La luna de papel (5 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

—¿En el cuarto de la azotea?

—No, allí jamás. Una vez me lo enseñó, ya se lo he dicho. Me dijo que a veces subía a leer y tomar el sol.

—¿Con qué frecuencia se veían ustedes?

—Variaba. En realidad, cuando a uno de los dos le apetecía, telefoneaba al otro. Algunas veces nos pasábamos incluso cuatro o cinco días sin vernos, porque yo tenía compromisos o porque él se iba a hacer sus recorridos por la provincia…

—¿Usted era celosa?

—¿De Angelo? No.

—Sin embargo, Michela me ha dicho que sí. Y que últimamente había habido muchas peleas entre ustedes.

—Yo a Michela no la conozco, jamás tuve ocasión. Angelo me hablaba de ella. Creo que está equivocada.

—¿En qué?

—Acerca de las peleas. No eran por celos.

—¿Por qué entonces?

—Porque yo quería dejarlo.

—¿Usted?

—¿Por qué se sorprende tanto? Se me estaba pasando el capricho, eso es todo. Y además…

—¿Y además…?

—Y además, me daba cuenta de que Emilio sufría demasiado, aunque no lo expresara. Era la primera vez que lo veía tan mal.

—¿Y Angelo no quería que usted lo dejara?

—No. Creo que estaba empezando a experimentar por mí un sentimiento que, al principio, no había tomado en consideración. ¿Sabe una cosa? Angelo era muy inexperto en cuestión de mujeres.

—Disculpe la pregunta. ¿Dónde estaba usted el lunes por la noche?

Ella esbozó una sonrisa.

—Me estaba preguntando cuándo iba a preguntármelo. No tengo coartada.

—¿Puede decirme qué hizo? ¿Se quedó en casa? ¿Se vio con amigos?

—Salí. Había acordado con Angelo que nos veríamos en su apartamento el lunes sobre las nueve. Salí de casa, pero mientras circulaba con el coche, casi de manera inconsciente tomé otro camino. Seguí adelante, obligándome a no volver atrás. Quería ver si conseguía renunciar verdaderamente a Angelo, que me estaba esperando para hacer el amor. Me pasé dos horas dando vueltas sin rumbo y después regresé a casa.

—¿Y no se sorprendió de que Angelo no diera señales de vida ni a la mañana siguiente ni en los días sucesivos?

—No; pensé que no llamaba por despecho.

—¿No intentó llamarlo usted?

—Jamás lo habría hecho. Habría sido un error. Quizá todo había terminado entre nosotros. Y eso era un alivio para mí.

Cuatro

Volvió a sonar el teléfono.

—Perdone —dijo Elena, levantándose. Pero antes de abandonar la estancia, inquirió—: ¿Le quedan todavía muchas preguntas? Porque seguro que es una amiga con la que tengo que…

—Unos diez minutos como máximo.

Elena fue a contestar al teléfono, regresó y se sentó de nuevo. Por su manera de andar y hablar, parecía completamente relajada. Había metabolizado rápidamente la mala noticia; quizá fuera cierto que aquel hombre ya no le importaba un carajo. Mejor, de esa manera no tendría pudores ni reticencias.

—Hay algo que me resulta, no sé cómo decirlo, curioso, perdone, pero es que yo con los adjetivos no me aclaro, o puede que sólo me resulte curioso a mí, que soy… que no podría… —Se sentía cohibido, no sabía cómo plantear la cuestión en presencia de aquella guapa moza que daba gusto sólo de verla.

—Dígame —lo animó ella con una sonrisa.

—Bueno. Usted me ha dicho que el lunes por la noche salió para ir a casa de Angelo, que la esperaba para hacer el amor. ¿Es así?

—Es así.

—¿Pensaba pasar la noche con él?

—¡No, por Dios! ¡Jamás lo he hecho! Habría regresado a casa hacia medianoche.

—Por consiguiente, habría pasado unas tres horas con Angelo.

—Aproximadamente. Pero ¿por qué…?

—¿Alguna vez había llegado con retraso a una cita con él?

—De vez en cuando.

—Y en tales ocasiones, ¿cómo se comportaba Angelo?

—¿Cómo quiere que se comportara? Lo veía nervioso, irritado, pero poco a poco se iba calmando y… —Sonrió de una manera totalmente distinta, una sonrisa medio escondida, secreta, como para sus adentros, mientras los ojos le brillaban con expresión burlona—. Y procuraba recuperar el tiempo perdido.

—¿Y si yo le dijera que aquella noche Angelo no la esperaba?

—¿En qué sentido, perdone? No creo que saliera porque usted me ha dicho que lo encontraron en la azotea…

—Lo mataron inmediatamente después de una relación sexual.

O era una gran actriz tipo Eleonora Duse o se trastornó de verdad. Hizo una serie de gestos sin sentido, se levantó y volvió a sentarse, se acercó a los labios la tacita de café vacía, la dejó como si hubiera bebido, sacó un cigarrillo de la cajetilla pero no lo encendió, se levantó y volvió a sentarse, volcó un pequeño estuche de madera que había sobre la mesita, lo miró, lo dejó en su sitio.

—Es absurdo —dijo al final.

—Verá, Angelo actuó como si tuviera la absoluta certeza de que aquel lunes por la noche usted ya no iría a su casa. Por una especie de resentimiento contra usted, por despecho, como ofensa, pudo haber llamado a otra mujer. Ahora usted tiene que contestarme con toda sinceridad: aquella noche mientras daba vueltas con el coche, ¿llamó a Angelo para decirle que no iría a su casa?

—No. Por eso digo que es absurdo. Una vez me presenté con dos horas de retraso, ¿sabe? Y él estaba fuera de sí, pero esperándome. El lunes por la noche él no estaba en condiciones de conocer mi decisión, ¡yo habría podido dejarme caer por su casa en cualquier momento y sorprenderlo!

—Eso no.

—¿Por qué no?

—De alguna manera Angelo había tomado sus precauciones, había subido a la azotea. Y la cristalera que da acceso a la azotea estaba cerrada con llave. ¿Usted tiene esa llave?

—No.

—¿Lo ve? Aunque usted se hubiera presentado de repente, no podía sorprenderlo. ¿Tiene llaves del apartamento?

—Tampoco.

—Por consiguiente, usted sólo habría podido llamar a la puerta sin que nadie fuera a abrir. Al cabo de un rato, habría pensado que Angelo no estaba en casa, que había salido, tal vez para que se le pasara la rabia, y habría desistido de seguir llamando. Y en el cuarto de la azotea, Angelo habría estado a salvo de usted.

—Pero no del asesino —dijo Elena, casi con furia.

—Eso es otra cosa. Y aquí usted puede ayudarme.

—¿En qué sentido?

—¿Desde cuándo mantenía esta relación con Angelo?

—Desde hace seis meses.

—Durante ese período, ¿él tuvo ocasión de presentarle a algún amigo o alguna amiga?

—Comisario, quizá no me he explicado muy bien. Nuestros encuentros tenían, ¿cómo diría?, un propósito muy concreto. Yo iba a su casa, bebíamos whisky, nos desnudábamos, nos íbamos a la cama. Nunca fuimos al cine o a un restaurante. En los últimos tiempos él habría querido, pero yo no. Y eso incluso nos hizo discutir.

—¿Por qué no quería salir con él?

—Para no dar ocasión a que la gente se burlara de Emilio.

—Pero Angelo debió de hablarle de alguna amiga o algún amigo.

—Eso sí. Cuando nos conocimos, mantenía una relación con una tal Paola, la Roja la llamaba, por el color de su cabello, y me habló también de un tal Martino con quien solía ir a comer y cenar, pero sobre todo me hablaba de su hermana Michela. Estaban muy unidos desde pequeños.

—¿Le hablaba de su trabajo?

—No. Una vez me comentó que era muy rentable pero aburrido.

—¿Sabe que durante cierto tiempo ejerció como médico, pero después lo dejó?

—Sí, pero no lo dejó; la única vez que me habló de eso, me contó una historia un poco confusa que no entendí, aunque no profundicé en ella porque no me interesaba, por la cual se vio obligado a abandonar la profesión.

Ésa era una novedad absoluta. Acerca de la cual convendría averiguar algo más.

Montalbano se levantó.

—Le agradezco su disponibilidad. Muy insólita, puede creerme. Pero me parece que necesitaré volver a reunirme con usted.

—Como quiera, comisario. Pero hágame un favor.

—Estoy a su disposición.

—La próxima vez no se presente tan temprano. También puede venir por la tarde. Mi marido, tal como le he dicho, lo sabe todo. Perdone, pero es que soy una dormilona.

Llegó al domicilio de Angelo Pardo con una media hora larga de retraso. Podía tomárselo con calma, total, la convocatoria del jefe superior se había aplazado. Llamó al portero electrónico y le abrió Michela. Mientras subía por la escalera, el edificio le pareció más muerto que nunca, ni una sola voz, ni un solo ruido. Quién sabe si Elena, cuando iba allí a reunirse con Angelo, se habría cruzado alguna vez con algún inquilino. Michela lo esperaba en la puerta.

—Llega con retraso.

Montalbano observó que llevaba un vestido distinto, pero confeccionado también de tal manera que ocultara lo ocultable. Los zapatos también eran distintos.

Pero ¿es que en el apartamento de su hermano guardaba un vestuario completo?

Michela le leyó el pensamiento.

—Esta mañana temprano fui a mi casa —explicó—. Quería saber qué tal había pasado la noche mamá. Y aproveché para cambiarme.

—Mire, ahora tiene que ir a ver al fiscal Tommaseo. Yo pensaba acompañarla, pero considero inútil mi presencia.

—¿Qué quiere de mí ese señor?

—Hacerle algunas preguntas acerca de su hermano. ¿Puedo utilizar el teléfono? Avisaré a Tommaseo que usted ya va para allá.

—Pero ¿adónde tengo que ir?

—A Montelusa, al Palacio de Justicia.

Entró en el estudio e inmediatamente advirtió que había algo raro, que algo había cambiado. Llamó a Tommaseo y le dijo que no podría estar presente en la reunión con la señorita Pardo. Naturalmente, el fiscal se alegró, aunque no lo expresó. En el pasillo, Michela ya estaba lista.

—¿Me entrega las llaves de este apartamento, por favor? —pidió Montalbano.

Por espacio de un instante, ella titubeó, pero después abrió el bolso y le tendió el llavero.

—¿Y si necesito regresar aquí?

—Vaya a la comisaría y yo le daré las llaves. Esta tarde ¿dónde podré encontrarla?

—En mi casa.

Él cerró la puerta detrás de Michela y corrió al estudio.

El comisario tenía desde siempre una especie de ojo fotográfico incorporado: cuando entraba, por ejemplo, en una estancia desconocida, de una sola mirada era capaz de fotografiar no sólo la disposición del mobiliario, sino también la de los objetos que había encima. Y de recordarlo, aunque hubiera transcurrido mucho tiempo.

Se detuvo en el umbral con el hombro derecho apoyado en la jamba, miró con atención, y enseguida descubrió lo que no encajaba.

La maleta de fin de semana.

La víspera, la maletita estaba colocada en el suelo al lado del escritorio, y ahora, en cambio, se encontraba debajo del escritorio. No había ningún motivo para desplazarla, ni siquiera en caso de que alguien hubiera tenido que utilizar el teléfono. Por consiguiente, Michela la había cogido para ver lo que contenía y después no había vuelto a dejarla en el mismo sitio.

Soltó un juramento. ¡Qué gran error había cometido! No tendría que haberla dejado sola en casa del asesinado. Le había ofrecido todas las facilidades para que se deshiciera de cualquier cosa que pudiese resultar comprometedora para su hermano.

Tomó la maletita, la colocó encima del escritorio y la abrió; no estaba cerrada con llave. Dentro había una serie de papeles con membretes de distintos laboratorios farmacéuticos, hojas de información de medicamentos, folletos publicitarios, pedidos y recibos. Había también dos agendas, una grande y otra más pequeña. Examinó primero la grande. La sección de las direcciones estaba llena de nombres y números de teléfono de médicos de toda la provincia, hospitales y farmacias. Además, Angelo Pardo anotaba cuidadosamente todas sus citas de trabajo.

La apartó y hojeó la más pequeña. Ésa era la agenda particular. Estaban el nombre y el teléfono de Elena Sclafani, de su hermana Michela y de muchas otras personas. Miró la página correspondiente al lunes anterior. En ella se leía: «21 horas E». Por consiguiente, la información que le había facilitado Elena sobre su cita con Angelo coincidía. Dejó también a un lado la agenda pequeña y cogió el teléfono.

—Catarè, soy Montalbano. Pásame a Fazio.

—Ahora mismito,
dottori.

—Fazio, ¿puedes reunirte inmediatamente conmigo en casa de Angelo Pardo?

—¿En la azotea?

—No, abajo, en su apartamento.

—Voy para allá.

—Ah, oye, que venga también Catarella.

—¡¿Catarella?!

—¿Qué pasa, es que es inamovible?

El escritorio disponía de tres cajones. Abrió el de la derecha. También papeles y documentos relacionados con su oficio de, ¿cómo se llamaba ahora?, ah, sí, «informador médico-científico». El del medio no se abrió, estaba cerrado con llave y la llave no estaba a la vista. Probablemente se la habría llevado Michela. ¡Menudo capullo había sido! Fue a abrir el cajón de la izquierda, pero el teléfono que había encima del mueble sonó tan fuerte y repentino que le pegó un susto. Levantó el auricular.

—¿Sí? —dijo, apretándose las ventanas de la nariz entre el índice y el pulgar para modificar su timbre de voz.

—¿Estás resfriado?

—Sí.

—¿Por eso no viniste anoche, hijoputa? Te espero esta noche. Y procura venir aunque pilles una pulmonía.

Fin de la llamada. Una voz de hombre de escasas y peligrosas palabras, una voz de ordeno y mando. Está claro que un médico que no recibe la esperada visita de un informador médico-científico no lo llama hijoputa. Montalbano tomó la agenda grande y consultó la página correspondiente a la víspera, jueves. La tarde estaba en blanco, mientras que en la mañana figuraba una cita en Fanara con un tal doctor Caruana.

Estaba a punto de abrir el cajón de la izquierda cuando volvió a sonar el teléfono. Le entró la sospecha de que el cajón y el teléfono estuvieran en cierto modo conectados.

—¿Sí? —contestó, cometiendo el mismo fraude con las ventanas de la nariz.

—¿El doctor Angelo Pardo? —Voz femenina de cincuentona severa.

—Sí, soy yo.

—Tiene una voz muy rara.

—Es que estoy resfriado.

—Ah. Soy la enfermera del doctor Caruana de Fanara. Ayer por la mañana el doctor lo estuvo esperando y usted ni siquiera nos avisó que no pasaría por aquí.

—Presente mis disculpas al doctor, pero es que este resfriado… Daré señales de vi… —Se interrumpió. Si hablaba en nombre de un muerto, ¿cómo podía ese muerto dar señales de vida?

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