Read La Maldición del Maestro Online

Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (5 page)

—Sí —dijo Morderek. —¿Y adivinas qué? ¡Sí, es una princesa!

—¡Venga ya! —soltó Salamandra, sorprendida. Centró entonces su atención en la imponente figura, ataviada con una túnica dorada, que se erguía detrás de Nawin. Se trataba de una mujer elfa, que alzaba la barbilla con gesto decidido y enérgico. Su abundante cabellera de color castaño claro, salpicada de pequeñas cuentas brillantes como estrellas, caía por su espalda como un manto. Sus ojos eran de un profundo tono zafiro, como el del cielo después de la puesta del sol.

—¿Quién es? —preguntó Salamandra.

—Nada menos que Shí-Mae, una leyenda en el Consejo de Magos —respondió Conrado, estremeciéndose.

—Bueno, ¿y qué hace ella aquí?

—¡Silencio! —gruñó Morderek.

Los cuatro se concentraron de nuevo en la imagen que les ofrecía el Óculo.

Dana había apartado la mirada de Nawin para clavarla en la Archimaga que la acompañaba.

—¿Cuál es el problema? —preguntó suavemente.

Los ojos de Shi-Mae se estrecharon peligrosamente. Había cruzado los brazos sobre el pecho, y todo en su actitud indicaba que no le hacía gracia estar allí.

—La princesa posee grandes cualidades —dijo, y su voz sonó dulce y melodiosa como la de un ruiseñor, pero con un dejo de impaciencia.

Dana siguió sosteniendo su mirada, esperando que añadiera algo más. Como no lo hizo, se encogió de hombros y comentó:

—Sí, eso parece evidente. Pero sigo sin ver cuál es el problema.

Shi-Mae alzó la cabeza despreciativamente, y explicó con lentitud, como si hablase con alguien corto de entendederas:

—Los magos elfos sugerimos en el Consejo que la enviasen a un lugar digno de su talento.

—Ah —dijo Dana. —La Torre no es digna del talento de Su Alteza, ¿es eso?

Shi-Mae no respondió, pero su silencio fue bastante elocuente. Dana se encogió de hombros.

—Muy bien —dijo. —Que se vaya, entonces.

Los ojos de Shi-Mae lanzaron un destello de advertencia.

—Sabes muy bien que ha de acatar las normas del Consejo de Magos, Señora de la Torre —dijo suavemente, aunque en su voz vibraba un tono de ira contenida.

Dana sonrió levemente.

—No sabes cómo lo siento, Archimaga. ¿Debo suponer por tus palabras que me consideras responsable de la decisión del Consejo? Sabes que no pertenezco a él.

—Debes suponer que tanto los magos elfos como la familia de la princesa están muy disgustados con esa decisión.

—¿Y te han enviado a ti para hacérmelo saber?

—Me han enviado a mí para que me asegure de que la Torre cumple todos los requisitos indispensables para ser considerada una Escuela de Alta Hechicería digna de que un miembro de la realeza élfica estudie en ella. Todos conocemos la irregularidad del historial de este lugar...

Dana no respondió a la provocación, de modo que Shi-Mae siguió hablando:

—Doy por sentado que sabes lo que significaría un informe negativo presentado al Consejo de Magos...

Dana palideció levemente, pero no movió ni un músculo.

En el estudio de Morderek, Salamandra se estremeció.

—No estará hablando de cerrar la escuela, ¿verdad?

Esta vez fue Jonás quien la hizo callar.

Shi-Mae seguía hablando.

—¿Cómo voy a permitir que la princesa acepte por Maestra a una advenediza que ni siquiera ostenta la túnica dorada que hace honor a su rango?

—Estoy de luto —repuso Dana lacónicamente.

—Tu luto dura ya diez años, Señora de la Torre. Dana alzó la mirada para clavarla en los ojos de Shi-Mae.

—Mi luto durará hasta que yo lo decida —replicó. —El Consejo no es quién para juzgar el alcance de mi pérdida.

—Conmovedor —dijo Shi-Mae con ironía. —Resulta incomprensible que llores por haber perdido algo que en realidad nunca tuviste.

Dana se irguió, como movida por un resorte.

—¿Cómo te atreves? ¡Estás en mi casa! No olvides que sigo siendo una Archimaga, igual que tú.

Shi-Mae ladeó la cabeza con una sonrisa de suficiencia y avanzó unos pasos hasta colocarse junto a la princesa Nawin, que no se había movido, y seguía erguida frente a Dana, como una estatua de mármol.

—Eres una Archimaga, pero no eres como yo —le espetó a la Señora de la Torre. —Todos saben en el Consejo cómo obtuviste el poder del unicornio. Todos saben que pesa una maldición sobre ti y sobre la Torre y todos sus moradores.

En aquel mismo instante una forma rojiza empezó a tomar cuerpo en la habitación.

Aunque estaba a salvo en el estudio de Morderek, Salamandra no pudo evitar sentirse inquieta, hasta que el recién llegado se materializó por completo en el despacho de Dana, y los chicos vieron que se trataba de Fenris.

Los ojos del mago se encontraron con los de Shi-Mae, y él se sobresaltó.

—¿Sorprendido? —susurró la elfa, que no parecía estarlo lo más mínimo—. Qué extraño; eres tú el que llega de súbito sin llamar a la puerta.

—Tú —dijo Fenris con voz ronca. —¿Qué haces aquí?

Shi-Mae se encogió de hombros.

—Motivos de trabajo. ¿Y tú? ¿Todavía correteas por los bosques bajo la luna llena?

Fenris palideció.

—Ya basta —intervino Dana, cansada. —Ya nos has ofendido bastante, Shi-Mae. Márchate con tu protegida o déjala aquí y haz tu inspección, lo que prefieras. Pero, por favor, hagas lo que hagas, hazlo rápido.

Shi-Mae sonrió de nuevo.

—De entrada —dijo, —creo que deberías vigilar que tus alumnos no espíen a través de los Óculos de sus Maestros.

En el estudio de Morderek reinó enseguida el desconcierto.

—¡Nos ha descubierto! —gimió Conrado; un papagayo chilló desde una de las jaulas, y el chico dio un salto del susto.

—¡Todo el mundo fuera! —decretó Morderek, alarmado, y los echó a todos con cajas destempladas.

La reunión de espías se disolvió rápidamente, y Salamandra se encontró de pronto sola en el corredor, con el Óculo entre las manos.

Mascullando contra sus compañeros, que la habían abandonado con el cuerpo del delito a la menor señal de peligro, Salamandra decidió que lo mejor que podía hacer era acudir al estudio de Fenris para dejar el Óculo donde estaba.

Recorrió la Torre con el objeto mágico cuidadosamente cogido entre las manos, llena de malos presagios acerca de la llegada de Nawin y Shi-Mae. Cuando por fin llegó a su destino vio que la puerta del estudio estaba abierta, y que Fenris no se hallaba en su interior.

Antes de guardar el Óculo, sin embargo, no resistió la tentación de echar otro vistazo.

Lo que vio la dejó un poco sorprendida al principio, hasta que recordó, de pronto, lo que había presenciado en el despacho de Dana el día anterior.

La bola de cristal le mostraba a la Señora de la Torre, de nuevo sola en su despacho, hablando con un ser a quien solo ella podía ver y oír.

—¡Pero tengo responsabilidades! —decía ella. —¡Maldita sea, tengo a los elfos en mi contra, al Consejo estudiandola Torre con lupa y a Shi-Mae metiendo las narices en todo! ¿De dónde quieres que saque tiempo para proteger la Torre de la maldición? ¡Te necesito a mi lado, Kai, tienes que quedarte!

Kai debió de contestar algo que no gustó a Dana, porque respondió rápidamente:

—¡Tiene que haber alguna manera! Ya no soy una simple aprendiza, tengo mucho, mucho poder, ¿sabes? Y no voy a dejarte marchar otra vez. Encontraré la manera de que estemos juntos, te lo prometo. Tú solo dame tiempo.

Dana se paseaba nerviosa arriba y abajo, jugueteando inconscientemente con el colgante de plata que siempre llevaba al cuello. De pronto, la Señora de la Torre se paró y lo miró, pensativa. Alzó la cabeza y se volvió hacia un lado, donde se suponía que estaba su interlocutor invisible.

—¿Crees que podría vincularte a un objeto? —le preguntó.

Escuchó la respuesta con atención, y se apresuró a aclarar:

—No sería una vinculación completa, claro. Pero no es un hechizo complicado. Ahora que estás en este mundo, puedo hacerlo sin problemas. Tendrías que quedarte cerca del amuleto, por supuesto, pero de todas formas siempre lo llevo puesto. ¿Qué opinas?

La respuesta pareció ser afirmativa, porque Dana sonrió y dijo:

—Bien. Entonces realizaré el conjuro esta misma tarde.

Abrió uno de los cajones de su mesa y guardó dentro el colgante. Después se volvió de nuevo hacia su invisible acompañante.

—No nos quedan muchas opciones —dijo. —No pienso salir huyendo, pero ya has visto que tampoco puedo pedir ayuda a Shi-Mae, —estaría encantada de echarnos a todos de la Torre. No sé qué voy a hacer.

Nuevo silencio. Dana se sentó tras la mesa de su despacho, pensativa. De pronto Salamandra la vio sonreír con ternura.

—Juntos, sí —murmuró la Señora de la Torre. —Juntos haremos frente a la maldición y sacaremos la Torre adelante.

Movió la cabeza, como si estuviera disfrutando de una caricia, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Alzó la mano y la deslizó por el aire, frente a ella, como si acariciase el rostro de una persona que solo ella podía ver. Sin embargo, sus dedos se movían vacilantes, y finalmente cerró el puño con rabia y emitió un gemido de impotencia.

—Maldita sea —susurró. —Ojalá pudiera tocarte, por una vez en mi vida.

Salamandra decidió que ya había visto bastante. Confusa y avergonzada, veló el Óculo de nuevo y lo guardó en su sitio.

Volvió a su habitación llena de incertidumbre y dudas acerca de lo que había visto... o lo que no había visto. ¿Quién era ese tal Kai? ¿Existía de veras, o era un producto de la desbocada imaginación de una mente enferma? ¿Estaba Dana en sus cabales, o, por el contrario, se había vuelto loca tiempo atrás? ¿O tal vez padecía alucinaciones a causa de alguna droga?

Salamandra sacudió la cabeza. La Señora de la Torre siempre había sido amable con ella, pero tenía que reconocer que era bastante rara. Por los comentarios que Shi-Mae había hecho acerca de su luto, Salamandra dedujo que Kai podía ser alguien muy querido por Dana, tal vez un antiguo amor que había muerto tiempo atrás. Pero los muertos no volvían a dejarse ver por los vivos, ni siquiera por los magos más poderosos. «Quizá ella nunca lo aceptó, y cree que todavía está vivo, y que viene a verla», pensó la chica, y se estremeció. Sabía de ancianas viudas que decían hablar con sus maridos muertos. En realidad no los veían; o mentían para hacerse las interesantes, o bien no andaban bien de la cabeza.

La idea de que su Maestra estuviera loca no resultaba muy tranquilizadora, así que Salamandra intentó buscar otra explicación. Kai podía ser el producto de una invocación; Dana era lo bastante poderosa como para hacer algo semejante. Pero seguía habiendo un detalle preocupante: el tono con que la hechicera se dirigía a su invocado. «Cuando invocas a un ser de otro plano», se dijo Salamandra, «le dices "¡Obedece a tu amo y dime lo que quiero saber!", o algo parecido. No le susurras palabras de amor. Y, de todas formas, ¿quién se enamoraría de un genio, un demonio o un elemental?»

Absorta en sus pensamientos, Salamandra no se dio cuenta de que alguien doblaba la esquina, y tropezaron. La otra persona soltó algo en élfico, que sonó bastante irritado.

—Lo siento —dijo Salamandra mecánicamente.

Entonces vio que se trataba de Nawin. La joven princesa se sacudió el vestido (no era un vestido, observó entonces Salamandra, sino una blanca túnica de aprendiza, ricamente bordada con hilo de oro y cuentas brillantes) y le lanzó una mirada llena de desprecio.

Salamandra sintió que la inundaba la ira.

—Ya he dicho que lo siento —gruñó. —No hace falta que me mires así, no voy a contagiarte nada.

Ella no se molestó en responder. Se envolvió en su capa y siguió andando pasillo arriba.

—Elfa engreída —masculló Salamandra.

La princesa murmuró algo entre dientes. Salamandra oyó perfectamente que decía, con un fuerte acento élfico:

—Patética humana.

Sintió que se le encendía la cara de ira.

—¿Cómo has dicho?

Nawin seguía andando, sin volverse, de modo que Salamandra corrió tras ella y la cogió del brazo, obligándola a mirarla.

—Óyeme bien, niña bonita. Aquí no vamos a besar la tierra que pisas, así que vete acostumbrando o regresa a tu palacio de cristal y déjanos en paz.

Los labios de Nawin se contrajeron en una mueca de odio. Solo dijo tres palabras, duras y gélidas:

—No me toques.

Salamandra soltó su brazo de inmediato, como si la elfa estuviese apestada. Nawin le dirigió una breve mirada y preguntó:

—No tienes idea de en qué antro has ido a caer, ¿verdad?

Salamandra cedió a la provocación.

—¡La Torre no es ningún antro! Ni tú ni esa Shi-Mae tenéis derecho a...

La rabia ahogó sus palabras. Nawin se limitó a mover la cabeza, con calma.

—No sabes nada de tus Maestros, ¿eh? No sabes cómo llegó esa Dana a ser Señora de la Torre, ni sabes quién es ese elfo que la acompaña a todas partes.

Salamandra saltó ante la mención del mago.

—Ese elfo es Fenris, y es mi amigo. Eso me basta.

Nawin clavó en ella sus ojos verdes.

—Es evidente que no conoces muy bien a tu "amigo" —dijo, poniendo una especial ironía en la palabra. —Si supieras de él lo que sabemos en el reino de los elfos, no volverías a acercártele. Un elfo nunca es desterrado de su hogar sin una razón de peso, y... créeme... en su caso había una razón de mucho peso. No podrá volver nunca más.

Salamandra se quedó de piedra. Nawin había sabido poner en sus palabras el veneno de una víbora sin llegar a perder su acento dulce y musical, y la muchacha tuvo que reprimir las lágrimas de odio y rencor que acudieron a sus ojos.

Con un grácil movimiento, la princesa elfa se apartó de ella y siguió su camino.

—¡No te creo! —chilló Salamandra a sus espaldas. —¡No eres más que una niña rica, consentida y engreída!

Nawin no se molestó en girarse, ni en contestar.

—¡Salamandra! —dijo la voz de Jonás tras ella.

La chica se sobresaltó. Su amigo parecía seriamente preocupado.

—¿Qué has hecho? ¡Debías ser amable con ella! Si se lo dice a Shi-Mae...

—No me importa —susurró la muchacha, y, apartándolo de un empujón, echó a correr hacia su cuarto, confusa y con las mejillas encendidas.

Shi-Mae descendía por la gran escalera de caracol con paso sereno y elegante. Los pliegues de su túnica dorada crujían al deslizarse sobre la fría piedra.

Other books

Homespun Bride by Jillian Hart
Maiden Rock by Mary Logue
Beastkeeper by Cat Hellisen
Orfeo by Lawless, M. J.
Sculpting a Demon by Fox, Lisa