La madre (40 page)

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Authors: Máximo Gorki

—Son Paul y sus camaradas quienes tienen que decidirlo —dijo Pelagia.

Vessovchikov inclinó la cabeza, pensativo.

—¿Quién es Paul? —preguntó el otro hombre, sentándose.

—Mi hijo.

—¿Y su apellido?

—Vlassov.

El otro movió la cabeza, sacó su petaca y su pipa y atiborró ésta, diciendo con voz entrecortada:

—Ya he oído ese nombre. Mi sobrino lo conoce. Mi sobrino está también en la cárcel. Evchenko, ¿lo conoce usted? Yo me llamo Goboune. Pronto estarán presos todos los jóvenes, y entonces viviremos mejor los viejos. El gendarme me ha prometido enviar al sobrino a Siberia. Y lo hará como lo dice, el cerdo.

Se puso a fumar, escupiendo frecuentemente en el suelo.

—¿Así que ella no quiere? —continuó dirigiéndose a Vessovchikov—. Es asunto suyo. Uno es libre: si te cansas de estar sentado, anda; ¿que no quieres andar?, quédate sentado. ¿Te han robado?, cállate. ¿Te pegan?, resígnate. ¿Te matan?, quédate como estás. Ya sé todo eso… Pero al sobrino lo sacaré de allí. ¡Ya lo creo que lo sacaré!

Sus frases, breves, entrecortadas, como aullidos, dejaban perpleja a la madre, pero sus últimas palabras la llenaron de envidia.

Por la callejuela, caminando contra la lluvia que empujaba un viento frío, pensó en Vessovchikov:

«¡Cuando pienso en cómo se ha transformado!»

Entonces recordó a Goboune:

«Al parecer, no soy la única que revive», se dijo casi piadosamente.

Luego, la imagen de su hijo se alzó en su corazón: «Si consintiera… »

XXII

El domingo, al despedirse de Paul en el locutorio de la cárcel, sintió en su mano una bolita de papel. Se estremeció como si la bolita le quemase la piel, y lanzó a su hijo una mirada interrogadora y suplicante, pero que no halló respuesta. Sus ojos azules tenían, como siempre, la sonrisa tranquila y firme que ella conocía tan bien.

—¡Adiós! —dijo la madre suspirando.

El le tendió otra vez la mano, mientras que una oleada de ternura pasaba temblorosa sobre su rostro:

—¡Adiós, madre!

Ella esperó, reteniendo aquella mano.

—No te inquietes, no te enfades… —dijo él.

Estas palabras y el pliegue obstinado de la frente, dieron a la madre la esperada respuesta.

—¿Por qué dices eso? —murmuró ella, bajando la cabeza—. ¿Qué quieres…?

Salió precipitadamente, sin mirarle, para que las lágrimas y el temblor de sus labios no traicionasen su emoción. Por el camino, le pareció que las articulaciones de la mano que llevaba, apretada, la contestación del hijo, le dolían, y que todo el brazo pesaba como si hubiese recibido un golpe en el hombro. Al entrar, entregó el billete a Nicolás, y mientras lo miraba desenrollar el papel comprimido, la esperanza palpitó de nuevo en ella. Pero Nicolás dijo:

—Naturalmente. Mire lo que escribe: «No nos evadiremos, camaradas, no podemos hacerlo. Ninguno de nosotros. Perderíamos nuestra propia estimación. Ocupaos del campesino que ha sido detenido recientemente. Merece que lo hagáis; es digno de vuestro esfuerzo. Aquí sufre demasiado. Cada día tiene dificultades con la dirección. Ha pasado ya veinticuatro horas en la celda de castigo. Le torturan. Todos intercedemos por él. Consolad a mi madre, sed cariñosos con ella. Explicádselo y ella comprenderá todo.»

La madre alzó la cabeza y dijo dulcemente, con voz estremecida:

—¿Explicarme, qué? ¡Lo comprendo!

Nicolás se volvió, sacó el pañuelo y se sonó ruidosamente, murmurando:

—Creo que me he acatarrado…

Pasó la mano por sus ojos para poner los lentes en su sitio y continuó, paseando por el cuarto:

—Bien, de todos modos no hubiéramos conseguido…

—No importa. Que sea juzgado —dijo la madre, arrugando la frente, mientras su pecho se llenaba de una oscura angustia.

—He recibido carta de un camarada de Petersburgo.

—Podrá escapar de Siberia, ¿no es cierto? ¿Es posible?

—Desde luego. Este camarada me dice: «La causa se verá pronto y el veredicto ya lo conocemos: deportación para todos. ¿Ve usted…? El veredicto se ha dado ya en Petersburgo, antes del juicio…

—Deje eso, Nicolás —dijo resueltamente la madre—. Es inútil consolarme ni explicarme. Paul obra siempre bien. No se atormentaría, ni atormentaría a los otros, sin motivo. Y me quiere. Ya ve que piensa en mí. Ha escrito: «Explicadla, consoladla…»

Su corazón latía precipitadamente, y la emoción la mareaba.

—Su hijo es un hombre admirable —exclamó Nicolás, con una energía que no era habitual en él—. Yo siento por él un gran aprecio.

—Hay que pensar en lo que puede hacerse por Rybine —propuso ella.

Hubiera querido actuar inmediatamente, ir a alguna parte, caminar hasta el agotamiento.

—Sí, así es —dijo Nicolás, paseando por el cuarto—. Necesitaríamos que Sandrina…

—Va a venir. Viene siempre los días en que he visto a Paul. Bajando la cabeza reflexivamente, Nicolás se sentó en el diván, al lado de la madre. Se mordía los labios y se tiraba de la barbita.

—Lástima que no esté aquí mi hermana…

—Si pudiéramos organizarlo todo mientras Paul está todavía aquí…, se pondría muy contento.

Callaron por un instante, y de pronto, la madre dijo en voz baja y lenta:

—No lo comprendo… ¿Por qué no quiere?

Nicolás se levantó bruscamente, pero sonó la campanilla.

La madre y él se miraron.

—Es Sandrina… —dijo muy quedo Nicolás.

—¿Cómo vamos a decírselo? —preguntó la madre en el mismo tono.

—Es difícil…

—Me da pena.

La campanilla volvió a sonar, menos fuerte, como si la persona que estaba en el umbral vacilase también. Nicolás y la madre fueron juntos a su encuentro, pero ya cerca de la puerta, Nicolás retrocedió:

—Vale más que sea usted.

—¿No acepta? —preguntó con firmeza la muchacha, en cuanto la madre abrió.

—No.

—Lo esperaba —dijo sencillamente Sandrina, pero su rostro palideció. Se desabrochó el abrigo, abrochó de nuevo dos botones, quiso quitárselo y no pudo. Entonces dijo:

—Llueve, hace viento…, un tiempo espantoso. ¿El está bien? —Sí.

—Contento y en buena salud —dijo ella a media voz, mirándose las manos.

—Escribe qué hay que hacer escapar a Rybine —anunció la madre, sin mirarla.

—¿Sí? Creo que podemos utilizar el mismo plan… —articuló lentamente la joven.

—También yo lo pienso así —dijo Nicolás, apareciendo en la puerta—. Buenos días, Sandrina.

La muchacha le tendió la mano:

—¿Qué inconveniente hay? Todos reconocen que el plan era bueno.

—Pero, ¿quién va a organizarlo? Todo el mundo está ocupado.

—Déjemelo a mí —dijo ella vivamente—. Tengo tiempo.

—Bien. Pero habrá que preguntárselo a otros.

—Bueno, yo preguntaré. Voy en seguida.

Y de nuevo se abrochó el abrigo, con seguro gesto.

—Debería descansar —propuso la madre.

Ella sonrió débilmente y respondió dulcificando el acento:

—No se preocupe, no estoy cansada.

Le estrechó la mano en silencio y salió, fría y severa de nuevo.

La madre y Nicolás se acercaron a la ventana y la miraron atravesar el patio y desaparecer en la verja. Nicolás se puso a silbar, luego se sentó a la mesa y comenzó a escribir.

—Ocuparse de este asunto la aliviará —dijo pensativa la madre.

—Claro está —replicó Nicolás, y se volvió hacia ella con una sonrisa en su bondadoso rostro:

—Este cáliz se lo ha ahorrado usted…, no ha suspirado nunca junto al hombre amado.

—¡Vaya una idea! —exclamó ella con un gesto de la mano—.

¿Suspirar yo? Solamente tenía miedo de que me obligasen a casarme con éste o el otro.

—¿Es que no le gustaba nadie?

Ella reflexionó un poco y respondió:

—No me acuerdo, querido amigo. Desde luego, sí… Seguramente habría alguien, pero no consigo recordarlo

Le miró y concluyó sencillamente, con apacible tristeza:

—Mi marido me pegaba, y todo lo que hubo antes que él, se ha borrado de mi memoria.

Nicolás dirigió una mirada al papel. La madre salió un instante y luego volvió. El la miró con ternura y le dijo en voz muy baja, acariciando afectuosamente sus propios recuerdos:

—Mire, yo también…, como Sandrina, he tenido mi novela. Amaba a una muchacha, una criatura ideal, maravillosa. Esto sucedió hace veinte años, y si de he ser sincero, la amo aún. Y la querré siempre lo mismo, con toda mi alma y mi agradecimiento…, para siempre.

En pie, a su lado, la madre vio iluminarse sus ojos con una llama ardiente y clara. Apoyaba la cabeza en las manos, colocadas en el respaldo de la silla, y miraba a lo lejos. Todo su cuerpo, delgado, esbelto, pero robusto, parecía tenderse hacia adelante, como un tallo crece en dirección del sol.

—Pues entonces, cásese —aconsejó la madre.

—Hace cinco años que ella está casada.

—¿Y por qué no lo hizo usted antes?

El meditó unos momentos:

—No hemos tenido suerte. Cuando yo estaba en la cárcel, ella estaba libre; cuando yo estaba libre, ella estaba en la cárcel o en la deportación. Algo parecido a la situación de Sandrina. Por fin, la enviaron por diez años a Siberia, ¡tan lejos! Yo hubiese querido seguirla. Pero a los dos nos dio vergüenza. Allí encontró a otro hombre, camarada y amigo mío, un joven excelente. Luego se escaparon juntos y ahora viven en el extranjero.

Se detuvo, quitándose los lentes, los enjugó, miró los cristales al trasluz y los limpió de nuevo.

—Amigo mío —dijo afectuosamente la madre, moviendo la cabeza… Sentía compasión hacia él, y al mismo tiempo, algo que provocaba en ella una cálida sonrisa maternal. El cambió de postura, tomó de nuevo la pluma y continuó, agitándola al ritmo de sus palabras:

—La vida de familia disminuye, forzosamente, la energía del revolucionario. Los hijos, la falta de recursos, la necesidad de trabajar mucho para ganar el pan… Y un revolucionario necesita desplegar su energía en todos los sentidos. Esto requiere tiempo; debemos estar siempre en primera línea, porque somos los artífices destinados por la fuerza de la historia, para destruir el viejo mundo y crear la nueva vida. Si nos quedamos atrás, si sucumbimos a la fatiga o al atractivo de la inmediata facilidad de una pequeña conquista, obramos mal, es casi una traición. No hay nadie a cuyo paso podamos marchar sin alterar nuestra fe, y no debemos olvidar jamás que nuestra tarea no consiste en pequeñas conquistas, sino en la victoria total.

Su voz era otra vez firme, su rostro había palidecido y en sus ojos brillaba la fuerza, igual y sostenida que le era propia.

De nuevo sonó un violento campanillazo, interrumpiendo su discurso. Era Ludmila, las mejillas rojas de frío, vestida con un ligero abrigo impropio de la estación. Quitándose los rotos chanclos, dijo con voz irritada:

—Se ha fijado la fecha del juicio: dentro de ocho días.

—¿De veras? —preguntó Nicolás desde la habitación.

La madre se precipitó hacia él sin saber si era el temor o la alegría lo que la turbaba. Ludmila la siguió y continuó en voz baja e irónica:

—Sí. En el tribunal dicen abiertamente que el fallo está dado. Pero, ¿qué significa esto? ¿El Gobierno tiene miedo de que sus funcionarios traten a sus enemigos con blandura? Después de haber pervertido a sus servidores durante tanto tiempo y con tanta constancia, no se sienten muy seguros de que se presten a ser unos canallas.

Se sentó en el diván, frotándose las flacas mejillas. Sus ojos oscuros se iluminaron de desprecio y su voz se hacía cada vez más colérica:

—Queme la pólvora en salvas, Ludmila —dijo Nicolás, para tranquilizarla—. No la están oyendo.

La madre escuchaba con toda atención a la muchacha, pero sin comprenderla. Maquinalmente, se repetía las mismas palabras:

«Los juzgarán…, dentro de ocho días será el juicio.»

De pronto, sintió que se aproximaba algo despiadado, de rigor inhumano.

XXIII

En esta bruma de perplejidad y abatimiento, en la insoportable angustia de la espera, vivió dos largos días. Al tercero, vino Sandrina y dijo a Nicolás:

—Todo está preparado: será hoy, a la una.

—¿Ya? —dijo él, atónito.

—¿Por qué no? Lo único que yo tenía que hacer era encontrar refugio y ropa para Rybine. Goboune se encargó de lo demás. Rybine sólo tendrá que recorrer unos cientos de metros. Vessovchikov, disfrazado, por supuesto, irá a su encuentro, le entregará un abrigo y una gorra y le indicará el camino. Yo esperaré a Rybine, cambiaré la ropa y lo guiaré.

—No está mal pensado. ¿Y quién es Goboune? —preguntó Nicolás.

—Lo conoce. El dueño de la casa donde usted va a hablar a los cerrajeros.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. Un viejo bastante pintoresco.

—Es un antiguo soldado, ahora hace tejados. No es muy listo, y siente un odio desmedido hacia cualquier clase de violencia. Un poco filósofo… —dijo Sandrina pensativa, mirando por la ventana.

La madre la escuchaba en silencio, y un vago pensamiento iba madurando lentamente en su interior.

—Goboune quiere hacer escapar a su sobrino, Evchenko, aquel muchacho que usted apreciaba tanto, uno de una elegancia y aseo un poco rebuscados, ¿lo recuerda?

Nicolás inclinó afirmativamente la cabeza.

—Lo ha arreglado todo perfectamente —continuó Sandrina—, pero empiezo a dudar del éxito. Los presos pasean todos a la misma hora; cuando vean la escala, habrá muchos que querrán huir.

Calló un instante, cerrando los ojos. La madre se acercó a ella.

—Y, naturalmente, se estorbarán.

Los tres estaban en pie junto a la ventana. La madre detrás de Nicolás y Sandrina. Aquella conversación rápida, despertaba en ella un sentimiento confuso.

—Iré yo —dijo de pronto.

—¿Por qué? —preguntó Sandrina.

—No vaya, amiga mía. Le sucederá algo. No es necesario —aconsejó Nicolás.

Ella los miró y repitió en voz más baja, pero con insistencia:

—Iré.

Los otros dos cambiaron una mirada. Sandrina se encogió de hombros:

—Lo comprendo…

Se volvió hacia la madre, le pasó el brazo por la cintura y le dijo en tono sencillo y cordial:

—Pero ya se lo he advertido, es inútil que espere…

—¡Querida mía! —dijo la madre, estrechándola contra sí con brazos temblorosos—, lléveme, no seré una molestia… Tengo que ver… No creo posible una evasión.

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