—En el coche, cuando viajaba. Le hacían compañía. Tenía varias cintas.
Michela había dicho que el garaje de su hermano era el primero de la izquierda. Había cerraduras a ambos lados de la persiana metálica, y Montalbano tardó muy poco en dar con la llave adecuada en el manojo que llevaba consigo.
Abrió, y después introdujo una llavecita en otra cerradura situada junto a la persiana metálica, la cual empezó a levantarse despacio, demasiado despacio para la curiosidad del comisario. Cuando la persiana estuvo arriba, él entró y localizó el interruptor. La luz de neón era muy fuerte. El garaje era espacioso y estaba perfectamente ordenado. Con una rápida mirada alrededor, comprobó que no había ninguna caja blindada ni ninguna posibilidad de esconderla.
El coche era un Mercedes bastante nuevo, de esos que suelen alquilarse con chófer. En el portaobjetos entre el asiento del conductor y el del copiloto había una docena de cintas de música. En la guantera, los documentos del vehículo y una serie de mapas de carreteras. Para más seguridad abrió también el maletero, que estaba impecablemente limpio: la rueda de recambio, el gato, el triángulo reflectante.
Un poco decepcionado, repitió en sentido inverso todo el jaleo que había armado para entrar y regresó a Marinella en su coche.
Eran las nueve de la noche y no tenía apetito. Se quitó la ropa, se puso una camisa y unos tejanos y, descalzo, bajó de la galería a la playa.
La luz de la luna era muy débil; en efecto, las luces de su casa brillaban como si cada habitación estuviera iluminada no por bombillas sino por proyectores cinematográficos. Al llegar a la orilla, se quedó un rato así, con el mar mojándole los pies y el frescor que le iba subiendo por el cuerpo hasta la cabeza.
En la línea del horizonte, la luz de alguna que otra lámpara dispersa. Muy lejana, una quejumbrosa voz de mujer llamando un par de veces:
—¡Stefanu! ¡Stefanu!
Le contestó perezosamente un perro.
Inmóvil, Montalbano esperaba que la resaca le penetrara en el cerebro y, chapaleando, se lo limpiara. Y finalmente le llegó la primera ola, tan ligera como una caricia, chaf, y al retirarse se llevó consigo, glu glu glu, a Elena Sclafani con su belleza, chaf, glu glu glu, y desaparecieron las tetas, el vientre, el cuerpo arqueado y los ojos de Michela Pardo. Una vez borrado el hombre Montalbano, sólo habría tenido que quedar el comisario Montalbano, una función casi abstracta, aquel destinado a resolver el caso sin sentimientos personales. Pero mientras lo pensaba, supo muy bien que jamás sería capaz de hacerlo.
Regresó a la casa y abrió el frigorífico. Adelina debía de haber sufrido un ataque agudo de vegetarianismo.
Caponatina
de berenjenas fritas, aceitunas y hierbas aromáticas, y un sublime pastel de alcachofas y espinacas. Preparó la mesita de la galería y se zampó la
caponatina
mientras el pastel de alcachofas se calentaba. Después se deleitó con el pastel. Quitó la mesa y sacó el billetero de Angelo de la bolsa de plástico. Lo vació poniéndolo boca abajo e introduciendo los dedos entre los compartimentos. Carnet de identidad. Permiso de conducir. Número de identificación fiscal. Tarjeta de crédito de la Banca dell
’
Isola («¿Ves como chocheas? ¿Por qué no has mirado enseguida en el billetero? Te habrías ahorrado el numerito con Michela»). Dos tarjetas de visita, una del doctor Benedetto Mammuccari, médico cirujano de Palma, y otra de Valentina Bonito, tocóloga de Fanara. Tres sellos, dos normales y uno de correo urgente. Una fotografía de Elena en
topless.
Doscientos cincuenta euros en billetes de cincuenta. El recibo de un llenado del depósito en una gasolinera.
Y basta.
Stop
. Aquí te quedas.
Todo obvio, todo normal. Todo demasiado obvio, demasiado normal para un hombre que aparece con un disparo en la cara y la polla fuera, tanto si ésta le había servido para una cosa como para otra. El caso es que la tenía fuera. Claro que hoy por hoy el hecho de que a uno lo sorprendan con la polla al aire ya no asombra a nadie, e incluso se había dado el caso de un diputado —más tarde fue nombrado para un cargo de alta responsabilidad del Estado— que la había exhibido
urbi et orbi,
a la ciudad y al mundo, en una fotografía publicada en algunos periódicos, de acuerdo, pero ambas cosas juntas, el asesinato y la exhibición, daban al caso una dimensión particular.
O la particularidad del caso. O mejor: la particularidad de la polla. Absorto en tan complejas variaciones sobre el mismo tema, el comisario, que estaba volviendo a guardarlo todo en el billetero, se detuvo en seco al llegar a los billetes de cincuenta.
¿Cuánto había en la cuenta corriente que le había mostrado Michela? Aproximadamente noventa mil euros, de los cuales, sin embargo, cincuenta mil le pertenecían a ella. Por consiguiente, en el banco Angelo sólo tenía cuarenta mil euros. Ochenta millones escasos de las antiguas liras. Allí había algo que no encajaba. Probablemente los ingresos de Angelo Pardo estaban constituidos por los porcentajes sobre los productos farmacéuticos que conseguía vender. Y Michela había asegurado que su hermano ganaba lo suficiente para vivir sin agobios. De acuerdo, pero ¿lo suficiente para pagar los costosos regalos que, según su hermana, le hacía a Elena? Seguro que no. Actualmente, ir al mercado para hacer la compra de una semana equivale a lo que antes se gastaba en todo un mes. ¿Pues entonces? ¿Cómo se las arreglaba uno que no tenía demasiado dinero para comprar joyas y automóviles deportivos? O Angelo estaba vaciando la cuenta del banco, y eso habría podido justificar el resentimiento de Michela, o contaba con otros ingresos de los que no había ni rastro y que Michela desconocía. ¿O fingía desconocerlos?
Entró en la casa y encendió el televisor justo a tiempo para el último telediario de Retelibera. Su amigo periodista Nicolò Zito habló primero de un accidente entre un camión y un automóvil, cuatro muertos, y después se refirió al homicidio de Angelo Pardo, cuya investigación, dijo, se había encomendado al jefe de la brigada móvil de Montelusa. Lo cual explicaba por qué ningún periodista había ido todavía a tocarle las pelotas a Montalbano. Estaba claro que el pobre Nicolò apenas sabía nada del asunto; en efecto, hilvanó un par de frases y pasó a otro asunto. Mejor así.
Apagó el televisor, llamó a Livia para el habitual intercambio nocturno, que no acabó en discusión, al contrario, todo transcurrió como una seda, y fue a acostarse. Sin duda por efecto de la consoladora llamada, se hundió en el sueño como un chiquillo.
Un chiquillo que despertó de golpe a las dos de la madrugada y, en lugar de echarse a llorar como hacen todos los chiquillos de este mundo, se puso a pensar.
Le había vuelto a la mente la visita al garaje. Estaba seguro de haber pasado por alto un detalle. Una particularidad que antes no le había parecido importante, pero que ahora, en cambio, intuía que era importante, y mucho.
Repasó todo lo que había hecho desde el momento que entró en el garaje hasta el momento que salió. Nada.
—Mañana regreso —se dijo.
Y se tumbó de lado para dormirse de nuevo.
Al cabo de menos de un cuarto de hora, vestido de cualquier manera, ya estaba en el coche rumbo a casa de Angelo, soltando maldiciones como un loco.
Si los ocupantes de los dos pisos, o tres, teniendo en cuenta la planta baja, parecían muertos durante el día, imagínate a las tres de la madrugada o casi. A pesar de todo, procuró hacer el menor ruido posible.
Encendió la luz del garaje y se puso a examinarlo todo, bidones vacíos, viejas latas de aceite de motor, pinzas y llaves inglesas, como si tuviera una lupa. No descubrió nada que pudiera tomarse mínimamente en consideración. Un bidón vacío era, por desgracia, un simple bidón vacío que aún olía a gasolina.
Entonces pasó al Mercedes. En los mapas de carreteras de la guantera no había ningún recorrido especial subrayado, la documentación del coche estaba en regla. Bajó el parasol, examinó una por una las cintas de música, introdujo las manos en los bolsillos laterales, sacó el cenicero, bajó, abrió el capó: sólo estaba el motor. Fue a la parte de atrás, abrió el maletero: la rueda de recambio, el gato y el triángulo. Cerró.
Experimentó una especie de descarga eléctrica muy ligera y volvió a abrir el maletero. Ahí estaba el detalle que había pasado por alto. Por debajo de la alfombrilla de goma asomaba un triángulo de papel. Se inclinó para ver mejor: era la esquina de un sobre acolchado. Lo sacó utilizando dos dedos. Estaba dirigido al señor Angelo Pardo, y el señor Angelo Pardo, tras haberlo abierto, lo había aprovechado para guardar en su interior tres cartas, todas escritas a él. Montalbano sacó la primera y miró la firma. Elena. Volvió a guardarla en el sobre, cerró el coche, cerró el garaje, bajó la persiana metálica y, con el sobre en la mano, se encaminó hacia su coche, que había dejado aparcado a pocos metros.
—¡Quieto, ladrón! —gritó una voz que parecía bajada del cielo.
Se detuvo y miró. En el último piso había una ventana abierta y, a contraluz, el comisario reconoció a S. M. Víctor Manuel III, apuntándolo con una escopeta de caza.
¿Vas a discutir a la distancia de dos pisos y a esa hora de la noche con un loco de atar? Además, cuando aquel sujeto empezaba a desvariar, no había manera. Montalbano le dio la espalda y reanudó su camino.
—¡Quieto o disparo!
Montalbano siguió adelante como si tal cosa y su majestad disparó. Por otra parte, es bien sabido que los últimos Saboyas tenían el gatillo fácil. Por suerte, Víctor Manuel no tenía buena puntería. El comisario se apresuró a subir al coche y salir derrapando como en las películas americanas, mientras un segundo disparo iba a parar a treinta metros de distancia.
Nada más llegar a Marinella, leyó las cartas de Elena a Angelo. Las tres seguían la misma pauta dividida en dos tiempos.
El primer tiempo era una especie de delirio erótico-pasional; estaba claro que Elena había escrito las cartas justo después de un encuentro especialmente fogoso, pues recordaba con todo detalle lo que ambos habían hecho y lo mucho que había disfrutado ella mientras Angelo le practicaba un prolongado tric-troc.
Ahí Montalbano se detuvo, perplejo. Con lo que sabía de su experiencia personal y de la lectura de algún clásico del erotismo, no logró comprender en qué consistía el tric-troc. Tal vez era una expresión de la jerga secreta que siempre se crea entre dos amantes.
En cambio, el segundo tiempo era de un tono muy distinto. Elena suponía que Angelo, en sus recorridos por los pueblos de la provincia, tenía amantes a tutiplén en todas partes, de la misma manera que de los marineros se dice que tienen una novia en cada puerto, y ella se volvía loca de celos. Y lo amenazaba: como consiguiera reunir pruebas de que la traicionaba, lo mataría.
Es más, en la primera carta afirmaba haberlo seguido con su coche hasta Fanara y le formulaba una pregunta concreta: ¿por qué se había detenido una hora y media en una casa de via Libertà 82, siendo que allí no había ninguna farmacia ni ningún consultorio médico? ¿Vivía allí otra amante? En cualquier caso, que Angelo lo tuviera bien en cuenta: el descubrimiento de la traición equivaldría a una muerte inmediata y violenta.
Al término de la lectura, Montalbano se sintió más perplejo que convencido. Cierto que aquellas cartas le daban la razón a Michela, pero no correspondían a la idea que él se había hecho de Elena. Parecían escritas por otra persona.
Y, además, ¿por qué Angelo las tenía escondidas en el Mercedes? ¿No quería que su hermana las leyera? A lo mejor se avergonzaba de la primera parte de las misivas, en que se hablaba de sus acrobacias entre las sábanas con Elena. Podía ser una explicación. Pero ¿era explicable que Elena, tan aficionada al dinero, matara al que con tanta abundancia se lo facilitaba, aunque fuera en forma de regalos?
Sin apenas darse cuenta, tomó el teléfono.
—Hola, Livia. Soy Salvo. Quería preguntarte una cosa. ¿A tu juicio es lógico que una mujer mate por celos a un amante que le hace valiosos regalos? ¿Tú qué harías?
Hubo una larga pausa.
—Livia, ¿estás ahí?
—Yo no sé si mataría a un hombre por celos, pero sí por despertarme a las cinco de la madrugada.
Y colgó.
Llegó al despacho con un poco de retraso, pues sólo había conseguido dormirse hacia las seis; estuvo dándole vueltas a un pensamiento que no lo abandonaba, el de que, según las reglas más elementales, debería haber informado al fiscal Tommaseo de la situación de Elena Sclafani. Sin embargo, no le apetecía hacerlo. Y eso le provocaba cierta inquietud que le impedía dormir.
Toda la comisaría, sólo con verle la cara, comprendió que aquel día el horno no estaba para bollos.
En el trastero, en lugar de Catarella se encontraba Minnitti, un calabrés.
—¿Dónde está Catarella?
—
Dottore,
se ha quedado toda la noche en la comisaría y esta mañana se ha derrumbado.
A lo mejor se había llevado el ordenador de Angelo, pues no se veía por ninguna parte. Acababa de sentarse cuando entró Fazio.
—Dos cosas,
dottore.
La primera es que esta mañana ha venido el
commendatore
Ernesto Laudadio.
—¿Y quién es el
commendatore
Ernesto Laudadio?
—
Dottore,
usía lo conoce bien. ¡Es el que nos llamó porque se le había metido en la cabeza que usted quería abusar de la hermana del muerto!
¡Así se llamaba su majestad Víctor Manuel III! Y mientras loaba a Dios, que eso significaba literalmente su apellido, se dedicaba a tocarle los cojones al prójimo.
—¿Qué ha venido a hacer?
—Presentar una denuncia contra un desconocido. Parece que anoche alguien intentó entrar en el garaje de Pardo, pero el
commendatore
lo evitó pegándole un par de tiros de escopeta y obligándolo a huir.
—¿Lo hirió?
Fazio contestó con otra pregunta.
—
Dottore,
¿usía está herido?
—No.
—Pues entonces el
commendatore
no hirió a nadie, gracias a Dios. ¿Me explica qué fue a hacer al garaje?
—Pasé primero en busca de la caja blindada, porque tanto tú como yo nos habíamos olvidado de ir a buscarla allí.
—Muy cierto. ¿La encontró?
—No. Después regresé porque recordé un detalle. —No dijo de qué se trataba y Fazio no lo preguntó—. ¿Y lo segundo que querías decirme?