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Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (22 page)

En cualquier caso, le quedaba poco tiempo.

Se deslizó hasta el despacho de Dana, preguntándose si habría alguna cosa allí que pudiese servirle.

Y en un rincón descubrió, apoyado sobre la pared, el bastón de Archimaga de Shi-Mae.

Morderek sonrió. Sabía que tardaría años en aprender a controlarlo, pero también sabía que, en cuanto lo hiciese, igualaría en poder a los propios Archimagos.

Antes de tocarlo, sin embargo, titubeó. Aquellos objetos guardaban una gran fidelidad hacia su dueño, y se preguntó si Shi-Mae no volvería a buscarlo...

Finalmente, se atrevió a rozarlo con la punta de los dedos y sintió una feroz sacudida eléctrica. Morderek gimió y retiró la mano. Se mordió el labio inferior, pensativo. Había percibido con total claridad el inmenso poder que encerraba aquel bastón... Si lograse dominarlo...

Apretó los dientes y aferró el bastón con decisión. El objeto reaccionó. Morderek sintió que algo le abrasaba la mano y gritó de dolor, pero no lo soltó. Trató de imponer su voluntad al bastón mientras luchaba contra el dolor y sentía el olor de su propia carne chamuscada...

Por último, su esfuerzo se vio recompensado y el bastón dejó de hacerle daño. Morderek contuvo el aliento y lo agarró con la otra mano. Nada sucedió. El bastón ya no lo rechazaba.

Aquello solo podía significar una cosa: Shi-Mae había muerto.

Morderek se apoderó del bastón con una sonrisa de triunfo en los labios.

—Esto es solo el principio —murmuró. —Si sales del Laberinto, Maestra, tendrás noticias mías.

Ejecutó el hechizo de teletransportación para desaparecer de la Torre y no regresar nunca más por allí.

Cuando volvieron a abrir los ojos, solo vieron el cielo nocturno sobre las montañas del Valle de los Lobos. Alboreaba ya en el horizonte, y ellos se miraron unos a otros.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Nawin, muy confusa.

—¡Teletransportarnos a la Torre! —decidió Jonás, que aún sostenía en brazos a Salamandra.

Uno por uno fueron pronunciando el hechizo de teletransportación, ansiosos por volver a casa. Uno por uno fueron abandonando el lomo de Kai.

En apenas unos instantes, solo quedaban allí Dana y el dragón dorado.

—¿No regresamos a la Torre? —preguntó él.

La Archimaga no contestó. Kai seguía suspendido sobre las montañas, mientras Dana, montada en su lomo, contemplaba el horizonte.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Kai? —preguntó ella. —¿No puedes salir de ese cuerpo?

—No. Pero ya no tengo que volver al Otro Lado, no hasta que este cuerpo no muera. ¿Es que no te alegras de que haya vuelto a la vida?

Lo había dicho con un tono de reproche, y Dana sonrió. Era Kai, el inconfundible Kai. Resultaba irónico que se hubiera convertido en dragón, el ser que más odiaba y temía. Pero, desde luego, no había ni punto de comparación entre el monstruo azul que había segado su vida cinco siglos atrás, cuando él era apenas un muchacho, y aquella criatura dorada que parecía recién bajada del sol.

A él, desde luego, no parecía importarle. Batió las alas, cansado y herido, pero ebrio de vida y libertad, y se giró hacia Dana.

—¿Tienes idea de lo grande que es el mundo, y lo maravilloso que sería explorarlo desde aquí arriba?

Dana lo miró, algo preocupada. El dragón sonrió.

—¿Vendrás conmigo, Dana?

Ella sonrió a su vez.

—Siempre, Kai.

Con un rugido de triunfo, Kai se elevó en el aire y voló, con Dana sobre su lomo, hacia el horizonte, de vuelta al Valle de los Lobos, con sus doradas escamas reluciendo bajo los rayos del sol naciente.

EPÍLOGO

La taberna estaba llena cuando entraron los emisarios elfos. Había un bardo recitando al fondo de la sala; en un rincón, un grupo muy ruidoso apostaba a las cartas hasta las botas, mientras pedían que se les llenasen las jarras, una y otra vez.

Desde luego, aquellos impecables mensajeros no encajaban nada bien en aquel lugar.

La mirada de sus ojos almendrados recorrió el local. El dueño acudió presuroso a atenderlos.

—¿Señores? —dijo obsequiosamente.

—Buscamos a una persona —dijo el portavoz, lentamente—. Se hace llamar la Bailarina del Fuego.

—¡La Bailarina del Fuego! —repitió el posadero, sorprendido—. ¿Quién la busca?

—Venimos de parte de la Reina de los Elfos.

Como el hombre parecía reacio, el emisario depositó en su mano una bolsa llena de tintineantes monedas. No tardó en señalarles el lugar.

—En aquel reservado de la derecha. Es una joven con una túnica roja.

Los elfos se dirigieron inmediatamente al sitio indicado. Llamaron suavemente a la puerta, y esta se abrió sin ruido. El portavoz se asomó. No había nadie tras la puerta, pero la persona que buscaban se hallaba al fondo, sentada frente a una mesa, escribiendo.

Levantó la cabeza cuando ellos entraron. Era una joven de ojos oscuros y penetrantes y una larga y rebelde melena pelirroja. Como había dicho el posadero, vestía una túnica roja que la señalaba como hechicera reconocida.

—Así que de parte de la Reina de los Elfos —comentó ella con una sonrisa. —¿Es ya Nawin la Reina de los Elfos? ¿Tan joven? Creo que no habrá cambiado gran cosa en estos años...

El portavoz fue directo al grano.

—¿La Bailarina del Fuego?

—Así me llaman. Pero mi verdadero nombre es Salamandra.

—Lo sabemos —asintió el elfo.

—¿Y qué más sabéis?

—Sabemos que eres una maga aventurera, que has recorrido muchos caminos y que tu nombre pronto será inscrito en las listas de los héroes cuyas hazañas recitan los poetas a lo largo y ancho de todos los continentes.

Salamandra sonrió, halagada.

—Sabemos también que conoces a la Dama del Dragón, la Señora de la Torre, otra hechicera legendaria.

—Así es. Ella fue mi Maestra, y también lo fue de la Reina de los Elfos. Pero sentaos, no os quedéis ahí en la puerta.

Los elfos no se sentaron. Salamandra se encogió de hombros.

—El Reino de los Elfos necesita de tu ayuda, Bailarina del Fuego —dijo el portavoz. —La Reina os suplica que aceptéis su invitación de pasar unos días en su palacio; ella os explicará el caso con más detalle.

Salamandra los miró, pensativa.

—Vuestra Reina y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien —dijo. —Debe de ser un asunto muy grave para que ella se rebaje a pedir mi ayuda.

—Lo es, señora —confesó el elfo, incómodo. —Está bien —dijo ella finalmente. —Os acompañaré, con una condición.

Al orgulloso emisario no pareció gustarle aquello. Sin embargo, tragó saliva y no dijo nada.

—Yo también estoy buscando a una persona —prosiguió ella—. Se trata de uno de los vuestros, un elfo. Abandonó la Torre del Valle de los Lobos hace un par de años; partió en busca de un lobo blanco... El emisario palideció.

—Sé muy bien a quién te refieres —dijo. —Siento comunicarte que no ha vuelto al Reino de los Elfos desde que fue desterrado de él, hace más de cincuenta años.

Había hablado con dureza, y Salamandra le dirigió una mirada severa.

—Mide bien tus palabras —le amenazó. —El elfo de quien hablo es merecedor de ser admirado como a un héroe; incluso la propia Reina Nawin lo admitiría.

El mensajero no replicó, pero a las claras se vio que no estaba de acuerdo.

—Este es el trato —concluyó Salamandra. —Me ayudáis a encontrarlo y yo ayudaré a la Reina, si está en mi mano. El elfo tardó un poco en responder. Por sus venas corría sangre suficientemente noble como para que todos sus nervios se pusieran de punta ante la sola idea de rebajarse a buscar a un proscrito, pero, por otro lado, las órdenes de la Reina habían sido muy claras: trae a la Bailarina del Fuego, cueste lo que cueste.

De modo que, poco después, los elfos y la hechicera salían de la posada.

No muy lejos de allí, desde lo alto de una loma, alguien los observaba. Se trataba de un joven y de una mujer de unos treinta años. Él vestía una túnica de color rojo. Ella cubría su cuerpo con una capa blanca, y su cabeza con una pesada capucha que, sin embargo, no ocultaba su semblante sereno, sus profundos ojos azules y su pelo negro como el ala de un cuervo.

—No te preocupes, Jonás —dijo. —Volverá contigo. Solo es cuestión de tiempo.

—Ya no me importa —dijo él. —Por mí puede seguir a Fenris hasta el fin del mundo. No voy a esperarla más.

—Sabes que sí vas a esperarla. Lo quieras o no —sonrió. —Ella te quiere, solo que aún no lo sabe.

—Y cuando regrese —sonó una voz desde la oscuridad, una voz profunda, con un leve acento divertido, —podrás darte el gustazo de hacerle sufrir un poco, porque, desde luego, se lo ha ganado.

Una enorme cabeza de reptil salió de entre las sombras y observó al joven con unos brillantes ojos de color esmeralda.

—¡Escóndete, Kai! Vas a asustar a los aldeanos.

—Que se asusten —rió el dragón. —He pasado demasiado tiempo siendo invisible para los mortales; no puedes pedirme que siga escondiéndome, Jonás.

La mujer acarició su cuello escamoso con ternura.

Los tres volvieron a centrar su atención en los caballos que cruzaban el pueblo. Oyeron con total claridad las exclamaciones de sorpresa de los emisarios elfos cuando sus animales, por arte de magia, echaron a correr a la velocidad del viento. Sus voces se perdieron en la lejanía.

Aún quedó flotando en el aire, por un momento, la risa divertida de Salamandra.

Jonás respiró hondo.

—Ve a buscarla, Jonás —dijo la mujer. —Ve a buscarla si te importa de verdad. Cuando encuentre a Fenris, se resolverán muchas de sus dudas, y sería conveniente que estuvieses cerca de ella...

—Salamandra no tiene dudas —objetó el joven. —Oh, no lo creas —intervino Kai.

—Parece muy segura de sí misma, pero, en el fondo, es igual que todos nosotros. Jonás miró al dragón a los ojos. Después, lentamente, sonrió.

—No tardaré —dijo.

Se despidió de su Maestra con una inclinación de cabeza, hizo un pase mágico y se esfumó en el aire.

De nuevo, Dana y Kai se quedaron solos. Él se estiró bajo la luz de la luna.

—Ya se han marchado todos —dijo. —Jonás era el último.

—Vendrán más, ya lo sabes —respondió ella. —La Torre sigue siendo una Escuela de Alta Hechicería activa... aunque he de reconocer que algunos se asustan al verte y dan media vuelta, Kai.

—Bah. Esos no llegarían a ser buenos magos, así que tampoco se pierde gran cosa.

Dana rió. Desde que Kai estaba a su lado de nuevo, reía muy a menudo. Abrazó el cuello de su amigo y apoyó la cabeza en su pecho escamoso para oír latir su corazón. Eso también lo hacía a menudo.

—Estoy vivo —musitó él, por enésima vez; llevaba años repitiendo lo mismo, pero no se cansaba de decirlo, y Dana tampoco se cansaba de escucharlo.

Miró con ternura a la Señora de la Torre; ella sonrió, y se quedó observando, de nuevo, el lugar por donde la comitiva de los elfos se había marchado.

—Sé que los vas a echar de menos, Dana, pero tú misma has dicho que vendrán más

—dijo Kai. Dana movió la cabeza.

—Vendrán más, pero no como ellos —suspiró. —Esos chicos están destinados a hacer grandes cosas.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo he leído en las estrellas; me lo han dicho los vientos. ¿Qué más da? En un futuro no muy lejano se hablará de ellos, Kai. Lo sé.

—Entonces, ¿qué te preocupa?

Dana se apartó un mechón de pelo de la cara.

—Son tan jóvenes... se equivocarán.

—Seguro. Pero tú sabes que es ley de vida.

Dana sonrió, acariciando el cuello del dragón.

—Tienes razón.

Hubo un breve silencio. Entonces, Kai añadió:

—Tendrás un ojo puesto en ellos. No puedes evitarlo.

—No, no voy a poder evitarlo. ¿Es eso malo?

—No. También es ley de vida.

Dana suspiró y alzó la mirada hacia las estrellas.

—¿Qué te dicen hoy, Señora de la Torre? —preguntó el dragón, con voz grave.

Ella se volvió para mirarlo.

—Muchas cosas, Kai. Muchas cosas.

La hechicera y el dragón se quedaron un momento más sobre la loma, contemplando el paisaje nocturno. Después, ella montó sobre su lomo una vez más; el dragón emprendió el vuelo, y juntos, siempre juntos, iniciaron el viaje de regreso al Valle de los Lobos.

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