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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

La luna de papel (2 page)

—Mi querido Montalbano, ¿cómo va todo?

—Bien,
dottore.

—¿Y la familia? ¿Los niños? ¿Todo bien?

Le había explicado un millón de veces que ni estaba casado ni tenía hijos ilegítimos, pero no había manera. Estaba emperrado.

—Todo bien.

—Gracias a la Virgen. Oiga, Montalbano, el señor jefe superior quisiera hablar con usted esta tarde a las diecisiete horas.

¿Y por qué quería hablar con él? El señor jefe superior Bonetti-Alderighi evitaba cuidadosamente verlo, prefería convocar a Mimì. Debía de tratarse de algún incordio impresionante.

La puerta se abrió violentamente, golpeando contra la pared, y Montalbano pegó un brinco en la silla. Apareció Catarella.

—Pido pirdón,
dottori,
se me ha escapado la mano. Los diez minutos acaban de pasar ahora mismito como usía mi ha dicho.

—Ah, ¿sí? ¿Ya han pasado diez minutos? ¿Y a mí qué coño me importa?

—La siñora,
dottori.

Lo había olvidado por completo.

—¿Ha vuelto Fazio?

—Todavía no todavía,
dottori.

—Hazla pasar.

Una casi cuarentona, a primera vista una hija de María superviviente, mirada baja detrás de las gafas, cabello recogido en un moño, manos cerradas fuertemente sobre el bolso, enfundada en un horroroso y holgado vestido gris que no permitía adivinar lo que había debajo, pero con unas bonitas y largas piernas a pesar de las medias gruesas y los zapatos sin tacón. Permaneció indecisa en la puerta, contemplando la franja de mármol blanco que separaba las baldosas del pasillo de las del despacho de Montalbano.

—Adelante, adelante. Cierre la puerta y tome asiento.

Ella así lo hizo, acomodándose en el borde del asiento de una de las dos sillas delante del escritorio.

—Dígame, señora.

—Señorita. Michela Pardo. Y usted es el comisario Montalbano, ¿verdad?

—¿Nos conocemos?

—No, pero lo he visto en la tele.

—La escucho.

Pareció turbarse más que al principio. Acomodó mejor las posaderas sobre la silla, se miró la punta de un zapato, tragó dos veces saliva, abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla.

—Se trata de mi hermano Angelo. —Y se detuvo, como si al comisario le bastara saber que su hermano se llamaba Angelo para captar a la velocidad de un rayo toda la historia.

—Señorita Michela, usted comprenderá que…

—Comprendo, comprendo. Angelo ha… ha desaparecido. Desde hace dos días. Perdone, estoy muy preocupada y confusa y…

—¿Cuántos años tiene su hermano?

—Cuarenta y dos.

—¿Vive con usted?

—No, por su cuenta. Yo vivo con mamá.

—¿Su hermano está casado?

—No.

—¿Tiene novia?

—No.

—¿Y por qué dice que ha desaparecido?

—Porque no pasa ni un día sin que venga a ver a mamá. Y si tiene que irse, nos avisa. Hace dos días que no da señales de vida.

—¿Ha intentado usted llamarlo?

—Sí. A casa y al móvil. No contesta nadie. Fui incluso a su casa. Llamé largo rato al timbre antes de decidir abrir.

—¿Tiene llaves de la casa de su hermano?

—Sí.

—¿Y qué encontró?

—Todo estaba en perfecto orden. Y tuve miedo.

—¿Su hermano padece alguna enfermedad?

—Para nada.

—¿A qué se dedica?

—Es informador.

Montalbano se quedó de piedra. ¿Acaso ser informador, es decir, espía, se había convertido en un oficio reconocido, con paga doble de Navidad y vacaciones pagadas, como, por ejemplo, el del arrepentido con sueldo fijo? Lo aclararía más adelante.

—¿Se mueve a menudo?

—Sí, pero se encarga de una zona muy restringida. Prácticamente no sobrepasa los límites de la provincia.

—En resumen, ¿usted desearía presentar una denuncia por desaparición?

—No… no sabría.

—Tengo que advertirle, sin embargo, que nosotros no podemos actuar de inmediato.

—¿Por qué no?

—Porque su hermano es mayor de edad, independiente, y goza de salud física y mental. Podría haber decidido irse voluntariamente unos días, ¿sabe? Y hasta que estemos seguros de que…

—Comprendo. ¿Usted qué me aconseja?

Y mientras formulaba la pregunta, finalmente lo miró. Montalbano experimentó los efectos de una especie de llamarada interior. Eran unos ojos justo del mismo color que el de un lago intensamente violeta en cuyas aguas a todos los hombres les habría encantado zambullirse y ahogarse. Menos mal que la señorita Michela mantenía casi siempre bajos aquellos ojos. El comisario efectuó mentalmente dos brazadas y regresó a la orilla.

—Bueno, pues yo le aconsejaría que regresara a echar otro vistazo a casa de su hermano.

—Lo hice ayer. No entré, pero me pasé un buen rato llamando al timbre.

—Sí, pero quizá no estuviera en condiciones de poder contestar.

—¿Y eso por qué?

—Bueno… podría haber resbalado en la bañera y no poder caminar, haber sufrido un acceso de fiebre muy alta…

—Comisario, no me limité a tocar el timbre. Incluso lo llamé a voces. Si hubiera resbalado en el cuarto de baño, me habría contestado. El apartamento de Angelo tampoco es tan grande.

—Permítame que insista.

—Yo sola no voy
.
¿Por qué no me acompaña usted?

Volvió a mirarlo. Y esta vez Montalbano sintió que se estaba hundiendo, el agua ya le llegaba hasta el cuello. Lo pensó un poco y tomó una decisión.

—Mire, vamos a hacer una cosa. Si sigue sin noticias de su hermano, pásese otra vez por aquí esta tarde sobre las siete. Yo la acompañaré.

—Gracias.

Se levantó y le tendió la mano. Montalbano la tomó, pero no tuvo el valor de estrecharla; parecía un pedazo de carne sin vida.

* * *

Al cabo de menos de diez minutos se presentó Fazio.

—Un chaval de diecisiete años. Subió a la azotea de la comunidad y se metió una sobredosis. No hemos podido hacer nada, pobrecillo; al llegar ya había muerto. Es el segundo en tres días.

Montalbano lo miró, perplejo.

—¿El segundo? ¿Acaso hubo un primero? ¿Y cómo es posible que yo no me haya enterado?

—El ingeniero Fasulo. Pero en su caso fue cocaína.

—¿Cocaína? ¡Pero qué me estás contando! ¡El ingeniero murió de un infarto!

—Claro. Eso dice el certificado médico, eso dice la familia, eso dicen todos los amigos. Pero todo el pueblo sabe que murió por la droga.

—¿Estaba mal cortada?

—Eso no lo sé,
dottore.

—Oye, ¿tú conoces a un tal Angelo Pardo que tiene cuarenta y dos años y trabaja como informador?

Fazio no pareció sorprenderse del oficio de Angelo Pardo. Tal vez no lo había entendido bien.

—No, señor. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque desapareció hace un par de días y la hermana está preocupada.

—¿Quiere que…?

—No; después, si no da señales de vida, ya veremos.

—¿
Dottor
Montalbano? Soy Lattes.

—Dígame.

—¿La familia bien?

—Me parece que de eso ya hemos hablado hace un par de horitas.

—Pues sí. Mire, he de comunicarle que hoy el señor jefe superior no tiene tiempo de recibirlo tal como usted había pedido.

—Le recuerdo,
dottore,
que es el jefe superior el que me ha convocado.

—Ah, ¿sí? Da lo mismo. ¿Podría venir mañana a las once?

—Pues claro.

Ante la idea de no tener que ver al jefe superior, los pulmones se le ensancharon y le entró un apetito descomunal que sólo podría saciar Enzo, el dueño de la
trattoria.

Salió de la comisaría. El día lucía todos los colores del verano, pero sin ser demasiado caluroso. Se lo tomó con calma, colocando muy despacio un pie delante del otro mientras saboreaba de antemano lo que iba a comer. Cuando llegó a la puerta de la
trattoria,
se le cayó el alma a los pies. Estaba cerrada a cal y canto. Pero ¿qué coño había ocurrido? De la rabia que le entró, le pegó un fuerte puntapié a la puerta, dio media vuelta y se retiró soltando reniegos. Pero a los dos pasos oyó que lo llamaban.

—¡Comisario! ¿Qué hace? ¿Se le ha olvidado que hoy estamos cerrados?

«¡Lo había olvidado, me cago en la puta!»

—Pero si quiere comer conmigo y mi mujer…

Se lanzó de cabeza. Y comió tanto que, mientras comía, se avergonzaba, pero no podía remediarlo. Al final, Enzo casi se felicitó.

—¡Que aproveche, comisario!

El paseo por el muelle fue necesariamente muy largo.

Pasó el resto de la tarde cerrando de vez en cuando los ojos y dando cabezadas a causa de los repentinos ataques de sueño. Cuando le ocurría, se levantaba e iba a refrescarse la cara.

A las siete de la tarde Catarella le anunció que había regresado la siñora de la mañana.

Michela Pardo, nada más entrar, dijo una sola palabra:

—Nada.

No se sentó, tenía prisa por ir a casa de su hermano, y aquella prisa quería transmitírsela al comisario.

—Pues bueno —dijo Montalbano—. Vamos para allá.

Al pasar por delante del trastero que servía de recepción, le explicó a Catarella:

—Me voy con la señora. Después, si necesitáis algo, me encontraréis en Marinella.

—¿Vamos en mi coche? —preguntó Michela Pardo, señalando un Polo azul.

—Quizá mejor que yo coja el mío y la siga. ¿Dónde vive su hermano?

—Un poco lejos. En el nuevo barrio. ¿Conoce Vigàta Dos?

Conocía Vigàta 2. Una pesadilla creada por un constructor víctima de los peores alucinógenos que cupiese imaginar. Él jamás habría vivido allí, ni siquiera en forma de cadáver.

Dos

No; por suerte para él y para el comisario, que jamás habría permanecido más de cinco minutos en una de aquellas opresivas habitaciones de dos por tres metros descritas en los folletos publicitarios de Vigàta 2 como «amplias y soleadas», Angelo Pardo vivía más allá del nuevo complejo residencial, en un pequeño y reformado chalet del siglo XIX de planta baja y dos pisos. El portal estaba cerrado, y mientras Michela abría, Montalbano observó que el portero electrónico tenía seis placas con nombres, lo cual significaba que había en total seis apartamentos, dos en la planta baja y cuatro en los pisos.

—Angelo vive en el último, no hay ascensor.

La escalera era cómoda y espaciosa, el edificio parecía deshabitado, no se oía ni una sola voz ni el menor sonido de televisor. Sin embargo, era la hora en que la gente se preparaba para la cena.

En el rellano del último piso había dos puertas. Michela se dirigió a la izquierda, pero, antes de abrir, le señaló al comisario una ventanita protegida con una reja al lado de la puerta, que era blindada. Las hojas de la ventanita no estaban cerradas.

—Lo llamé desde aquí. Me habría oído con toda seguridad.

Abrió primero con una llave y después con otra, cuatro vueltas, pero no entró, se puso a un lado.

—¿Podría entrar usted primero?

Montalbano empujó la puerta, buscó el interruptor, encendió la luz y entró. Olfateó el aire como un perro. Y supo que en el apartamento no había ningún ser humano, ni vivo ni muerto.

—Sígame —le dijo a Michela.

El zaguán se abría a un largo pasillo. A mano izquierda, un dormitorio de matrimonio, un cuarto de baño y otro dormitorio. A mano derecha, un estudio, una cocina, un aseo y un saloncito. Todo en perfecto orden, limpio y reluciente.

—¿Su hermano tiene una mujer de la limpieza?

—Sí.

—¿Cuándo vino por última vez?

—No sabría decírselo.

—Dígame, señorita, ¿usted viene a menudo a ver a su hermano?

—Sí.

—¿Por qué?

La pregunta desconcertó a Michela.

—¿Cómo que por qué? Es… mi hermano.

—De acuerdo, pero usted ha dicho que Angelo va a ver a su madre prácticamente un día sí y otro no. Por consiguiente, es usted la que, los días en que no, viene a verlo aquí. ¿Es así?

—Bueno… pues sí, pero no con esa regularidad.

—Muy bien. Pero ¿por qué necesitan ustedes verse sin la presencia de su madre?

—Por Dios, comisario, dicho de esa manera… Es una costumbre que tenemos desde pequeños… entre Angelo y yo siempre ha habido una especie de…

—¿… complicidad?

—Bueno, podría definirse así. —Y soltó una risita.

Montalbano decidió cambiar de tema.

—¿Quiere ver si falta alguna maleta? ¿Si están todos sus trajes?

La siguió al dormitorio de matrimonio. Michela abrió el armario y examinó uno por uno los trajes. Montalbano observó que se trataba de prendas de sastrería hechas a medida, caras y de excelente calidad.

—Está todo. Hasta el traje gris que llevaba cuando fue a vernos la última vez, hace tres días. Creo que sólo faltan unos vaqueros.

Encima del armario, envueltas en plástico, había dos maletas de piel muy elegantes, una grande y otra más pequeña.

—Las maletas están todas aquí.

—¿Tiene una de fin de semana?

—Sí, por regla general la guarda en el estudio.

Entraron en el estudio. La maletita se encontraba al lado del escritorio. Una pared estaba cubierta con una alacena como de farmacia, cerrada por una puerta corredera de cristal transparente. Y, en efecto, en los estantes interiores había una variada serie de medicamentos, cajas, cajitas y frasquitos.

—Pero ¿usted no me había dicho que su hermano trabajaba como informador?

—Pues sí. Es informador médico-científico.

Y Montalbano lo comprendió. Angelo era lo que antiguamente se llamaba visitador médico. Pero su oficio, como el de los barrenderos llamados ahora agentes ecológicos o las sirvientas elevadas al rango de empleadas del hogar, se había ennoblecido con un nombre distinto, más adecuado a la elegancia de los tiempos. Sin embargo, la esencia seguía siendo la misma.

—Era… es médico, pero ejerció muy poco tiempo —se sintió obligada a explicar Michela.

—Muy bien. Como verá, señorita, su hermano no está aquí. Si quiere, ya podemos irnos.

—Vámonos. —Lo dijo a regañadientes, mirando alrededor como si creyera poder descubrir en el último momento que Angelo se había ocultado en el interior de un frasco de píldoras para el hígado.

Esta vez Montalbano la precedió, esperando a que ella apagara diligentemente las luces y volviera a cerrar la puerta con las dos llaves. Bajaron la escalera en silencio, en medio del gran silencio de la casa. Pero ¿estaba vacía o se habían muerto todos? En cuanto salieron, al ver a Michela tan desconsolada, Montalbano experimentó una punzada de pena.

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