La mansión embrujada (17 page)

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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

—Su tía siempre fue una persona ordenada. ¿Ya ha organizado el cuarto del sosiego?

—Todavía no. Mejor dicho, no me he ocupado a fondo. He limpiado, pero no he registrado los estantes. Mañana examinaré a fondo los libros. Me parece el sitio más probable para sus recetas. A decir verdad, es posible que el inventario incluya una lista. Si encuentro el libro que le interesa, se lo llevaré inmediatamente.

—Se lo agradeceré de todo corazón. ¿Irá a buscar más moras?

—No me lo he planteado. Pero si quiere, me encantaría volver a la cantera siempre y cuando siga el buen tiempo.

Le puso la tapa al cazo con un golpe seco y cogió la rebeca del respaldo de la silla.

—No se moleste. Donde vivimos abundan. No está obligada a volver. Espero que le guste la sopa. La preparé con puerros cultivados por nosotros, a los que añadí nata.

Se fue.

En cuanto se cerró la puerta trasera, Hodge abandonó la silla en la que se había ocultado y regresó a su plato.

—Hodge, ¿quién tiene razón, el señor Dryden o tú? Dime, ¿cómo supo que fui a la cantera? ¿Y cómo se enteró, porque juraría que ya lo sabía, que estuve en la finca? ¿Y por qué estaba tan deseosa de que no volviera?

En lugar de responder, Hodge apartó el morro del plato y me observó con interés y con evidente aprobación mientras caminaba hacia la pila y vertía por el desaguadero esa sopa que tan bien olía. Era absurdo y, después de lo que me había dicho, probablemente estúpido, pero recordé el pastel de carne que también exhalaba un olor delicioso y la espantosa pesadilla que tuve la noche que lo comí. En ese momento, a pesar de que el padre de William había pretendido que sus palabras fuesen tranquilizadoras, me acordé de la anciana que se mecía y se mecía tras las cortinas de encaje de la ventana de la minúscula casa del guarda. Y si nuestra Agnes era una bruja, no confiaría en ninguno de sus platos y menos aún si «no valía mucho como bruja».

—Ya está —comenté a Hodge y abrí el grifo de agua fría para limpiar los restos de la crema de puerros—. Es posible que esta noche descansemos bien y no tengamos pesadillas.

La luna estaba alta y la noche semejaba una naturaleza muerta en negro y plata. Supongo que repetir los actos de aquella noche era tentar a la providencia, pero antes de acostarme me acerqué a la ventana, descorrí las cortinas, abrí de par en par la hoja móvil y me asomé para contemplar la noche.

Hodge saltó sobre el alféizar y, sin pensar, lo sujeté, pero esa noche no había magia en el aire. Ni música lejana ni luces parpadeantes. Sólo la bella luna otoñal, casi llena, claramente por encima del extremo del camino forestal y trazando un sendero brillante sobre el río.

Muy cerca el buho ululó. Miré en esa dirección. Sólo divisé la negra maraña de los árboles del bosque, salpicados por el fulgor argentino de la luna. Felizmente, para la nueva bruja de Thornyhold ésa era una noche corriente y moliente. Nada de visiones bordeadas de luz. Nada de nada. Ningún sonido salvo el ronroneo constante de un gato corriente y moliente.

Hodge se erizó en mis manos y retrocedió. El ronroneo cesó de sopetón. Lo solté, saltó silenciosamente hacia la cama. Tenía erizados los pelos del lomo y las orejas aplastadas.

Segundos después oí lo que el gato había oído: los ladridos lejanos y apremiantes de un perro. Durante las primeras noches que pasé en Thornyhold los ladridos me habían preocupado, pero si un granjero o un leñador encadenaba a su perro, yo no podía hacer nada; me olvidé del asunto, me acostumbré al sonido y pocas noches después cesó, así que lo olvidé. Ahora volvía a repetirse y esa noche apacible se oía mucho más cerca e intensamente. Ya no eran ladridos, sino alaridos, como los de un lobo que aulla a la luna.

Un sonido extraño e inquietante que me erizó el vello de los brazos y me llevó a reaccionar igual que el gato. Me dije que no pasaba nada, que sólo era un atavismo, la reacción primitiva ante el lobo que aulla por las noches del mismo modo que el perro recordaba, llamando de un can a otro, de una jauría de lobos a otra, disfrutando de la única libertad que le está permitida a un can encadenado: el placer de comunicarse con los de su especie.

Pero ese perro no disfrutaba nada. Los aullidos se convirtieron en un agudo grito de dolor o de terror. Luego lanzó una serie de alaridos estentóreos y desesperados. Después reinó el silencio.

Me encontré en la puerta principal y corriendo por el sendero hacia la verja aun antes de darme cuenta de que me había movido. No es que pudiera hacer algo. Por nada del mundo me internaría en el bosque en plena noche. Eso era para las heroínas, no para las mujeres sensatas como yo. Pero mi sensibilidad había reaccionado enérgica e irreflexivamente ante el alarido de dolor del perro y por eso estaba en el portillo, tanteando en la penumbra a la búsqueda del pestillo.

La luna había superado los árboles y, más allá de la sombra del seto de espino, la calzada de acceso se veía tan iluminada como un día invernal. Lo vi antes de oírlo. Jessamy Trapp corría hacia mí, con los pasos amortiguados por el musgo de la calzada y la respiración entrecortada y sollozante. Vi que corría con un hombro caído, sujetándose el antebrazo izquierdo contra el pecho y con la otra mano colgante. Por eso su cuerpo parecía torcido y se sacudía al correr.

No me había visto. Se dirigía al sendero que corría al lado de la casa y al atajo que comunicaba con la casa del guarda.

—¡Jessamy!

Frenó con una exclamación de susto, se volvió, me vio y se acercó lentamente, encogido sobre el brazo.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué te ocurre? ¿Estás herido?

—Ay, señorita… —No se trataba de que estaba sin aliento. Sollozaba y se sorbía las lágrimas. Parecía mucho más joven de lo que en realidad era. Como un crío herido, extendió los brazos para que yo los viera. Volvió a sujetarse el antebrazo izquierdo con la mano derecha y entre los dedos divisé un hilillo oscuro—. Me mordió. Me mordió en serio. Duele. Me hincó los dientes en el brazo.

—Será mejor que entres. Limpiaremos la herida y le echaremos un vistazo. Pasa.

Nada de preguntas. Ya las haría más tarde. Me siguió a la cocina, se sentó donde le indiqué, en una silla junto a la mesa, y esperó dócilmente a que llenara la palangana con agua caliente. Agradecí a mis estrellas de la suerte que la prima Geillis no sólo creyera en sus remedios del cuarto del sosiego, sino en la medicina moderna, fui a buscar el botiquín de primeros auxilios y me dediqué a limpiar el brazo de Jessamy.

Era una herida desagradable, con los pinchazos profundos y morados de un buen mordisco. Sin llanto y recobrando parte de su estoicismo a medida que pasaba la sorpresa, Jessamy observó el procedimiento con interés menguante y, al final, con cierto orgullo.

—Señorita, ¿es muy grave?

—El mordisco es bastante feo. Cuéntame que pasó. ¿Ha sido tu perro?

—No, no. No tengo perro, a mamá no le gustan. Dice que son sucios.

—Ah, sí, los llama bichos. Dime, ¿de quién es el perro y por qué te mordió?

—No es más que un perro, un perro perdido. Quise soltarlo y me mordió.

—¿De dónde quisiste soltarlo? —Vi que en la mano, apretaba para resistir el dolor del brazo mordido, tenía un mechón de pelo negro—. ¿Había caído en una trampa? Aguanta, Jessamy, puede dolerte. ¿Alguien pone trampas en el bosque?

Jadeó cuando el antiséptico llegó a la herida. Asintió enérgicamente con la cabeza.

—Eso es. Había caído en una trampa. Probablemente la colocaron los gitanos. Lo liberé y me mordió. Fue brutal.

—¿Dónde ocurrió?

Me dirigió una mirada de soslayo cargada de indecisión. Con la mano sana señaló difusamente la zona oeste del bosque.

—Por ahí, en pleno bosque, cerca de la casona.

—Mañana me mostrarás el lugar. —Estaba preocupada por Hodge. Tendría que impedir que pusieran trampas—. ¿Lograste liberar al perro? ¿Por qué te mordió? ¿Estaba herido?

—Creo que no, pero lo vi porque huyó.

Anudé el vendaje.

—Ya está. De momento tendrás que arreglarte porque no puedo hacer nada más. Será mejor que por la mañana consultes al médico.

—Ella no tiene tratos con este tipo de personas. Lo hace por su cuenta. Si se entera, se pondrá furiosa conmigo. Dirá que me lo merezco.

—El médico debería visitarte. ¿Cómo te sientes?

—Bien. Duele un poco, pero estoy bien. —Recobró su mirada de niño asustado—. Señorita, no le diga nada. Si me bajo la manga, no se enterará.

Discutir no tenía sentido. Era evidente que Jessamy se sentía mejor. Había perdido la palidez provocada por el susto y la herida estaba desinfectada. Tiré el agua sucia y levanté la tapa de la cocina.

—De acuerdo. Pásame los trapos y los quemaré. Y también los pelos sucios… ¿Ya está? Por la mañana quiero volver a ver la herida, ¿de acuerdo? Entonces decidiremos si visitas o no al médico.

Me dirigió una sonrisa radiante tan parecida a la de su madre, y bajó cuidadosamente la manga por encima del vendaje mientras le preparaba una taza de té concentrado y azucarado y cortaba un trozo de pastel que había hecho el día anterior. Le hice una o dos preguntas más, pero no obtuve respuestas coherentes y finalmente me pregunté qué hacía Jessamy en el bosque a esa hora de la noche. ¿Visitaba las trampas que él mismo había colocado? Probablemente. Esa noche no había nada más que decir o hacer. Ya hablaríamos por la mañana. Me di por vencida, dejé que comiera y bebiera en un silencio sonriente y finalmente se fue. Cerré las puertas con llave y me fui a la cama, a la búsqueda, una vez más, de una noche en paz y sin pesadillas.

Capítulo 17

—¿Conoces a alguien que ponga trampas en el bosque? —pregunté a William.

Llegó poco después del desayuno, con más huevos de regalo y la intención explícita de terminar de desherbar el jardín. Fuimos juntos al cobertizo de las herramientas.

—No, no sé de nadie que lo haga. Además, las trampas son ilegales, ¿verdad?

—Afortunadamente poner trampas es ilegal pero, ¿qué pasa con los lazos? Tu padre dijo que a veces los gitanos acampan por aquí. Tal vez quieren atrapar conejos.

—Puede ser. Pero hace siglos que los gitanos no acampan aquí. Solían instalarse en la cantera donde papá la encontró con la oveja, pero ahora la maleza lo domina todo y les han adjudicado un sitio al otro lado del bosque. Un viejo camino que ya no se utilizaba porque lo atraviesa la carretera. Los he visto por esa zona. Pero no acampan cerca de nuestra casa, el señor Yelland no lo permitiría. ¿Por qué lo pregunta?

La puerta del cobertizo estaba entreabierta y la empujé.

—Porque anoche…

Paré en seco. William, que me pisaba los talones, chocó conmigo y empezó a pedirme disculpas, pero se tragó las palabras. Los dos quedamos como maniquíes en la puerta del cobertizo de las herramientas, con la mirada fija en algo que había en un rincón.

En el lecho de Hodge. Estaba enroscado entre los sacos y los periódicos, intentaba hacerse aún más pequeño y nos miraba con ojos asustados y zalameros. Era un pastor escocés flaco, mugriento y temblaba de miedo. Blanco y negro. Parecía un espectro del pasado, surgido de un sueño.

Creo que ni siquiera me acordé de Jessamy y del mordisco en el brazo. Me arrodillé junto al perro de la misma manera que antaño me había acuclillado en las baldosas de la cocina de la casa del párroco. El perro salvaje se agazapó y tembló, con su cola de rata pegada al cuerpo, dejando libre la punta en un débil intento de menearla. Sacó la lengua e intentó lamerme. Una cuerda deshilachada le rodeaba el cuello. Estaba atada descuidadamente y el nudo estaba muy apretado. El extremo había sido mordido.

William se agachó a mi lado y acarició la cabeza del perro.

—¡Está espantosamente flaco! ¡Tiene un hambre que se muere!

—Sí. Ten cuidado. Estoy segura de que es bueno, pero si le haces daño podría darte una tarascada. —Mientras hablaba, acariciaba, alisaba y tanteaba el cuerpo del animal, manteniendo un tono apacible y actuando con delicadeza y lentitud—. William, corre a la cocina y calienta un poco de leche. Que no queme. Comprueba la temperatura con el dedo. Corta un trozo de pan, desmigájalo en la leche y tráelo en una palangana. No dejes salir a Hodge. Y trae el cuchillo más afilado que encuentres para cortar la cuerda. Está bien, pequeño, está bien, pequeño. Quédate quieto.

William salió corriendo. El perro se irguió y me lamió el mentón. Le hablé y lo acaricié. Estaba muy delgado, tenía el morro seco y agrietado, el pelaje enredado y sucio, pero poco a poco los temblores se convirtieron en espasmos fugaces, cesaron y se quedó quieto. Había sangre en los periódicos sobre los que se había echado. Tanteé con sumo cuidado y en la raíz de la cola descubrí un trozo desnudo, en carne viva y sangrante que el perro se había lamido, como si le hubieran arrancado un pedazo de piel o un mechón de pelo. Sin duda era el agresor de Jessamy. Y si Jessamy había manipulado la herida con poca cautela al liberarlo, quedaba claro el motivo del «feo mordisco».

William se acercó pacíficamente con la palangana y el cuchillo. Mantuve este último fuera de la línea de visión del perro, logré encajar la hoja bajo la cuerda y la corté. Cayó. William dejó la palangana en el suelo y guié cariñosamente al perro hacia ella. El can se levantó y reptó indeciso, con el cuerpo famélico aún encogido y agazapado. Guardamos silencio mientras comía. Aunque parecía tener dificultades para tragar, casi vació la palangana antes de darse la vuelta y regresar a su lecho.

—¿Traigo un poco de la comida de Hodge? —me consultó William.

—No. Ha pasado demasiada hambre. De momento le basta con el pan y la leche para dormir.

—¿Puedo acariciarlo?

—Por supuesto. Háblale mientras saco la bicicleta. Ve con cuidado. Creo que, por ahora, no tiene muy buena opinión de la raza humana.

Dejamos al perro y al salir cerramos la puerta del cobertizo.

—¿Es por esto que me preguntó por las trampas?

—Sí.

—Pero no sabía nada del perro, ¿verdad?

—No, aunque en cierto sentido, sí. Escucha… —Le resumí las aventuras de Jessamy la noche pasada—. Si Jessamy cogió al perro por la cola y le hizo daño al intentar soltarlo, se entiende por qué le mordió. La herida es demasiado profunda para habérsela hecho con una trampa, a menos que el perro intentara soltarse por su cuenta. Sea cual sea el tipo de trampa, la encontraré y la eliminaré.

—¿Puedo ayudarla?

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