—No —respondió Agnes. Estaba muy erguida. La chispa se había convertido en un resplandor. Tenía los ojos brillantes y la cara encendida. Estaba muy bonita—. Voy a la Granja Taggs, a la que él llama Boscobel. Ayer, mientras usted y él se hacían arrumacos, dejé algunas golosinas y quiero ver cómo funcionan.
La miré detenidamente. El caramelo apenas tragado me dio asco.
—¿De qué está hablando? —Mi voz sonó a graznido de susto. Algunas de sus malditas drogas… golosinas… quería ver cómo funcionaban. Pero él no prueba los dulces, se los da a William. Demasiado fuerte. Reducir la dosis a la mitad para un niño—. ¿Qué ha hecho?
—¡Nada a lo que usted no pueda sobreponerse! ¡Y ahora me toca a mí! ¡Pensaba esperar hasta ver la pócima de amor del libro, pero después de lo que ocurrió ayer y de la forma en que él la miró decidí no esperar y esa pócima no es la única receta que conozco! ¡Así que preparé los dulces, se los llevé y en cuanto él pose los ojos en mí, señorita Ramsey, será a mí a quien deseará, a mí! ¡Y le aseguro que jamás tendrá motivos para arrepentirse!
Se metió la cajita de caramelos en el bolsillo y se rió en mi cara. No dije nada y supongo que debí de mirarla boquiabierta, pero no era la congoja lo que me había enmudecido. Ruborizada y jubilosa, Agnes siguió perorando, pero no me enteré de nada.
Lo que me había dicho era disparatado y chocante; la sorpresa misma despejó las arremolinadas nubes de la tristeza de la mañana y las hizo añicos. Mis pensamientos estaban claros y serenos. Christopher John. Si Agnes decía la verdad —y sospeché que era la verdad—, nada de lo que yo había dicho o hecho lo apartó o lo inquietó. En el sensato mundo de la luz del día él me amaba y lo había dejado claro. Los acontecimientos de la mañana se debían a que había sucumbido a una inmunda droga elaborada por Agnes y yo sabía, por experiencia propia, qué efectos surtían sus preparados.
De manera que si Agnes tenía algo de bruja en la yema de los dedos, ¿no era mucho más lo que podía hacer yo, Geillis de Thornyhold…?
Me detuve en seco. De esa forma no valía la pena. No necesitaba el súbito escalofrío de la nube que ocultó el sol —tan tangible como la caricia del aire— para apartarme de algo que yo, y la prima Geillis con sus poderes aún mayores, habíamos rechazado. De todos modos, persistió la renovada confianza en mí misma. «En el sensato mundo de la luz del día». Recordé mis propias palabras, y seguía siendo así. Él y yo formábamos parte de ese mundo, no del universo triste y ridículo de las drogas y las pesadillas. Y en el mundo real Christopher John me amaba. Era muy inteligente y expresivo y conocía bien a Agnes; seguramente bastaría con que le contase lo sucedido para que lo evaluáramos a fondo.
Triunfal, Agnes alzó la voz en un grito:
—¡Pues sí, señora mía, ya puede quedarse aquí plantada! ¡Veo que no se unirá a nosotras, oh, no, claro que no! ¡Permanezca al margen y ya verá de lo que somos capaces cuando nos lo proponemos! ¡Y ahora me voy!
—¡Agnes! Agnes, ¿se ha vuelto loca? Espere un momento. Escuche…
Me encontré gritándole al aire. Agnes ya había franqueado la verja, cogido la bicicleta y montado. Cuando llegué a la verja se hallaba a cincuenta metros y pedaleaba enérgicamente. Las sombras moteadas absorbieron su agitada figura y desapareció.
Agarré mi bici y la puse sobre el asfalto. Juro que no me proponía llegar antes que ella al encuentro, a la reunión de cuento de hadas que su incierta magia había fraguado. En realidad, temía por William y tenía la imagen de la abuela y el eco de las palabras de Christopher John: como bruja no vale mucho…
Era muy ágil con la bici. Cuando giré mi bicicleta e intenté montar, vi que los neumáticos estaban totalmente desinflados. Y la mancha —¡qué sorpresa, qué sorpresa!— no apareció por ninguna parte.
Un coche se paró a mi lado.
—¿Tiene algún problema? —preguntó Christopher John.
—¿Qué demonios pasa?
Christopher John se apeó del coche sin darme tiempo a responder y quedé aprisionada por sus brazos. La bici cayó al suelo estrepitosamente. Aunque hubiese querido, no habría podido hablar a causa de sus besos. Pareció pasar una eternidad hasta que empecé a entender qué decía Christopher John:
—Mi querida muchacha, amor mío, ¿qué pasa? Te noto muy conmocionada, como si te hubiera alcanzado un rayo. ¿Has tenido un accidente con tu condenada bicicleta?
Logré aspirar aire y repliqué temblorosa:
—No. Te aseguro que estoy bien. Christopher John, ¿dónde está William? ¿Ha quedado en ir a comer a Boscobel?
—No. Como tuve que ir a St. Thorn, lo dejé en la granja. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Esta mañana recibiste un paquete, una caja de caramelos?
Bajó la vista sorprendido.
—Sí. ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué está ocurriendo? —Como si entre nosotros hubiera cruzado un rayo, añadió—: ¡Ay, Dios mío! ¿Tiene que ver con Agnes?
—Sí. Me dijiste… no, William me comentó que casi nunca tomas dulces y pensé que le diste los caramelos a él.
—En este caso, no. Le regalé la caja a Eddy Masson. Estaba trasladando las ovejas de Black Cocks y, si las tuviera, comería golosinas de la mañana a la noche. Por favor, dime qué contienen.
Ignoro qué último vestigio de lealtad de mujer a mujer me impidió contestarle. Pero no habría delatado ni siquiera a una enemiga real ante el hombre que anhelaba y que no podía tener. (Y ahora era indudable que no lo tendría.) Además, a pesar de su última ofensiva delirante, Agnes no era una enemiga. De pie en medio de la carretera y en los brazos de Christopher John, podía darme el lujo de ver la faceta tragicómica de toda la historia.
—¿De qué te ríes? Hace un instante estabas a punto de llorar.
—De nada. Soy feliz. ¿Qué decías?
—Decía que te amo. ¿Qué contienen esos caramelos que requieren tanta prisa… y que ahora te resultan tan divertidos?
—No lo sé, pero algo tienen. Me lo dijo Agnes. Verás, estuvo aquí, tuvimos una discusión, salió disparada en la bicicleta y pensaba seguirla para avisaros a William y a ti, porque no me fío de sus recetas, pero me encontré con esto. —Señalé la bicicleta caída.
—Sí, ya he visto los neumáticos. ¿Lo hizo Agnes? No me parece tan gracioso. Será mejor que vayamos a Boscobel lo antes posible.
Un estentóreo bocinazo nos separó. Christopher John había dejado el coche en medio de la carretera, con la portezuela abierta y el motor encendido. Detrás, acercándose con otra salva de bocinazos y el chirrido de los frenos, apareció el taxi de St. Thorn, el que conocía el camino.
Sonriente, el señor Hannaker asomó la cabeza por la ventanilla.
—Escuche, amigo, no quiero aguarle la fiesta, pero tengo que recoger un pasajero y… Ah, señorita, es usted. Me alegro de volver a verla.
—Lo mismo digo —respondí débilmente—. ¿Cómo está, señor Hannaker?
—¿No ha tenido dificultades para establecerse? ¿Va conociendo a la gente de estos lares?
Aunque habló con suma seriedad, me reí al tiempo que recogía la bicicleta y la quitaba de en medio.
—Ya lo ve. Y eso que usted temía que me encontrara sola.
El señor Hannaker recuperó su sonrisa amplia y estimulante.
—Pues me alegro mucho, señorita. Ya nos veremos.
Cuando Christopher John apartó el coche, el taxista avanzó lentamente, pegó dos bocinazos a modo de agradecimiento y se perdió en una curva de la carretera. Franqueé la verja de la iglesia con mi bicicleta y la escondí en el seto. Partimos a toda velocidad siguiendo la estela del taxi.
Más allá de la verja de la casa del guarda y trazando una o dos curvas, la carretera se extendía recta y solitaria, salvo por el taxi que rodaba aproximadamente un kilómetro más adelante.
—No hay indicios de Agnes —comentó Christopher John.
—Probablemente giró a la altura de la casa del guarda… y cogió el atajo del bosque. ¿Llegará antes que nosotros?
—¿Por ese camino fatal? Ni lo sueñes. ¿A qué se debe tanta prisa?
—Supongo que ahora no hay por qué correr. Estaba preocupada por William. Si el señor Masson le convidó a un caramelo…
El coche salió disparado. Un minuto después Christopher John dijo:
—El regalo era para mí. ¿Agnes no te dijo nada? ¿No te dio el menor indicio sobre su contenido?
—Nada de nada. —Al menos no era una mentira flagrante—. Pero… parece que le gusta experimentar con esos hechizos absurdos o lo que sean y comete errores. Lo sabes, tú mismo me lo explicaste. En una ocasión probó conmigo y por lo que me dijo deduje que no estaba muy segura de que surtiera efecto. Aseguró que los caramelos eran inocuos, pero William no es más que un niño y podrían resultar demasiado fuertes para él.
—Tienes razón. Casi hemos llegado.
El coche giró a excesiva velocidad hacia el camino lateral, se deslizó entre los setos y finalmente se internó por el sendero que ascendía hacia los hayales de Boscobel.
Cuando llegamos a la cumbre de la colina vimos que Agnes pedaleaba frenéticamente por el sendero rural que iba de la cantera a la granja. Encorvada, roja como un tomate y con la falda ahuecada a medida que le daba a los pedales, ya no era una figura amenazadora, sino de comedia bucólica. Afortunadamente no reparó en Christopher John. Había concentrado toda su atención en el obstáculo que se alzaba entre ella y la verja de la granja.
Las ovejas del granjero Yelland —un total de ciento sesenta y cuatro cabezas— se arremolinaban, balaban y se meneaban como la espuma del saetín, mientras un par de perros pastores se cruzaban entre ellas y las desplazaban a fin de mantenerlas agrupadas precisamente en el camino de Agnes. Las ovejas rodearon la bicicleta e impidieron que siguiera su marcha. Un ejemplar con la lana rasgada se enredó en el pedal y quedó atascado, por lo que se quejó amarga y estentóreamente.
Agnes chillaba, pero era imposible oír algo en medio de la orquesta del rebaño, orquesta que ensordecía y sacudía la tierra. Agnes no nos gritaba a nosotros. Con toda firmeza y sumergido hasta la cadera en el rebaño, inmóvil y mirándola como si nunca la hubiese visto se encontraba un hombretón que esgrimía un cayado. Ese hombre mascaba algo. Agnes abandonó la bicicleta, que se perdió en medio de la marea ovejuna. Eddy Masson bajó el cayado y rescató del follón a una activa mujer. Se abrió camino hasta Agnes a través de la marea del rebaño.
—¡Dios mío! —exclamé estupefacta—. Da resultado. Realmente da resultado. Ella también los ha probado.
—¿Qué has dicho? —preguntó Christopher John, se volvió y se inclinó hacia mí—. Repítelo. Es imposible entenderse en medio de tanto alboroto.
Sonreí. El sol le iluminaba la cabellera y destacaba las canas. Tenía arruguitas en los rabillos de los ojos y unos huecos encantadores bajo los pómulos. Jamás había visto a nadie… nunca había sentido… en todo el mundo, aquí estaba el único hombre que…
—Nada —respondí—. Me equivoqué con los caramelos. No contenían nada nocivo. Nada de nada.
Aún me pregunto qué habría pasado si el taxi hubiese llegado por el camino antes que Christopher John.
Una comedia bucólica, sí, pero también una égloga, un simpático poema pastoral. Las ovejas se alejaban de la casa. Agnes y el señor Masson caminaban lentamente detrás del rebaño y charlaban con las cabezas unidas. Ninguno miró hacia atrás. Cuando el coche ascendió hacia la verja de Boscobel, vi que el pastor pasaba el brazo por los hombros de Agnes.
Christopher John frenó y me apeé para abrir la verja. Entró y rodeó la casa. En ese momento William se acercócorriendo desde el patio trasero. No me había visto y enfiló directo al coche.
—¡Papá! ¡Papá! La paloma que trajiste esta mañana…
Christopher John se apeó del coche, detuvo a su hijo y lo abrazó.
—Espera un momento. ¿Eddy Massón te convidó a algún caramelo de los que yo le di?
—¿Qué? El muy goloso no me dio nada. ¿Por qué? ¡Oye, papá, la paloma…! La señora Yates dejó la caja en el estudio, pero Rags entró, la tiró y el ave escapó. ¡Seguro que ahora está en casa de Gilly y no le has puesto el mensaje!
Rags, que había salido disparado detrás de William, me vio y se acercó corriendo. William se dio la vuelta y descubrió mi presencia. Se tapó la boca con la mano.
Christopher John estrechó a su hijo.
—No te preocupes, es una bruja, ¿no lo sabías? Está enterada de todo.
—¿De verdad? —me preguntó William con los ojos desmesuradamente abiertos.
—Lo sé casi todo —repliqué sonriente—. Pero me gustaría mucho leer el mensaje.
Sin pronunciar palabra, Christopher John se llevó la mano al bolsillo y sacó un minúsculo trozo de papel plegado. Lo abrí y lo leí. Como el primer mensaje, estaba escrito por mi prima.
EL AMOR ESTÁ PREVISTO DESDE EL PRINCIPIO Y DURA MÁS ALLÁ DEL FIN.
ADIÓS, QUERIDOS MÍOS.
Poco después alcé la mirada.
—Por descontado sabes qué dice.
—Sí. Me mostró los dos mensajes al dejármelos y me dijo en qué fechas tenía que enviarlos. Fue su modo de bendecirte… de bendecirnos. —Interpretó la pregunta reflejada en mis ojos y asintió—. Sí, mucho antes de que vinieras me dijo qué ocurriría. Intentaba consolarme por la muerte de Cecily. Dijo que las heridas de William y las mías curarían gracias a Thornyhold. Y así ha sido.
William cogió y abrazó a Rags, que había dado un salto para lamerle la cara. Los tres estaban esperanzados y sonrientes bajo el sol. La sonrisa de Rags era, con mucho, la más amplia.
Allí, frente a ellos, me resultó imposible asimilarlo todo, pero el papel que tenía en la mano dejó clara una cuestión: convirtió el cuento de hadas en realidad y situó a la magia en su sitio como un elemento natural de mi «sensato mundo de la luz del día». La prima Geillis lo había previsto hacía mucho, quizá aquel día junto al río Eden había previsto que su muerte se relacionaría con mi ingreso en la vida, con la salida de las penumbras de ese tímido ser del estanque en busca de la luz del sol. Tal vez mi visión de las palomas en la bola de cristal le dio la idea de utilizar sus aves protegidas para que me trajeran su bendición y, de paso, para forjar los primeros vínculos entre Christopher John y yo. El toque de fantasía era típico de la relación de hada madrina que había tenido conmigo. También era típico el modo en que me dejó elegir —me forzó a escoger— mi camino a través del bosque encantado, ya que debió saber que sería guiada a la aventura.