—Seguro. Lo mejor será que lo saquemos de la jaula. Si está encerrado no podemos cogerlo. Ponlo sobre la mesa y sujétalo. Eso es.
Dejé caer una píldora en mi mano y miré dudosa al hurón.
William tragó saliva.
—¿Quiere… quiere que pruebe yo? Al fin y al cabo, es mi hurón y si muerde a alguien que sea a mí.
Reí.
—Nunca había oído palabras tan valientes. No te preocupes, lo intentaré. Algún día me tocará empezar y como dijiste que es fácil. Evita que se revuelva como loco… ¡Ajá!
El «ajá» fue de pura sorpresa. Fue fácil. Lo había hecho infinidad de veces. Diestra y hábilmente posé la mano izquierda sobre la cabeza del hurón, presioné con suavidad las mejillas hasta que la boca sonrosada se abrió, dejé caer la píldora y sostuve las mandíbulas cerradas hasta que la tragó. Al alzar el animalillo y depositarlo en los brazos de William, tuve la clara impresión de que, de haber sido un gato, habría ronroneado.
Fui al lavabo a lavarme las manos mientras William metía al hurón en la jaula. Cuando me volví, noté que el chico me observaba con cara de admiración.
—¿Qué pasa?
—Dijo que nunca antes había tocado a un hurón y, sin embargo, actuó como ella. ¿Cómo supo lo que había que hacer?
De nuevo el roce de la carne de gallina en la piel. El instante de visión súbitamente clara. Tenía delante el frasco cuya etiqueta no sabía cómo interpretar. A la vez despierto y balanceándose de un lado a otro de la jaula, al tiempo que soltaba sonidos de protesta y mostraba los afilados dientes, estaba el hurón que ahora no me habría atrevido a tocar.
—No lo tengo muy claro —respondí—. Sólo pensé en hacerle tragar la píldora. William, ¿dónde está… dónde guardaba la señorita Saxon la mancha de la bicicleta?
—¿Qué…?
—Te estoy hablando de la mancha de la bicicleta. Por alguna razón acabo de recordarlo. No logro dar con ella y los neumáticos necesitan aire. Quiero bajar pronto al pueblo.
—Suele estar en la bicicleta.
—Pues ahora no está.
—Entonces no tengo ni idea. Lo siento. Supongo que ya aparecerá. Le propongo una cosa. ¿Quiere que los hinche con mi mancha antes de irme?
—Sería fabuloso. Muchísimas gracias.
—¡Caramba, mire a Silkworm! —exclamó—. Ese remedio es excelente, ¿no le parece?
—Parece que le ha sentado de maravilla. Oye, William, en la etiqueta dice que debe tomar las píldoras durante tres días. ¿Regresarás o prefieres llevarte un par a casa e intentarlo tú mismo? ¿Podrás arreglarte solo? En realidad, no tuvo problemas para tragarla.
—Lo hizo por usted. —Vaciló y sonrió súbitamente—. Pero puedo intentarlo. Es probable que papá lo sujete si lleva puestos los guantes de conducir. En aquel cajón hay pastilleros vacíos.
—Gracias. —Deposité las píldoras en la caja, la cerré y se la entregué—. ¿Sabes qué contienen?
—En realidad, no. Llevan genciana y miel, pero no sé qué más ni cómo se preparan. La señorita Geillis tenía una máquina para fabricar pildoras, creo que está en aquel cajón.
—Ahora no tiene importancia. Ya miraré más tarde. —Eché un vistazo a los estantes de libros—. Me figuro que todo está aquí. Al parecer, tengo muchísimo que aprender.
—Ella solía decir que todo estaba aquí, la magia y todo lo demás. Y es mágico, ¿no le parece? —preguntó mientras miraba con ternura al hurón—. ¡Fíjese cómo está! Siempre le estaré agradecido por permitirme entrarlo y por haberle dado el remedio. Es… me alegro de que usted esté aquí. Usted también ama a los animales, ¿no? Lo noto. Y Silkworm también lo sabe. Le aseguro que los hurones son buenos animales de compañía… incluso los hurones trabajadores —se apresuró a añadir—. ¿Nunca tuvo un animal de compañía?
—Jamás me permitieron tener animales de compañía.
—¡Qué pena! ¿Ninguno, ni siquiera un perro?
—Ninguno.
—Pero, ¿por qué?
—Porque no había quien lo cuidara cuando estaba en el internado. ¿Quién atiende a Silkworm y compañía? Dijiste que tu padre sólo te permite tener animales si te haces cargo de todo. ¿Qué haces durante el curso?
—Les doy de comer antes de irme y los limpio por la noche o los fines de semana.
—Ah, ¿no vas a un internado?
—No, voy como externo al colegio de Arnside. Creo que mis padres siempre soñaron con el internado, pero a mí no me gustaba. Al final mi padre dijo que estaba de acuerdo y que probablemente no me habría sentado bien. Siempre detestó el internado en el que estudió. Dice que no es un buen sitio para solitarios.
—¿Y tú eres un solitario?
—Bueno, digamos que mis aficiones no son corrientes —respondió William y habló como una persona veinte años mayor, en lo que debió de ser una imitación inconsciente de su padre—. Me gustan la lectura, la jardinería, coleccionar flores, observar pájaros y otros animales y no soy muy bueno para los deportes. En casa hago todo eso y puedo tener animales si los cuido correctamente. Y si no me ocupo de ellos, no puedo tenerlos. Es bastante justo, ¿no le parece?
—Es más que justo. Eres muy afortunado.
—Lo sé. Es espantoso no tener ningún animal. ¿Ni siquiera tuvo un gato?
—En casa hubo una gata, pero básicamente era de afuera y nunca nos hicimos amigas. Y hablando de gatos, ¿sabes dónde está Hodge?
Puso cara de preocupado.
—Lo siento mucho, pero no lo sé. Sinceramente, me ha inquietado mucho. La señorita Geillis estaba convencida de que Hodge no tendría ningún problema. Le hizo un lecho en el cobertizo y hay una gatera. Cuando supo que la ingresarían en el hospital, arregló con la señora Trapp para que le diera de comer y yo le dije que vendría a verlo siempre que me fuera posible. Vi que la señora Trapp le puso platos con comida, pero Hodge no la tocó… aunque daba la impresión de que ratones, pájaros o algún otro animal la habían probado.
—¿O sea que no lo has visto desde que ingresaron a la señorita Saxon en el hospital?
—Me parece que lo vi una vez. Fue el sábado pasado, mientras recortaba los tiestos del jardín de las hierbas, y me pareció verlo en lo alto de un muro. Lo llamé pero el gato, si es que era Hodge, bajó por el otro lado y se esfumó.
—Por lo que parece, tal vez sigue por aquí. Dime, ¿el sábado la casa estaba vacía?
—Sí, claro. Ah, ya veo a dónde apunta. El sábado, cuando vine, la señora Trapp estaba aquí. Entré a lavarme las manos y vi que había puesto la cocina patas arriba. Me pareció que buscaba algo, pero dijo que no, que estaba limpiando porque la anciana dama estaba al caer. —Me miró divertido—. ¿Se refería a usted?
—Así es. Le caí como una auténtica sorpresa.
—¿Entonces estaba en casa cuando usted llegó?
—Sí. Le pregunté por Hodge y se sorprendió. Sólo dijo que andaba por aquí. Tenía prisa y no se mostró muy interesada. Pero si puso platos con comida… Volveré a preguntárselo cuando la vea.
William salió detrás de mí del cuarto del sosiego y me observó mientras echaba el cerrojo a la puerta. Bajamos la escalera.
—¿Cómo estaba usted enterada de la existencia de Hodge?
—Mi prima me dejó una carta en la que me pedía que cuidara de él. William, deja de preocuparte. Los gatos son muy competentes y la señorita Saxon también lo era. Evidentemente esperaba que Hodge se quedara por aquí hasta mi llegada y… —vacilé— y sabía que pronto me presentaría. Y si tú lo viste el sábado, probablemente aún circula por aquí.
William seguía preocupado. Se detuvo en el rellano, sujetó la jaula del hurón contra el pecho e inclinó la cabeza como si estuviera estudiando al animal.
—Si alguien le… —Calló indeciso y volvió a tomar la palabra—. Si alguien quiso hacerle daño…
—Vamos, William, ¿a quién se le ocurriría hacerle daño? Además, antes tendría que atraparlo. ¿Alguna vez has intentado atrapar a un gato que no quería que lo cogieran?
—¿Y si usaron veneno o algo parecido? —Apenas oí sus palabras, pues las murmuró en dirección a la jaula de Silkworm.
Contuve el aliento, decidí no plantear la pregunta que surgió en mi mente y declaré con firmeza:
—Pues eso es aún más difícil que atraparlo. En una ocasión un veterinario me dijo que es prácticamente imposible envenenar a un gato. A un perro sí, pero los gatos son demasiado quisquillosos. Ya lo verás, está esperando para saber qué pasa aquí y cuando le dé la gana se presentará tan ufano.
—Puede estar segura de que vendrá en cuanto sepa que usted está en casa —dijo William súbitamente animado. Siguió bajando la escalera—. Los gatos son realmente competentes, ¿no? Además, si Hodge era el gato de una bruja… ¡cáspita! —exclamó al ver la hora que marcaba el reloj del vestíbulo—. ¡Mire la hora que se ha hecho! ¡Tengo que irme! Un millón de gracias, señorita… lo siento mucho, pero no recuerdo su apellido.
—Me apellido Ramsey, pero me gustaría que me llamases Geillis.
—Yo… está bien —replicó William sin comprometerse—. Sea como fuere, gracias. Tengo que irme, pero me encantaría volver y ayudarla tal como hacía antes.
—Ven cuando quieras. —Ni por asomo se me habría ocurrido poner en duda su empleo del lenguaje—. Espera un momento, olvidaba preguntarte dónde está la llave del armario de los venenos.
—Bajo el popurrí.
—¿Y el desván? —Tuve que elevar la voz porque se había adelantado y ya estaba junto a la puerta forrada de bayeta—. ¿Cómo se llega al desván?
—Por aquí, desde la cocina.
—¿Desde la cocina? No he visto la puerta.
—Desde la antigua cocina. En el rincón hay una puerta. Parece un armario. ¡No me olvidaré de su bici! ¡Hasta pronto!
La puerta forrada de bayeta se cerró detrás de William y soltó una ligera bocanada de polvo.
Trébol, lúpulo común, verbena y eneldo despojan de su voluntad a las brujas.
Los pétalos perfumados crujieron y encontré la llave. Me arrodillé y abrí la puerta del armario. Era como William lo había descrito y estaba lleno de frascos con etiquetas detalladas escritas con tinta roja y la palabra VENENO. También había cajas con inscripciones del mismo tipo y al abrir un par vi que estaban llenas de lo que parecía la materia prima de destilados y decocciones: hojas, tallos y raíces secos que para mí eran irreconocibles.
Me puse en cuclillas, miré los frascos y una vez más me pregunté por qué razón, dado que la prima Geillis había previsto su propio fin y lo había preparado cuidadosamente, no se había tomado la molestia de dejar detalladas instrucciones a su sucesora. Aunque la muerte real se había producido de repente, yo estaba segura de que no había dejado nada al azar. Se había ocupado de los elementos esenciales mucho antes de que llegara a su fin: el testamento, la carta, la decisión de dejar a Hodge a mi cargo, y de ocultar las llaves de la sala del sosiego hasta que el transparentemente digno de confianza William me mostrara dónde estaban. Por lo tanto, deduje que la falta de instrucciones sobre el precioso contenido del cuarto del sosiego también había sido deliberada.
¿En qué posición me encontraba? ¿Acaso la prima Geillis pretendía que adoptara sus funciones —la de herbolaria, la de sabia o la de bruja— del mismo modo que hoy me había puesto su ropa? Las circunstancias me empujaban en esa dirección. Pensé, aunque no muy en serio, que tal vez su saber y sus aptitudes me llegarían con la facilidady la genialidad de la visión fragmentada de hacía un rato.
Lo que me llegó fue el recuerdo de aquel día pasado hacía tanto tiempo a la orilla del río Edén y el comentario tajante de la prima Geillis: «En esta vida la única suerte que se tiene es el talento con que se nace: lo demás depende de ti».
Yo lo sabía todo acerca de los esfuerzos.
Dame tiempo, prima Geillis, del mismo modo que me has dado tu apacible refugio, tus herramientas, tu amada soledad. Dame tiempo para ser yo misma, para conocerme a mí misma, para acostumbrarme a la felicidad. El resto dependerá de mí.
Cerré el armario con llave, la guardé entre los pétalos protectores y bajé.
Me preparé el almuerzo y comí antes de buscar la puerta del desván. Lavé los platos y me senté a tomar ociosamente un café hasta que al fin me dirigí a la antigua cocina.
Ahora que sabía dónde estaba la puerta, su emplazamiento me pareció lógico. En los tiempos en que en la casa había criadas, la escalera que comunicaba con los dormitorios del desván salía de la cocina. Tal como sospechaba, la primera de las dos puertas de los armarios era un lugar para guardar escobas. La segunda daba a un tramo de estrechos escalones de madera que subían escarpadamente entre las paredes entabladas. No había barandilla y los peldaños estaban desnudos.
Sonó una pisada en el sendero enlosado del jardín. Me volví suponiendo que vería a Agnes, pero se trataba de un joven, un muchacho de unos dieciséis años. Llevaba pantalón sucio y jersey raído y de su mano colgaba una bolsa. En lugar de detenerse en el umbral, entró en la casa y depositó la bolsa sobre la mesa.
No hizo falta preguntar quién era. Tenía el pelo castaño, ojos azules, la tez clara y el cuerpo rechoncho. Mi suposición se convirtió en certeza: se trataba de Jessamy Trapp, el hijo de Agnes.
—En su lugar tendría mucho cuidado al subir —dijo—. Me figuro que en el tejado hay un montón de cosas raras.
—Eres el hijo de la señora Trapp, ¿no? —le pregunté.
—Sí. Me llamo Jessamy. Mi madre me envía con un pastel de carne para su cena. Quiere que le diga que como hoy horneaba, hizo uno para usted y otro más grande para la abuela, para ella y para mí, así que no piense que se tomó ninguna molestia. También le envía un frasco con los encurtidos que ella misma prepara.
Su forma de hablar y su amplia sonrisa sugerían algo que, en el mejor de los casos, podría calificarse de falta de inteligencia, lo que la gente de campo llamaba «algo ausente» o, gráficamente, «corto de entendederas». Evidentemente, Jessamy Trapp no era el típico tonto del pueblo, aunque supongo que se lo podría considerar simplón. Se mostraba pálido, permanecía con su sonrisa encantadora y los ojos azules brillaban con un interés afable y sin complicaciones.
—Mi madre dice que hasta que vaya a hacer la compra. Verá, como no pasó por casa, mamá supo que no había bajado al pueblo. ¿Irá hoy?
—No. Estuve ocupada. Pero tu madre no debió tomarse tantas molestias. Es excesivo… tu madre tiene un gran corazón, te ruego que le des las gracias de mi parte. —Cogí la fuente del pastel y el frasco de la bolsa y los dejé sobre la mesa. Me sentía incómoda e intentaba disimularlo—. ¡Qué buena pinta tienen! ¡Salsa picante de ciruelas! Me chifla. ¿Tenéis ciruelos?