La madre (32 page)

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Authors: Máximo Gorki

La madre, dominada por el terror de un posible motín, decía a sus vecinos con voz apresurada y baja:

—Tanto peor; si tiene que ser, que quiten las cintas. ¡Hay que ceder, qué remedio!

Una voz dura y sonora dominó el tumulto:

—Exigimos que se nos deje en paz para acompañar a su última morada a un amigo que habéis torturado…

Alguien entonó con voz aguda y áspera:

—Entraremos en el combate…

—¡Os pido que quitéis las cintas! Jacovlev, córtalas.

Se oyó el ruido de un sable que salía de la vaina. La madre cerró los ojos, esperando «un grito». Pero el ruido cesó, las gentes gruñeron, mostrando los dientes como lobos hambrientos. Después, en silencio, bajas las cabezas, se pusieron en marcha, llenando la calle con el sonido de sus pasos.

Delante parecía navegar el ataúd, despojado, ajadas las coronas, y los policías seguían balanceándose al paso de sus caballos. La madre iba por la acera, no podía ver el féretro entre la apretada multitud que lo rodeaba, que aumentaba, aumentaba insensiblemente y ocupaba todo el ancho de la calle. Detrás de la masa se erguían, asimismo, siluetas grises de jinetes; a cada lado marchaban policías a pie, la mano en la empuñadura del sable, y por doquier danzaban los penetrantes ojos de los espías, a quienes la madre reconocía y que escrutaban atentamente las fisonomías.

—Adiós, camarada, adiós —cantaron tristemente dos bellas voces.

—¡No hay que cantar! —gritó alguien—. ¡Callémonos, caballeros!

En este grito había algo de grave y severo. El cántico fúnebre

se interrumpió, el rumor de las voces perdió volumen y solamente el firme choque de los pasos llenó la calle con un ruido igual, sordo, que se elevaba sobre las cabezas, volaba hacia el cielo transparente, rompía el aire como el eco del primer trueno de una tormenta aún lejana. El viento frío y hostil, cuya violencia aumentaba, arrojaba a la cara de las gentes el polvo y los desperdicios, hinchaba las ropas y revolvía los cabellos, cegaba los ojos, hería los pechos, se enroscaba en las piernas…

Estos funerales silenciosos, sin sacerdote, sin cantos dolorosos, fruncidas las cejas y el recogimiento en los rostros, provocaban en la madre un sentimiento siniestro, y sus pensamientos giraban lentamente, veladas sus impresiones por reflexiones melancólicas:

«Los que lucháis por la verdad, no sois numerosos…»

Avanzaba con la cabeza baja, pareciéndole que no era a Iégor a quien enterraban, sino alguna otra cosa que le era habitual, próxima e indispensable. Estaba triste, inquieta. Su corazón se llenaba de un áspero sentimiento que la preocupaba, no estaba de acuerdo con los que acompañaban a Iégor:

«Claro que Iégor no creía en Dios, y todos éstos tampoco…»

Pero no quiso acabar su pensamiento, y suspiró para aliviar el fardo que pesaba sobre su alma:

—¡Oh, Señor, Señor Jesús! Es posible que a mí un día, también así…

Llegaron al cementerio. Dieron muchas vueltas por estrechos caminos entre las tumbas hasta alcanzar un emplazamiento vacío, sembrado de cruces blancas profundamente hundidas. Se reunieron alrededor de una fosa y se hizo el silencio. Aquel austero silencio de los vivos entre las sepulturas parecía presagiar algo terrible, y el corazón de la madre se sobresaltó y se fijó expectante. Entre las cruces, el viento silbaba y aullaba. Sobre la caja, las flores marchitas palpitaban tristemente.

Los hombres de la policía, al acecho, miraban a su jefe. Sobre la tumba se alzó un muchacho muy alto, pálido, la cabeza descubierta, de largos cabellos y negras cejas. Y en el mismo momento resonó la bronca voz del oficial:

—Señores…

—¡Camaradas! —comenzó el joven con sonora voz.

—¡Permitan! —gritó el oficial—. Declaro que no puedo autorizar los discursos.

—Sólo diré unas palabras —dijo tranquilamente el muchacho—. ¡Camaradas! Sobre la fosa de nuestro maestro y amigo, hagamos el juramento de no olvidar nunca sus enseñanzas, juremos que cada uno de nosotros, durante toda la vida, trabajará sin descanso para ahogar la fuente de todos los males de nuestra patria, para cavar la sepultura de la fuerza malhechora que nos oprime, la autocracia.

—¡Deténganle! —gritó el oficial.

Pero su voz se perdió en una brutal explosión de gritos:

—¡Abajo la autocracia!

Separando a la multitud, los policías se precipitaron sobre el orador, pero éste, estrechamente rodeado por todos lados, clamaba agitando el brazo:

—¡Viva la libertad!

La madre fue arrojada a un lado. En su terror se apoyó en una cruz y cerró los ojos en espera de un golpe. Un tumultuoso torbellino de sonidos discordantes la ensordeció. La tierra vaciló bajo sus pies; el viento y el miedo le impedían respirar. Desgarraban el aire los silbidos de los agentes de la policía, una grosera voz de mando resonó, las mujeres lanzaron gritos histéricos, crujió la madera de las empalizadas y el pesado ruido de los pies sobre el suelo seco se oía' sordamente. Aquello duró mucho tiempo. La madre no podía mantener más los ojos cerrados, su terror se hacía insufrible.

Abrió los ojos, lanzó un grito y avanzó extendiendo los brazos. No lejos de ella, en un estrecho sendero entre las tumbas, los gantes, rodeando al muchacho de los cabellos largos, se defendían de la multitud que los atacaba por todas partes. Los sables desnudos refulgían en el aire con un destello blanco y frío, se levantaban sobre las cabezas y descendían rápidamente. Volaban cañas y trozos de madera; era un torbellino, una danza desenfrenada de gritos, y por encima de la amenazadora masa se erguía el pálido rostro del joven, cuya fuerte voz tronaba más alto que la desencadenada tempestad de cólera:

—¡Camaradas! ¡No malgastemos nuestras fuerzas!

Se le obedeció. Uno tras otros, los hombres soltaron las improvisadas estacas y abandonaron el combate. La madre, arrastrada por una fuerza invencible, se abría camino hacia adelante. Vio a Nicolás, el sombrero sobre la nuca, rechazar a los manifestantes ebrios de ira, y oyó su voz cargada de reproches:

—¡Estáis locos! ¡Calmaos!

Le pareció que una de sus manos estaba roja.

—¡Nicolás, vete! —gritó lanzándose hacia él.

—¿Dónde va corriendo? La van a llenar de golpes…

Alguien la cogió por un hombro: era Sofía, desnuda la cabeza, esparcidos los cabellos, que sostenía a un muchacho, casi un niño. Este enjugaba con la mano su rostro tumefacto, ensangrentado, y murmuraba con labios trémulos:

—Déjeme…, no es nada.

—Ocúpese de él, llévelo a casa. Tenga un pañuelo y véndele la cara —dijo rápidamente Sofía, poniendo la mano del chico en la de la madre, y huyó diciendo:

—¡Márchense en seguida, están deteniendo gente!

La multitud se dispersaba en todos sentidos. Tras ellos, los agentes de policía se movían pesadamente entre las tumbas, enredándose torpemente en los faldones de sus capotes, jurando y blandiendo los sables. El muchacho los miró con mirada de lobo.

—¡Vamos más de prisa! —dijo débilmente la madre, enjugándole el rostro.

El murmuró, escupiendo sangre:

—No se preocupe…, estoy bien. Fue con el puño del sable… Pero yo le di un buen bastonazo… ¡Gritaba!

Y sacudiendo el puño ensangrentado, dijo con voz entrecortada:

—¡Esperad…, no se ha acabado! ¡Os aplastaremos sin lucha, cuando los obreros se alcen!

—¡Vamos! —se apresuró a decir la madre, caminando rápidamente hacia una puertecita abierta en el muro del cementerio. Le parecía que detrás de la cerca los esperaban los policías, ocultos en el campo, y que cuando saliesen se arrojarían sobre ellos para matarlos a golpes. Pero, cuando después de abrir con precaución la pequeña puerta, echó un vistazo al campo revestido del velo gris del crepúsculo otoñal, el silencio y la soledad que allí reinaban la tranquilizaron inmediatamente.

—Espere, voy a vendarle la cara —dijo.

—No hace falta, no me da vergüenza. Es justo, yo he recibido lo mío, y él lo suyo. Estamos en paz.

La madre vendó rápidamente la herida. La vista de la sangre la llenaba de piedad, y cuando sintió en los dedos la tibia humedad, tuvo un escalofrío de terror. En silencio, condujo al herido a través de la campiña, llevándolo del brazo. El liberó su boca del vendaje y dijo con una pequeña carcajada:

—¿Dónde me lleva, camarada? ¡Puedo andar solo!

Pero ella notó que vacilaba, que su paso no era seguro, que su brazo temblaba. Con voz cada vez más débil, el muchacho hablaba, le hacía preguntas sin esperar la respuesta:

—Me llamo Iván, soy hojalatero, ¿y usted? En el grupo de Iégor éramos tres hojalateros…, somos once en total. Lo queríamos mucho. Dios acoja su alma. Aunque yo no creo en Dios…

En una calle, la madre detuvo un coche e hizo subir a Iván, susurrándole:

—Ahora, cállate. —Y con precaución volvió a cubrirle la boca con el pañuelo. El se llevó la mano a la cara, pero no consiguió descubrir sus labios. La mano cayó sin fuerza sobre la rodilla. Sin embargo, continuó diciendo a través del vendaje:

—Estos golpes os los cargo en cuenta muchachos… Antes de Iégor, era Titovitch, un estudiante, el que nos enseñaba economía política… Después lo detuvieron.

La madre rodeó a Iván con su brazo y apoyó sobre su pecho la cabeza del joven. De pronto, esta cabeza se hizo más pesada y él se calló. Helada de miedo, la madre miraba temerosamente a todos lados; le parecía que de cada esquina iban a salir policías que verían la cabeza vendada de Iván, y lo matarían.

—¿Ha bebido? —preguntó el cochero con sonrisa comprensiva, volviéndose en su asiento.

—Demasiado… y pierde el sentido —suspiró Pelagia.

—¿Es tu hijo?

—Sí, es zapatero. Yo soy cocinera…

—Oficio duro. ¡Arre…!

Dio un latigazo a su caballo, se volvió de nuevo y continuó más bajo:

—Parece que ha habido jaleo en el cementerio, hace un rato. Enterraban a uno de esos que hacen política, que están contra las autoridades y tienen disgustos con ellas. Los que fueron al entierro eran como él, compañeros del muerto, seguro. Gritaron: «abajo las autoridades, que arruinan al pueblo», eso decían. La policía entró a sablazo limpio. Dicen que hay muertos. Y la policía también recibió lo suyo.

Calló y movió la cabeza con aire desolado. Luego continuó con voz extraña:

—¡Molestan a los muertos y despiertan a los difuntos!

El coche saltaba con estrépito sobre el pavimento. La cabeza de Iván se deslizaba suavemente sobre el pecho de la madre. El cochero, de través en el pescante, mascullaba pensativo:

—Hay agitación entre el pueblo…, el desorden nace de la tierra, sí. Esta noche vinieron los gendarmes a casa de mis vecinos, y no sé qué hicieron allí hasta la mañana. Luego, detuvieron a un herrero y se lo llevaron. Dicen que cualquier noche lo llevarán a la orilla del río y lo ahogarán en secreto. Sin embargo, el herrero era un buen hombre.

—¿Cómo se llama? —preguntó la madre.

—¿Quién, el herrero? Savel. Es joven aún, pero sabe muchas cosas. Pero parece que eso de saber está prohibido. A veces, venía a casa: «¿Qué vida lleváis los cocheros?», decía. Y es verdad lo que decía: vivimos peor que los perros.

—Para —dijo la madre.

La brusca detención despertó a Iván, que se puso a gemir débilmente.

—No aguanta, el chico-dijo el cochero—. ¡Eh, tú, bebedor de vodka!

Tambaleándose, moviendo con dificultad un pie después del otro, Iván atravesaba el patio diciendo:

—No es nada…, puedo andar.

XIII

Sofía estaba ya de vuelta; afanosa y agitada recibió a la madre con un cigarrillo en la boca. Tendió al herido sobre el diván, deshizo con destreza y sin cesar de dar órdenes, el vendaje que envolvía la cabeza. El humo del cigarrillo hacía guiñar los ojos al muchacho.

—¡Doctor, aquí están! ¿Está cansada, Nilovna? Ha tenido miedo, ¿eh? Bueno, repose un poco. Dale un vaso de Oporto, Nicolás.

Aturdida por la aventura, la madre respiraba dificultosamente y tenía un punto en un costado.

—No se preocupen de mí… —murmuró.

Y toda la tensión de su ser imploraba una atención, una caricia apaciguante.

Nicolás salió de la habitación vecina, con la mano vendada, seguido del doctor. Este tenía los cabellos revueltos, como un erizo. Se acercó vivamente a Iván, inclinándose sobre él.

—¡Agua, mucha agua, trapos limpios y algodón!

La madre se dirigió a la cocina, pero Nicolás la cogió del brazo y le dijo cariñosamente, conduciéndola al comedor:

—No se lo dice a usted, sino a Sofía. Usted ha tenido ya bastantes emociones, ¿verdad, amiga mía?

La madre encontró su mirada atenta y compasiva y, con un sollozo que no pudo retener, exclamó:

—¡Ah, Nicolás, era horrible! Golpeaban a la gente con los sables, con los sables…

—Ya lo he visto —dijo Nicolás, moviendo la cabeza mientras le servía vino—. Se calentaron un poco demasiado por ambas partes. Pero tranquilícese, han pegado con el sable plano y no hay más que un herido grave, al parecer. Yo lo vi recibir los golpes y lo saqué de la refriega.

El rostro y la voz de Nicolás, la tibieza y claridad de la habitación, calmaron a Pelagia. Con una mirada de agradecimiento, le preguntó:

—¿Usted también recibió algún golpe?

—Eso me lo hice yo mismo, me he clavado algo sin darme cuenta y se arrancó un poco de piel. Bébase el té; hace frío y va muy desabrigada.

Ella tendió la mano hacia la taza y vio que sus dedos estaban cubiertos de cuajarones sanguinolentos. Con un gesto involuntario dejó caer esta mano en las rodillas. Su falda estaba húmeda de sangre. Los ojos muy abiertos, las cejas levantadas, miraba a hurtadillas sus dedos. La cabeza le daba vueltas y un pensamiento martilleaba su cerebro:

—¡Harán lo mismo con Paul, pueden hacerlo!

El doctor entró en mangas de camisa, los puños remangados. A la muda pregunta de Nicolás, respondió con su voz chillona:

—La herida de la cara es superficial, pero tiene fractura de cráneo, aunque tampoco muy grave; el chico es muy fuerte. De todos modos ha perdido mucha sangre. ¿Lo llevamos al hospital?

—¿Por qué? Que se quede aquí —dijo Nicolás.

—Por hoy es posible, mañana también, pero luego no será cómodo para mí. No tengo tiempo de hacer visitas. ¿Harás un informe sobre los incidentes del cementerio?

—Naturalmente —respondió Nicolás.

La madre se levantó sin ruido y fue hacia la cocina.

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