—Ya verá como su hermano da muy pronto señales de vida —murmuró, tendiéndole la mano.
Ella la tomó y sacudió la cabeza, más desconsolada si cabe.
—Dígame una cosa… su hermano ¿sale con alguien o mantiene alguna relación?
—No, que yo sepa.
Y lo miró. Y mientras lo hacía y Montalbano nadaba desesperadamente para no ahogarse, las aguas del lago se tornaron de un color muy oscuro, casi como si se hubiera hecho de noche.
—¿Qué ocurre?
Ella no contestó, pero abrió desmesuradamente los ojos. Y el lago se transformó en mar abierto.
Sigue nadando, Salvo, sigue nadando.
—¿Qué ocurre? —volvió a preguntar entre una y otra brazada.
Ella tampoco contestó. Dio media vuelta, abrió de nuevo el portal, subió la escalera y llegó al último piso, pero no se detuvo. Entonces el comisario vio que de una concavidad de la pared arrancaba una escalera de caracol que terminaba delante de una cristalera. Michela introdujo la llave, pero no consiguió abrir.
—Déjeme a mí.
Abrió y se encontró con una azotea que abarcaba todo el tejado. Michela lo apartó de un empujón y echó a correr hacia un cuarto, una especie de dado que se encontraba casi en el centro de la terraza. Tenía puerta y ventana, pero ambas estaban cerradas.
—No tengo la llave —dijo Michela.
—Pero ¿por qué quiere…?
—Esto era antes un lavadero. Angelo lo alquiló junto con la azotea y lo reformó. Sube aquí alguna vez a leer o tomar el sol.
—Muy bien, pero si no tiene la llave…
—Derribe la puerta, por el amor de Dios.
—Pero, señorita, yo no puedo de ninguna manera…
Ella lo miró. Fue suficiente. De un empujón, Montalbano hizo saltar la puerta, que era de conglomerado. Entró, pero antes de buscar a tientas el interruptor y encender la luz, gritó:
—¡No entre!
Porque en el interior de la estancia había inspirado el hedor de la muerte.
Pero Michela, a pesar de la oscuridad, debió de entrever algo, pues Montalbano primero la oyó emitir una especie de ahogado gemido y después caer al suelo desmayada.
—¿Y ahora qué hago? —se preguntó y soltó un juramento.
Se agachó, la tomó en brazos y la llevó hasta la cristalera. Pero de esa manera, como lleva el novio a la novia en las películas, jamás conseguiría bajar por la escalera de caracol. Demasiado estrecha. Entonces incorporó a la mujer, la sujetó por la espalda y la levantó. De aquella manera y con prudencia, podría hacerlo. En algún momento se vio obligado a estrecharla todavía más fuerte y pudo percibir que, debajo de aquel vestido que parecía un camisón, Michela ocultaba un firme cuerpo de buena moza. Al final, llegó ante la puerta del otro apartamento del rellano del último piso y llamó al timbre, confiando en que hubiera alguien vivo o a quien el timbrazo despertara del sarcófago.
—¿Quién es? —preguntó una voz de varón cabreado.
—Soy el comisario Montalbano. ¿Puede abrir, por favor?
Se abrió la puerta y apareció el rey Víctor Manuel III de Saboya en persona, los mismos bigotes, la misma nariz. Sólo que vestido de paisano. Al ver a Montalbano abrazado a Michela, lo interpretó todo al revés y se ruborizó.
—Déjeme entrar, por favor —dijo el comisario.
—¡¿Cómo?! ¿Quiere que lo deje entrar? ¡Usted está loco! ¿Pretende venir a follar a mi casa?
—No, verá usted, majestad…
—¡Vergüenza debería darle! ¡Ahora mismo llamo a la policía!
Y cerró de un portazo.
—¡Grandísimo cabrón! —se desahogó Montalbano, soltando un fuerte puntapié contra la puerta.
Poco faltó para que cayera al suelo con Michela, pues el peso de ésta lo desequilibraba. Volvió a sujetarla y empezó a bajar cuidadosamente los peldaños. Llamó a la primera puerta que tuvo delante.
—¿Quién es? —Voz de chiquillo de unos diez años.
—Soy un amigo de tu papá. ¿Me puedes abrir?
—No.
—¿Por qué?
—Porque mamá y papá me han dicho que no abra a nadie cuando ellos no están.
Sólo entonces Montalbano se dio cuenta de que, antes de levantar a Michela del suelo, se había colgado su bolso del brazo. Ya tenía la solución. Volvió a cargar con la mujer, subió unos peldaños, la apoyó contra la pared, la mantuvo de pie apretándole el cuerpo con el suyo, cosa en modo alguno desagradable, sacó el llavero del bolso, abrió la puerta del apartamento de Angelo, arrastró a su hermana hasta el dormitorio de matrimonio, la tumbó en la cama, fue al cuarto de baño, tomó una toalla, la mojó bajo el grifo, la colocó sobre la frente de la mujer y cayó en la cama, muerto de cansancio por el esfuerzo. Respiraba afanosamente y estaba empapado de sudor.
¿Y ahora qué? No podía dejar sola a la mujer y subir a la azotea a ver cuál era la situación. El problema quedó inmediatamente resuelto.
—¡Aquí lo tenemos! —dijo su majestad, apareciendo de súbito en la puerta—. ¿Lo ve? ¡Se dispone a violarla!
A su espalda, Fazio, pistola en mano, se puso a soltar palabrotas.
—Vuelva a su casa, señor.
—Pero ¿qué hace que no lo detiene?
—¡Vuelva ahora mismo a su casa!
Víctor Manuel III tuvo otra ocurrencia.
—¡Es un cómplice! ¡Usted es un cómplice! —exclamó, abandonando a toda prisa la estancia.
Fazio salió tras él. Regresó a los cinco minutos.
—Lo he convencido. Pero ¿qué ha pasado?
Montalbano se lo contó. Y observó que Michela empezaba a volver en sí.
—¿Has venido solo?
—No; abajo en el coche está Gallo.
—Dile que suba.
Fazio lo llamó al móvil y Gallo se presentó enseguida.
—Tú atiende a esta mujer. Cuando se recupere, no permitas de ninguna manera que suba a la azotea. ¿Entendido?
Seguido por Fazio, volvió a subir por la escalera de caracol. En la azotea estaba todo a oscuras. Ya se había hecho de noche.
Entró en el cuarto y encendió la luz. Una mesa cubierta de periódicos y revistas. Una nevera. Un sofá cama de una sola plaza. Cuatro largos estantes empotrados en la pared del fondo servían de librería. Un pequeño mueble con vasos y botellas. Un lavabo en un rincón. Un sillón de piel tipo despacho, como los de antes. Angelo, que se hallaba hundido en el sillón, se lo había montado todo muy bien. El disparo que lo había matado le había arrancado también la mitad de la cara. Vestía camisa y tejanos. La cremallera de los tejanos estaba abierta y la polla le colgaba entre las piernas.
—¿Qué hago, llamo? —preguntó Fazio.
—Llama. Yo voy abajo.
¿Qué estaba haciendo allí? Total, dentro de poco llegaría el círculo ecuestre al completo, el ministerio público, el forense, la Policía Científica, el nuevo jefe de la brigada móvil Giacovazzo, que se encargaría de la investigación… En caso de que lo necesitaran, ya sabían dónde encontrarlo.
Cuando entró en el dormitorio de matrimonio, Michela estaba incorporada en la cama, tan pálida que hasta daba miedo. Gallo permanecía de pie a dos pasos del lecho.
—Tú ve a la azotea a echarle una mano a Fazio. Yo me quedo aquí.
Lanzando un suspiro de alivio, Gallo se retiró.
—¿Está muerto?
—Sí.
—¿Cómo?
—Le pegaron un tiro.
—Oh, Dios mío, Dios mío —exclamó ella, escondiendo el rostro entre las manos. Pero era una mujer fuerte. Bebió un poco de agua de un vaso que evidentemente le había llevado Gallo—. ¿Por qué? —preguntó.
—¿Por qué?
—¿Por qué lo han matado? ¿Por qué?
Montalbano extendió los brazos. Pero Michela tuvo otro pensamiento.
—¡Mamá! ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se lo digo?
—No se lo diga.
—¡Pero es que tengo que decírselo!
—Escúcheme. Llámela por teléfono. Dígale que hemos descubierto que Angelo ha sufrido un desagradable accidente de tráfico. Que está ingresado en estado grave. Que usted pasará la noche en el hospital. No le diga cuál. ¿Su madre tiene algún otro familiar?
—Sí, una hermana.
—¿Vive en Vigàta?
—Sí.
—Llame a su tía y dígale lo mismo. Y pídale que vaya a hacerle compañía a su madre. Ya verá como mañana encuentra la fuerza y las palabras adecuadas para decirle la verdad a su madre.
—Gracias.
Se levantó, y Montalbano la oyó dirigirse al estudio, donde había un teléfono.
Él también abandonó la habitación, se fue al saloncito, se sentó en un sofá y encendió un cigarrillo.
—
Dottore?
¿Dónde está?
Era Fazio.
—Estoy aquí. ¿Qué hay?
—
Dottore,
ya he dado aviso. Dentro de media hora como máximo estarán aquí. Pero el
dottor
Giacovazzo no vendrá.
—¿Y eso?
—Ha hablado con el jefe superior y el jefe superior lo ha dispensado de la obligación. Parece que el dottor Giacovazzo tiene entre manos un asunto delicado. En resumen, que de esta investigación, tatachín, habrá de encargarse usted.
—Muy bien. Cuando lleguen, me llamas.
Oyó que Michela salía del estudio y se encerraba en el cuarto de baño situado entre los dos dormitorios. La oyó regresar al cabo de unos diez minutos. Se había lavado y vestía una bata de mujer. Michela reparó en la mirada del comisario.
—Es mía —explicó—. Algunas veces me quedaba a dormir aquí.
—¿Ha hablado con su madre?
—Sí. Se lo ha tomado bien, dadas las circunstancias. Y tía Jole ya va para allá. Verá, es que mamá no anda muy bien de la cabeza. Algunas veces está muy lúcida y otras, en cambio, parece como ausente. Cuando se lo he dicho, ha sido como si le hablara de un simple conocido. Mejor así. ¿Le apetece un café?
—No, gracias. Si tuviera un poco de whisky…
—Pues claro. Yo también tomaré.
Salió y regresó con una bandeja con vasos y una botella sin abrir.
—Voy a ver si hay hielo.
—Yo lo bebo solo.
—Yo también.
Si en la azotea no hubiese un muerto por disparo de arma de fuego, la escena habría podido parecer un preludio amoroso. Sólo faltaba la música de fondo. Michela lanzó un profundo suspiro, apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos. Fue entonces cuando Montalbano decidió descargar el golpe.
—Su hermano murió durante o al final de una relación sexual. O bien de un acto de autoerotismo.
Ella se levantó de un salto, hecha una furia.
—Pero ¿qué dice, imbécil?
Montalbano fingió no oír el insulto.
—¿De qué se sorprende? Su hermano era un hombre de cuarenta y dos años. Y usted, a pesar de que lo veía casi a diario, me ha dicho que Angelo no tenía amistades femeninas. Pues entonces, le reformulo la pregunta: ¿tenía amistades masculinas?
Fue peor. Michela empezó a estremecerse, extendió un brazo y apuntó con el índice al comisario como con un revólver.
—Usted es un… es un…
—¿A quién quiere proteger, Michela?
Se dejó caer llorando en el sillón y se cubrió el rostro con las manos.
—Angelo… pobre hermano mío… Angelo mío…
A través de la puerta, que permanecía abierta, se oyó ruido de gente subiendo por la escalera.
—Yo tengo que irme —dijo Montalbano—. Pero usted no se vaya a la cama. Vuelvo dentro de poco y seguimos hablando.
—No.
—Oiga, Michela, no puede negarse. Su hermano ha sido asesinado y nosotros debemos…
—Yo no me niego. He dicho no a que usted vuelva a hacerme preguntas quién sabe cuándo, mientras yo, en cambio, necesito ducharme, tomarme un somnífero e irme a dormir.
—Muy bien. Pero se lo advierto, mañana será un día muy duro para usted. Entre otras cosas, deberá identificar el cadáver.
—Oh, Dios mío, Dios mío. ¿Por qué?
Hacía falta tener más paciencia que un santo con aquella mujer.
—Michela, ¿ha reconocido con toda certeza a su hermano cuando yo he echado la puerta abajo?
—¿Con toda certeza? Estaba demasiado oscuro. He visto fugazmente, me ha parecido ver su cuerpo en el sillón y…
—Y por consiguiente, no puede afirmar que se trata de su hermano. Teóricamente, yo tampoco podría decirlo. ¿Me explico?
—Sí. —Unos lagrimones le resbalaban por las mejillas. Murmuró algo que el comisario no comprendió.
—¿Qué ha dicho?
—Elena —repitió con más claridad.
—¿Quién es?
—Una mujer que mi hermano…
—¿Por qué quería protegerla?
—Está casada.
—¿Desde cuándo mantenían una relación?
—Desde hace seis meses, no más.
—¿Se llevaban bien?
—Angelo me dijo que de vez en cuando se peleaban… Elena era… es muy celosa.
—¿Usted lo sabe todo acerca de esa mujer: cómo se llama su marido, dónde vive…?
—Sí.
—Dígamelo.
Se lo dijo.
—¿Usted qué trato mantiene con esa Elena Sclafani?
—La conozco sólo de vista.
—Por tanto, ¿no tiene ninguna razón para comunicarle lo ocurrido a su hermano?
—No.
—Bien. Váyase a dormir. Mañana por la mañana pasaré a recogerla sobre las nueve y media.
Alguien debía de haber descubierto dónde estaba el interruptor de las dos bombillas que alumbraban una parte de la azotea, la más cercana al antiguo lavadero. El juez Tommaseo se paseaba arriba y abajo por la zona iluminada, evitando traspasar la frontera de la oscuridad circundante; sentados en la barandilla con sendos cigarrillos había dos hombres con bata blanca: debían de ser los de la ambulancia, esperando a que los autorizaran a recoger el cadáver para llevárselo al depósito.
Fazio y Gallo permanecían de pie cerca de la entrada del cuarto. Habían sacado la puerta de los goznes y la habían apoyado contra la pared. Montalbano vio que el doctor Pasquano había terminado el reconocimiento del cuerpo y se estaba lavando las manos. Parecía más enfurruñado que de costumbre; a lo mejor se había visto obligado a interrumpir la partida de tresillo y brisca que jugaba todos los jueves por la noche.
Tommaseo se acercó al comisario.
—¿Qué le ha dicho la hermana?
Por lo visto, Fazio le había explicado dónde estaba y qué hacía.
—Nada. No la he interrogado.
—¿Por qué?
—Jamás me habría permitido hacer tal cosa sin su presencia,
dottor
Tommaseo.
El fiscal se echó hacia atrás, hinchándose con vano y autoritario orgullo, como un pavo.
—¿Pues qué ha estado haciendo tanto rato con usted?
—La he ayudado a acostarse.
Tommaseo echó un breve vistazo alrededor y se inclinó con aire de conspirador hacia el comisario.