Read La Maldición del Maestro Online

Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (7 page)

Salamandra abandonó la habitación, cabizbaja y meditabunda. Volvió a su cuarto y se asomó a la ventana para contemplar el magnífico paisaje del Valle de los Lobos de buena mañana.

—Maestra —susurró, —¿por qué te has ido? ¿Qué vamos a hacer ahora?

Sintió de pronto un extraño roce en la mano, como si un cálido soplo de brisa la hubiese tocado. Sobresaltada, miró a su alrededor. Pero no había nada. Su habitación estaba tranquila y en calma, y ella seguía estando sola.

Alguien llamó a su puerta, y la muchacha se sobresaltó.

—¡Salamandra! —dijo Jonás desde fuera. —Conrado y yo bajamos a desayunar, ¿vienes?

Salamandra ladeó la cabeza y miró suspicaz a todos los rincones del cuarto. Finalmente, se dio por vencida y respondió a la pregunta de su amigo abriendo la puerta y reuniéndose con él en el pasillo.

Fenris cerró los ojos y juntó las manos. Frente a él, en el suelo del estudio, había dibujado un círculo bordeado de signos arcanos. Cuatro incensarios que dejaban escapar volutas de humo azul rodeaban el círculo. El aire tenía un olor misterioso, exótico y algo picante, con toques de azufre. «El olor que les gusta a los demonios», pensó el mago.

Se esforzó por concentrarse. Alzó las manos y pronunció la fórmula de la invocación.

No tuvo que esperar mucho. Un aire frío y húmedo surgió del círculo y recorrió toda la habitación. Fenris siguió con los ojos cerrados, procurando no perder la concentración. Sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo ante él, y sabía que debía estar atento para evitar perder el control.

Cuando abrió los ojos vio ante él a una criatura femenina de innegable belleza. Era delgada como una sílfide, y sus cabellos negros enmarcaban un rostro ovalado en el que brillaban unos grandes ojos oscuros, completamente oscuros, sin iris, ni pupila. Sus orejas eran alargadas como las de los elfos, pero los dos pequeños cuernos que tenía en lo alto de su cabeza y su piel, de color azulado, denotaban que no era ni humana ni de raza élfica. Fenris sonrió para si mismo. Aquella criatura ni siquiera era mortal.

—¿Por qué me has llamado, mago? —preguntó ella, con una voz acariciadora y sugerente.

—Tengo algunas preguntas que hacerte, demonio. Ella hizo un gesto aburrido.

—Preguntas, preguntas... Los mortales no tenéis más que preguntas.

—Busco a una hechicera perdida. El demonio se rió.

—¡Una hechicera! —se burló. —¿Crees que voy a perder mi tiempo buscando a una hechicera?

—No tienes otra opción —observó el elfo. La criatura tuvo que admitir que tenía razón. Estaba atrapada en el círculo mágico de Fenris, y no podría volver a su dimensión a no ser que el mago la dejase marchar.

—No es una hechicera corriente —prosiguió Fenris. —Se trata de una Archimaga que obtuvo el poder del unicornio. Es, además, una Kin-Shannay. El demonio palideció.

—¡Kin—Shannay! —repitió en un susurro. —Entonces no deberías preguntarme a mí. Sabes que un Kin—Shannay nunca está solo.

—Lo sé —asintió el elfo. —Por eso lo más seguro es que se haya llevado a su compañero consigo.

El demonio se removió dentro del círculo, inquieto. —Mis orbes y espejos mágicos no logran encontrarla —prosiguió el mago. —Búscala en tu dimensión, demonio. Búscala y te otorgaré la libertad.

El demonio gruñó, mostrando unos colmillos afilados. Fenris trazó un símbolo mágico sobre ella con el dedo, y la criatura desapareció con un aullido.

El mago se quedó un momento en tensión. El demonio volvió casi inmediatamente. Fenris se esforzó por parecer calmado cuando le preguntó: —¿Y bien?

—No está en mi mundo —dijo ella, encogiéndose de hombros.

—Entonces, ¿dónde puede estar?

—Hay infinitas dimensiones, mago. ¿Cómo voy a saberlo?

—¿A quién debería preguntarle, entonces? —Pues a ellos, por supuesto. Fenris reprimió un estremecimiento. —No puedo contactar con ellos, criatura del Inframundo. Lo sabes.

El demonio le dirigió una sonrisa llena de malicia.

—Hay una parte de ti que tal vez pueda, mago. Recuerda que en tu mundo las cosas invisibles no son tan invisibles para los hijos de la luna. Y ahora, ¿puedo marcharme?

Fenris dudó un momento, pero finalmente deshizo el hechizo, y el demonio desapareció con un aullido.

Cuando la puerta ínterdimensional se cerró y el demonio se hubo marchado, Fenris se dejó caer sobre una silla, temblando, y respiró hondo.

Estaba agotado, y todavía tenía la piel de gallina.

Morderek subía las escaleras lentamente, con el corazón palpitándole con fuerza. Se detuvo un momento antes de llegar a la cúspide de la Torre, y vaciló.

—Tengo que seguir —se recordó a sí mismo. —Si dejo pasar esta oportunidad, puede que nunca vuelva a presentarse.

Siguió subiendo, y se detuvo al final de la escalera. En aquel descansillo había cuatro puertas, el chico lo sabía muy bien.

Y la puerta que estaba siempre cerrada ahora se hallaba entreabierta.

Morderek dirigió la mirada hacia el despacho de Dana, que ahora ocupaba Shi-Mae, como Señora de la Torre en funciones. Vaciló de nuevo. Había acudido allí para hablar con Shi-Mae, pero el misterio de la cuarta puerta siempre había despertado su curiosidad.

Se acercó para asomarse, solo un momento.

Dentro no había nadie. Era una amplia habitación amueblada de forma parecida a las docenas de pequeños estudios que había en la Torre. Estanterías con libros de hechizos, una enorme mesa al fondo y una gran variedad de objetos y amuletos mágicos. La chimenea estaba fría y silenciosa.

Morderek estaba acostumbrado a toparse por casualidad con habitaciones que nadie había usado en años. Era algo habitual en la Torre, ya que se trataba de un edificio muy grande, y sobraba espacio para las pocas personas que vivían allí.

Sin embargo, aquella estancia que se ocultaba tras la cuarta puerta presentaba un estado mucho peor que el simple abandono. Parecía como si allí, mucho tiempo atrás, se hubiese librado una batalla campal. Los cristales de la ventana estaban rotos, había una estantería volcada y gran parte de los objetos y los libros estaban por los suelos, destrozados. Las paredes presentaban quemaduras que Morderek reconoció como impactos de rayos de fuego mágico que no habían dado en el blanco.

—¿Qué sabes de este lugar? —dijo a sus espaldas una voz melodiosa y musical.

Morderek se sobresaltó. Se volvió lentamente, pero la mirada de los ojos de Shi-Mae no era severa, sino simplemente interrogante y pensativa, como si estuviese tratando de decidir si valía la pena hablar con aquel chico.

—Yo... —balbuceó Morderek. —No sé nada. Esta habitación siempre está cerrada.

Shi-Mae asintió.

—Lo supongo. Perteneció al antecesor de Dana, un hechicero que se hacía llamar el Amo de la Torre.

—Y... ¿qué pasó? —se atrevió a preguntar Morderek.

Shi-Mae no respondió. Miró al chico de nuevo y, a un leve gesto de su mano, la cuarta puerta se cerró, sobresaltando al aprendiz.

—¿Querías alguna cosa, muchacho? —preguntó la Archimaga.

—Sí —dijo él cuando logró recuperar el habla. —Yo... conozco el lenguaje de los animales y tengo poder sobre ellos. Por eso estoy aquí, estudiando magia y hechicería.

—Lo sé —asintió Shi-Mae.

—Oí anoche a los lobos. Y escuché su mensaje. Sé lo que está pasando. Sé que Dana no va a volver.

La expresión de Shi-Mae no se alteró lo más mínimo.

—No he dicho nada a nadie —se apresuró a explicar Morderek. —No quiero meterme en asuntos que no me incumben.

—Entonces, ¿para qué has venido?

—Solo quiero aprender. Cuando vine aquí todo me parecía nuevo y excitante, pero, señora, ahora creo que la Torre se me ha quedado pequeña. Creo que mi Maestra es una gran hechicera, pero sé que llegará un momento en que ya no pueda seguir enseñándome.

Morderek tragó saliva antes de mirarla a los ojos y añadir:

—Y creo que ese momento ya ha llegado. Shi-Mae ladeó la cabeza, sin dejar de observarlo. Los ojos verdes de Morderek, habitualmente fríos y altivos, parecíanahora llenos de fervor. Lentamente, el muchacho se arrodilló ante la Archimaga elfa y bajó la cabeza en señal de respeto y humildad.

—Te suplico, señora, que me recibas como alumno y devoto servidor.

Shi-Mae tardó unos minutos en responder. Morderek respiraba entrecortadamente, sabedor de que aquello que acababa de hacer era una gran osadía, y de que la hechicera podía matarlo con un solo gesto de su mano.

— ¿Sabes lo que puede pasarte si traicionas a tu Maestra?

—No voy a traicionarla —dijo el chico. —No soy estúpido. Simplemente quiero cambiar de Maestra... si tú me lo permites.

—Es ella quien debe autorizarlo, muchacho.

—Pero ella no está, y tú eres ahora la Señora de la Torre. Llévame contigo al Bosque Dorado y deja que aprenda magia de alguien como tú.

Shi-Mae sonrió.

—Eres un humano —dijo solamente.

—Soy un humano que admira y respeta a los elfos de sangre pura.

Shi-Mae seguía mirándolo.

—No puedes equipararte a la princesa Nawin.

—Nunca he pretendido hacerlo, señora.

Shi-Mae acercó su mano al rostro del muchacho, que se estremeció un breve momento. Sintió que la elfa colocaba la mano sobre su cabeza, y al instante notó una mareante sensación de vértigo.

Aún oyó las palabras de Shi-Mae antes de caer desvanecido:

—Tendrás que ganarte ese honor, muchacho. Estás en periodo de prueba. Te estaré observando...

VI. LA REBELIÓN DE LOS LOBOS

Salamandra encontró a Fenris en las almenas, contemplando el crepúsculo con gesto serio. La brisa sacudía su túnica roja y revolvía su cabello cobrizo. La chica se detuvo un momento en la puerta de salida, dudando; pero enseguida echó a andar hacia el mago con decisión.

La voz de él la sobresaltó:

—Parece que fue ayer.

Salamandra se detuvo de nuevo. Fenris había hablado sin girarse ni hacer el menor movimiento, por lo que se preguntó si estaba dirigiéndose a ella. Por si acaso, decidió que lo mejor era hacerse notar:

—Perdón, ¿cómo dices?

Fenris respondió, sin alterarse:

—Que parece que fue ayer cuando Dana se acercaba de esa misma manera, en silencio, para preguntarme cosas que ella no debería saber.

Salamandra no supo qué responder.

—Cuando vives entre elfos apenas notas el paso del tiempo —prosiguió Fenris. —Las estaciones se suceden, una tras otra. Pero estar entre humanos es... —suspiró casi imperceptiblemente. —Es diferente. Ves cómo crecen, los ves madurar, envejecer, año tras año. Entonces te das cuenta de que el mundo cambia, aunque los elfos no lo hagamos.

»Hace solo quince años, Dana era una chiquilla como tú. Ahora la miro y veo en ella una mujer, y pienso... ¿cómo ha pasado esto? ¿Cómo puede ser que a mí me queden cerca de setecientos años de vida? ¿Qué voy a hacer cuando ella... cuando vosotros, incluso, ya no estéis?

Salamandra desvió la mirada y cerró los ojos un momento, sintiendo una punzada de dolor en lo más profundo de su corazón. «¿Qué es mi vida para ti, Fenris?», pensó. «Tú tienes mucho tiempo por delante. Podrías vivir tu vida con diez humanas como yo, una detrás de otra, si quisieras».

—¿Dana era como yo, cuando tenía mi edad? —preguntó para evitar seguir pensando aquellas cosas.

Fenris sonrió levemente.

—No —dijo. —Era silenciosa, retraída y solitaria. Apenas hacía otra cosa que no fuera estudiar y pasear por el bosque, perdida en sus pensamientos.

—O venir a preguntarte cosas —Salamandra avanzó hasta colocarse junto a él. —Me cuesta trabajo creer que ella fuera una vez una estudiante como yo. Al principio, yo creía que ella había sido tu Maestra.

—Oh, no. Aunque ella parezca mayor que yo, en realidad yo tengo más de doscientos años.

—Ya lo sé —cortó Salamandra con algo de brusquedad.

Reinó un silencio que a la muchacha se le hizo insoportablemente incómodo. En cambio, Fenris seguía contemplando el horizonte con gesto serio, pero sereno.

—Has venido a preguntarme algo —dijo él por fin. —¿Qué es?

Salamandra alzó la barbilla para mirarlo fijamente.

—Quiero saber por qué se ha ido.

—Ya lo sabes: por la maldición.

—¡Estoy cansada de oír hablar de esa maldición! —estalló la muchacha. —¡Todo el mundo la menciona, pero nadie quiere explicarme en qué consiste!

Fenris guardó silencio. Más calmada, Salamandra habló de nuevo:

—Además, yo no creo que Dana haya huido. Nunca haría algo semejante.

—Yo no he dicho que haya huido, Salamandra —hizo notar él, suavemente. —Simplemente, se la han llevado. —¿Llevado? ¡Pero...!

Fenris la hizo callar con un gesto. Cuando se volvió para mirarla, parecía profundamente preocupado.

—No sé dónde se la han llevado, ni si está bien, Salamandra —dijo. —No sé nada. Solo sé que probablemente está en peligro, y que nosotros no podemos hacer nada.

—Pero... podríamos ir a buscarla...

—¿Dónde vas a ir a buscarla, Salamandra? —Ella abrió la boca para contestar, pero no se le ocurrió nada que decir. Miró a su amigo y estalló:

—¡Tú deberías saberlo, Fenris! ¡Eres un mago, un Maestro mago!

Fenris esbozó una triste sonrisa.

—Desgraciadamente, Salamandra, no tengo ni la más remota idea de dónde puede estar Dana. La he buscado desde aquí con todos los medios a mi alcance, pero ni las bolas de cristal pueden mostrarme su imagen ni los genios que invoco saben responder a mis preguntas. Salamandra guardó silencio, pesarosa. —Lo siento —añadió el elfo.

—Tiene que haber algo que podamos hacer —insistió ella. —Si la magia no funciona, habrá que probar otra cosa. Habrá que salir a buscarla, no importa dónde.

—Shi-Mae no nos dejaría abandonar la Torre, lo sabes. Y ahora debemos obedecerla a ella.

Lo dijo con tanta amargura que Salamandra no pudo evitar preguntar:

—¿Qué pasó con ella, Fenris? ¿Qué hubo entre Shi-Mae y tú?

Él la fulminó con la mirada.

—No es asunto tuyo.

Salamandra lo sabía, pero, aun así, le dolió el tono de voz del elfo, excesivamente duro y cortante, en su opinión.

—Creía que éramos amigos —dijo. —Pero... ¡oh, disculpa! Olvidaba que tú solo eres amigo de Dana.

—Salamandra... —empezó Fenris, irritado; pero ella seguía hablando.

—Aunque no eres muy buen amigo, que digamos. Dices que Dana está en peligro y lo dices así, tan tranquilo... ¡Si tú hubieses desaparecido, yo ya habría removido cielo y tierra en tu busca!

Other books

The Penguin's Song by Hassan Daoud, Translated by Marilyn Booth
Affairs of the Heart by Maxine Douglas
Sound by Alexandra Duncan
Beatrice by King, Rebecca
Eleanor by Ward, Mary Augusta
Before I Go by Colleen Oakley
Fields of Home by Marita Conlon-Mckenna
Last Chance Hero by Cathleen Armstrong