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Authors: Laura Gallego García

La Maldición del Maestro (10 page)

Pasó frente al cuarto de Fenris y se detuvo un momento. No pudo evitar la tentación: abrió la puerta lentamente y entró.

El mago elfo estaba tendido en la cama, inconsciente. Murmuraba de vez en cuando palabras en élfico, que Salamandra no podía entender.

La muchacha suspiró. Shi-Mae había aplicado a Fenris un hechizo de curación mágica; lo mantendría sin sentido durante varios días, pero, cuando despertase, el elfo estaría completamente recuperado.

Salamandra tragó saliva y se aproximó para mirarlo más de cerca. Conteniendo el aliento, alargó la mano para apartarle de la frente un mechón de cabello cobrizo. El elfo no pareció notarlo.

Salamandra suspiró de nuevo y, en silencio, salió de la habitación.

Siguió su camino a través de la Torre hasta que, finalmente, llegó a su objetivo, los aposentos privados de Dana. Las cuatro puertas.

Por enésima vez, Salamandra se preguntó qué escondía la cuarta puerta. Sin poder resistir la tentación, se acercó a ella y trató de abrirla.

—Cerrada —murmuró para sí misma; el sonido de su propia voz la asustó y decidió no tentar más a la suerte y centrarse en lo que había ido a hacer allí.

Entró en el despacho de Dana, que ahora era el de Shi-Mae. Se detuvo un momento en la puerta, vacilante. La luz de la luna entraba por el ventanal, y Salamandra echó una mirada circular, tratando de situarse. Respiró hondo y comenzó con su tarea.

Momentos después estaba muy ocupada registrando cuidadosamente el despacho de Dana, asegurándose de que volvía a dejar cada cosa exactamente donde y como estaba. No se sentía muy convencida de lo que buscaba; una carta, un objeto, cualquier cosa que le diese una pista sobre el paradero de su Maestra. La habitación de Dana estaba justamente al lado, pero Salamandra sospechaba que era allí, en el despacho, donde debía buscar, el lugar donde había visto a la Señora de la Torre hablando con un ser invisible...

«Kai», recordó ella, mientras trataba de abrir los cajones. «Tal vez Dana no estuviera loca al fin y al cabo».

El cajón se resistía. Salamandra forzó la vista para observarlo mejor a la luz de la luna. No tenía cerradura, así que no podía estar cerrado con llave. Sin embargo, no había manera de abrirlo.

Salamandra suspiró, y decidió dejarlo estar. Sabía que esa era una pista importante, un ser invisible. ¿Un duende? ¿Un genio? ¿Un demonio? ¿Un fantasma?

—Ojalá lo supiera —susurró para sí misma—. Kai...

El cajón se iluminó suavemente, y, para asombro de la aprendiza, se abrió solo sin el menor ruido.

—¡Una contraseña mágica! —murmuró ella, sorprendida.

Se apresuró a registrar el cajón. Había un pequeño cuaderno (las páginas estaban en blanco; Salamandra supuso que se trataba de otro hechizo de protección) y objetos tan dispares como un antiquísimo cuchillo de cocina, un fragmento de hueso muy grande, duro y amarillento, y una pequeña botella de color verde. Nada de aquello llamó la atención de Salamandra, a excepción del cuaderno que, desgraciadamente, no podía leer.

Cuando volvió a guardarlo en su sitio, sin embargo, sus dedos rozaron algo duro y frío. Lo sacó, sorprendida de no haber reparado en ello antes, y lo alzó para observarlo a la luz de la luna.

Se trataba de un colgante unido a una cadena de plata: un colgante que representaba una luna en forma de cuarto creciente que sostenía entre sus dos cuernos una estrella de seis puntas.

El colgante de Dana.

Salamandra tragó saliva. Llevaba un año en la Torre y nunca la había visto sin aquel colgante. Debía de poseer un enorme poder mágico, ya que la Archimaga no se separaba de él. Entonces, ¿por qué lo había dejado atrás ahora?

Movida por un presentimiento, Salamandra colocó las manos sobre el colgante para realizar un sencillo hechizo básico. Pronunció las palabras mágicas y aguardó. El amuleto despidió un leve resplandor azulado. Salamandra estaba desconcertada. Aquello significaba que, efectivamente, aquel colgante había formado parte de un conjuro. Pero no poseía magia en sí mismo; de lo contrario, la reacción habría sido más espectacular.

Repitió la operación con todos los objetos del cajón. Solo el cuaderno reaccionó levemente, con un suave resplandor rojizo, y Salamandra reconoció en él lo que ya había imaginado: un simple hechizo de protección. También la botella emitió un debilísimo fulgor, demasiado tenue como para admitir auténtica magia en ella. Era el mismo brillo que había presentado el colgante, pero mucho más débil. «Esto también formó parte de algún tipo de conjuro, pero hace mucho tiempo», pensó la chica.

Salamandra se detuvo un momento, pensativa. Le intrigaba mucho aquel colgante. Su breve examen le había permitido descubrir que no era mágico; pero, por lo visto, Dana lo había empleado para algún hechizo. La chica rememoró la escena que había visto a través del Óculo: la Señora de la Torre había dicho que iba a realizar un conjuro con aquel amuleto. ¿Lo habría hecho ya? ¿Sería ese el conjuro que había dejado restos de magia en el colgante? ¡Si al menos recordase qué era lo que Dana había tenido intención de hacer...!

Salamandra, desconcertada, iba a cerrar el cajón para buscar más pistas, pero de pronto sintió una presencia trasella, y se volvió.

Dos pequeños puntos rojizos brillaban en la oscuridad. Salamandra se asustó al principio, pero enseguida recordó que así eran los ojos de Fenris de noche, porque los elfos podían ver sin luz, y se tranquilizó solo un tanto. No se trataba de ninguna criatura peligrosa, siempre que excluyera de esta categoría a Shi-Mae, por supuesto. ¿Qué otro elfo podría haberla seguido hasta allí?

—No sé qué estás haciendo aquí —dijo una melodiosa voz, con un fuerte acento élfico,

—pero no creas que vas a salir impune. Era la voz de Nawin. El cajón se cerró de golpe, sobresaltándolas a ambas.

VIII. EL RETORNO DE KAI

Creo que eso no te importa —replicó Salamandra, aún temblando. —No eres quién para ir espiando a la gente.

—Ah —dijo Nawin. —¿Y tú sí eres quién para curiosear en el despacho de Shi-Mae?

—El despacho de Dana —corrigió Salamandra, irritada. —Dana, la Señora de la Torre, ¿recuerdas? Una Archimaga que ha desaparecido; es evidente que, si tu adorada Shi-Mae no mueve un dedo por encontrarla, alguien tendrá que hacer algo.

—¿Tú piensas hacer algo? —se burló la elfa. —¡Una aprendiza de primer grado!

—Sí, una aprendiza de primer grado. ¡Exactamente igual que tú!

Nawin no dijo nada. Salamandra estaba empezando a hartarse de aquella situación. Alzó la mano hacia ella en un gesto de advertencia.

—Mira, lárgate y déjame en paz, o...

—¿O qué? —de pronto, la mirada de Nawin se posó en el colgante que Salamandra sostenía en la mano. —¡Ah! Así que eso era lo que hacías aquí: ¡robar!

Salamandra abrió la boca para replicar, pero, antes de que se diera cuenta, Nawin había realizado un rápido hechizo de telekinesis y la joya estaba en sus manos.

—¡Eh! —exclamó la chica—. ¡Qué...!

—No es tuyo —replicó Nawin muy digna. —¿O sí?

—Pero... ¡tampoco es tuyo!

—Ya lo sé, estúpida. Voy a dejarlo en su sitio...

Nawin se dirigió hacia el cajón y trató de abrirlo mientras seguía hablando:

—... y mañana hablaré con Shi-Mae de todo esto. Parece mentira que haya semejante comportamiento en una Escuela de Alta Hechicería... ¡Vaya! ¡No puedo!

Salamandra observaba sus inútiles esfuerzos con un siniestro placer. No tenía ni idea de cómo podía haberse vuelto a cerrar el cajón, pero sí tenía claro que no pensaba decirle a Nawin la manera de abrirlo.

—Bueno, Nawin —dijo finalmente, satisfecha. —¿Y qué vas a hacer ahora?

La elfa se irguió y la miró a la cara. Sus ojos seguían brillando en la penumbra.

—¿Tú qué crees?

Antes de que Salamandra pudiera reaccionar, Nawin había realizado el hechizo de teletransportación y había desaparecido de allí, llevándose el amuleto consigo.

Salamandra se quedó sola en el despacho iluminado por la luz de la luna.

—¡Demonios! —gruñó. —¡Ella es más novata que yo y, aun así, siempre se me adelanta!

Llena de negros presentimientos, Salamandra salió del despacho y bajó las escaleras. No usó el hechizo de teletransportación porque no tenía ganas de volver a su cuarto. Sabía que no lograría dormir.

Al pasar frente al estudio de Jonás descubrió que salía luz por debajo de la puerta. Vacilando, se acercó y llamó suavemente.

La puerta se abrió sin ruido, y Salamandra entró.

Jonás estaba sentado frente a su escritorio, presidido por un ejemplar del Libro del Agua, observando un diminuto remolino que evolucionaba ante él. Salamandra se acercó en silencio. Sabía que Jonás era perfectamente consciente de su presencia, pero, aun así, no quería molestarlo.

Los dos observaron cómo el remolino se deshacía lentamente, hasta quedarse en unas gotas de agua que, finalmente, cayeron sobre la mesa y desaparecieron por completo.

—¿Puedes hacer eso mismo en tamaño real? —preguntó Salamandra.

Jonás asintió en silencio. Salamandra no dijo nada.

—¿Qué quieres? —preguntó él.

Salamandra abrió la boca para empezar a contarle todo lo que había pasado en el despacho de Dana, pero se lo pensó mejor: Jonás tenía otros problemas en la cabeza.

—Nada —dijo suavemente. —Siento molestarte. Mejor me voy, ¿eh? Buenas noches.

Dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta cuidadosamente tras de sí. Pero, cuando ya se marchaba, Jonás salió del estudio y la retuvo, cogiéndola por el brazo.

—Espera —dijo él.

Salamandra lo miró a los ojos. El chico estaba serio; ella nunca lo había visto así.

—Siento lo que te he dicho esta tarde —dijo la aprendiza. —No es que no quiera ayudarte; es que no me siento capaz de ello.

Jonás callaba; seguía mirándola fijamente, y Salamandra se sintió extraña, como si él no fuera el mismo de siempre.

—Hasta Nawin es mejor que yo —añadió, de mala gana.

Jonás esbozó una sonrisa, y Salamandra se lo agradeció con toda su alma. Necesitaba un amigo, y Jonás era, en el fondo, la persona en quien más confiaba; la idea de que él estuviese resentido con ella se le hacía difícil de aguantar.

—Nawin es muy buena —dijo él. —Será mejor que empieces a metértelo en la cabeza. Puedes pensar lo que quieras de Shi-Mae, pero no es tonta. No avalaría a una persona sin un mínimo de talento.

—Aun así, creo que ella ya sabía mucho antes de venir a la Torre. —Jonás se encogió de hombros.

—Es posible —dijo. —Quizá Shi-Mae le enseñara por su cuenta, pero ambas saben que para cambiar de grado hay que realizar un examen, y ni siquiera una Archimaga como Shi-Mae puede examinar a nadie si no es Maestra en una Escuela de Alta Hechicería.

—Entonces tampoco puede examinarte a ti.

—Ahora sí, porque Dana no está, y ella ha ocupado su puesto por decisión del Consejo. Como Señora de la Torre en funciones puede examinar a Nawin, o puede examinarme a mí, o a quien le plazca.

La mención del examen lo había puesto nervioso de nuevo, porque se retorcía las manos casi sin darse cuenta. En un arranque de cariño, Salamandra se las cogió para evitar que se hiciera daño, y notó cómo él se estremecía entero.

La chica respiró hondo. Aquel era un momento difícil. Podía decirle a Jonás lo que pensaba al respecto, pero no le parecía buena idea; solo terminaría de hundirlo más.

Y, de todas formas..., no estaba del todo segura de que quisiera decírselo, todavía, con examen o sin él.

—Lo vas a hacer bien —le dijo suavemente. —Llevas tres años estudiando el Libro del Agua, te lo sabes de memoria.

Él la miró sin decir nada. Salamandra levantó la mano para apartarle un mechón moreno de la cara, pero él se separó de ella con cierta brusquedad.

—No —dijo, y Salamandra lo miró sin comprender. —No juegues conmigo, Salamandra —le advirtió, muy serio. —No me gusta.

—Yo no pretendía... —empezó ella; sin embargo, la interrumpió un agudo chillido procedente de algún lugar de la Torre. —¿Qué ha sido eso?

Jonás había saltado como si le hubiesen pinchado. —¡Viene del piso de abajo!

Los dos cruzaron una mirada. Jonás cogió la mano de Salamandra y realizó el hechizo de teletransportación. En un abrir y cerrar de ojos habían desaparecido de allí.

Pronto descubrieron que el grito procedía del cuarto de Nawin, porque, cuando se acercaron, se toparon con una escena caótica: la elfa se había acurrucado en un rincón, aterrorizada, y todas sus pertenencias estaban esparcidas por la habitación. Una fuerza misteriosa abría y cerraba cajones, revolvía las estanterías y arrojaba objetos al suelo.

Nawin pareció aliviada cuando vio a sus compañeros; fijó la mirada de sus ojos almendrados en la túnica azul de Jonás.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó él. Nawin ignoró por completo a Salamandra y le explicó al muchacho:

—No sé qué es; le he practicado todos los exorcismos que me sé, pero no parece un espíritu elemental.

«¡Exorcismos!», se dijo a sí misma Salamandra, sorprendida. «¡Pero eso es de tercer grado!» También Jonás parecía impresionado.

—Bueno, yo...

—Parece que está buscando algo —intervino Salamandra, observando atentamente lo que sucedía en la habitación; no había pasado por alto que aquella estancia era bastante más lujosa que la de cualquier otro aprendiz de la Torre. —¿Podéis adivinar qué?

Nawin no le hizo caso.

—...Tampoco es un genio —seguía explicándole a Jonás. —No he encontrado su objeto de origen. Pensé que sería un duende, pero...

Salamandra se plantó frente a ella. —¿Y qué dirías si te dijese que puedo detenerlo? Nawin la miró con una mueca de desprecio. Pero entonces la fuerza invisible arrancó de golpe las sábanas de su cama y las arrojó a un rincón, y la elfa emitió un gemido de miedo.

Salamandra sonrió. Avanzó hasta el centro de la habitación y dijo, en voz alta y clara:

 
—Kai.

De pronto, todo se calmó. Fuera quien fuese aquel que estaba organizando todo aquello, se había detenido. Salamandra se volvió hacia Nawin, triunfante.

—Sé que puede escucharnos y entendernos —dijo. —Quiere algo, y no va a parar hasta que lo tenga —se acercó a la princesa elfa para mirarla a los ojos. —Puedo quitártelo de encima, Nawin, a cambio de dos cosas.

Ella no respondió. Entonces el candelabro se alzó en el aire, solo, y se aproximó peligrosamente a su rostro. Nawin chilló.

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