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Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (8 page)

El enfado de Fenris desapareció como por encanto. El elfo le dirigió a la chica una mirada pensativa, y ella se sintió muy humillada por haberle revelado lo que consideraba una debilidad.

—... Cosa que, desde luego, no te merecerías en absoluto —añadió rápidamente, irritada. —¡Te importa más esa elfa que todos nosotros juntos! Eres el ser más egoísta que he conocido nunca.

Él no respondió. Ella lo miró a los ojos y le dijo, lentamente, y sin el menor asomo de temor:

—Te odio, Fenris.

Fenris podía haberla fulminado con un rayo con solo alzar la mano, Salamandra lo sabía. Pero, aun así, sostuvo su mirada sin pestañear, esperando su reacción.

Fenris se limitó a volverse de nuevo hacia las almenas y seguir contemplando el horizonte.

Dolida ante su impasibilidad, Salamandra dio media vuelta y se alejó hacia la puerta.

—Ten paciencia, Salamandra —oyó la voz de Fenris tras ella. —Aprende a leer las señales y a esperar el momento adecuado.

Salamandra no respondió, ni se dignó volverse hacia él.

Fenris regresó a su estudio, pensativo. Todavía flotaba en el ambiente el olor del demonio, y el elfo no pudo evitar un estremecimiento. Sabía exactamente qué era lo que iba a hacer. La criatura le había dado una pista, y no pensaba dejarla escapar.

Miró a su alrededor. La habitación presentaba un cierto aspecto siniestro después de la invocación. «Pregúntales a ellos», pensó el elfo. «Como si fuera tan sencillo.»

Se disponía a ejecutar un hechizo que limpiara todo aquello cuando de pronto, ante sus ojos, uno de los incensarios cayó al suelo, y su contenido se desparramó por las baldosas. Fenris se quedó un momento paralizado, preguntándose si el demonio seguía por allí. Pero no podía ser; no sentía su presencia, y el círculo estaba cerrado.

Entonces cayó el segundo incensario, como empujado por una brisa invisible. Y el tercero. Y el cuarto.

—No es posible —murmuró el mago, con los ojos muy abiertos—. ¿Sigues aquí?

—Estoy aquí —dijo una voz a sus espaldas, en idioma élfico.

Fenris no necesitaba volverse para saber que se trataba de Shi-Mae.

—Veo que has hecho una invocación —comentó ella, avanzando hasta colocarse a su lado, si bien a una prudencial distancia. —¿Qué te han dicho los demonios?

—¿Qué te han dicho a ti? —replicó él.

Shi-Mae clavó en Fenris la mirada de sus ojos de color zafiro.

—No la has encontrado, ¿verdad? ¿Todavía crees que se la han llevado?

Fenris no respondió.

Sabes que si se ha marchado por propia voluntad no la encontrarás —prosiguió ella.
 
—Probablemente no quiere que nadie la encuentre.

No lo creo. Ella y yo hemos hablado sobre el tema muchas veces. No era su intención abandonar la Torre. Dijo que se quedaría a protegerla.

—De la maldición? —Shi-Mae movió la cabeza. —Si es inteligente, se habrá dado cuenta de que lo mejor que podía hacer era marcharse para no poner en peligro a los aprendices.

Fenris alzó la cabeza para mirarla a los ojos.

—En cualquier caso, también es problema mío, y voy a seguir buscándola.

—¿Y qué piensas hacer?

Fenris no respondió, pero Shi-Mae pareció entender, porque lo miró con horror y en sus labios apareció una mueca de desprecio.

—Sigues renunciando a ser un elfo —dijo.

—No puedo seguir huyendo de mí mismo, Shi-Mae.

—Entonces vete y haz lo que quieras, criatura odiosa; pero no te acerques a mí ni a la princesa Nawin. Te estaré vigilando.

Con un gesto, Shi-Mae desapareció de allí, y Fenris volvió a quedarse solo. Miró a su alrededor. Los incensarios seguían por los suelos, pero todo parecía en calma. El mago se preguntó si habrían sido imaginaciones suyas. Esta noche lo averiguaré —murmuró para sí mismo—.

Esta noche...

Dana no volvió para la hora de la cena, como había predicho Jonás, y los aprendices sentían crecer en ellos la incertidumbre a cada hora que pasaba.

Aquella noche los lobos aullaron muy alto en el valle. A Salamandra le costó mucho dormirse y, cuando lo logró, los aullidos de los pobladores de las montañas seguían resonando en sus sueños. Ojos amarillos brillando en la oscuridad, garras afiladas que desgarraban gargantas humanas, colmillos letales goteando sangre...

Salamandra despertó de su pesadilla bañada en sudor. Fuera, el viento silbaba con fuerza, y los aullidos de los lobos se alzaban hacia las estrellas de una noche siniestra que exhibía una luna de color amarillo pálido, envuelta en jirones de niebla.

Salamandra, temblando, se incorporó sobre la cama para mirar a través de la ventana.

—Solo ha sido un sueño —murmuró a media voz.

Entonces sintió que una leve brisa le mecía un mechón de sus cabellos pelirrojos, y se estremeció. Se peinó nerviosamente los rizos hacia atrás, y estaba a punto de comenzar a hacerse una trenza cuando un horrible aullido rasgó la noche y le heló la sangre en las venas.

Se quedó completamente quieta, con el corazón latiéndole muy deprisa.

Entonces oyó golpes en la puerta de la Torre.

La joven aprendiza tragó saliva y escuchó atentamente, conteniendo el aliento.

Los golpes sonaron de nuevo. Se oían débiles debido al silbido del viento, pero la habitación de Salamandra estaba justo sobre la puerta de entrada a la Torre, y no muy por encima de ella. La chica saltó hacia la ventana otra vez.

Reprimió una exclamación de asombro; una figura oscura yacía a las puertas de la Torre, envuelta en una capa gris. Bajo la luz de la luna llena, Salamandra pudo distinguir también los pliegues de una túnica roja.

No se entretuvo. Así como estaba, en camisón, bajó rápidamente los peldaños de la escalera de caracol hasta la puerta de entrada, sin pensar que había aprendido hacía poco un hechizo de teletransportación que podía ahorrarle unos segundos preciosos.

Cuando llegó a su destino, respiró hondo y abrió la puerta. Un cuerpo esbelto y flexible, caído sobre el suelo, a sus pies, manchaba de sangre las baldosas.

—¡Fenris! —susurró Salamandra, horrorizada. El elfo alzó la mirada hacia ella, mortalmente pálido.

—Cierra... la puerta...

Salamandra miró al frente y vio cómo, desde la oscuridad, una bestia peluda se abalanzaba hacia ella gruñendo, con los ojos brillantes...

La joven chilló, incapaz de moverse. La puerta se cerró de golpe, y el lobo chocó contra ella. Lo oyeron gruñir y arañar la madera con fuerza.

—Buenos reflejos —murmuró Fenris. Salamandra sacudió la cabeza, confusa; no había realizado ningún hechizo para cerrar la puerta.

—Creo que estamos a salvo...

—No —dijo él en un susurro. —No estamos a salvo. Salamandra se inclinó a su lado para examinarlo. La túnica roja de Fenris estaba rasgada, dejando ver su pecho surcado por profundos arañazos, de los que brotaba sangre abundante. Las huellas de los colmillos de los lobos marcaban su brazo derecho y sus dos piernas.

—¡Oh, Fenris! —dijo ella, consternada. Trató de ayudarle a levantarse, pero el elfo apenas podía sostenerse en pie. Salamandra alzó la mirada hacia la larga escalera de caracol y suspiró. Fenris nunca podría subir solo, y estaba demasiado débil como para realizar ningún hechizo.

—Llama... a Shi-Mae —dijo él.

Salamandra lo miró, dolida.

—No voy a dejarte aquí solo.

Echó una mirada de reojo a la puerta; fuera, el lobo todavía trataba de entrar. Salamandra respiró hondo e intentó concentrarse en los hechizos de curación que había aprendido en el Libro de la Tierra.

—Eh —murmuró Fenris, algo mareado—. ¿Qué estás haciendo?

Salamandra no respondió. Colocó las manos sobre la herida del pecho de su amigo, sin llegar a rozarle la piel. Cerró los ojos y se esforzó por empezar a acumular energía.

—Eh —repitió Fenris. —Eh, tú no puedes hacer eso aún. Eres...

—... una aprendiza de primer grado, sí, ya lo sé.

Salamandra se mordió el labio inferior y siguió concentrándose. La energía mágica fluyó a través de ella hasta sus manos, y de allí pasó a la herida abierta de Fenris.

—Uh... ah —dijo el elfo.

La herida dejó de sangrar y comenzó a cicatrizar muy lentamente.

Salamandra frunció el ceño y siguió esforzándose. Notaba cómo su energía vital disminuía por momentos y pasaba a Fenris a través de sus manos, pero no por ello interrumpió el hechizo. Su rostro palideció y gotas de sudor comenzaron a perlar su frente.

—Déjalo, Salamandra —susurró Fenris con voz ronca. Ella negó con la cabeza y siguió concentrándose. Pero, de pronto, sintió una mano férrea atenazándola la muñeca, y abrió los ojos con una exclamación de asombro.

Fenris estaba muy cerca de ella, mirándola fijamente con un brillo de advertencia en la mirada de sus ojos ambarinos.

—Déjalo, Salamandra —repitió.

La chica gimió.

—Me haces daño —murmuró, pero Fenris no aflojó su presa.

—Te lo agradezco —dijo el mago—. Pero no debes meterte en esto, Salamandra. Lo digo por tu bien. Llama a Shi-Mae.

Salamandra lo miró, decepcionada, preocupada, furiosa y dolida, todo a la vez. Pero la expresión de Fenris no admitía réplica.

La muchacha se levantó, resignada. Pero se volvió un momento a mirar cómo Fenris se apoyaba en la fría pared de piedra.

—Dime al menos qué ha pasado.

El elfo había recuperado parte de sus fuerzas perdidas, gracias a la intervención de Salamandra. Irguió la cabeza y la miró, pensativo.

—Los lobos son tus amigos —insistió ella. —Tú entiendes su lenguaje.

—Sí —asintió Fenris. —Por eso he ido a preguntarles... si sabían dónde está Dana.

—¿Y por qué te han atacado?

—Porque está maldito —sonó una voz fría desde la oscuridad. —Los lobos saben que ha llegado la hora.

La alta figura de Shi-Mae avanzó hacia ellos, descendiendo por la escalinata de piedra.

—¿Maldito? —repitió Salamandra.

Miró a Fenris, pero este no dijo nada. Seguía apoyado contra la pared, sentado en el suelo, con la túnica hecha pedazos y el brazo, la pantorrilla y el tobillo aún sangrando.

—Fuisteis los dos, ¿no? —dijo Shi-Mae—. Dana y tú.

—Los tres —corrigió Fenris suavemente. —Dana, Maritta y yo. Después de su muerte. —Mmmm... Comprendo. Todo esto es más grave de lo que imaginaba.

Se inclinó junto a Fenris, con un crujido de ropajes dorados. Pasó una mano sobre sus heridas mientras pronunciaba las palabras de un hechizo que Salamandra no conocía. Instantáneamente dejaron de sangrar.

—Gracias —dijo el mago secamente. Salamandra se sintió humillada y muy, muy celosa.

—No me las des —dijo Shi-Mae. —Has perdido mucha sangre y estás muy débil. Tardarás unos días en recuperarte del todo, a pesar de mi magia.

«¡Y de la mía!», quiso chillar Salamandra. Fenris callaba. La Archimaga se volvió hacia ella.

—Vuelve a la cama, jovencita —dijo Shi—Mae, cortante.

Salamandra, indecisa, no se movió. Pero entonces miró a Fenris y vio que él no parecía dispuesto a replicar. Se sintió furiosa. Nada le molestaba más que ver que Fenris no se atrevía a contradecir a Shi-Mae.

¿No se atrevía... o era que aún sentía algo por ella?

—Vuelve a tu habitación, Salamandra —dijo Fenris en voz baja. —Por favor.

Ella alzó la barbilla y lanzó a Shi-Mae una mirada desafiante. Después, sin dignarse a mirar al mago, realizó el hechizo de teletransportación y se esfumó en el aire.

Se materializó en su habitación y se sentó inmediatamente, mareada. La teletransportación se aprendía en el Libro del Aire, y era un hechizo de segundo grado. Pero Jonás se lo había enseñado y, aunque Salamandra no lo dominaba aún, lo utilizaba de vez en cuando.

Se quedó pensativa, preguntándose qué debía hacer. Los lobos seguían aullando en el valle.

VII. CAOS EN LA TORRE

— Claro siempre jugando con lobos... alguna vez tenían que morderle.

—¡Pero él es un mago, un "túnica roja"!

—Pero, si Shi-Mae dice la verdad, y está maldito...

—Pues yo creo que hará bien en marcharse.

—¿Estás loco, tú? Si se va, quedaremos en manos de Shi-Mae y esa engreída princesa...

—Pues tampoco está haciendo nada por ayudar, ¿o sí? ¡Menudo mago! No ha movido un dedo para buscar a la Maestra, y ahora encima le atacan unos simples lobos...

—Eh, eh, Morderek... tú sabes tan bien como yo que no son unos simples lobos. Son los guardianes del valle.

—Mira, Conrado, todo eso estaba muy bien antes, pero ¿se te ha ocurrido pensar que, si eso es cierto, Shi-Mae tiene razón, y Fenris está maldito?

—Bueno, yo...

—Lo dicho: que será mejor que se marche, igual que se ha marchado la Maestra.

—¡La Maestra no se ha marchado! Salamandra dice que la han secuestrado.

—¿Y quién le ha contado ese cuento, Jonás? ¿Fenris el Maldito?

—¡Basta ya! —intervino Salamandra.—Mirad, yo solo sé que estamos en una situación de crisis. Si no hacemos algo, el Consejo de Magos tomará cartas en el asunto; a ellos no les importan nada Dana y Fenris, y probablemente tampoco nosotros. Los abandonarán a su suerte, cerrarán la Torre y a nosotros nos enviarán a cualquier otra parte. Yo, desde luego, no quiero que eso pase.

—Ni yo tampoco —murmuró Jonás, mojando un bollo en la leche. —Pero ¿qué vamos a hacer?

«Una señal», pensó Salamandra, recordando su conversación con Fenris. «Pero ¿dónde está esa señal?»

—Fenris está convaleciente, y Shi-Mae no deja que nos acerquemos...

—¡Qué pena! —se burló Morderek. —... pero, en cuanto sea posible, intentaré hablar con él para que me explique de una vez qué está pasando aquí —concluyó Salamandra sin hacerle caso—. Mientras tanto... habrá que esperar. —¿Esperar a qué?

—No lo sé —tuvo que reconocer Salamandra. —No tengo ni idea. A veces pienso que lo mejor que podríamos hacer es olvidarnos de todo este asunto...

Un agudo chillido la sobresaltó. Los cuatro se volvieron rápidamente. Tina, la cocinera, observaba aterrorizada un enorme cuchillo que flotaba frente a ella. Los cuatro aprendices se miraron unos a otros.

—¡Apartad eso de mí! —chilló Tina, retrocediendo; el cuchillo la seguía—. ¡Apartad eso de mí, os digo!

—Vale ya, Morderek, no tiene gracia.

—¡Eh, que no soy yo!

Uno de los cucharones también empezó a levitar en el aire. El cuchillo seguía irguiéndose amenazadoramente ante la cocinera.

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