella le había dejado encima de la mesa. En virtud de un pacto con la oficina de correos y debido a que algunas veces se pasaba dos días sin ir a casa, la correspondencia privada dirigida a Marinella se la llevaban a la comisaría. Había sólo unas cartas oficiales, que apartó; no le apetecía leerlas, se las pasaría a Fazio en cuanto éste regresara.
Sonó el teléfono.
—
Dottori,
está el
dottori
Latte con ese al final.
Lattes, el jefe de gabinete del jefe superior de policía. Con horror y estupor, Montalbano había descubierto poco tiempo atrás que Lattes tenía un clon en la persona de un honorable portavoz que siempre salía en la tele, con el mismo aire de sacristía, la misma piel rosada y cerduna por falta de barba, la misma boquita de agujero de culo, la misma hipócrita untuosidad, su vivo retrato.