La madre (36 page)

Read La madre Online

Authors: Máximo Gorki

—Iré mañana.

Pagó el té, y dio tres kopeks a la niña, que se quedó encantada.

Ya en la calle, le propuso, arrastrando sus pies descalzos sobre la tierra húmeda:

—¿Quiere que mañana me llegue en un salto hasta Darino, y que diga a las mujeres que le traigan los encajes aquí? Así no necesita ir usted. Hay doce kilómetros, por lo menos.

—No hace falta, querida —respondió Pelagia, caminando a su lado.

El aire frío la reanimaba. Lentamente iba formándose en su espíritu una resolución, confusa aún, pero prometedora. Crecía interiormente, y para apresurar la eclosión, la madre se preguntaba con insistencia:

«¿Cómo debo hacer? Actuar sinceramente, en conciencia…»

Estaba oscuro, húmedo y frío. Las ventanas brillaban con un resplandor mortecino, rojizo e inmóvil. En el silencio balaba melancólicamente el ganado, y se oían breves exclamaciones. Una tristeza aplastante envolvía la aldea.

—Por aquí —dijo la niña—. Ha escogido un alojamiento muy malo. Ese aldeano es muy pobre.

Buscó a tientas la puerta, la abrió y gritó vivamente:

—¡Madre Tatiana!

Luego se marchó. Desde las tinieblas llegó su voz ligera:

—¡Adiós…!

XVII

La madre se detuvo en el umbral y examinó la casa protegiéndose los ojos con la mano. Era muy pequeña, pero limpia, lo que Pelagia notó en seguida. Una mujer joven asomó la cabeza por detrás de la estufa, saludó en silencio y desapareció. En un rincón, sobre una mesa, ardía una lámpara.

El dueño de la casa estaba sentado detrás de aquella mesa, tamborileando con los dedos en el borde, y miraba fijamente a la madre.

—Entra —dijo al cabo de un instante—. Tatiana, ve a llamar a Peter, de prisa.

La mujer salió apresuradamente, sin echar una ojeada a la visitante. Esta se sentó en el banco frente al campesino y buscó con los ojos su maleta, sin encontrarla. Un pesado silencio llenaba la cabaña: sólo se oía el crepitar de la llama de la lámpara. El rostro ceñudo y preocupado del campesino vacilaba a los ojos de la madre, suscitando en ella un desesperado arrepentimiento.

—¿Dónde está mi maleta? —preguntó súbitamente Pelagia, con una voz fuerte que la sorprendió a ella misma.

El campesino se encogió de hombros y respondió pensativamente:

—No se ha perdido.

Continuó en voz más baja, con aire sombrío:

—Hace un momento, delante de la chiquilla, dije a propósito que estaba vacía: pues no lo está, no… Incluso pesa demasiado.

—¿Demasiado? Bueno…

El se levantó, se acercó a ella, e inclinándose, le dijo a media voz:

—¿Conocías a aquel hombre?

La madre se sobresaltó, pero contestó firmemente:

—Sí.

Le pareció que aquella palabra tan breve hacía nacer dentro de ella una luz que iluminaba todo a su alrededor. Lanzó un suspiro de alivio, se inclinó hacia delante y se afirmó en su asiento.

El aldeano sonrió ampliamente.

—Me he dado cuenta del signo que le hiciste, y él también. Le pregunté al oído: «¿conoces quizá a ésa que está enfrente, en la terraza?»

—¿Y qué dijo él? —preguntó vivamente la madre.

—¿El? Dijo: «Somos muchos. ¡Sí, somos muchos!», eso es lo que dijo.

Le dirigió una mirada interrogante y continuó, sonriendo, otra vez:

—Ese hombre tiene una gran fuerza… Es atrevido. Dice sencillamente: «Soy yo». Le pegan y no cede…

Su voz, insegura y sin fuerza, su robusta fisonomía, sus ojos claros, tranquilizaban cada vez más a la madre. La inquietud y el abatimiento dejaban sitio en ella, poco a poco, a una piedad, aguda y lancinante, hacia Rybine. Con una cólera repentina y amarga que no pudo contener, exclamó acerbamente:

—¡Bandidos! ¡Monstruos!

Y rompió a llorar.

El campesino se separó de ella, moviendo la cabeza con embarazo.

—Las autoridades tienen muchos pequeños amigos… sí…

Y de pronto, volviendo junto a la madre, le dijo en voz baja:

—Bueno, la cosa es que sospecho que en tu maleta viene el periódico, ¿no es verdad?

—Sí —respondió simplemente Pelagia, secándose las lágrimas—. Se lo traía…

El hombre frunció las cejas, acarició su barba y permaneció en silencio, la mirada perdida.

—El periódico llegaba aquí algunas veces, y también unos libritos… Conocíamos a ese hombre. Lo veíamos de cuando en cuando.

Se detuvo, reflexionando; luego preguntó:

—Y ahora, ¿qué vas a hacer con la maleta?

La madre le miró y le dijo enérgicamente, como desafiándole:

—Dejártela a ti.

El no se sorprendió, no protestó y se limitó a repetir:

—A nosotros…

Inclinó afirmativamente la cabeza, abrió el puño en que sujetaba la barba, la peinó con los dedos y se sentó.

Con insistencia implacable y obsesionante, la escena de la tortura de Rybine volvía a los ojos de la madre, y esta imagen apagaba todos sus pensamientos. El sufrimiento y la humillación que por él sentía, borraba cualquier sentimiento, impidiéndole pensar en la maleta ni en ninguna otra cosa. Las lágrimas corrían de sus ojos sin que las retuviese, pero su rostro era sombrío y su voz no tembló cuando dijo:

—¡Roban, aplastan, pisotean al hombre en el fango, los malditos!

—Son fuertes —replicó dulcemente el campesino—. Son muy fuertes.

—¿Y de dónde les viene esa fuerza? —exclamó con despecho la madre—. La toman de nosotros, del pueblo.

Aquel campesino de rostro claro, pero impenetrable, la irritaba.

—Sí —dijo él, arrastrando la voz—. Oigo una rueda…

Tendió atentamente el oído, inclinando la cabeza en dirección a la puerta. Luego, dijo muy quedo:

—Llegan.

—¿Quién?

—Espero que los nuestros.

Entró su mujer. Tras ella, un campesino penetró en la cabaña, arrojó su gorra en un rincón, se acercó rápidamente al dueño de la casa, y preguntó:

—¿Y qué?

El otro hizo un signo de cabeza, afirmando:

—Stefan —dijo la mujer, en pie junto a la estufa—, quizá la viajera querrá comer.

—No, gracias, es usted muy amable… —respondió la madre.

El recién llegado se acercó a ella y se puso a hablar con voz rápida y chillona:

—Bueno, permita que me presente. Me llamo Peter Rabinine y me llaman «la Lezna». Sé un poco de sus asuntos. Sé leer y escribir, y aunque me esté mal el decirlo, no soy tonto.

Tomó la mano que Pelagia le tendía, la sacudió y se volvió hacia Stefan:

—Mira, Stefan. La mujer de nuestro señor es una buena señora, es verdad. Bueno, ella dice que todo esto son tonterías y cuentos. Así que resulta que los muchachos y los estudiantes quieren trastornar el mundo por estupidez. Sin embargo, yo he visto que han detenido a un campesino serio y como es debido, y ahora, una mujer que no es ninguna chiquilla y que parece una dama… No se enfade, ¿de qué familia es usted?

Hablaba de prisa, claramente, sin tomar aliento. Su barbita temblaba nerviosamente y sus ojos se entornaban, escrutando el rostro y el aspecto todo de Pelagia. Harapiento, el pelo revuelto, se diría que venía de batirse con alguien y que había vencido a su adversario, lo que lo llenaba de la alegre excitación de su victoria. Agradó a la madre por su vitalidad y porque desde el primer momento, había hablado sin circunloquios, y sencillamente. Ella respondió a su pregunta con mirada afectuosa. El volvió a sacudirle vigorosamente la mano y se echó a reír suavemente, con risa seca y entrecortada.

—Es un asunto decente, Stefan, ¿no lo ves? ¡Una buena causa! Ya te dije que el pueblo empezaba a obrar por sí mismo. Y la esposa de nuestro señor no te dirá la verdad porque le hace daño. Yo la respeto y no tengo nada que decir de ella. Es una persona que nos quiere bien…, digamos que un poquito bien, lo justo para que ella no pierda nada. El pueblo quiere marchar hacia adelante, pero tiene miedo, no sabe hacia dónde volverse y no oye a su alrededor nada más que el «Párate» que le gritan de todas partes.

—Ya veo —dijo Stefan, moviendo la cabeza; y añadió inmediatamente:

—No está tranquila, a causa de su equipaje.

Peter guiñó socarronamente un ojo a Pelagia y continuó, tranquilizándola con un movimiento de la mano:

—¡No se preocupe! Todo va bien. Su maleta está en mi casa. Cuando éste me habló de usted, y de que seguramente estaba metida en este asunto y conocía a aquel hombre, le dije: «Cuidado, Stefan. No hay que abrir el pico, es una cosa grave.» Bueno, mamá, se ve que también usted tuvo olfato cuando nos vio de cerca. Las buenas gentes se conocen por el hocico y porque no andan presumiendo por la calle, como suele decirse. Su maleta la tengo yo…

Se sentó al lado de ella y prosiguió, con un ruego en los ojos:

—Si quiere vaciarla, la ayudaremos con gusto. Nos hacen falta libros…

—Quiere dejárnoslo todo —dijo Stefan.

—¡Perfectamente! Ya sabremos dónde colocarlo.

Saltó sobre sus pies y se echó a reír. Luego, yendo y viniendo a grandes zancadas, dijo satisfecho:

—Puede decirse que es una historia muy rara. Y, sin embargo, muy sencilla. Esto se manda aquí, esto se manda allá… No está mal. Y el periódico es bueno, hace efecto, abre los ojos. No gusta a los señores. Yo trabajo para una señora, a siete u ocho kilómetros, en la carpintería. Debo decir que es buena mujer, nos da libros de todas clases, los leemos y esto nos da ideas. Así que le estamos agradecidos. Pero le enseñé un número del periódico y se incomodó un poco. «Tira eso, Peter», me dijo. «Eso lo hacen unos chiquillos sin sentido común», así dijo. «No sirve más que para aumentar las dificultades y os llevará a la cárcel y a Siberia…»

Calló súbitamente y reflexionó:

—Dígame, ese hombre, ¿es pariente suyo?

—No —respondió la madre—, no somos parientes.

Peter se echó a reír silenciosamente, contento sin saber por qué, y movió la cabeza, pero Pelagia tuvo la impresión de que había sido injusta con Rybine, lo que la hizo sentirse humillada.

—No es de mi familia —dijo—, pero lo conozco hace mucho tiempo y lo respeto como si fuese mi hermano mayor.

Le molestó no encontrar las palabras necesarias, y una vez más no pudo retener un sollozo. Un silencio expectante llenó la cabaña. Peter, en pie, la cabeza inclinada sobre el hombro, parecía escuchar algo. Stefan, acodado en la mesa, no cesaba de tabalear con los dedos. Su mujer estaba en la sombra, junto a la estufa; la madre sentía su mirada constantemente posada sobre ella, y de cuando en cuando miraba su rostro atezado, con la nariz recta y la aguda barbilla. Sus ojos verdosos tenían un resplandor de atenta vigilancia.

—Es un amigo, pues —dijo dulcemente Peter—. Tiene carácter, de veras… Y una alta opinión de sí mismo, como debe ser. Eso es un hombre, ¿verdad, Tatiana? ¿Tú qué dices?

—¿Está casado? —interrumpió la mujer, y los delgados labios de su pequeña boca se apretaron con fuerza.

—Viudo —respondió tristemente la madre.

—Por eso es tan atrevido —dijo Tatiana con voz profunda—. Un hombre casado no haría eso, tendría miedo.

—¿Y yo? Yo estoy casado, y sin embargo… —exclamó Peter.

—¡Vaya, compadre! —dijo ella sin mirarlo, haciendo una mueca—. ¿Qué haces tú? Nada más que hablar, y algunas veces, leer un librito. No sirve de mucho a nadie el que andes murmurando con Stefan por los rincones.

—¡Muchos me oyen, amiga! —replicó ofendido el campesino. Soy aquí como una especie de levadura, digas lo que quieras.

Stefan miró a su mujer sin decir palabra y bajó de nuevo la cabeza.

—¿Y de qué sirve que los aldeanos se casen? —preguntó Tatiana—. Necesitan una trabajadora, dicen. ¿Trabajar en qué?

—¿No tienes bastante que hacer? —dijo sordamente Stefan.

—¿Y de qué sirve este trabajo? De todas maneras, nunca se come cuanto se quiere. Los hijos vienen al mundo, no hay tiempo de ocuparse de ellos, porque hay que seguir con un trabajo que no da ni para pan.

Se acercó a la madre, sentándose a su lado, y continuó obstinadamente, sin queja de tristeza:

—Yo tuve dos. Uno, a los dos años, murió abrasado con agua hirviendo; el otro nació muerto, por culpa del maldito trabajo. ¿Es eso una alegría para mí? Yo digo que los campesinos pierden el tiempo casándose, se atan las manos y nada más. Si fuesen libres tratarían de obtener lo que necesitamos, caminarían abiertamente hacia la verdad, como ese hombre. ¿No es cierto?

—Lo es —dijo Pelagia—. Es cierto, querida Tatiana…, de otro modo, no seríamos dominados como lo somos.

—¿Tiene usted marido?

—Murió. Tengo un hijo.

—¿Dónde está? ¿Vive con usted?

—Está en prisión.

Sintió que en su corazón se mezclaba un apacible orgullo a la tristeza habitual que estas palabras provocaban siempre.

—Es la segunda vez que lo encierran, porque ha comprendido la verdad de Dios y la ha sembrado abiertamente… Es joven, guapo e inteligente. El periódico se le ocurrió a él, y él puso a Rybine en el camino de la verdad, a pesar de que Michel le doblaba la edad. Ahora van a juzgar a mi hijo por eso, y lo condenarán…, pero se escapará de Siberia y volverá a ponerse a trabajar.

Hablaba, y el sentimiento de orgullo que la poseía iba en aumento, oprimiéndole la garganta, exigiendo de ella palabras adecuadas para crear la imagen de un héroe. Experimentaba la imperiosa necesidad de pintar un cuadro de razón y de luz frente a la sombría escena de que había sido testigo aquel día, y que la abrumaba por su horror insensato, por su descarada crueldad. Obedeciendo inconscientemente a aquella exigencia de su sana naturaleza, reunía todo lo que de sincero y claro había conocido en una sola llama que la cegaba con su pura luz.

—Han venido ya muchas gentes, vendrán más, y todos, hasta su muerte, lucharán por la verdad y la libertad…

Olvidando toda prudencia, pero cuidando de no citar nombres, contó cuanto sabía del trabajo clandestino que se realizaba para liberar al pueblo de las cadenas de la explotación. Trazando aquellas imágenes tan queridas a su corazón, ponía en sus palabras toda su fuerza, todo el amor tardíamente despertado en ella por las angustias y los golpes de la vida, y con ardiente alegría, ella misma se entusiasmaba por los hombres que su memoria le representaba, iluminados y embellecidos por el sentimiento que la poseía.

—Es una obra común a toda la tierra, a todas las ciudades; las gentes de bien constituyen una fuerza que no se ha medido ni contado, que crece constantemente y que crecerá hasta el día de nuestra victoria…

Other books

Eighth Grave After Dark by Darynda Jones
Optimism by Helen Keller
Bound by Sin by Jacquelyn Frank
The Turning by Erin R Flynn
Room at the Edge by Davitt, Jane, Snow, Alexa
Her Werewolf Hero by Michele Hauf
ROMAN (Lane Brothers Book 5) by Kristina Weaver