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Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (20 page)

Kai se volvió también para mirarla, mientras todavía acariciaba el pelo de Dana, en un desesperado intento de que reaccionara.

—Lo que faltaba —murmuró.

Mientras, en la Torre se libraba una dura batalla. Tina y Morderek se habían atrincherado en la zona alta, mas allá de las almenas, donde el edificio se estrechaba y por tanto era más sencillo cortar el paso a los lobos. Tina luchaba valientemente, manteniendo a raya a los animales con una tea ardiendo, mientras el joven aprendiz les obstaculizaba el paso lanzando un conjuro tras otro.

No le había dicho a Tina, sin embargo, que si hubieran querido podrían haberse marchado tiempo atrás, con el hechizo de teletransportación.

No, Morderek no quería abandonar la Torre, ahora que le pertenecía por completo. Había cientos de objetos mágicos en el estudio de Dana, cientos de objetos mágicos que ahora estaban a su alcance, y no pensaba dejarlos atrás. Solo tenían que resistir un poco más...

—Kai, vuelve, vuelve conmigo —musitó Dana. Kai se apresuró a reunirse con ella.

—Dana, ¿me escuchas? —Kai, ¿estás aquí? —murmuró ella. —¿De verdad estás aquí, conmigo?

Kai tomó el rostro de Dana entre sus manos.

—Mírame, Dana. Estoy a tu lado. Mírame, escúchame.

Y ella lo miró. Sus ojos azules se encontraron con los ojos verdes de él, como tantas otras veces, cuando ella era niña. Y vio tanta ternura y amor en ellos que su alma no pudo mantenerse mucho tiempo alejada de aquel muchacho que la miraba de aquella forma.

—Estás aquí, Kai —dijo Dana, sonriendo. —¿Dónde te habías metido?

Kai no pudo decir nada. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Dana! —pudo decir Fenris, radiante de alegría.

—¡Hurra! —exclamó Jonás. —¡Hurra, Maestra!

Dana miró a su alrededor, aturdida.

—¿Dónde... dónde estamos?

—En el Laberinto de las Sombras —dijo Fenris, ayudándola a levantarse. —Y vamos a salir de aquí.

—¡Estupendo! —dijo Salamandra. —Teletransportémonos

—La teletransportación solo funciona dentro de una misma dimensión —cortó Fenris. —Para teletransportarnos a la Torre primero hemos de salir de aquí.

—¿Y cómo lo hacemos? —le preguntó Nawin.

—Para salir del Laberinto de las Sombras el propio Laberinto debe dejarte salir. —intervino Shi-Mae, avanzando hacia ellos; se plantó frente a Dana y la miró a los ojos.

—Y no va a dejarnos salir a todos, Señora de la Torre.

Dana la observó sin comprender; súbitamente, Shi-Mae pronunció las palabras de un hechizo de ataque, y un rayo mágico brotó de sus manos en dirección a la hechicera. Dana ahogó un grito y se echó a un lado; el rayo cayó junto a ella.

—¡Dana! —gritó Kai, y corrió a su encuentro.

Shi-Mae extendió el brazo hacia él y pronunció unas palabras mágicas.

Y Salamandra vio que, de pronto, estaban todos en el centro de un torbellino de sombras que giraba y giraba a su alrededor...

Tina chilló de nuevo, y Morderek se apresuró a lanzar un hechizo de hielo que bloqueó el pasillo con un muro gélido de varios metros de grosor.

—Eso los detendrá un rato, pero no mucho más.

La joven se volvió hacia él, con la frente cubierta de sudor.

—Tiene que haber algo más que podamos hacer.

—No, no lo hay —mintió Morderek.

Dana se dio cuenta enseguida de lo que había pasado: sus amigos estaban allí, pero no podían moverse. Shi-Mae los había atrapado en una jaula mágica de muros invisibles pero infranqueables.

—Ahora solo quedamos tú y yo, Dana —dijo Shi-Mae, y volvió a ejecutar un conjuro de ataque.

En un movimiento reflejo, Dana juntó las manos para crear un escudo mágico. El rayo de Shi-Mae rebotó en el escudo. La Señora de la Torre retrocedió unos pasos, temblando.

—Esto es una pesadilla —murmuró.

Shi-Mae rió.

—Es una pesadilla, sí. Pero una pesadilla de la que no vas a despertar.

Fenris se había sentado en el suelo, abatido.

—No tendría que haberla salvado —murmuraba. —No tendría que haberla salvado.

Jonás examinaba los muros invisibles de su prisión. Estaban recluidos en un recinto de unos cinco metros cuadrados. Aparentemente, nada les impedía salir de allí y acudir en ayuda de Dana, pero, en la práctica, no eran capaces de dar un paso fuera de aquel espacio, ni ejecutar un hechizo de teletransportación que los sacase de allí.

Kai era el único que podía entrar y salir de allí a voluntad, dado que no tenía cuerpo; pero no podía hacer absolutamente nada para ayudar a Dana, que, apenas unos metros más allá, estaba enfrascada en un terrible duelo de magia contra Shi-Mae.

—Por lo menos parece que ha reaccionado —murmuró Conrado, admirando la habilidad de su Maestra en los hechizos de ataque y defensa. —¡Mirad qué bola de fuego! ¿De dónde sacará las energías?

Kai no dijo nada, pero conocía la respuesta perfectamente. No podía hacer otra cosa que observar el duelo, impotente, y veía que a menudo Dana lo miraba de reojo cuando formulaba un hechizo. «Está tratando de protegerme», pensó el chico, conmovido. «Sabe por experiencia que existen conjuros capaces de dañarme incluso a mí; sabe que Fenris defenderá a los chicos, pero yo...»

Se volvió hacia sus compañeros.

—¡Fenris, reacciona de una vez! ¿No hay nada que puedas hacer?

El elfo le dirigió una mirada desconsolada.

—No puedo deshacer este hechizo desde dentro. Si estuviese fuera, no habría problemas... de hecho, solo haría falta que Dana tuviese unos segundos de tranquilidad para liberarnos, y no le costaría ningún esfuerzo.

Pero, por el cariz que tomaba la lucha, parecía que Dana no iba a poder ayudarlos, por el momento.

Salamandra suspiró, asustada. Tampoco a ella le gustaba ver a su Maestra luchando por su vida contra la poderosa Shi-Mae.

Dana gritó las palabras de un nuevo hechizo. Los cielos brumosos se abrieron y de ellos descendió un rayo que buscó el cuerpo de Shi-Mae. La Archimaga se apresuró a redoblar la fuerza del escudo de protección que había formado en torno a sí, pero, pese a ello, parte de la energía del rayo la alcanzó. Shi-Mae gritó, y Dana retrocedió unos pasos.

Sin embargo, la hechicera elfa aún no había dicho su última palabra. De sus labios brotó una nueva retahíla de palabras mágicas.

La tierra tembló y el suelo se abrió a los pies de Dana, quien, sin embargo, reaccionó rápido. Ejecutó el hechizo de levitación y se elevó en el aire para evitar caer en la profunda sima abierta por la magia de Shi-Mae.

Aterrizó suavemente en el suelo, un poco más allá, y respiró hondo. Ambas se miraron a los ojos. Estaban agotadas, pero sabían lo que implicaba un duelo de magia.

Continuarían hasta que una de las dos resultase vencedora. El destino que le aguardaba a la perdedora no era otra que la muerte.

Apenas a unos metros de distancia, Fenris y los aprendices contemplaban la batalla con un nudo en la garganta.

—¿Por qué no invoca a algún ser poderoso para que le ayude? —gimió Salamandra.

—Porque está demasiado cansada —replicó Fenris, frunciendo el ceño. —¡Maldita sea! Yo podría realizar la invocación por ella... si tan solo...

—Bueno —murmuró Jonás. —Por suerte, Shi-Mae también está cansada. De lo contrario...

—¡Esperad! —exclamó Kai de pronto; se irguió para observar las sombras atentamente.

—¿Qué pasa?

Pero él no respondió. Seguía mirando a su alrededor con el ceño fruncido.

—Kai, ¿qué es lo que pasa? —dijo Salamandra, muy nerviosa.

Los ojos de él se abrieron de par en par.

—Decidme que esto es una pesadilla —murmuró. —Por favor, decidme que estoy soñando.

—Me temo que no —se oyó una voz profunda y gutural, una voz que los estremeció a todos. —Me temo que no, mi querido amigo.

Una enorme sombra se elevó entre las brumas. Ellos retrocedieron un tanto, temerosos e intimidados.

—¿Qué... es eso? —pregunto Nawin.

—Es... —empezó Kai, pero la voz retumbó de nuevo:

—Tu peor pesadilla, Kai.

Una enorme cabeza escamosa rasgó la niebla para descender hasta ellos, una cabeza de reptil con cuernos retorcidos y escamas de color azul. Sus ojos oscuros destellaban con un brillo malévolo, y su sonrisa perversa dejaba asomar unos terribles y afilados colmillos.

Las dos Archimagas se volvieron rápidamente hacia él, y la lucha se interrumpió por un momento.

—No —murmuró Kai. —No, tú otra vez no. Estabas muerto.

—¿Pretendías matarme con un cuchillo de cocina, patético granjero humano? —se burló el dragón.

—¡Está muerto! —gritó Dana. —¡Yo tengo su esqueleto guardado en el sótano de la Torre!

El dragón adelantó una zarpa que cayó peligrosamente cerca de ella. El suelo retumbó.

—¿Te parezco suficientemente vivo, Dana? —preguntó el reptil, con una espantosa sonrisa.

Kai temblaba, incapaz de moverse.

—Es... ¿el dragón que te mató? —preguntó Salamandra en un susurro.

Kai no respondió.

El dragón se volvió hacia Shi-Mae, que retrocedió unos pasos y comenzó a acumular magia para ejecutar un hechizo de ataque.

—Tú me has desobedecido —dijo la criatura.

—¿De qué me estás hablando?

—¡Teníamos un trato! —rugió el dragón—. ¡No quiero que Dana muera para reunirse con Kai al Otro Lado, te lo dije claramente! ¡Y tú... estás intentando asesinarla!

—¡El trato no especificaba que yo también terminaría prisionera en el Laberinto de las Sombras! —replicó Shi-Mae.

Dana no perdió el tiempo. Mientras el dragón y la elfa discutían, se acercó a sus amigos y en un momento deshizo el hechizo de la prisión invisible. Fenris se apresuró a colocarse a su lado, y entre ambos levantaron una barrera mágica de protección. Los aprendices se refugiaron tras ella, temblando.

—¿Acaso vas a sacarme tú de aquí? —decía Shi-Mae. —¿Cuál era tu plan? ¿Matarnos a todos excepto a Dana, para que pierda la razón aquí dentro, ella sola? ¡Reconócelo de una vez has perdido!

El dragón rugió de ira y descargó su cola escamosa sobre ella. Shi-Mae alzó las manos para levantar un escudo mágico; pero, después de su duelo mágico con Dana, sus fuerzas ya no estaban al cien por cien, y sus reflejos no eran los mismos, en una fracción de segundo se dio cuenta de que no le daría tiempo a cerrar el conjuro. Quiso gritar...

La cola del reptil la golpeó con fuerza y la lanzó por el aire. Su cuerpo se estrelló contra un muro y cayó al suelo desmadejado, como el de un muñeco sin vida.

—¡Shi-Mae! —gritó Fenris; iba a correr junto a ella, pero Jonás se lo impidió.

—¡Quieto, Fenris! No puedes hacer nada por ella. ¡Te necesitamos aquí!

Fenris se detuvo, aún con los ojos fijos en el cuerpo de Shi-Mae. Sobreponiéndose, alzó las manos para reforzar la barrera mágica de Dana.

El dragón se volvió hacia ellos y sonrió

—Puedo mataros a todos entre horribles tormentos —aseguró. —La única que no va a morir eres tú, Dana... pero todavía estás encerrada aquí dentro, y me aseguraré de que no vuelvas a salir.

Dana se volvió para mirar a Kai; el muchacho tenía aún los ojos fijos en el dragón y estaba paralizado por el terror.

—Kai, escucha. Necesito que reacciones, porque, desgraciadamente, esto es real. Pero no es él. El dragón azul murió hace mucho tiempo, Kai.

El dragón inspiró profundamente. Haciendo gala de grandes reflejos, Fenris gritó las palabras de un hechizo. Su escudo de hielo se formó frente a ellos justo cuando el aliento de fuego del dragón estaba a punto de abrasarlos. Una nube de vapor de agua los envolvió.

El dragón rugió, y trató de golpearlos con su enorme cola escamosa. La barrera resistió.

Los dos hechiceros seguían con las manos en alto, generando magia a su alrededor. Los cuatro aprendices se limitaban a ocultarse tras ellos, asustados, sin saber qué hacer.

El dragón golpeó de nuevo la barrera mágica. No parecía importarle el hecho de que, cada vez que la tocaba, algo lo fustigaba, como una descarga eléctrica. Siguió atacando a los magos con furia asesina, mientras ellos sentían que su magia no podría aguantar mucho más tiempo.

—Alguien tiene que ejecutar un hechizo de ataque —jadeó Fenris.

—¡Pero la barrera no aguantará si uno de nosotros la abandona! —replicó Dana.

El dragón se estremeció desde la cabeza a la punta de la cola, y una desagradable risa resonó por el Laberinto de las Sombras.

—Reconócelo, aprendiz —se burló. —No puedes nada contra mí, ni siquiera ayudado por una Archimaga.

Fenris reaccionó.

—¡Tú! ¿Qué... Cómo...?

—¡El Maestro! —susurró Dana. —Ha adoptado la forma de las peores pesadillas de Kai. Pero ¿por qué es tan real?

El reptil rugió y volvió a golpear la barrera. Los magos se estremecieron, y su magia vaciló un breve momento, pero no llegó a resquebrajarse.

—Porque tiene las reglas de la magia de su parte —murmuró Fenris.

—¡La maldición! —dijo Dana, comprendiendo. —Tiene derecho a un último gran conjuro y ha elegido adoptar esta forma para atacarnos.

De pronto se oyeron unas palabras mágicas. Eran unas palabras pronunciadas en voz baja, pero clara y firme. Un conjuro mágico, un conjuro de ataque.

Era la voz de Salamandra.

El suelo tembló y se agrietó bajo los pies del gran dragón, que se tambaleó un momento; sin embargo, pronto recuperó el equilibrio y miró a Salamandra.

—¡Pequeño insecto! —rugió. —¿Creías que...?

Pero antes de que pudiera acabar, algo salió de la sima abierta del suelo. Parecían miles de serpientes que trepaban por las patas del dragón; sin embargo, las serpientes comenzaron a crecer y a crecer, y enseguida todos pudieron darse cuenta de que se trataba de plantas que se convertían en enormes enredaderas a una velocidad de vértigo. El dragón alzó las alas para levantar el vuelo, pero las plantas lo atraparon antes de que lo consiguiera.

—Uno de mis hechizos favoritos —comentó Dana, complacida.

Otra voz sonó, pronunciando las palabras en idioma arcano, y las enredaderas comenzaron a endurecerse... hasta transformarse en piedra.

El dragón estaba atrapado.

El hechizo había sido de Jonás. Salamandra lo miró, orgullosa, mientras el enorme reptil luchaba por liberarse.

—No hemos acabado —dijo la muchacha.

Antes de que nadie pudiese hacer nada, avanzó unos pasos y cerró los ojos para concentrarse. Recordaba con perfecta claridad las palabras de Fenris la noche anterior: «Tienes un gran poder, muchacha. Pero ese lado salvaje también forma parte de nosotros mismos; no hay que luchar contra él, solo aprender a controlarlo y canalizarlo de forma adecuada. Entonces aprendemos que no se trata de un error de la naturaleza; es un don, un regalo, si hacemos buen uso de él».

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