La mansión embrujada (9 page)

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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

Salí del jardín de las hierbas, me desplacé en una especie de onírico contento y subí por la vereda empedrada. A mitad de camino hice un alto para volver a mirar la casa.

Era hermosa. Hasta los setos aprisionadores eran hermosos, resultaban protectores con sus espinas rojizas, sus baluartes de acebo, y enebro y, en las esquinas, cual torres, sus gruesas columnas de tejo.

Sí, todo era hermoso. Seguí andando como si flotara, eufórica. A menor distancia vi que el sol dejaba al descubierto el aspecto lastimoso de la pintura y las manchas dejadas por el agua derramada de los canalones atascados, pero nada podía quitar a Thornyhold la elegancia de las altas ventanas, el tejado con sus penachos de siemprevivas mayores rojizas y el dorado extendido de los líquenes, y el encanto de las tres ventanas de aguilón que asomaban por debajo de las altas chimeneas.

Me detuve en seco. ¿Ventanas de aguilón? No había ventanas de aguilón en el lado norte de la casa, razón por la cual hasta ese momento no me había dado cuenta de que debía existir un segundo piso. ¿Desvanes? Entonces los sonidos nocturnos no provenían de los huecos del tejado sino del desván que, como pude comprobar, estaba directamente encima de mi dormitorio.

De vuelta en la planta baja pensé rápidamente. En primer lugar me acordé de Hodge. ¿Era posible que estuviese encerrado ahí arriba?

Deseché la idea con gran alivio. La ventana situada encima de mi dormitorio estaba abierta. Si un gato hubiese permanecido encerrado y hambriento desde que la prima Geillis había dejado la casa, se las habría ingeniado para salir descendiendo por los rosales y las clemátides que casi llegaban al tejado. O estaría sentado en el alféizar de la ventana del desván, informando a todo el mundo que tenía problemas.

Por lo tanto, no era urgente. De todos modos, me gustaría encontrar lo antes posible el modo de llegar al desván. Puesto que no había visto indicios de una escalera que llegara hasta arriba, supuse que se subía a través del cuarto del sosiego, que seguía cerrado con llave. Si hoy no lograba encontrar la llave de esa habitación, al bajar al pueblo para inscribirme a fin de obtener provisiones y para hacer la compra, visitaría al delegado de Martin & Martin y lo consultaría. También le preguntaría qué se le debía a la señora Trapp. Y le hablaría de la instalación del teléfono… Antes de llevar a cabo esos planes debía encontrar la bicicleta de la prima Geillis y comprobar si estaba en condiciones de salir a la carretera.

Cerca del portillo lateral había un cobertizo de herramientas y allí encontré la bicicleta. La saqué y la miré de arriba abajo. Parecía en muy buen estado, pero los neumáticos estaban desinflados. Hacía años que no me subía a una bici. Me pregunté si era verdad que uno jamás olvidaba cómo se monta en bicicleta. De todos modos, practicaría en la calzada de acceso antes de llegar a la carretera principal. Con un poco de suerte, las humillaciones quedarían en privado.

No había mancha en la bicicleta. Volví al cobertizo a buscarla. Encontré herramientas de jardín como palas, rastrillos, azada, guadaña, hoz e incluso un cortacésped a motor (lo cual agradecí). En los estantes vi macetas y frascos de mermelada vacíos, un bidón de aceite, varios paquetes de harina de huesos y potasa y otros preparados de jardinería. También descubrí sacos de arena, turba y carbón de leña. Pero de la mancha ni rastro.

En algún lado tenía que estar. ¿En el porche? ¿En la antigua cocina? Podía tardar días en encontrarla y entretanto quedaría aislada. Pensé que ése era un buen momento para que un fogonazo volviera a iluminar mi mente. Si yo podía acordarme del mirlo que se había ahogado ante la atónita mirada de la prima Geillis, también podía recordar dónde había dejado la mancha de la bicicleta.

¿Dónde demonios había dejado la mancha de la bicicleta?

—¿Señorita Geillis? —preguntó una voz a mis espaldas con un especie de graznido de sorpresa.

Me di la vuelta.

Era un chico de diez u once años. Vestía pantalón corto, jersey desastrado y sucias playeras agujereadas a la altura del dedo gordo. Tenía el pelo y los ojos oscuros y era flaco como un rastrillo. Sostenía en brazos a un hurón color gamuza.

Deduje que en sus mejores momentos no tenía mucho color en el rostro, ya que ahora estaba espectacularmente pálido. Su boca era una redonda O de sorpresa y tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Al percibir su falta de atención, el hurón pegó una brusca sacudida que hizo que el chico recobrara el sentido.

—Se ha puesto su ropa —dijo.

Habló brusca, casi acusadoramente y todo quedó claro. Vista de espaldas e inclinada sobre la bicicleta, con las viejas botas y el chaleco verdes, debí de parecerme mucho a la señorita Geillis que él había conocido.

—Sólo las prendas de jardín —respondí como disculpándome—. La señorita Saxon era mi prima y ahora viviré aquí. Lamento que mi aspecto te haya asustado. Yo también me llamo Geillis, Geillis Ramsey. ¿Y tú cómo te llamas?

—William, William Dryden. —Hizo una pausa. El hurón volvió a sacudirse. El rostro del niño recuperó el color lentamente—. De espaldas es igual a ella y yo… compréndalo, estuve en el funeral. No esperaba encontrar a nadie aquí.

—Lo comprendo. —Lo miré de arriba abajo—. Perdona que te lo pregunte, pero puesto que Thornyhold está lejos de todo… si no esperabas a nadie aquí, ¿por qué viniste?

Acomodó al hurón en sus brazos.

—Por él. La señorita Geillis solía cuidarlos.

—¿Quieres decir que mi prima cuidaba de tus animales de compañía?

—No son animales de compañía, sino hurones trabajadores.

—Disculpa. ¿Quieres decir que los cuidaba?

—Los curaba. Silkworm no me preocupa demasiado porque sé qué tengo que darle, pero si hay un problema con los otros o con los conejos… ¿Usted también es bruja? —preguntó con ansia.

—¿Si soy qué?

—Bruja. La que cura. Consiste en…

—Te he oído, pero me sorprendiste. Mi prima no era bruja. El hecho de que fuese herbolaria y utilizara las plantas y otras cosas como método curativo…

—Lo sé y le pido disculpas. Sólo fue una broma. Ella solía reírse y decía que era menos arro… arrogante que llamarse sabia.

Las últimas palabras quedaron amortiguadas porque las pronunció en la nuca del hurón.

—No te preocupes, William —dije afablemente—. Yo también te gasté una broma. Sin duda la señorita Saxon era muy sabia y poseía una especie de magia. Yo misma la he experimentado. Lamento que la eches tanto de menos. Espero que vengas de visita siempre que quieras. Temo no ser sabia ni maga. No sabría qué darle a Silk worm. ¿No hay veterinario en el pueblo?

—No dispongo de dinero suficiente —replicó escuetamente el chico—. Mi padre dice que sólo puedo tener los animales que pueda atender yo mismo y no me llega para el veterinario. La señorita Geillis lo habría hecho gratis porque amaba a todos los animales, pero mi padre dijo que debía ganármelo, así que solía venir, la ayudaba con el jardín, cortaba leña y limpiaba cosas. Si quiere, puedo hacer lo mismo por usted.

—En cuanto me acostumbre a vivir aquí, seguro que tu ayuda me vendrá de perillas. William, ya encontraré el modo de pagarte. Lo único que sé de medicina es lo más elemental de los primeros auxilios.

—¡Pues yo sí que sé! —exclamó impaciente—. Sé qué medicina dio la señorita Geillis a Firefly y este caso es igual. Sólo se trata de un tónico. ¿No podemos darle un poco, intentarlo?

—No sé dónde está guardado. Llegué ayer por la tarde. Aún no he explorado la casa.

—Eso no importa. —Descartó fácilmente mi poco convincente objeción—. Le mostraré dónde está guardada cada cosa.

—¿Seguro que lo sabes? En el primer piso, encima del comedor, hay una puerta. La señora Trapp dijo que corresponde al cuarto del sosiego. ¿Es allí donde guardaba las medicinas?

—Exactamente, queda frente al dormitorio de la señorita Geillis.

—Temo que tiene el cerrojo echado y no sé si la llave está en el llavero que me dieron. Aún no he tenido tiempo de comprobarlo. Tal vez…

—Ella siempre tenía esa puerta cerrada con llave. Supongo que el cuarto está lleno hasta los topes de venenos —añadió William animado—. No se preocupe. La llave no está en el llavero, pero yo sé dónde la guardaba.

—¿De veras? ¿Y también sabes dónde está la llave de la puerta trasera o la tiene la señora Trapp?

—No creo que ella tenga la llave, pero seguro que sabe dónde se guarda. Habitualmente colgaba de un clavo contiguo a la puerta, debajo del jazmín.

—Ya. Y tú venías decidido a entrar, de lo contrario no habrías traído a Silkworm, ya que no sabías que yo estaría. William, ¿realmente te proponías entrar en la casa?

—Ella me habría dejado. —William añadió con cierta rigidez—: Ella nunca me consideró un niño. Por supuesto que sé dónde están las llaves. La señorita Geillis me lo dijo.

—De acuerdo. En ese caso, enséñame el camino. Me dirás dónde están y veremos si encontramos algo para Silkworm.

Capítulo 10

Me quité las botas junto a la puerta trasera. El chico no me guió a la planta alta, como esperaba, sino al cuchitril. Pensé que se dirigiría al escritorio y que incluso me mostraría un cajón secreto, pero enfiló hacia la chimenea. Hacía mucho tiempo que no se encendía el fuego. La bonita repisa rodeaba una chimenea que seguramente estaba tapada por arriba. Había polvo, pero ni una sola huella de hollín. Sobre el ancho hogar reposaba una estufa eléctrica.

Antes de que me diera cuenta de lo que hacía, William depositó el hurón en mis brazos y buscó algo en el interior de la chimenea. Nunca antes había cogido un hurón y, si me hubiesen dado a elegir, me habría negado a tocarlo. Había algo en los ojos y la nariz sonrosados, en su fama de feroz y en la fuerza parecida a un latigazo del cuerpo menudo y tibio que suscitaba cautela. El animalillo se acomodó en mis manos y, sin pensarlo, lo acerqué a mí. Su piel parecía suave seda y su cuerpo de músculos elásticos estaba realmente tibio. Se quedó quieto como un minino que duerme y juntos observamos cómo William, llave en mano, daba la espalda a la chimenea.

—Aquí está.

—¿Por qué la guardaba allí?

—Supongo que pensaba que a nadie se le ocurriría buscarla en la chimenea. Quiero decir que si la señora… que si alguien buscara una llave, registraría el escritorio, los cajones o algo parecido. No quería que alguien entrara en el cuarto del sosiego cuando ella no estaba.

—Salvo tú.

Me miró de reojo.

—Ya le dije que la ayudaba mucho. También la ayudaba a recoger y secar hierbas. Hierbas y otras cosas. Incluso la ayudé a preparar algunos remedios.

—William, no te preocupes. Te tomaba el pelo. Creo que confiaré mucho en ti. Tal vez puedas enseñarme algo sobre las hierbas. ¿Qué tal si subimos?

El cuarto del sosiego tenía el mismo tamaño que el comedor, pero era mucho más luminoso. Los muebles eran escasos. Había una mesa grande en el centro y otra bajo la ventana. Eran sencillas como mesas de cocina y evidentemente se trataba de bancos de trabajo. En los huecos situados a ambos lados de la chimenea tapiada había estantes repletos de libros. En la pared interior, junto a la puerta, se alzaba un enorme aparador antiguo que debajo tenía un armario cerrado con llave y en los estantes, en lugar de platos, se veían hileras de tarros y frascos. En el ángulo, donde antaño probablemente había habido un lavabo, se encontraba una pequeña pila y, encima, un calentador eléctrico.

—Ten, coge a Silkworm —dije.

William, que observaba las hileras de frascos, se volvió deprisa.

—¡Ay, me había olvidado! Lo lamento mucho. ¿Le molestan los hurones? A muchas señoras les desagradan. Ni se me pasó por la cabeza porque la señorita Geillis era capaz de todo.

—Si quieres que sea sincera, hasta hoy no había conocido a un hurón. Toma. Hay que reconocer que está muy bien educado… ¿o está tan pachucho que no muerde?

—Es posible. De todos modos, usted le ha caído bien. ¿Qué le parece si bajo corriendo a buscar su cesto? Está atado con correas a mi bici.

—Me parece una idea excelente.

William partió raudamente con el hurón y yo eché un vistazo a mi alrededor.

El cuarto estaba muy limpio y ordenado. Todos los libros estaban en su sitio y, a juzgar por los títulos, en orden. Las tapas de las mesas estaban fregadas hasta dejarlas impecables y no contenían nada, aunque en la mesa larga contigua a la ventana vi dos balanzas, un mortero bastante grande y su mano. Dada la ausencia de todo cuanto yo esperaba encontrar —ramos de hierbas, sacos de raíces y otras plantas—, parecía que el cuarto había sido limpiado y que todo estaba en su sitio. Como si al final de su vida la prima Geillis hubiese organizado todo para prepararlo para mí. Salvo las ordenadas hileras de tarros y frascos sólo había hierbas en un gran cuenco de popurrí colocado en el extremo del aparador más próximo a la puerta. Se componía básicamente de pétalos de rosa y espliego, mezclados con hojas de geranio y trinitaria silvestre, pero emitía una extraña fragancia cuyo origen no pude establecer. En el preciso momento en que me incliné para oler ese popurrí, William entró corriendo con el hurón en su jaula.

—Trébol, lúpulo común, verbena y eneldo despojan de su voluntad a las brujas —canturreó el chico.

Me erguí.

—¿Qué quieres decir?

William señaló el popurrí.

—Ahí están todas. La ayudé a hacer la mezcla. Me lo explicó. Es un viejo hechizo o algo por el estilo.

—¡Por Dios! Dime, ¿qué hacemos con Silkworm?

William dejó la jaula sobre la mesa y retiró un frasco de los estantes del aparador. La etiqueta, escrita con la bonita letra de mi prima, estaba en latín y no la entendí.

—¿Estás seguro?

—Totalmente seguro. Además, no le puede hacer daño. Me permitía tocar todos los frascos salvo los que llevan etiqueta roja, los que están guardados bajo llave en el armario inferior. Éste es el frasco. Lea las instrucciones.

Me lo pasó. Bajo la inscripción en latín se leía: «A. pequeño una p. d. durante 3 d.».

—Significa animal pequeño. Firefly tomaba una al día.

Abrí el frasco. Contenía unas píldoras pequeñas y negruzcas.

—Pues el hurón es tuyo. Si estás realmente seguro. —William asintió con la cabeza—. Será mejor probar. ¿Sabes cómo se hace?

—Hay que abrirle la boca y dejar caer la pildora. —William se mostró dubitativo por primera vez y me miró—. Parecía muy fácil cuando la señorita Geillis lo hacía.

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