Mi padre murió tres años después de acabada la guerra. Murió como había vivido: serenamente y más preocupado por los demás que de sí mismo.
En cuanto acabó el funeral y todos se fueron, crucé hasta la iglesia para cerrar la sacristía cuando se hubo marchado el pastor que celebró el oficio y volví andando a solas por el cementerio. Corría agosto y el sendero entre las tumbas estaba cubierto de semillas y pétalos. Los árboles pendían pesados en el aire inmóvil.
En la cocina de la casa parroquial encontré a algunas de las aldeanas que habían ayudado a organizar el funeral. Tomaban una taza de té mientras fregaban los platos. Me sumé a ellas, que se fueron en cuanto acabaron de fregar.
La casa estaba vacía, retumbante, ya no me pertenecía. Me senté en la mecedora, junto a la chimenea donde el fuego pasó lentamente de llamas a cenizas, y por primera vez me di cuenta de que estaba sola, de que los temores nocturnos se habían materializado, de que no tenía nada, ni siquiera un sitio a donde ir en cuanto tuviese lugar el nuevo nombramiento y hubiera que entregar la casa parroquial al nuevo titular. Antes de que ocurriese tendría que vender los muebles, convertir en dinero todo lo que pudiese, partir y buscar trabajo.
¿Dónde? ¿Qué tipo de trabajo? Como habría dicho mi madre tajantemente, no estaba cualificada para hacer nada. Un curso universitario en el que estudié botánica, química y geología… no sabía lo suficiente de nada como para justificar el trabajo docente más elemental, y en los años cuarenta era muy difícil conseguir cualquier tipo de trabajo. Me erguí cansinamente y paré los arcos de la mecedora. Quizá por la mañana estuviera en condiciones de pensar con más claridad, de hacer acopio de un pequeño resto de valor. En el ínterin, antes de que el fuego se apagase, debía prepararme algo de cena. La ceniza cayó sobre la parrilla. Incluso ese leve sonido retumbó en medio del vacío.
Sonó el timbre.
Una de las aldeanas esperaba en la puerta trasera. En la mano llevaba un sobre de grandes dimensiones.
—Disculpe, señorita Gilly, lo había olvidado. Lo lamento. Llegó esta mañana, pero pasaron tantas cosas que me olvidé. Es una carta.
La cogí y le di las gracias. La mujer titubeó y me observó atentamente.
—¿Está segura de que no puedo hacer nada? No me parece bien que se quede sola después de la forma en que se ha ido su padre. ¿Por qué no cruza la carretera y cena con nosotros?
—Señora Green, se lo agradezco, pero estoy bien, de verdad. También le agradezco que me haya traído la carta. No debió tomarse tantas molestias. Podría habérmela dado mañana.
—No se preocupe. Si está segura de que no quiere… mañana vendré a ayudarla con la casa. Señorita Gilly, buenas noches.
—Buenas noches.
Regresé junto a las débiles ascuas y miré el sobre por los cuatro costados… Papel grueso y de calidad, mecanografiado. El sello de una firma lejanamente conocida. Lo abrí. Contenía un documento plegado y de aspecto oficial; otro sobre, más pequeño, y una carta explicatoria que llevaba el mismo sello. La leí.
Me senté lentamente y la releí.
Era de Martin & Martin, los abogados de Salisbury. Decían que me reexpedían una carta de mi prima, la señorita Geillis Saxon que, lamentaban informarme, había muerto súbitamente hacía un mes, el 16 de julio, de una gripe que se complicó con neumonía. Con la carta de la señorita Saxon incluían una copia de su testamento; así comprobaría que me había nombrado única heredera y me había legado su casa de Wiltshire «con todo su contenido». La carta les fue entregada cuando se firmó el testamento y la señorita Saxon dio instrucciones de que la reexpidieran junto con la copia de su última voluntad para que yo las recibiese el 12 de agosto de 1948. Probablemente se refería a la copia del testamento «exclusivamente para información» pero, por una lamentable coincidencia (explicaban los abogados) su muerte se produjo poco después de la fecha acordada. Lamentaban ser portadores de noticias tan tristes y esperaban serme útiles en el futuro. Si les avisaba en qué fecha me gustaría viajar a…
Tenía los dedos entumecidos. Abrí el otro sobre. Aunque nunca había visto la letra de la prima Geillis, la carta la retrataba en cuerpo y alma.
Mi querida Geillis:
Nunca te he dado mis señas porque últimamente vivo sólo para mí. Pero si ahora quieres venir a Wiltshire, la casa se llama Thornyhold y está en las lindes del bosque de Westermain. El tren para en St. Thorn y el taxi conoce el camino.
Las coincidencias no existen. La casa es tuya siempre que la necesites y cuando leas esta carta, es decir, ahora. No tardes demasiado en venir. Aquí encontrarás todo lo que más has deseado. Mi niña, tómalo y sé bienvenida. Cuida de Hodge. Me echará de menos.
Tu prima Geillis.
Cayeron las últimas cenizas y levantaron una suave bocanada de humo gris. Tenía la vista fija en la fecha de la carta de la prima Geillis. La había escrito hacía más de seis meses, el 9 de diciembre de 1947.
Ya casi ni recuerdo cómo imaginé que sería la casa de la prima Geillis. La realidad siempre se diferencia de las previsiones mentales e, inevitablemente, borra la imagen falsa. Creo que me figuré algo parecido a una tarjeta postal, romántico, rústico y pintoresco: una antigua casita de techo de paja encajada en un bosque florido, con el seto del jardín cubierto de gavanzos y las lilas asomadas a los cañones de las chimeneas. A decir verdad, algo surgido de los recuerdos de una infancia rural.
El nombre tendría que haberme sugerido que Thornyhold no era nada por el estilo. Descubrí que antaño había sido la casa del apoderado en una inmensa propiedad que hacía mucho tiempo fue dividida en varias fincas. A algunos kilómetros se levantó un pueblo maderero, ya que la Comisión Forestal adquirió muchas hectáreas y plantó ejemplares de madera blanda en disposición ordenada. Dos largas calzadas de acceso recorrían los antiguos bosques y se encontraban en un espacio donde otrora se había alzado la mansión. Ahora sólo había una pila de enormes bloques de arenisca, la escalinata con balaustrada que conducía a una puerta inexistente y una pared aún en pie, donde las ramas de los árboles acariciaban los marcos de las ventanas. Las balaustradas, las tallas sobre las ventanas y, algo más lejos, la arcada desmoronada y los adoquines cubiertos de maleza de las caballerizas denotaban una mansión georgiana que había conocido días de esplendor. Pero hacía mucho tiempo que todo —incluido el último vástago de la familia— había desaparecido. Con excepción de la aldea maderera, que se llamaba Westermain, lo único que perduraba era la caseta del guarda —una minúscula estructura dividida en dos por la verja de entrada— y la casa del apoderado de la antigua propiedad, encajada en el bosque, en donde la prima Geillis había vivido.
La vi por primera vez un húmedo día de septiembre, casi un mes después de la muerte de mi padre. Todo estaba resuelto: había leído su simple testamento y vendido o dejado el grueso de los muebles de la casa parroquial. Los más grandes habían sido utilizados por los dos o tres últimos titulares de la vicaría y dejé otros porque sabía que en Thornyhold estaba todo el mobiliario de la prima Geillis. Guardé las pocas piezas por las que mi padre había mostrado una gran estima, que quedaron almacenadas mientras yo comprobaba cuánto espacio tenía en mi nuevo hogar.
Viajé en tren. Las reparaciones de nuestro viejo coche se habían vuelto muy costosas y, además, no me correspondía la asignación de gasolina a la que mi padre había tenido derecho. Se vendió con el resto de las cosas. Por lo que sabía, la prima Geillis había tenido coche, que pasaría a ser de mi propiedad junto con Thornyhold. No tenía prisa. Lo único que deseaba era irme. La venta de mis pertenencias había sido más rápida de lo que esperaba de modo que, con un par de maletas y con el juego de llaves que había pedido a los abogados de Salisbury que me enviaran, partí rumbo a St. Thorn en un taxi cuyo conductor conocía el camino.
Y así fue. Cuando di las señas al taxista, quedó petrificado con una maleta a medio poner en el maletero.
—¿Ha dicho Thornyhold? ¿Se refiere a la casa de la señorita Saxon, la anciana que murió hace algunas semanas?
—Sí.
Cerró la tapa del maletero y abrió la portezuela trasera.
—¿Era parienta suya? Mi más sentido pésame.
—Era mi prima. Mejor dicho, la prima de mi madre. ¿La conoció? ¿Le molesta que me siente delante, a su lado?
—Por supuesto que no. Estará más cómoda. —Me abrió la portezuela, la cerró y se puso al volante—. Pues no, no puedo decir que la conocí, aunque siempre contrataba mi taxi cuando regresaba de sus viajes. Fue una gran viajera hasta el año pasado. Solía contarme lo que había visto. Había recorrido el mundo entero. —Me dirigió una mirada de soslayo cuidadosamente indiferente—. Tienen suerte los que pueden hacerlo. De todos modos, nunca me pareció una mujer que viviera con demasiada holgura.
—No lo sé —repliqué.
Pero lo sabía. Aunque en modo alguno me había dejado una fortuna, la prima Geillis me dejó lo suficiente para que, sumando los pocos cientos de libras heredados de mi padre, pudiera vivir modestamente una larga temporada. Muy modestamente. Aunque nadara en la riqueza, era cuanto yo necesitaba. Me asomé por la ventanilla del taxi cuando las casas se perdieron en lontananza y la carretera empezó a serpentear entre setos altos y en hilera, cargados de hiedra y acebo que brillaban por la lluvia reciente, y de las bayas rojas de la madreselva, entrelazada con los niveos montículos de las clemátides. Tuve dudas, pero como iba a vivir en esa zona del mundo, más valía que la gente se enterara de lo que, de todas maneras, averiguaría enseguida.
—Aunque desde que era una niña no volví a ver a la señorita Saxon, me dejó la casa porque soy su único pariente en este país. Y aquí voy a vivir.
—Bueno —dijo el taxista y percibí ciertas reservas en su tono—, esta zona del mundo está bastante bien. Aunque hay que reconocer que Westermain es muy solitario. Supongo que tiene coche.
—De momento, no. ¿Tenía coche la señorita Saxon?
—Nunca lo vi, pero no lo sé. Sólo veía a la anciana cuando regresaba en tren. Los habitantes de este lado del bosque van a la compra a Arnside. Si decide que necesita un vehículo, tal vez pueda conseguirle un buen coche usado. En el taller de Hannaker, enfrente del cine, al lado de White Han.
—Muchas gracias. Todo depende de que consiga cupones de gasolina.
—Viviendo aquí le resultará muy fácil y yo me encargaré de que no tenga problemas.
—Muchas gracias —repetí—. Antes de que se me olvide, me llamo Ramsey. ¿Usted es el señor Hannaker?
—Sí, pero llámeme Ted.
Me recosté en el asiento.
—Habló de un bosque. ¿Se refería a Westermain?
—Sí. Estamos a punto de entrar.
Sabía que «bosque» no necesariamente quería decir una arboleda, sino un trozo de terreno sin cercar, un espacio salvaje y sin cultivar que en otro tiempo había estado poblado de árboles. La carretera abandonó los setos y las fincas de las tierras cultivadas y, blanca y estrecha, atravesó páramos donde los helechos oxidados competían con brezos dispersos y extensos manchones de pastos duros donde pacía el ganado. Hacia el cielo se alzaban grupos de abetos que los grajos rodeaban como humo. El chófer señaló con el dedo. En el horizonte, a casi un kilómetro de distancia, divisé las figuras delicadas y que se movían al trote de los ciervos. Los conejos corrieron a ponerse a cubierto en los bosquecillos de aulagas. Aparecieron sotos de abedules de hojas redondas y doradas como lentejuelas. Ni una sola casa a la vista. La carretera descendía suavemente y atravesaba un puente encorvado que salvaba un río de aguas apacibles.
—Es el Arn —informó el señor Hannaker.
—¿Y aquello que hay detrás de los árboles es Arnside? Me pareció ver una especie de edificio.
—No. Faltan algunos kilómetros para Arnside, está pasado Westermain. Lo que vio es St. Thorn, la vieja abadía. Está en ruinas, sólo quedan unas pocas columnas, varias paredes derruidas y, con suerte, un par de arcos desmoronados. —Celebró fugazmente su broma—. No hay nada que valga la pena conservar, aunque en otro tiempo debió de ser muy bonita. Ya estamos en el bosque de Westermain.
A partir del puente la carretera subía y se deslizaba entre una avenida de árboles. Eran enormes, parecían muy añosos y quedaban apartados de la carretera en medio de los altos helechos otoñales. Predominaban los robles, entremezclados con hayas, olmos y otros más pequeños como los acebos. Nadie había recogido los árboles caídos, que yacían cubiertos por una densa maraña de helechos y enredaderas. A cincuenta metros de la carretera, el bosque parecía tan impenetrable como la selva. Avanzamos más o menos un kilómetro y medio. Después rodamos junto a un muro alto y desmoronado, construido en piedra en tiempos más prósperos, donde al crecer los árboles habían abierto brechas y en el que la hiedra invasora devoró la argamasa de las juntas y lo hizo caer.
—Thornyhold —informó el chófer.
Aminoró la marcha y el taxi franqueó las columnas macizas pero en ruinas de la verja principal.
A ambos lados de la verja se agazapaba una casa diminuta. La pasión dieciochesca por la simetría había partido por la mitad la casa del guarda. Las viviendas eran idénticas, como la imagen en el espejo. En las ventanas había cortinas de encaje, un toque suburbano que parecía totalmente inadecuado en una zona rural.
Cuando pasamos, se movió ligeramente la cortina de la ventana situada a nuestra izquierda, pero enseguida volvió a su sitio. En la ventana gemela de la derecha la cortina permaneció inmóvil, aunque detrás percibí un movimiento difuso, como alguien que se balanceaba de un lado a otro, de un lado a otro.
El taxi atravesó la verja y aceleró por la larga y serpenteante avenida.
—Siempre pensé que era una casa peculiar —comentó el señor Hannaker—. Es como si a cada lado sólo hubiese un cuarto. La broma pesada de un antiguo terrateniente. ¿Cree que hacen la vida en un lado y duermen en el otro?
—No tengo ni la más remota idea. ¿Sabe quién vive allí?
—Se llama Trapp y es viuda. Es cuanto me dijo la anciana. La gente de estos lugares no es muy habladora.
—Esta calzada es muy larga, ¿no le parece? ¿Falta mucho?
—Unos quinientos metros. Enseguida aparece un camino, pero no lo verá hasta que lo tengamos encima… Hemos llegado. —Al hablar giró el volante y torcimos a la izquierda por una calzada más estrecha—. Ahí está la puerta. ¿La esperan?