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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (53 page)

Alberto eligió un momento de calma y le confió que estaba dispuesto no sólo a suspender su carrera diplomática, sino a renunciar a ella. Volverían de inmediato a Buenos Aires. Edith le rodeó cariñosamente la cara, le susurró que lo amaba mucho y que no debía llegar a ese extremo.

—La verdad, no sólo quiero irme por vos: soy yo quien no aguanta más —aclaró Alberto.

Ella lo dejó de una pieza al decirle que el regreso le había empezado a sonar como una fuga.

—Es una fuga.

—Me parece indigno. Estoy cambiando de opinión.

—¿Quedarte en Alemania? ¡No puedo creer lo que escuchan mis oídos!

—No demasiado tiempo: sólo un poco más. Es una obligación. Debo ayudar a la pobre gente.

—Nuestra ayuda no vale un centavo. ¿Qué podemos ofrecer, además de la lástima?

—Visas.

—¡Ya conseguí doce! Cuatro para la familia Federn y ocho para tres familias más. ¿Cuántas serán posibles aún? ¿Cinco, diez?

—Las cuatro de Federn te las dio Víctor French. Cada visa es una vida.

—Edith, el horror nazi ha conseguido dañar tu juicio —la abrazó, le acarició los cabellos—. Deberíamos irnos lejos, para que vuelvas a pensar con sensatez.

—Desde ahora, Alberto, no podría pensar en otra cosa.

—¿Visas?

Asintió. Él se llevó la palma a la frente, como si se sintiera afiebrado. Dio una vuelta por el living, alzó un almohadón y lo disparó contra un sofá. Partió sin despedirse.

El viernes por la mañana Edith le anunció que estaban invitados a una cena sabática en casa del doctor Leo Baeck.

—Estoy ansiosa por conocer a ese hombre.

—¡¿Qué?! —el espanto le erizó los cabellos.

—¿Te asusta?

—¡Es un rabino! ¿Adónde pensás llegar, bendita mujer?

—Me han explicado cómo entrar en su casa sin que nos vean.

—Yo no voy. Es la locura.

—Te imploro que vengas.

Alberto se paró con las manos colgantes, cansadas.

—Edith, usaré el argumento más simple para evitar una polémica absurda. Si llegara a saberse que compartimos una cena en casa del rabino Leo Baeck, ni hará falta que me arreste la Gestapo: Labougle en persona me echará a patadas.

Cuánta razón le asiste, pensó Edith. Pero no cedió.

—Está bien, querido. Acepto tus razones. Iré sola.

—Enloqueciste, mi amor. Enloqueciste —caminaba con furia—. No te puedo dejar ir sola, acabarás en Sachsenhausen.

—Ahora pienso que de veras sería menos riesgoso si voy sola. Por lo menos habrá alguien que gestionará mi libertad.

—¿Te estás burlando?

—Seguro que no, querido. No estoy para burlas ni para chistes. Va en serio: es mejor que no te involucres, no tengo derecho. Al fin de cuentas, soy yo quien tiene sangre judía.

—¿Qué estás diciendo? ¡A qué viene semejante cosa!

—Necesito hablar con ese hombre. El alma de mi padre late en mi cráneo. Alberto: comprendeme y... perdoname.

—¡Es tan peligroso! No estamos para aventuras. Los nazis no perdonan.

Se acercaron vacilantes mientras sus ojos despedían chispitas. Alzaron las manos y se abrazaron fuerte.

ROLF

Rudolf Schleier se encogió de hombros.

—Parece que era cierto —dijo.

—Yo no lo hubiera imaginado jamás —para Rolf era imposible resignarse.

—Así funcionan los complots, mi amigo.

—¿Cómo ocurrió?

—Lo sacaron durante la noche. Los ruidos llegaron hasta mi cuarto, que está junto al de él. Pero fue veloz. Antes de que yo terminase de abrir los ojos todo había acabado.

—Supones que...

—Lo interrogaron, seguramente. Si aún está vivo, se pudrirá en un campo de concentración.

—¿No lo...?

—Sí, es más probable que lo fusilen.

Rolf hizo crujir las articulaciones de sus dedos.

—¿Sabes qué me aflige?

—¿Que nos pase lo que a Eberhardt?

—No. Me aflige que los tentáculos de los enemigos hayan llegado hasta la guardia personal del Führer.

—No llegaron: los pusieron. Eberhardt no tenía suficientes méritos propios; lo infiltraron las recomendaciones de quienes manejan los hilos de la conspiración. Él era un títere.

Rolf también era empujado por recomendaciones. ¿Sería posible que...?

Eberhardt se había convertido en un amable compañero y le afectaba su suerte. Le había transmitido cuanto sabía, le había mostrado las intimidades de las tres residencias, le había referido los hábitos del Führer, explicado de qué forma se realizaba la inspección rápida y eficiente de un hotel. Le estaba agradecido y lamentaba que en estos momentos yaciera en un campo de concentración. O bajo tierra. ¿Qué lo había inducido a traicionar?, ¿algo de sangre judía?

Escuchó la respuesta tres semanas después, cuando le dijeron en tono alto y clandestino:

—¡Lo hizo por la patria!

No entraba en su cabeza que un atentado contra Hitler beneficiase a la patria. Pero ya tenía una visión menos ingenua del volcánico paisaje.

En septiembre llegó el capitán Julius Botzen a Berlín. Su red de
junkers,
empresarios, militares y políticos de derecha había sido activada en los últimos años. No sólo Rolf había aprendido a escribir con rebuscadas elipsis: Botzen lo hacía de maravillas, así como sus contactos.

Estaba ansioso por verlo. Sentía una enorme deuda con ese hombre que durante años se había comportado como el verdadero padre. Había estado alerta a las necesidades de la pobre Gertrud, a quien le hacía llegar puntualmente una mensualidad y había realizado vaya a saber qué tramoyas para mantener frenada la pesquisa sobre el estrangulamiento de Sehnberg. Su carta de recomendación y sus consejos le habían abierto puertas y empujado hacia arriba.

En un lacónico mensaje ordenaba que su reunión se mantuviera en secreto. No era explicable. Julius Botzen había luchado por la causa nacional antes de que Hitler iniciara su carrera y merecía ser aclamado en las calles.

Rolf abandonó la residencia para dar un paseo. Eran raros esos paseos, pero bien reglamentados. E imprescindibles: la tensión que se vivía dentro resultaba agobiante. Caminó seis cuadras y entró en una ruidosa cervecería de la Fasanenstrasse. Se sentó en la barra y pidió el clásico medio litro. Bebió un espumoso y largo sorbo, apoyó el recipiente y se secó los labios con el dorso de la muñeca. Un hombre de civil, a su lado, pidió fuego. Rolf palpó en sus bolsillos, extrajo la caja de fósforos y acercó la llama a la punta del cigarrillo. Tras lanzar una bocanada de humo, el extraño susurró:


“Quince lobos”
. Tengo un mensaje. Cuando termine de beber, sígame con disimulo.

Rolf le miró el perfil. Acababa de pronunciar la antigua e inolvidable contraseña. Pero no era uno de los camaradas del Tigre. No se parecía a Gustav ni a Otto ni a Kurt que, según le había escrito el capitán, también alcanzaban buenas posiciones en el Reich. El hombre volvió a chupar su cigarrillo, vació la jarra y se dirigió lentamente hacia la salida. Rolf dudó. Palpó su revólver y su puñal, pagó la cerveza y lo siguió.

El extraño se detuvo a comprar el
Volkisches Beobachter.
Lo hojeó apenas, lo dobló y lo puso bajo el brazo. Reanudó la marcha hacia el oeste. Rolf caminaba tras de él a unos diez metros de distancia. Analizaba su nuca, sus hombros y su marcha para descubrirle la identidad. De pronto se inclinó para atarse los cordones de los zapatos. Cuando Rolf llegó a su lado se puso de pie y volvió a solicitarle fuego. Mientras le alcanzaba la llamita hizo pantalla y rozó la mano de Rolf, introduciéndole un papel. Se alejó a paso firme mientras en una ventana de enfrente caía el visillo.

Rolf deslizó el papel en su chaqueta y fue hacia un espacio verde. Encontró un banco, cruzó las piernas y con gesto displicente lo examinó.

“Dentro de diez minutos, en la pensión
Zum alter Turm,
habitación 37. Julius”.

Miró a diestra y siniestra para cerciorarse de que no había espías, rompió el mensaje y guardó los fragmentos en su mano a fin de arrojarlos en la alcantarilla. Había visto esa pensión. Sí, estaba frente al sitio donde el mensajero se había inclinado para jugar con los cordones.

Enderezó las correas de su uniforme y caminó hacia la pensión que exhibía una torre rematada por una giralda con la inscripción
Zum alter Turm.
Cruzó la calle e ingresó. El conserje lo saludó con la obsecuencia que todo alemán sensato debía rendir al negro uniforme de la SS.

No se sintió obligado de dar precisión alguna y caminó por el corredor hacia la habitación 37. Se detuvo ante la puerta, aguardó unos segundos e inspiró hondo. Luego dio dos golpes suaves y cortos seguidos por otro, más intenso.

Se entreabrió la puerta y asomó un envejecido ojo marrón claro semicubierto por enmarañadas cejas. La puerta volvió a cerrarse para desenganchar la cadena. Luego se abrió plenamente. Rolf permaneció duro mientras se le dibujaba una sonrisa ante la reaparición de los espesos bigotes. Botzen lo tomó enérgicamente del brazo y lo hizo pasar; giró la llave.


Heil Hitler!
—exclamó Rolf, exultante.

El capitán le estrechó la mano y lo contempló desde el pelo a las botas. Movió la cabeza con aprobación.

Sobre una mesita se apilaban carpetas y Rolf pensó que quizás eran las mismas de su escritorio en la avenida Santa Fe. El mobiliario se completaba con un ancho ropero de luna central, la cama y otra pequeña mesa.

Botzen abrió un cajón, extrajo una botella de coñac y la mostró con gesto interrogativo. La depositó sobre la mesita, en el espacio que dejaban las carpetas.

Durante veinte minutos dieron vueltas en torno a sus actividades, aunque era Rolf quien contaba más. Botzen lo escuchaba atento. Al verter coñac por tercera vez, dijo:

—He preparado este encuentro durante cuatro años.

Rolf lo miró perplejo.

Entonces el capitán habló largo y tendido, con la mayor carga persuasiva de la que era capaz. Para Rolf el mundo empezó a ponerse patas arriba. Al cabo de dos horas y media creyó entenderlo, pero sin que se esfumara la sensación vertiginosa. Ante su mente se había instalado un panorama distinto, distinto por completo.

Pidió más coñac.

La captura, interrogatorio y ejecución del joven oficial Eberhardt Lust efectuados con rapidez y secreto dejaron de sonarle excepcionales. Lo impresionó enterarse de que Julius Botzen también lo supiera.

Se tendió en su cama a reflexionar, sin el ajado libro de Hitler. Hasta aquí había pensado que los acontecimientos tenían un desarrollo recto, que las cosas eran tal como se las veía. Desde hacía ocho años le venían inculcando en forma clara un conjunto de ideas que se convirtieron en parte de su cuerpo. Había absorbido las encendidas enseñanzas de Botzen y había sido entrenado por Hans Sehnberg. Había participado en acciones que le dejaron cicatrices y coraje. Había llegado a ser el jefe de los Lobos y tenido la entereza de estrangular al degenerado de Hans. Había aprendido a amar a la patria sobre todas las cosas (y a odiar a sus enemigos sobre todas las cosas). En el Reich había cumplido paso a paso su entrenamiento de SS.

Tenía gratitud por el capitán. No se olvidaba de ningún episodio, ni siquiera de aquel viaje forzado a Bariloche para rescatar a su padre. Antes de subir al barco le había aconsejado no incorporarse a la
Wehrmacht,
sino a la SS. Su carta de recomendación y la del embajador Edmund von Thermann habían tenido la fuerza de una varita mágica. El árbol genealógico que había inventado era más contundente que un análisis de sangre.

Pero hasta esa tarde Rolf no había sabido lo esencial: que el capitán lo había seguido recomendando y apuntalando a distancia. Al enterarse, casi se le cayó la copa. Botzen tenía incluida en su amplia red de conexiones al
Obersturmführer
von Lehrhold y al
Brigadeführer
Von Ruschardt, entre otros. Así se explicaban mejor sus avances y privilegios.

En el carozo del intenso monólogo Botzen exclamó:

—¡Perteneces al campo de la aristocracia! ¡Eres como mi hijo! ¡Eres mi hijo!

Le explicó que la aristocracia había comenzado a perder sus expectativas en el Nuevo Orden. No sólo el Führer prescindía de ella, sino que era marginada por una horda de oportunistas que se infiltraban como el líquido de las cloacas (oportunistas, como solía denunciar en Buenos Aires, como había dicho el electricista que Rolf había mandado a Sachsenhausen). La aristocracia iba quedando relegada a la sola oficialidad del Ejército, donde aún abundaban los “von”. Urgía salvar la patria de un derrumbe que la propaganda ocultaba.

Rolf empezó a mover rítmicamente su rodilla (¿no era el Führer nuestro salvador?).

Botzen primero le mostró que todos los niveles del Estado habían sido infiltrados por ignorantes de las clases bajas. Cuando logró perforar su incredulidad, le hizo ver que la propaganda encubría la grave situación con
slogans
y datos falsos: hacía creer que todo marchaba bien, que sólo lloverían triunfos, pero muchos generales ya lo dudaban, y se resistían. Pruebas al canto: en 1934 Hitler había mandado a fusilar a los generales Schleicher y Von Bredow; la ocupación de Renania se había efectuado sin el acuerdo del mariscal Von Blomberg, nada menos que el ministro de Guerra, quien andaba pálido como un muerto. Otra prueba reciente: por criticar la política con Checoslovaquia, el general Von Fritsch acababa de ser acusado por la Gestapo de homosexual.

El Führer estaba maniatado por su entorno. Era terrible. No era el mismo Hitler de la primera etapa, cuando todos confiaban en él. La buena sangre germánica que hubiese abonado correctamente la resurrección del Reich era sustituida por advenedizos irresponsables, bajo su expresa autorización. Esa bosta de oportunistas embrutecidos se afanaba por exterminar a generales como Schleicher, Von Bredow y Von Fritsch, a políticos honestos y a nobles de prosapia; querían barrer a quienes podían enderezar el curso de la nación.

—Pero el Führer... —transpiraba Rolf—... el Führer ve más lejos y más claro que nadie.

—Es un hombre, Rolf. Un gran hombre. Pero tiene sus límites.

—¿Límites? —le sonaba herético: el Führer no tenía límites, era el superhombre que habían anunciado los filósofos.

La Noche de los Cuchillos Largos no había sido la única en que degollaron a opositores fuertes y tibios. Había habido otras noches. La purga era permanente. Como las de Stalin en su imperio. Algunos funcionarios desaparecían de súbito, devorados por el aire. Los campos de concentración estaban llenos de patriotas que se revolcaban en la nieve y la mierda junto a los judíos. ¿Por qué? ¿Para qué?

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