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Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (4 page)

—So... sólo era una broma. No... no creerás que he hecho algo malo, ¿verdad?

Dana volvió a sonreír.

—No —dijo al fin. —No, que yo sepa, y generalmente sé bastante de las cosas que pasan por aquí —clavó una mirada reprobatoria en la eterna túnica azul de Jonás, y el chico enrojeció. —¿Qué hay del examen?

—No estoy preparado aún —dijo Jonás rápidamente, pero Dana movió la cabeza.

—Ya hablaremos —le advirtió, y Jonás tragó saliva.

La Señora de la Torre miró a todos sus alumnos y dijo:

—En fin, os he reunido aquí para anunciaros que he recibido una comunicación del Consejo de Magos, pronto habrá una nueva alumna en la Torre.

Hubo un silencio sorprendido.

—¿Y eso es todo? —soltó de pronto Morderek. —Cuando Salamandra vino el año pasado no nos dijiste nada. No es propio de los magos anunciar su llegada.

—Se trata de una alumna muy especial —repuso Dana despacio, pasando por alto el tono impertinente de Morderek. —Parece ser que su familia no estaba de acuerdo con que la mandaran aquí, y ella tampoco viene a gusto —hizo una pausa; prosiguió después, visiblemente incómoda. —Quizá os traiga problemas, pero me gustaría, por favor, que la tratéis bien para que llegue a sentirse como en su casa...

Morderek resopló por lo bajo.

—... o la Torre podría tener dificultades dentro de poco —concluyó Dana. —Su familia es muy, muy influyente.

—Ni que fuera una princesa —rezongó Morderek.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Jonás enseguida.

—Pues, en realidad... —empezó Dana, pero, súbitamente, calló y fijó su mirada en algún punto al fondo del salón de reuniones.

Los chicos se volvieron, pero no vieron nada ni nadie allí. Sin embargo, parecía evidente que había algo, la Señora de la Torre se había puesto mortalmente pálida, y sus ojos seguían abiertos de par en par.

—Maestra... —la llamó Conrado tímidamente.

Dana volvió a la realidad. Se volvió hacia sus aprendices y murmuró:

—Disculpadme un momento. Ahora vuelvo.

Se levantó rápidamente y abandonó el salón, con un revoloteo de su túnica blanca.

Los cuatro jóvenes tardaron un poco en hablar.

—¿Qué habrá pasado? —preguntó Jonás, preocupado.

—No lo sé —Conrado estaba muy inquieto, y no paraba de lanzar miradas nerviosas al lugar donde se suponía que Dana había visto algo fuera de lo corriente. —¿Qué creéis que puede haber percibido?

—Eh, tú deberías saberlo —gruñó Morderek. —Ya estás en cuarto.

—Bueno, la lista de manifestaciones espirituales y demoníacas es larguísima —se defendió el interpelado, —y ella es una Archimaga. Puede haber sido cualquier cosa.

—¿Y si le preguntamos a Fenris? —intervino Salamandra.

—¡Tú siempre encuentras excusas para buscar a Fenris! —protestó Jonás, picado.

—¡Eso no es verdad!

—Eh, eh —dijo Conrado, conciliador. —Fenris ha ido al bosque, y ya sabéis que allí no hay quien lo encuentre... supongo que es porque él no se deja encontrar, por otro lado. ¿Por qué no aguardamos a que vuelva la Maestra, simplemente? Al fin y al cabo, ha dicho que la esperemos aquí.

Eso hicieron, pero Morderek no aguantó mucho. Un buen rato después, anunció que ya estaba harto, y se fue.

Salamandra también estaba nerviosa.

—Voy a buscarla —dijo, y, antes de que nadie pudiera impedírselo, salió del salón.

Subió casi corriendo por la enorme escalera de caracol que vertebraba la Torre, hasta llegar a las almenas. Se asomó, pero no vio a Dana allí, de modo que siguió subiendo hacia la cúspide, donde estaban los aposentos privados de la hechicera.

Fenris le había contado que, tiempo atrás, antes de que Dana gobernara en aquella escuela, las habitaciones más allá de las almenas habían estado rigurosamente prohibidas para los alumnos. Sin embargo, a Dana no le molestaba que los aprendices subieran de cuando en cuando a consultarle dudas, siempre que llamaran a la puerta.

Salamandra llegó por fin a su destino: un descansillo con cuatro puertas. Una de ellas daba a la habitación de Dana; otra, a su laboratorio; la tercera, a su despacho.

La cuarta habitación estaba sellada, y Salamandra se preguntó, como cada vez que subía allí, qué habría detrás...

La distrajo de sus pensamientos la voz de Dana, que procedía del otro lado de la puerta del despacho, que estaba entreabierta.

—... he esperado tanto tiempo, tanto tiempo... Dime, ¿por qué no has venido a verme en todos estos años?

Salamandra aguzó el oído, pero no oyó la respuesta.

—Te he echado de menos todos los días de mi vida —siguió diciendo la Señora de la Torre, tras una pausa. —No sé si habría sido o no más duro para mí verte solo de vez en cuando por poco rato. Pero estoy dispuesta a averiguarlo. Ahora que has vuelto...

Calló súbitamente, pero enseguida prosiguió:

—¿La maldición? ¿Y crees que me importa? —sus palabras tenían, de pronto, un dejo amargo—. No tengo miedo, Kai.

Salamandra parpadeó, perpleja. No conocía a nadie llamado «Kai». Se acercó a la puerta y espió por la rendija abierta, con precaución.

—Sé que te preocupas por mí —dijo la Señora de la Torre con ternura. —Siempre lo has hecho, y te lo agradezco, y no te imaginas... no te imaginas lo que supone para mí verte otra vez, después de tanto tiempo...

Su voz se quebró, y Salamandra la oyó sollozar. Abrió un poco más la puerta para asomarse al interior, y reprimió una exclamación de sorpresa.

Dana estaba sola. Se había apoyado sobre la enorme mesa de roble con runas talladas que presidía su despacho, y lloraba.

—Te he echado tanto de menos... —gimió. —Y ahora me dices... que te marchas otra vez y que no volverás. Que solo has venido a advertirme...

Salamandra vio que Dana alzaba un momento la cabeza, como si escuchase una voz que solo ella pudiese oír. La hechicera exhaló un profundo suspiro.

—Sí, lucharé —asintió—. Te prometí que seguiría viviendo, y no creas que no me cuesta... pero no voy a salir huyendo, no, no lo haré. Ellos son ahora lo único que me ata aquí, Kai, lo sabes. Y digas lo que digas no pienso abandonar la Torre.

Se levantó bruscamente.

—Sé que lo haces por mi bien —añadió, —pero quiero que me comprendas.

De nuevo calló, como si escuchara la respuesta. Después dijo:

—Un año... la maldición ha de cumplirse... sí, eso lo sé. Sé lo que hicimos, y sé que hemos de pagar por ello. Por eso no voy a salir corriendo. Si él vuelve por mí, que lo haga. Ya no le tengo miedo. No temo a la muerte; para mí ya no es más que una vieja amiga.

Nuevo silencio.

—¿Algo peor que la muerte? —dijo Dana. —¿Qué quieres decir?

Salamandra sintió de pronto una mano sobre su hombro y lanzó una exclamación involuntaria. Dana se volvió enseguida hacia ella, sorprendida.

—Señora de la Torre —dijo la suave y melodiosa voz del elfo Fenris, —me parece que te espiaban.

Dana miró a Salamandra, que creyó morir de vergüenza. Pero en los ojos de la Señora de la Torre había un brillo especial. A pesar de la arruga de preocupación que marcaba su frente, su rostro resplandecía de felicidad.

—Salamandra... —dijo Dana; trataba de poner un tono severo en su voz, pero se notaba que estaba pensando en otra cosa.

—¿Qué es eso de la maldición? —preguntó la aprendiza enseguida.

Vio que Fenris alzaba la cabeza para mirar a Dana y repetía:

—¿Maldición?

Dana asintió, miró a su amigo y dijo con un suspiro:

—Estaba empezando a preguntarme por qué tardaba tanto en vengarse.

Fenris frunció el ceño. Se inclinó para mirar a Salamandra a los ojos.

—Chiquilla —le dijo con cierta dulzura. —Estás cansada, ¿verdad?

—Nnn... —empezó ella, pero sus ojos estaban fijos en la hipnótica mirada color ámbar del elfo. —No —pudo decir, antes de caer totalmente dormida en sus brazos.

Dana se quedó un momento en silencio, observando la puerta por donde Fenris acababa de salir, llevándose consigo a la muchacha dormida.

—¿Comprendes ahora por qué no puedo marcharme? —murmuró.

De entre las sombras surgió una figura que se acercó a ella sin ruido. La Señora de la Torre se volvió hacia ella.

—¿Lo comprendes, Kai?

Él alzó la cabeza, pero no dijo nada. Se trataba de un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años, rubio, de ojos verdes y expresión seria.

—He recorrido la Torre —dijo él con lentitud. —He visto a todos sus habitantes. Son casi todos aprendices muy jóvenes, Dana. No podréis vencerlo.

Dana respiró hondo.

—Si no te marchas —añadió Kai—, vendrá a buscarte, y es muy posible que esos chicos a los que intentas proteger salgan perjudicados.

Dana se acercó al ventanal para mirar a través del cristal, como buscando una escapatoria a aquel dilema. El Valle de los Lobos se extendía ante ella, silencioso y sombrío.

—Estoy en una encrucijada, Kai —confesó. —Quizá debería acudir a su encuentro y enfrentarme a él...

El muchacho frunció el ceño.

—Dana... —empezó, pero ella lo interrumpió con un gesto.

—Sé lo que vas a decirme. Sé que quieres protegerme, pero tengo una responsabilidad. Tú también tenías una responsabilidad, ¿lo recuerdas? Tú deberías comprenderme mejor que nadie.

Kai inclinó la cabeza.

—Quizá deberías pedir ayuda al Consejo de Magos —sugirió.

—No me escucharán. No confían en mí.

—¿Por qué no?

Kai se irguió, indignado. Dana lo tranquilizó con un gesto y una sonrisa.

—Quizá haya una posibilidad, al fin y al cabo —dijo. —Probablemente nos visite mañana uno de los miembros del Consejo. Será una buena oportunidad para tantear el terreno, ¿no crees?

Kai todavía parecía preocupado. Se acercó a la hechicera para acariciarle el pelo, y ella se estremeció. Alzó la mano para coger la del muchacho, pero sus dedos pasaron a través de los de él, como si Kai fuese de humo. Dana inspiró profundamente.

—Casi había olvidado el dolor que se siente por dentro cuando es tan evidente que tú y yo no somos iguales —murmuró.

Kai desvió la mirada.

Alguien carraspeó suavemente y les hizo girarse hacia la puerta. Fenris acababa de llegar.

—La he dejado en su cuarto, dormida —informó. —Despertará mañana, pero no sé qué voy a contarle para que deje de hacer preguntas. Por cierto, Dana, ¿qué está pasando?

La Señora de la Torre le dirigió una mirada clara y límpida, llena de emoción contenida.

—Es Kai —dijo solamente. —Kai ha vuelto.

Fenris dio un respingo y abrió la boca para decir algo, pero no le salieron las palabras.

—¿Qué...? ¿Por qué...?

Miró hacia todos lados, en busca del chico que hablaba con Dana. Kai seguía junto a ella, pero el elfo no lo vio.

—Estoy aquí, Fenris —murmuró.

El mago tampoco pudo oír su voz. Kai sonrió amargamente.

—¿Cómo ha vuelto, y por qué? —preguntó Fenris.

—Tuvo un encuentro... bastante desagradable, por así decirlo —respondió Dana, mirando a Kai, que se había puesto serio de repente. —Ha vuelto para advertirnos de que un grave peligro acecha a la Torre, pero después... tendrá que marcharse.

—Lo suponía —asintió Fenris, pensativo. —En cuanto a ese peligro... creo saber de qué se trata.

—Parece peor de lo que imaginas —continuó Dana. —Kai le oyó decir que preparaba algo... "especial" para nosotros —se estremeció. —Un destino peor que la muerte.

—¿Peor que la muerte? —repitió Fenris, frunciendo el ceño. —¿Qué puede ser peor que la muerte? Aunque, en realidad, para ti la muerte no...

No terminó la frase. Miró a Dana y descubrió un brillo apenado en sus ojos. Por el rostro juvenil del elfo cruzó una sombra de preocupación.

—Entiendo. Podremos vencerlo de nuevo, ¿no?

—No lo sé, Fenris. No lo sé. Nos jugamos mucho más que la vida, ¿sabes? El futuro de la Torre pende de un hilo. Si el Consejo se entera de esto...

—Dana, ¿eres consciente de que la nueva alumna está a punto de llegar?

—Bueno —intervino Kai. —¿Y qué significa eso?

Dana lo miró y sonrió tristemente.

—Solo significa una cosa, Kai más problemas.

IV. DOS VISITANTES

A Salamandra la despertó, cuando el sol estaba ya muy alto, la voz de Jonás.

—¡Eh, arriba, dormilona! ¡Ha llegado la nueva!

Salamandra tardó un poco en reaccionar. Oyó el sonido de su puerta al cerrarse, y aún llegó a distinguir un rumor de pasos apresurados alejándose por el pasillo.

Abrió lentamente los ojos, algo confusa. Tenía la sensación de que el día anterior había pasado algo importante, pero no habría sabido dilucidar si había sucedido de verdad o simplemente lo había vivido en sueños.

Todavía aturdida, se levantó, se vistió y bajó a lavarse al patio. Algo más despejada, recordó las palabras de Jonás, y se puso a buscarlo por la Torre, intrigada.

Lo encontró en el estudio de Morderek, una habitación abarrotada hasta el techo de jaulas que contenían una gran variedad de animales, desde ratones o ardillas de lo más común hasta extraños pájaros de plumas doradas, o reptiles de dos cabezas, o pequeños mamíferos traídos de los más alejados continentes.

Salamandra no se entretuvo en mirar a su alrededor; en el centro de la estancia se habían reunido sus tres compañeros, en torno a un objeto que estudiaban con atención. Solo Conrado reaccionó al oírla entrar, sobresaltándose y dirigiéndole una mirada de culpabilidad.

—¿Qué...? —empezó ella, pero Morderek la hizo callar con un gesto.

Entonces Salamandra se dio cuenta de que estaban mirando una bola de cristal.

—¿Habéis cogido el Óculo de Fenris para espiar? —empezó, indignada, pero Jonás la cortó:

—¡Dana tiene problemas!

Y Salamandra tiró todos sus escrúpulos por la borda para unirse al conciliábulo, haciéndose un hueco entre Conrado y Jonás.

El objeto mágico mostraba el despacho de la Señora de la Torre. Ella estaba de pie frente a su mesa, observando gravemente a una joven elfa de rasgos delicados y aristocráticos, que se cubría la cabeza con la capucha de una suave capa de piel inmaculadamente blanca. La joven sostenía su mirada sin pestañear, con una expresión gélida. Su semblante pálido parecía de porcelana, y en él brillaban unos enormes ojos almendrados de color verde, de un tono que parecía más felino que humano.

—Es Nawin —susurró Jonás. —La nueva.

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