La luna de papel (7 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano


Dottore,
por desgracia no soy Dios. Sólo consigo hacer las cosas de una en una. Ahora empezaré a buscar información. Ah, quería decirle una cosa. Tres. —Y le mostró el pulgar, el índice y el dedo medio de la mano derecha.

Montalbano lo miró perplejo.

—¿Ahora empiezas a soltar números? ¿Qué significa tres? ¿Quieres jugar a la morra?

—¿Recuerda aquel chaval que murió por sobredosis, y recuerda que le dije que el ingeniero Fasulo también había muerto a causa de la droga, aunque la cosa se hizo pasar por infarto?

—Sí, lo recuerdo. ¿Y el tercero quién es?

—El senador Nicotra.

La boca de Montalbano formó una O.

—¿Estás de guasa?

—No, señor
dottore.
Era bien sabido que el senador consumía droga esporádicamente. De vez en cuando se encerraba en su chalet y hacía un solitario viaje de tres días. Esta vez se ve que olvidó comprar el billete de vuelta.

—Pero ¿eso es seguro?

—Tan seguro como el Evangelio.

—¡Hay que ver! ¡Uno que no hacía más que hablar de moral y moralidad! Tengo una curiosidad: cuando fuisteis a casa del muchacho, ¿encontrasteis las cosas de costumbre: la cinta elástica, la jeringa…?

—Sí, señor
dottore.

—En el caso de Nicotra debió de ser otra cosa, a lo mejor droga mal cortada. Pero yo de eso no entiendo nada. Sea como fuere, descansen en paz.

Al salir, Fazio por poco choca con Augello.

—¡Mimì! ¡Qué maravilla! ¡Dichosos los ojos!

—¡Déjame en paz, Salvo, hace dos noches que no duermo!

—¿El chiquillo se encuentra mal?

—No, pero no para de llorar. Sin motivo.

—Eso lo dices tú.

—Pero si los médicos…

—Déjate de médicos. Se ve que el chiquillo no está de acuerdo con vosotros sobre que lo hayáis puesto en este mundo. Y teniendo en cuenta cómo está el mundo, me siento incapaz de llevarle la contraria.

—Oye, por lo que más quieras, no me vengas ahora con guasas. Quería decirte que hace cinco minutos me ha llamado el jefe superior.

—¿Y a mí qué coño me importan tus llamadas amorosas? A estas alturas, tú y Bonetti-Alderighi ya sois uña y carne, sólo que todavía no se sabe quién es la uña y quién la carne.

—¿Ya te has desahogado? ¿Puedo hablar? ¿Sí? El jefe superior me ha dicho que mañana sobre las once vendrá a visitarnos el comisario Liguori.

A Montalbano se le nubló el entendimiento.

—¿Ese cabrón de la lucha contra la droga?

—Ese cabrón de la lucha contra la droga.

—¿Y qué quiere?

—No lo sé.

—Pues no quiero verlo ni en pintura.

—Precisamente por eso he venido a decírtelo. Tú mañana a partir de las once procura no estar por aquí. Yo hablaré con él.

—Te lo agradezco. Saludos de mi parte a Beba.

Llamó a Michela Pardo. Quería verla no sólo para hacerle unas preguntas, sino también para averiguar si se había deshecho de algunas cosas del apartamento de su hermano. Le dolía en el alma la estupidez que había cometido al permitirle que se quedara a dormir en casa de Angelo.

—¿Qué tal le ha ido esta mañana con el fiscal Tommaseo?

—Me ha tenido esperando media hora en la antesala y después ha mandado decirme que la convocatoria se aplazaba a mañana a la misma hora. Comisario, ha hecho bien en llamarme, de lo contrario lo habría llamado yo a usted.

—¿Qué ocurre?

—Quería saber cuándo podremos recuperar a Angelo. Para el entierro.

—Sinceramente, no puedo decírselo. Lo preguntaré. Oiga, ¿podría pasarse por la comisaría?


Dottor
Montalbano, he pensado que era mejor decirle a mamá que Angelo había muerto. Le he contado que ha sido un accidente de tráfico. Ha experimentado una reacción muy fuerte, y he tenido que llamar a nuestro médico. Le he administrado unos sedantes y está descansando. No me atrevo a dejarla sola. ¿No podría pasarse usted por mi casa?

—De acuerdo. ¿Cuándo?

—Cuando quiera; total, no puedo moverme de aquí.

—Estaré en su casa sobre las siete de la tarde. Deme la dirección.

Al cabo de media hora apareció Galluzzo.

—¿Cómo está Orazio?


Dottore
, más allá que aquí. Espera su visita. —Se sacó la llave del bolsillo y se la entregó—. Según Orazio, es la llave de una caja blindada portátil marca Exeter de cuarenta y cinco por treinta centímetros y de veinticinco de altura. Dice que son cajas que no se abren ni con una mina anticarro. A no ser que se tenga la llave.

Él y Fazio habían registrado el apartamento y el cuarto de la azotea en busca de una caja fuerte empotrada en la pared. Pero una caja blindada de semejantes dimensiones la habrían visto con toda seguridad. Lo cual significaba que alguien se la habría llevado. Pero ¿para hacer qué, si no tenía la llave? ¿O acaso quien se la había llevado tenía un duplicado? ¿Y Michela no sabía nada? Cada vez resultaba más necesario hablar con aquella mujer. Le había prometido obtener información acerca del entierro y por eso llamó a Pasquano.

—¿Lo molesto, doctor?

Con Pasquano convenía andarse con mucho cuidado, pues tenía un carácter endemoniado e inestable.

—Pues claro que me molesta. Es más, voy a puntualizar: me rompe los cojones. Está haciendo que manche de sangre el auricular.

—Me importa un carajo, doctor.

—¿Qué?

—Que lo haya molestado o no.

Acertó. Pasquano soltó una sonora risotada.

—¿Qué quiere?

—La familia de Angelo Pardo desea saber cuándo le devolveremos el cadáver para el entierro.

—Cinco.

Pero ¿qué les había dado a Fazio y al médico? ¿Se habían convertido de pronto en sibilas cumanas? ¿Por qué se ponían a soltar números?

—¿Y eso qué significa?

—Le explico lo que significa. Significa que, antes de la de Pardo, he de practicar cinco autopsias. Por eso los familiares tendrán que seguir esperando. Dígales que su querido allegado no se lo pasa mal en el frigorífico. Ah, y ya que estamos, le digo que yo estaba equivocado.

¡Virgen santísima, la paciencia que había que tener!

—¿A propósito de qué, doctor?

—A propósito de la suposición de que Pardo había mantenido una relación sexual poco antes de que lo mataran. Lamento decepcionar al
dottor
Tommaseo, que ya se había excitado.

—¡Pues entonces es que ya lo ha examinado!

—Sólo por encima y sólo en la parte que había despertado mi curiosidad.

—Pues entonces ¿por qué…?

—¿Por qué la tenía fuera, quiere decir?

—Exactamente.

—Vaya usted a saber, puede que hubiera ido a mear a un rincón de la azotea y no le diera tiempo de volver a metérsela. O quizá tenía intención de disfrutar de un poco de placer solitario, pero se le adelantaron pegándole un tiro. Además, no es cosa que me corresponda. Es usted, señor comisario, el que hace la investigación, ¿no?

Colgó sin despedirse.

Pensándolo bien, quizá Elena tuviera razón al no dar crédito a la posibilidad de que Angelo se hubiese reunido con otra mujer mientras la esperaba a ella. Pero la hipótesis del doctor Pasquano tampoco se sostenía.

En el lavadero transformado en cuarto no había escusado, sólo un lavabo. En caso de que a Angelo le hubiesen entrado ganas y no le hubiera apetecido bajar al apartamento, no tenía ninguna necesidad de ir a mear a un oscuro rincón de la azotea, podía usar el lavabo como taza.

Y tampoco lo convencía la hipótesis de la masturbación.

Pero en ambos casos resultaba muy extraño que no hubiera tenido tiempo de arreglarse. No; la explicación debía de ser otra.

Volvió a aparecer Mimì Augello en la puerta.

—¿Qué quieres?

Presentaba unas marcadas ojeras, peor que cuando se iba de parranda por ahí.

—Siete —dijo Mimì.

De repente fue como si Montalbano se hubiese vuelto loco. Se levantó de un salto con la cara congestionada y gritó con tal fuerza que debieron de oírlo hasta en el puerto:

—¡Dieciocho, veinticuatro, treinta y seis! ¡Coño! ¡E incluso setenta!

Augello se pegó un susto mientras en la comisaría se desencadenaba un estruendo descomunal de portazos y carrerillas. En un instante se presentaron Gallo, Galluzzo y Catarella.

—¿Qué ha sido?

—¿Qué ha pasado?

—¿Qué fue?

—Nada, nada —contestó Montalbano, sentándose—. Regresad a vuestros puestos, he sufrido un ataque de nervios. Ya se me ha pasado.

Los tres se retiraron. Mimì seguía mirándolo, perplejo.

—¿Qué te ha dado? ¿Qué significan los números que cantabas?

—Ah, ¿conque yo cantaba números? ¿Yo? ¿Y tú no has entrado aquí diciendo siete?

—¿Acaso es pecado mortal?

—Dejémoslo correr. ¿Qué querías decirme?

—Pues que, como mañana llega Liguori, me he documentado. ¿Sabes cuántos muertos ha habido en la provincia a causa de la droga en los últimos diez días?

—Siete.

—Exactamente. ¿Cómo lo sabes?

—Mimì, me lo has dicho tú. No tengamos un diálogo de besugos.

—¿Qué besugos?

—Dejémoslo correr, Mimì, de lo contrario me da otro ataque de nervios.

—¿Y tú sabes lo que se dice del senador Nicotra?

—Que ha muerto de la misma enfermedad que los otros seis.

—Y eso explica por qué la brigada antidroga de Montelusa ha decidido empezar a moverse. ¿No tienes ninguna idea al respecto?

—No. Y tampoco quiero tenerla.

Mimì se marchó y sonó el teléfono.

—¿
Dottor
Montalbano? Soy Lattes. ¿Todo bien?

—Todo bien,
dottore,
gracias a la Virgen.

—¿Los cachorros?

Pero ¿de qué coño estaba hablando? ¿De los hijos? ¿Cuántos creía que tenía? Y en cualquier caso, ¿qué pintaba eso de cachorros?

—Creciendo,
dottore.

—Bien, bien. Quería decirle que el señor jefe superior lo espera mañana por la tarde entre las diecisiete y las dieciocho horas.

—Allí estaré sin falta.

Ya era la hora de salir para ir a casa de Michela. Al pasar por delante del trastero de Catarella, lo vio con la cabeza pegada al ordenador de Angelo Pardo.

—¿En qué punto estamos, Catarè?

Catarella experimentó un sobresalto y se levantó de golpe.

—¡
Dottori
, ah,
dottori
! Con el agua al cuello estamos,
dottori.
¡El guardia de los pasos no mi deja entrar! ¡Esto es impenetrabilísimo!

—¿Crees que no vas a conseguirlo?


Dottori,
si me quedo toda la noche en vela sin cerrar el ojo, ¡yo la palabra sicreta del primero siguro que la encuentro!

—Catarè, ¿por qué dices del primero?


Dottori,
los fails con guardia de los pasos son tres.

—A ver si lo entiendo. Si tú tardas unas diez horas en encontrar la contraseña de un archivo, ¿eso significa que necesitas como mínimo unas treinta horas para encontrar las tres?

—Justo como dice usía,
dottori.

—Felicidades. Ah, si encuentras la primera, llámame a cualquier hora de la noche, no tengas reparo.

Seis

Subió al coche, se puso en marcha, y al cabo de unos cien metros se pegó un manotazo en la frente, soltó un juramento e inició una peligrosa maniobra en curva cerrada mientras tres automovilistas que circulaban detrás de él le daban a entender a gritos que:

primero, era un grandísimo cabrón,

segundo, su madre había sido una mujer de costumbres disolutas,

tercero, su hermana era peor que su madre.

Al regresar a la comisaría, pasó por delante de Catarè sin que éste lo advirtiera por lo muy enfrascado que estaba en el ordenador. Prácticamente todo un regimiento de facinerosos habría podido ocupar los despachos sin derramamiento de sangre.

En su oficina, abrió la bolsa que le había llevado Fazio y sacó el manojo de llaves de Angelo. Vio una llave idéntica a la que él tenía en el bolsillo y que estaba destinada a la caja blindada. Por regla general, esas cajas se vendían con sólo dos llaves. Por consiguiente, la que encontraron debajo del cajón era la de repuesto, que Angelo guardaba escondida.

Lo cual significaba que se había equivocado con respecto a Michela: no era ella la que había cogido la caja, pues no habría tenido ninguna posibilidad de abrirla.

A lo mejor, la caja blindada no había desaparecido del apartamento de Angelo porque jamás había estado allí; la tenía en otro sitio.

En otro sitio, ¿dónde?

Y se dio otro fuerte manotazo en la frente. Estaba llevando a cabo la investigación como si fuese un auténtico viejo chocho, de esos que se olvidan de las cosas más elementales. Angelo era viajante de comercio y recorría toda la provincia, ¿no? ¿Cómo era posible que no se le hubiese ocurrido primero que Angelo tendría necesariamente un coche y quizá también un garaje?

Vació la bolsa de plástico sobre la mesa. El móvil. El billetero. Y las llaves de un coche. Sí, sin duda era un gilipollas.

Volvió a guardarlo todo en la bolsa y se la llevó consigo. Esa vez Catarella tampoco se enteró.

Michela vestía una holgada bata informe con un flojo nudo que la convertía en una especie de uniforme de reclusa, y unas pantuflas. Mantenía hacia el suelo su peligrosa mirada. Pero ¿qué pecados, mejor dicho, qué malas intenciones tenía su cuerpo para que lo castigara escondiéndolo de aquella manera?

Lo hizo pasar al salón. Muebles de buena calidad pero viejos, seguro que eran de la familia, heredados de padres a hijos.

—Disculpe que lo reciba vestida de cualquier forma, pero como siempre tengo que estar pendiente de mi madre…

—¡Faltaría más! ¿Cómo está la señora?

—Por suerte, en este momento descansa. Es el efecto de los sedantes. El médico lo quiere así. Pero es un sueño muy agitado, como si tuviera pesadillas, se queja.

—Lo siento —dijo Montalbano, que en esos casos no sabía qué decir y prefería quedarse en el plano de las generalidades.

Fue ella quien abordó la cuestión. Directamente.

—¿Ha encontrado algo en casa de Angelo?

—¿Algo en qué sentido?

—Algo que pueda ayudarlo a comprender quién…

—No, todavía nada.

—Usted me hizo una promesa.

Montalbano lo comprendió al vuelo.

—He llamado a Montelusa. Necesitarán por lo menos tres días más antes de conceder la autorización para la entrega del cadáver. Quédese tranquila, la mantendré informada.

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