La madre (29 page)

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Authors: Máximo Gorki

Observaba que cuando venía algún obrero, Nicolás parecía más libre. Una expresión dulce asomaba a su rostro, y hablaba de modo diferente, si no con mayor grosería, sí con menos negligencia.

«Hace lo que puede para que lo comprendan», pensaba Pelagia. Pero esto no la consolaba, veía que el visitante no estaba a gusto, que se contraía en su interior y no hablaba tan fácilmente como lo hacía con ella, mujer del pueblo. Un día que Nicolás había salido, hizo la observación a uno de los trabajadores:

—¿Por qué te cohíbes? No eres un chiquillo que está examinándose.

El muchacho tuvo una franca sonrisa:

—Hasta los cangrejos se ponen encarnados cuando no están en su ambiente. El no es de los nuestros…

Algunas veces venía Sandrina. No se quedaba nunca mucho tiempo, hablaba con su aire afanoso, no reía jamás y, al marcharse, preguntaba siempre a la madre:

—¿Y Paul? ¿No estará enfermo?

—Gracias a Dios está bien, y de buen humor.

—Salúdele de mi parte —decía la muchacha, y desaparecía.

La madre le daba quejas de que Paul llevase tanto tiempo en la prisión sin que se fijase fecha para juzgarlo. Sandrina se ensombrecía aún más y callaba, removiendo nerviosamente los dedos.

Pelagia se moría de ganas de decirle:

«Querida mía, ya sé que lo amas…»

Pero no se atrevía. El severo aspecto de la joven, sus labios fuertemente apretados, su tono preocupado y seco, parecían rechazar de antemano cualquier caricia. Con un suspiro, la madre estrechaba su mano sin decir nada, pensando:

«Qué desgraciada te sientes, hija mía…»

Un día vino Natacha. Se alegró mucho de ver a la madre, la besó y, en voz baja, le dijo:

—Mamá se ha muerto… Está muerta, la pobre…

Sacudió la cabeza y se enjugó rápidamente los ojos:

—Estoy muy triste. No tenía aún cincuenta años, habría podido vivir todavía mucho tiempo. Pero, por otra parte, puede decirse que la muerte le será más leve que la vida. Estaba siempre sola, era una extraña para todos. Nadie la necesitaba, todos temían a mi padre… ¿Es que verdaderamente vivía? Se vive cuando se espera algo bueno, pero ella no tenía nada que esperar, sólo humillaciones.

—Eso es muy cierto, Natacha —dijo la madre, tras un momento de reflexión—. Se vive cuando se espera algo bueno y, si no se espera nada, no es una vida.

Acariciando afectuosamente la mano de la muchacha, añadió:

—¿Y ahora está usted sola?

—Sí —respondió suavemente Natacha.

La madre guardó silencio, luego dijo riendo:

—No se preocupe. Cuando se es bueno nunca se está solo, y hay muchas personas que la quieren a usted.

VIII

Natacha fue nombrada maestra en un lugar próximo a una fábrica de tejidos, y Pelagia comenzó a entregarle libros prohibidos, proclamas, periódicos. Esto se había convertido en su trabajo específico. Varias veces al mes, vestida de monja o disfrazada de vendedora de encajes y mercería, de respetable burguesa o de peregrina, recorría la provincia a pie, en tren o en carro, mochila al hombro o maletín en la mano.

En el vagón o en el barco, en los hoteles o las posadas, se comportaba con tranquilidad y sencillez; era la primera en dirigir la palabra a los desconocidos, y atraía sin temor la atención por sus frases amables, sociables, por su seguridad de mujer que ha visto y aprendido mucho.

Le gustaba hablar con la gente, escucharla contar sus vidas, sus quejas, sus problemas. Su corazón se inundaba de alegría cada vez que comprobaba en su interlocutor el vivo descontento que, mientras protesta contra los golpes del destino, busca intensamente respuestas a las preguntas formuladas por su espíritu. Cada vez más ancho y coloreado se desarrollaba ante ella el cuadro de la vida humana con sus cuidados, su inquietud por el pan cotidiano. En todas partes encontraba en toda su cínica desnudez, el encarnizamiento en engañar al prójimo, despojarlo, obtener de él siempre un poco más de provecho, en chuparle la sangre. Veía que la tierra daba todo con abundancia, pero que el pueblo estaba desnudo y vegetaba hambriento al lado de riquezas incalculables. En las ciudades había templos rebosantes de oro y plata que no sirven para nada a Dios, en cuyo pórtico tiritaban los mendigos, esperando vanamente que se dejase en su mano alguna pequeña moneda. En otro tiempo había visto el mismo espectáculo, las ricas iglesias, con las casullas bordadas en oro de los popes, las barracas de los indigentes y sus infames harapos, pero entonces le parecía natural, mientras que ahora juzgaba inadmisible tal estado de cosas, y lo encontraba ultrajante para los pobres, para quienes, como ella sabía muy bien, la iglesia es más necesaria que para los ricos.

Por las imágenes que representaban a Cristo, por los relatos que ella había oído, sabía que El, el amigo de los pobres, vestía pobremente, en tanto que en las iglesias en que los miserables venían a acercársele para ser consolados, lo veían encadenado a un oro insolente, aprisionado en unas sedas que crujían desdeñosamente a la vista de los mendigos. Le volvían a la memoria las palabras de Rybine:

—Incluso de Dios se sirven para engañarnos.

Sin darse cuenta, rezaba menos, pero pensaba más en Cristo y en los que, sin nombrarlo, hasta fingiendo ignorarlo, vivían (así le parecía a ella) según sus preceptos y semejantes a El; pensaba que la tierra era el reino de los pobres y quería distribuir por igual entre los hombres todas las riquezas de este mundo. Pensaba mucho en ello, y este pensamiento crecía en su alma, lo profundizaba y refería a él todo lo que veía, y esta idea, desarrollándose, tomaba la forma luminosa de una plegaria que se esparcía en claridad igual sobre el sombrío mundo, sobre toda la vida y todos los seres. Parecía a la madre que él propio Cristo, a quien siempre había amado con un amor confuso, con un complejo sentimiento en que el miedo se mezclaba inextricablemente a la esperanza, este Cristo le era ahora más próximo, que era ya diferente, más alto y más visible para ello, con una faz más alegre y más clara. Se diría que verdaderamente había resucitado, lavado y vivificado por la sangre ardiente que generosamente vierten por el amor del amigo de la humanidad, aquéllos que tienen el pudor de no nombrarlo. La madre volvía siempre de estos viajes alegremente conmovida, por lo que en el camino había visto y oído, animada y satisfecha por haber cumplido su misión.

—Es bueno viajar tanto y ver tantas cosas —decía por la noche a Nicolás—. Se comprende lo que es la vida. El pueblo es mantenido al margen; echado a un lado, hecho a la humillación, lo acepta, pero no lo acepta de buen grado, y se dice: «¿Por qué me aíslan? ¿Por qué tengo hambre? Hay abundancia de todo. ¿Y por qué soy estúpido e ignorante cuando existe por todas partes tanta inteligencia? ¿Dónde está el Dios misericordioso para quien no hay ricos ni pobres, sino que todos somos sus hijos, amados de su corazón?» Poco a poco, el pueblo se revuelve contra la existencia que arrastra…, comprende que la injusticia lo ahogará si él mismo no toma medidas.

Experimentaba cada vez más el imperioso deseo de hablar a las gentes en su lenguaje, en hacerles ver las injusticias de la vida. A veces, le costaba trabajo reprimir estas ansias.

Cuando Nicolás la sorprendía mirando grabados, sonreía y le contaba cualquier cosa que siempre la maravillaba.

Admirada de la audacia de los problemas que los hombres se planteaban, preguntaba a Nicolás en tono incrédulo:

—¿Pero eso es posible?

Y él, pacientemente, con una inquebrantable confianza en la verdad de sus profecías, le mostraba el porvenir como un cuento de hadas, mirándola a través de sus lentes, con sus bondadosos ojos.

—Los deseos del hombre no tienen límites, y su fuerza es inagotable. Pero, sin embargo, el mundo se enriquece en espíritu muy lentamente, porque cada uno, para ser independiente, necesita forzosamente amasar, no conocimientos, sino dinero. Mas, cuando los hombres hayan matado su avaricia, cuando se liberen de la esclavitud del trabajo forzado…

Pelagia comprendía raramente las palabras de Nicolás, pero el sentimiento de serena fe que las informaba, le era cada vez más asequible.

—Hay demasiado pocos hombres libres sobre la tierra, ésa es la desgracia —decía él.

Ella comprendía esto, conocía gentes que se habían liberado de la rapacidad y la maldad, y se daba cuenta de que si el número de estos seres aumentaba, el sombrío y terrible rostro de la existencia sería más acogedor y sencillo, mejor y más claro.

—El hombre se ve precisado a ser cruel a pesar suyo —decía con tristeza Nicolás.

La madre asentía inclinando la cabeza, y recordaba las frases del Pequeño Ruso.

IX

Un día Nicolás, tan puntual, volvió de la oficina mucho más tarde que de costumbre. En vez de quitarse el abrigo dijo vivamente, frotándose las manos con agitación:

—¿Sabe? Uno de nuestros camaradas se ha escapado hoy de la cárcel. Pero, ¿quién? No he conseguido saberlo.

La madre vaciló, invadida por la emoción. Se sentó y preguntó en un susurro:

—¿Puede ser Paul?

—Puede ser… —respondió Nicolás, encogiéndose de hombros—. Pero, ¿cómo ayudarlo a esconderse, dónde dar con él? Vengo de pasear por las calles a ver si lo veía. Es una estupidez, pero hay que hacer algo. Voy a volver a salir.

—Yo también —dijo la madre.

—Vaya a casa de Iégor a ver si hay noticias —propuso Nicolás, y desapareció rápidamente.

Ella se puso un chal sobre la cabeza y, llena de esperanza, salió inmediatamente detrás.

Se le turbaba la vista, su corazón latía precipitadamente y la obligaba casi a correr. Caminaba hacia una posibilidad, con la cabeza baja, sin ver nada a su alrededor.

—Llegaré y estará allí… —Esta esperanza intermitente la empujaba.

Hacía calor, jadeaba de fatiga. Al llegar al pie de la escalera que llevaba a la vivienda de Iégor se detuvo, sin fuerzas para ir más lejos, se volvió y profirió un leve grito de asombro, cerrando un instante los ojos. Le había parecido ver a Nicolás Vessovchikov junto a la puerta, las manos en los bolsillos. Pero al abrir de nuevo los ojos no vio a nadie.

—Lo he soñado —se dijo, y subió la escalera tendiendo el oído. Abajo, en el patio, se oía un sordo ruido de pasos. Se detuvo tendiendo el oído. Abajo, en el patio, se oía un sordo ruido de pasos. Se detuvo en un descansillo, se inclinó y miró: vio de nuevo un delgado rostro que le sonreía.

—Nicolás, Nicolás —dijo bajando a su encuentro, mientras su corazón se oprimía por el desengaño.

—No, sube, sube —dijo él a media voz, con un gesto de la mano.

Ella trepó rápidamente la escalera y entró en casa de Iégor, que estaba tendido en un sofá; jadeante murmuró:

—Nicolás se ha escapado… de la cárcel…

—¿Cuál? —preguntó la silbante voz de Iégor, levantando la cabeza del almohadón—. Hay dos Nicolás.

—Vessovchikov… Viene para aquí.

—Perfectamente.

Vessovchikov entraba ya. Echó el cerrojo de la puerta, se quitó el gorro y se puso a reír dulcemente, alisándose los cabellos. Iégor se incorporó apoyándose sobre el codo y tosió, moviendo la cabeza:

—Bienvenido…

Con amplia sonrisa, Vessovchikov se acercó a la madre y le tomó la mano.

—Si no te hubiese visto, no me quedaba más que volver a la cárcel. No conocía a nadie en la ciudad, y si hubiese ido al barrio me habrían pescado inmediatamente. Mientras andaba me decía: Imbécil, ¿por qué te has escapado?» Y de pronto, veo a Pelagia que corría… la seguí.

—¿Cómo has hecho para huir? —preguntó la madre.

El se sentó torpemente en el borde del diván y dijo, encogiéndose de hombros, con aire confuso:

—Una oportunidad… Estaba paseando por el patio y a los de dedito común se des ocurre ponerse a pegar a un vigilante. Un antiguo gendarme expulsado por robo, que ahora espía, va con el soplo, hace la vida imposible a todo el mundo. Se de echan encima, un jadeo imponente, dos vigilantes se asustan, corren, silban… Veo da verja abierta, una plaza, da ciudad… Y me marché sin despedirme. Como en un sueño… Cuando me alejé un poco me di cuenta, ¿a dónde ir? Me volví y vi das puertas de da prisión ya cerradas.

—Bien… —dijo Iégor—. Bueno, caballero, tendría que haber llamado cortésmente a da puerta y suplicar que de permitiesen da entrada: «perdón, soy un poco distraído…»

—Sí —dijo Vessovchikov sonriendo—, es una tontería… De todos modos, he obrado mal con dos camaradas, no dije nada a nadie. Entonces, vi un entierro, un niño… Seguí el ataúd con da cabeza baja, sin mirar a nadie. Me quedé un rato en el cementerio para tomar el aire, y se me ocurrió una idea.

—¿Sólo una? —preguntó Iégor, y añadió con un suspiro—. Me imagino que no de faltaría sitio…

Vessovchikov se echó a reír sin ofenderse.

—¡Oh!, ya no tengo da cabeza tan vacía como antes. Y tú, Iégor, ¿sigues enfermo?

—Cada cual hace do que puede —respondió Iégor con una tos bronca, continua.

—De allí me fui al Museo. Me paseé por él un rato, mirando todo, y pensando siempre, «¿dónde puedo ir yo ahora?». Incluso me encolericé contra mí mismo. Tenía un hambre terrible. Salí, caminé…, me sentía inseguro, veía que dos agentes vigilaban a todo el mundo. «Bueno, me dije, con el aspecto que tengo, dos jueces van a echarme la zarpa muy pronto.» Y en esto veo a Pelagia corriendo delante de mí, me disimulé un poco, luego la seguí, y aquí estoy.

—¡Y yo que ni siquiera te había visto! —dijo da madre con aire contrito.

Miraba a Vessovchikov y de parecía que se había vuelto menos torpe.

—Es verdad, dos camaradas no estarán tranquilos… —dijo Nicolás, rascándose da cabeza.

—Y a dos gendarmes, ¿no dos echas de menos? Seguramente que también estarán preocupados —observó Iégor. Abrió da boca y se puso a mover dos labios como si masticase el aire—. Bueno, basta de bromas. Hay que esconderte, do que es muy agradable pero nada fácil. Si yo pudiera levantarme…

Le dio un ahogo, se llevó das manos ad pecho y comenzó a friccionárselo.

—Estás muy enfermo, Iégor —dijo Nicolás, bajando da cabeza.

La madre suspiró y paseó una inquieta mirada por da pequeña y estrecha habitación.

—Eso es asunto mío —respondió Iégor—. Pregúntale por Paul, madrecita, no te hagas da tonta.

Vessovchikov sonrió, abriendo da boca de oreja a oreja.

—Paul, bien. Está en buena salud. Es un poco el jefe de todos. Discute con da dirección y, en generad, es quien manda. Se le respeta.

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