—Que yo sepa, no.
El taxi paró. El señor Hannaker dio la vuelta para abrir la portezuela e inclinó la cabeza.
—Se lo pregunté porque de la chimenea sale humo.
—¿Humo? —Me erguí y miré.
La calzada de acceso acababa en una pequeña rotonda que servía para que los coches giraran. Estaba llena de baches y verde por la falta de uso; las huellas de las ruedas del taxi eran la única señal de que allí había pasado un vehículo. A ambos lados se alzaba el bosque, cuyos árboles se encontraban con un seto de espino enormemente alto que les cortaba el paso. En lo más profundo del seto había un portillo que antaño había sido blanco. El espino subía por los costados y estaba recortado y guiado para formar una espesa arcada verde. De la casa situada al otro lado del seto sólo se divisaban las tejas grises verdidoradas por los líquenes y sonrosadas por los gruesos matojos de siempreviva mayor apiñados en torno a los altos cañones de la chimenea.
De la chimenea de la izquierda escapaba un débil velo de calor más que de humo y se deslizaba lentamente hacia las ramas de las hayas que se elevaban a corta distancia.
—Los abogados debieron de pedir a alguien que viniera y abriera la casa —dije.
—En ese caso, todo va bien —afirmó el señor Hannaker—. De todos modos, la ayudaré con las maletas. Supongo que las cosas más pesadas llegarán más adelante, ¿no?
—Sí. Es usted muy amable y se lo agradezco.
Abrió el portillo, alzó mis maletas y me siguió sendero arriba.
El sendero era recto, enladrillado y no medía más de diez metros. Estaba en el lado norte de la casa y era evidente que el fragmento de jardín entre el seto y la pared de la vivienda recibía muy poco sol. Aun así, el jardín fue toda una sorpresa. Aunque los abogados me habían dicho que la prima Geillis había estado postrada las semanas anteriores a su muerte, acaecida hacía dos meses, me había hecho la ilusión de que Thornyhold seguiría tal como me la había descrito, pero en esa época del año varias semanas de desatención transforman un jardín florido en una maraña de hierbajos y el sendero enladrillado más pulido en una resbaladiza cinta de musgo y algas. Para mi consternación la casa —que tendría que haber resistido mejor la falta de atenciones— tenía el mismo aspecto lamentable. Seguramente hacía poco había caído una tormenta, pues las ventanas estaban cubiertas de hojas de los árboles circundantes, un canalón se hundía por el peso de un entramado de ramas y del tejado y de otros sitios goteaba agua de un chaparrón reciente. Por todas partes se veían los húmedos montículos de la primera caída de hojas de otoño. Las cortinas colgaban torcidas de las ventanas, como si las hubiera corrido una mano descuidada, y en el alféizar de lo que supuestamente era la ventana de la cocina —a la izquierda y debajo de la chimenea humeante— vi tiestos llenos de plantas marchitas y moribundas.
Pequeños detalles. Cosas inevitables que los cuidados de un dueño resuelven prestamente. La atmósfera de depresión y abandono que rodeaba Thornyhold no anulaba el hecho de que la casa era bonita. De piedra, no muy grande aunque bien proporcionada, con una puerta acogedora y amplias ventanas de guillotina. Sin duda la fachada sur sería aún mejor y más alegre, ya que los «mejores» cuartos mirarían al jardín principal, donde los árboles estarían más apartados para no interceptar la luz del sol.
En la puerta había una aldaba, una cabeza de león con la anilla por la boca. Debía de ser de bronce brillante pero en ese momento mostraba un color verde oliva apagado. Aunque llevaba la llave en la mano, el humo de la chimenea me hizo dudar. Apoyé la mano en la aldaba.
La puerta se abrió antes de que tuviera tiempo en llamar. Apareció una mujer. Calculé que tenía diez años más que yo. (Por entonces contaba veintisiete.) No era tan alta como yo; tenía un rostro terso, ojos azules, pelo castaño, mejillas suaves y sonrosadas y una gruesa capa de carmín rojo que no le sentaba nada bien a una boca tan pequeña. Pese a su figura regordeta y a los gruesos tobillos, era bonita y tenía hoyuelos en las comisuras de los labios de una boca más que dispuesta a sonreír.
En ese momento no sonrió. Casi sin solución de continuidad, pasó su mirada de mí al taxista, a las maletas que éste había dejado en el escalón, a mi lado, y finalmente al portillo abierto tras el cual aguardaba el taxi.
—Buenas tardes —dije.
—Buenas tardes, señorita. —Esa voz de acento rural era suave y jadeante—. Usted es la señorita Ramsey, ¿verdad?
—Sí. ¿Y usted…?
—Soy Agnes Trapp, de la casa del guarda. Estaba fregando. Hoy no esperaba a nadie. —Parecía agitada y mientras hablaba sus ojos saltaban de mí al chófer, al taxi parado junto al portillo y a las dos maletas pesadas para volver a posarse en mí—. Dijeron… los abogados dijeron que ella vendría pronto, pero no especificaron el día ni dijeron que vendrían dos señoras. ¿La anciana espera en el coche? Sólo he preparado un cuarto, pero si usted se queda, rápidamente arreglaré otro. Si me hubieran avisado… Será mejor que ayude a entrar a la anciana para que no siga esperando en el coche.
—Le ruego que no se preocupe, no hay ningún problema —me apresuré a decir—. He venido sola. No hay nadie más. Soy Geillis Ramsey, la prima de la señorita Saxon.
—Pues yo pensé… no me dijeron… pensé que… —calló y tragó saliva. La señora Trapp estiró el delantal que llevaba puesto y se sonrojó notoriamente. El rubor comenzó en el cuello de la blusa y subió, rápido y uniforme como una oleada, hasta la línea del nacimiento del pelo.
—Lamento haberla sobresaltado —me disculpé incómoda—. Los abogados no me informaron que le pedirían que abriera la casa. Si hubiese sabido qué día llegaría, les habría avisado para que estuvieran al tanto. Como me enviaron las llaves, vine en cuanto pude. —Como estaba incómoda, hablaba mucho y deprisa. Con gran malestar, pensé que era como si hubiese pescado a la señora Trapp en un acto poco claro y yo misma me sintiera culpable, como suele ocurrir. Y a mí siempre me ocurría. Era un sentimiento conocido, lo mismo que mi tono apaciguador—. Señora Trapp, le ruego que no se preocupe. Estoy segura de que todo saldrá de perillas y le agradezco profundamente que se haya ocupado de la casa.
—Está bien. —Esbozó una encantadora sonrisa llena de alivio y bienestar. El rubor desapareció con la misma celeridad con que había surgido—. Ha sido una tontería de mi parte. Cuando me dijeron que venía su prima, supuse que se trataba de una anciana… quiero decir de una mujer mayor. Bienvenida sea, señorita, y es una suerte que se haya presentado tan pronto. Thornyhold ha estado muy solitaria sin vecinos. Esperábamos su llegada. ¿Le parece bien que entre sus maletas?
La señora Trapp recogió mis maletas y esperó a que yo le pagara al señor Hannaker. Éste me dio las gracias, insistió en la posibilidad de conseguirme un buen coche, saludó con la cabeza a la señora Trapp y partió.
Seguí a la señora Trapp al interior de la casa. Parecía construida en la misma época que la casona: se percibían las elegantes proporciones dieciochescas, aunque reducidas a las necesidades más modestas del apoderado del caballero. El vestíbulo era cuadrado, con puertas que se abrían a derecha e izquierda, y más allá de ésta aparecía una escalera de peldaños anchos y cortos que conducía a un amplio rellano. Al fondo del vestíbulo se alzaba una arcada poco profunda a través de la cual se divisaba una especie de entrada de tono menor, con una ventana alta que permitía entrever los árboles y el cielo, y a la derecha otra puerta que, probablemente, daba al salón. El suelo era de baldosas y parecía cubierto de arena; era evidente que las alfombras necesitaban una buena sacudida.
Vi todo eso antes de que la señora Trapp depositara las maletas en el suelo y se adelantara corriendo hacia una puerta cubierta de bayeta desteñida que quedaba oculta bajo la rampa de la escalera.
—Por aquí. Espere a que encienda la luz. Cuando no se lo conoce, este pasillo resulta un poco oscuro. Cuidado con la alfombra, está deshilachada. En la cocina estará más cómoda. Si hubiera sabido que venía hoy, habría limpiado la sala, pero lo primero es lo primero, de modo que me ocupé del dormitorio. Hay que reconocer que hacía falta, pues su tía pasó muchos días en la cama antes de que la llevaran al hospital.
—Es muy amable de su parte… —Yo volví a las andadas, pero la señora Trapp me cortó en seco.
—¡No podíamos permitir que viniera de tan lejos a una casa desconocida y no encontrara el fuego encendido y la cama aireada! En cuanto nos enteramos de que vendría a vivir la señorita Ramsey le dije a Jessamy, es mi hijo, será mejor que arreglemos las cosas y ordenemos la casa para esa pobre alma; de lo contrario, tal como ha quedado todo no podrá dormir en paz. Señorita Ramsey, quiero decir que la casa está bastante limpia, huelga decirlo, pero que últimamente nadie la ha cuidado y se nota. Hemos llegado y el agua está a punto de hervir.
A decir verdad, parecía que el agua hervía desde hacía rato, pero supe que un té me sentaría de maravillas fuese el mejor o el peor del mundo. Dicen que viajar ilusionado es mejor que llegar: durante el trayecto en tren me había movido como en un sueño o, mejor dicho, había avanzado hacia el cumplimiento de un sueño. Una casa propia con jardín y con el bosque que llegaba hasta la puerta; la misma imagen que la prima Geillis me había dibujado años atrás, una imagen iluminada por el sol y llena de flores. No me había detenido a pensar que la realidad sería muy distinta aquel encapotado día de septiembre. Sólo me alegré de que los abogados hubiesen tenido la previsión de pedir a la señora Trapp que preparara todo para mi llegada.
La señora Trapp estaba atareada con el hervidor y la tetera. Al parecer, había provisiones; sacó de la repisa una caja para el té y lo vertió a cucharadas en la tetera. Sobre la mesa había media botella de leche.
—Enseguida estará a punto —decía—. ¿Quiere una galleta o prefiere una tostada? ¿Ni lo uno ni lo otro? ¿Le molesta que me coma una galleta? He traído un paquete.
Junto a la botella de leche había una barra de mantequilla, aún envuelta pero parcialmente consumida. Junto a éstas se encontraban un azucarero lleno, media barra de pan y un paquete de galletas. La señora Trapp cogió una galleta, le dio un mordisco y se dedicó a servir el té.
—Ya está bien, olvidarme de decir lo que debí expresar en cuanto usted cruzó el umbral, lo mucho que sentí lo de su pobre tía…
—Mi prima.
—¿Cómo dice?
—No era mi tía. La señorita Saxon era prima de mi madre y yo siempre la llamé prima Geillis.
—Ah, sí, claro. Está bien. Era una dama encantadora. Conmigo siempre fue muy buena. Hice cuanto estuvo en mis manos por cuidarla. En el campo decimos que hacen falta buenos vecinos.
La señora Trapp sonrió como si yo tuviese que entender inmediatamente sus palabras. Tenía una excelente dentadura. Siguió parloteando mientras comía galletas. Añadió tres cucharadas colmadas de azúcar a su taza de té. Yo bebí mi té y miré a mi alrededor.
La cocina era amplia, anticuada pero bien organizada y me pareció maravillosa después de la de la casa del párroco. En lugar de nuestra negra y enorme cocina económica Eagle, Thornyhold incluía una Aga color crema, arrimada a la vieja repisa de la chimenea como si la hubiesen construido con la casa. Deduje que esa estancia no era la cocina original. Era imposible que hubiesen mimado a los criados del siglo dieciocho con una habitación tan luminosa y agradable. Una ventana —la de las plantas muertas— miraba al norte. Otra daba al bosque contiguo a la casa; apenas veía nada más allá de la maraña de saúco y serbal que colgaban sobre lo que parecía el tejado de un cobertizo y una chimenea alta. ¿Tal vez el antiguo lavadero? Era posible que la cocina original quedase por ahí, oculta por los arbustos, y que en el presente sirviera de tras cocina y dependencias.
Frente a la chimenea había un aparador alto con hileras de bonitos platos blancos y azul pálido y tazas a juego colgadas de la parte frontal de los estantes. Al parecer, la nueva moda de cocinas empotradas y «encimeras» no había llegado al bosque. La gran mesa situada en el centro de la estancia ofrecía espacio más que suficiente para trabajar y bajo la ventana había otra mesa larga, en ese momento repleta de cajas, tarros y una pila de libros que probablemente habían quitado del estante que colgaba junto a la ventana.
—Estaba limpiando algunos estantes con libros. ¿No le llama la atención la forma en que acumulan polvo? —La señora Trapp dejó la taza sobre la mesa y se puso en pie—. Supongo que quiere ver su habitación.
Con aire de anfitriona, me sacó de la cocina y me llevó por el pasillo hasta la puerta forrada en bayeta. Alzó mis dos maletas como si no pesaran, rechazó mis protestas, esperó a que yo recogiera el bolso y el abrigo y me guió escaleras arriba. Anduvo —extrañamente ligera de pies pese a sus piernas rollizas— por el amplio rellano que ocupaba el ancho de la entrada. A ambos lados del rellano, después de tres escalones poco profundos, se alzaba una puerta. La señora Trapp abrió la de la derecha. Al otro lado había un pequeño vestíbulo cuadrado, con una ventana frente a nosotras, y puertas a izquierda y derecha. La señora Trapp abrió la puerta de la izquierda y me hizo pasar al dormitorio.
Comparado con lo que había visto en la planta baja, el dormitorio fue una sorpresa. Se trataba de una estancia amplia con dos ventanas altas que daban al fondo o lado sur de la casa. En cada ventana había un asiento empotrado en la pared. La chimenea era delicada y con bonitos azulejos floreados. Una cómoda abombada cumplía la función de tocador y junto a la chimenea estaba abierto un armario espacioso en el que se veía el espacio para las perchas de un inmenso ropero. La cama era de matrimonio y alta. La alfombra era de color verde claro y, por así decirlo, enlazaba el cuarto con el bosque. Junto a una de las ventanas reposaba un butacón.
Era una habitación preciosa. Es verdad que la alfombra estaba desteñida en las proximidades de las ventanas, que las cortinas habían encogido y que la tela se encontraba en mal estado donde el sol la había tocado. En un ángulo, justo debajo de la cornisa, había una mancha de humedad y el empapelado desteñido se había despegado. Pero la habitación estaba limpia, olía bien y la hoja superior de una de las ventanas estaba abierta.
—El baño está al lado —dijo la señora Trapp.
Se acercó a la ventana más próxima y tiró de la cortina. Recordé la cortina de encaje de la casa del guarda y me pregunté quién se encontraba allí en ausencia de la señora Trapp. Como no hacía más que mirarme, le dije lo que esperaba oír.