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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (57 page)

—Me cuesta imaginar algo inusual, señor. Lo inusual es cotidiano aquí —dijo Víctor French.

—Mi colega de la embajada americana asegura que si Von Rath muere, habrá represalias.

—¿De qué tipo? ¿Atacar Francia? Eso sí sería inusual, por el momento. Pero respecto de los judíos, ¿qué más podrían hacerles? —pregunté.

No sospechábamos que eran las vísperas del más grande pogrom de Occidente. Un día antes Víctor French me detuvo en un pasillo.

—Labougle tiene razón. Se prepara una represalia de padre y señor nuestro. Si muere Von Rath, arderá Troya.

—¿Te lo dijeron tus “amigos”?

—Sí, pero no se atrevieron a adelantarme qué es Troya.

El 9 de noviembre a la noche recibimos en casa, para cenar, a Margarete Sommer y el canónigo Bernhardt Lichtenberg. Hacía tiempo que Edith quería agasajarlos. Supuse que habría mucho para decir.

—El alemán medio está contento y cree en la propaganda —dijo Margarete—. Si no es antisemita asegura que Hitler es una buena persona, pero agrega con un suave lamento: “lástima que odie a los judíos”.

—La mayoría ni se lamenta. Durante siglos los protestantes leyeron las rabiosas páginas antisemitas de Lutero.

—¿Lutero fue antisemita?

—Al principio defendió a los judíos, pero cuando no pudo convertirlos vomitó el ácido de Satanás. Pidió la quema de las sinagogas. Fue un nítido caso de resentimiento alemán. Y cristiano —dijo Lichtenberg.

—Falta coraje para asumir los deberes que nos legó Cristo: deber de amar, ocuparnos del prójimo.

—Leo Baeck calificó el primer boicot contra los judíos —recordó Edith— como
Día de la Cobardía.

—Nunca fue más exacto. Era el ataque gratuito a una parte del pueblo alemán que tenía mil años de historia. Y nadie dijo nada: ni los católicos, ni los protestantes, ni las universidades, ni las sociedades empresarias, ni la prensa, ni siquiera el presidente Hindenburg, que tenía los días contados. Fue una vergonzosa cobardía.

—En nuestra Embajada hay mucha preocupación por las consecuencias que provocará la muerte de Von Rath.

—Es la excusa para dar otro gran paso —vaticinó Margarete.

—¿Qué paso?

—Más deportaciones, supongo. No les alcanza con echar a los judíos polacos: están impacientes para que se vayan todos los demás.

Antes de las nueve de la noche sonó el teléfono. Era Víctor French. Me aconsejó no salir a la calle.

—¿Qué ocurre?

—Se están produciendo muchas reuniones en la cúpula. Parece que Reinhard Heydrich ha redactado unas órdenes que harán historia.

—¿Órdenes?

—No puedo decir más. ¡No salgan! Chau —cortó.

—Es mejor que regresen —aconsejó Edith a sus amigos.

Margarete miró a Lichtenberg en forma interrogativa y Lichtenberg recordó su aventura en lo del rabino Baeck.

—Sería sensato irnos antes de que empiecen las escaramuzas. Me huelo algo terrible.

Los acompañamos hasta la fría y silenciosa calle. Nos despedimos angustiados. Lichtenberg llevaría a Margarete en su desarticulado automóvil.

Fui a mi escritorio para ordenar papeles. Papá me había escrito que estaba moviendo Buenos Aires para conseguir mi traslado a Londres, París u otra capital europea sin fascistas. Cuando habló con el ministro, tío Ricardo ya había hecho sus propias gestiones a favor de mi permanencia en Berlín “porque garantizaba una extraordinaria venta de ganado al Reich”. ¿Qué era lo que yo debía hacer? ¿Sabotear mi propia misión?

—No me marcharé todavía —porfiaba Edith—. Debo ayudar a Margarete y a Lichtenberg. Me necesitan, apenas cuentan con sus manos y las manos de poquísima gente.

Simulé comprenderla.

Esa noche sólo pude dormir por breves fragmentos. Tuve una pesadilla y me incorporé transpirado. Una gritería bramaba a lo lejos. Miré el reloj: tres y diez. Palpé a mi lado y no encontré el cuerpo de Edith. Prendí el velador: estaba junto a la ventana, separando con una mano la cortina. Me desconcertó verla vestida. Antes de que pudiese articular una palabra, comunicó disfónica:

—Salgo. No doy más. Están incendiando Berlín.

—De ninguna manera. Basta de desatinos, Edith. ¿Qué estás buscando? ¿Que te manden a un campo de concentración?

—No lo podrán hacer impunemente —dijo mientras sacaba un abrigo del guardarropas.

Salté de la cama. Evitó mirarme; estaba tensa, devorada por la impaciencia.

—Te acompaño.

Me vestí a la disparada. Ella ya estaba junto a la puerta de calle.

—¿Para qué hacemos esto? —me quejé al salir a la destemplada intemperie.

La noche trepitaba electricidad. Comprimí el brazo de Edith: a derecha e izquierda se elevaban resplandores. Escuchamos retumbar una carrera; al minuto apareció un grupo de hombres y mujeres profiriendo gritos. Edith se apretó contra mí; la horda se dirigía a un punto que atraía como imán y recorrió la calle sin prestarnos atención. Sus últimos integrantes se deshilachaban de la columna, pero agitaban los puños con vehemencia. Edith me obligó a seguirlos.

Torcieron en una esquina rumbo al más cercano resplandor. Los edificios no dejaban ver dónde crecía el incendio, pero aumentaban las personas como afluentes de un río. En unos minutos nos convertimos también en moléculas de la correntada. Emergió la gran sinagoga de la calle Oranienburg. Pensé en la destrucción de Cartago: de las altas cúpulas brotaban lengüetazos incandescentes y una humareda llena de chispas que se expandía como un fantástico animal; la ciudad entera iba a ser tapada por la incesante nube.

Mirábamos atónitos la convulsión de llamas mientras la turba nos arrastraba hacia el interior. En vez de un silencio reverencial, dentro retumbaba un clima de fiesta en medio de las fogatas prendidas en veinte partes y que iluminaban las paredes en forma siniestra. Me pareció haber retrocedido al tiempo de los bárbaros. Hombres, mujeres y jóvenes arrancaban paneles de la
boiserie,
cargaban pilas de libros y trasladaban sillas y los arrojaban al fuego. Contemplé la majestad de los altos muros, hacia donde se elevaban los brazos de las hogueras, pero Edith clavó sus ojos en el Arca con los rollos de la Biblia. La habían abierto de par en par y, mientras uno se colgaba de una hoja labrada para romper sus goznes, varios muchachos se dedicaban a extraer los rollos aullando como hienas; los arrojaban al piso, los desenvolvían, pateaban y desgarraban.

El edificio era enorme y la mampostería demasiado resistente, de modo que había tiempo y trabajo para quienes se ocupaban de avivar brasas o romper y profanar objetos. El centro permanecía aún intacto y desde allí pude ver el exterior a través de los pórticos abiertos: me pregunté qué hacían los bomberos en la calle, quietos como en la platea de un cine.

La gritería se abrió camino a través de una nueva correntada y tanto Edith como yo tuvimos el horrible privilegio de observar una escena como la que nos había relatado Víctor. No era Viena, era Berlín. Tironeados de las barbas, una media docena de viejos que habían arrebatado de los lechos fueron obligados a pisar los rollos de la Torá y después a arrodillarse sobre ellos y gritar
Heil Hitler!
Edith soltó mi mano y corrió a brindarles ayuda. Menos mal que sus lágrimas podían interpretarse como efecto del humo, sus gritos no se entendieron por el fragor y su indignación podía interpretarse como odio a los judíos. De lo contrario hubiéramos perecido. La saqué a la calle.

—¡Tiene asfixia! —justificaba—, ¡tiene asfixia!

Edith hundió su cara en mi hombro; sus dientes castañeteaban. Afuera nos recibieron los disparos que la turba practicaba con los adoquines del pavimento. Los arrojaban contra los altos vitrales. Era un festín espectral en medio de la humareda.

La muchedumbre comenzó a desplazarse al próximo objetivo: los negocios.

Algunas barras de hierro giraban como lanzas de un ejército antiguo. Pronto se oyó el estruendo de los cristales. El escándalo de las explosiones era festejado con alaridos. Los implacables bastones no sólo destruían vidrieras, sino ventanas, y eran arrojados como jabalinas hacia los pisos superiores donde residían los propietarios. Al mismo tiempo, hombros y barrenos golpeaban las puertas, las rompían o tiraban abajo; luego hollaban los escombros, penetraban en los comercios y en las viviendas como un ventarrón.

A considerable distancia los policías contemplaban sin moverse. Un par de ellos cambiaba opiniones con los igualmente inmóviles bomberos, cuyos carros de agua sólo protegerían a las hordas, no a las víctimas.

Los gritos de la gente agredida en medio de la noche me erizaron los nervios.

—Es horrible, Edith. ¡Vámonos!

Edith corría de un lugar a otro sin saber qué hacer, dónde entrar, a quién prestar ayuda. Los ataques se multiplicaban en redondo. La depredación aumentaba el júbilo, cada pedrada estimulaba a la siguiente, cada insulto a uno peor. Yo corría tras ella sujetándola del tapado.

—¡Vámonos!

De pronto advertí que los nazis regresaban del interior de las viviendas acarreando hombres, mujeres y niños en ropas de dormir, como si fuesen ganado. Le tapé los ojos: era demasiado. Pero arrancó mis dedos y se lanzó hacia las víctimas con los brazos abiertos. El llanto y las imprecaciones se mezclaban con las injurias, los empujones y las risotadas. La atrapé por la cadera y, con todas mis fuerzas, la levanté por el aire y la monté sobre mi hombro. Se opuso con ferocidad; me pegó en la espalda y me tiró del cabello.

—¡Cógete a esa judía! —bramó alguien.

Empujé como un poseso para evadirme de la multitud. Descendí a Edith y la abracé rogándole perdón. Ella lloraba e hipaba y también pedía perdón.

—Regresemos —imploré.

—No.

—¿Vamos a pasarnos la noche recorriendo Berlín?

Empezó a trotar rumbo a otro funesto resplandor que no podía ser sino alguna sinagoga. Su rubio pelo despeinado le confería una belleza salvaje, casi armónica con lo que sucedía en nuestro entorno. La anunciada represalia estaba en su apogeo: hacia donde se dirigiesen los ojos era posible encontrar decenas de hogueras tan espeluznantes como las de la calle Oranienburg. Los nazis habían decidido terminar con los judíos.

Las escenas se repetían en círculos dantescos. Los fanáticos nos empujaban e invitaban a imitarlos; eran bestias cebadas. Y no era menos aterrador observar a los policías y bomberos prolijamente alineados como soldaditos de plomo.

La masacre rodaba con estruendos y súplicas. Se mezclaban los berridos de bebés asustados con las exclamaciones de quienes apaleaban gozosamente.

Corrimos hacia otra columna. Corrimos sin lógica, como si fuese posible detenerla.

—¡Ya sé adónde van! —dije agotado.

—No me importa, tenemos que hacer algo...

—¿Qué vas a hacer? Atacarán el hospital de niños discapacitados. Será espantoso.

Mi cabeza latía como si fuera a estallar. Los nazis consideraban el doble de repugnantes a los niños discapacitados: por su sangre y por su minusvalía. Imploré a Dios que al menos allí interviniese la fuerza pública. Llegamos agitados e impotentes, rodeados por un torbellino de furia; se venía una masacre. A pedradas y con bastones de acero rompieron los vidrios, luego forzaron las puertas y se derramaron como una ola de petróleo hirviente. Penetraron en los consultorios, sacaron a patadas a los médicos de guardia y manosearon a las enfermeras. Otros daban vuelta las camas con los pacientes adentro. Desde la calle, retorciéndonos los dedos, mirábamos el caos. Se encendían las luces y casi todas las ventanas eran abiertas frenéticamente. No podía dar crédito a que la mitad de los invasores fueran mujeres.

Edith apretaba sus puños contra las mejillas. De súbito voló al interior del hospital. La seguí azorado, tropecé en los escalones de la entrada y la perdí de vista. Caí de rodillas, sentí náuseas y frío. Se me nubló la vista, estaba a punto de desmayarme. Palpé la pared mientras resbalaba al suelo. Quedé inmóvil, estupidizado. Alrededor retumbaba un estruendo fantástico. Acepté que se me habían terminado las fuerzas y decidí esperarla ahí, derribado en el pasillo.

Pero Edith no regresó en la siguiente media hora. Entonces me armé de coraje, trepé sobre mis rodillas e ingresé en lo que eran los escombros de una interminable cámara de tormentos. Se mezclaban quejidos y llantos. Enfermeras con sangre en los rostros enderezaban las camas y consolaban a los niños. Unos pocos médicos, con los delantales desgarrados, distribuían agua en jarras de latón para beber y lavar; uno me miró asustado: creyó que era un miembro de las bandas que acababan de irse. Mis suelas pisaron vidrios, papeles, colchas, trozos de madera, comida volcada, cartulinas, frascos. No encontré a Edith ni siquiera junto a las desconsoladas criaturas.

Di una vuelta en torno a la manzana; contemplé los recodos de ambas veredas y los ventanales aún abiertos del hospital. Pensé que era una suerte que no se les hubiera ocurrido prender fuego al edificio. Me parecía reconocer a Edith en cada bulto, en cada espalda. Pero no era. Aumentó mi ansiedad. Di otra vuelta más rápido. Entonces supuse que habría marchado hacia la hoguera de la otra cuadra: era una sinagoga. Pero tampoco la encontré. La chusma contemplaba feliz las llamas bajas, cuya declinación no se había producido por la acción de los bomberos, sino porque del templo ya no quedaban más que ruinas. Edith no podía haber ido lejos. Mis pulmones ardían humo.

—Dónde te has metido, mi amor.

Comercios, sinagogas y viviendas se habían transformado en un colchón de brasas. Por entre las cenizas emergían macabros trozos negros, como brazos de un naufragio. La antorcha que había sido Berlín horas antes había pasado a convertirse en una doliente parrilla. Incluso mermaba la gente.

Busqué a mi enajenada Edith hasta que el hielo de la madrugada me advirtió que acabaría como alguno de los cadáveres tendidos sobre el pavimento.

Doblé hacia nuestra casa: tal vez hubiera vuelto.

Levanté las solapas y guardé mis manos en los bolsillos; salía vapor por mis narices y caminé pesadamente: mis pies cargaban plomo. En eso brotó a mi espalda un nuevo fragor. De una calle lateral ingresaron varios centenares de niños en ropa escolar que marchaban acompañados por adultos. Me pareció alucinante ver niños en ese tétrico amanecer, cantando estribillos antisemitas. Su ropa negra y su formación imitaba a la SA. Mi aturdimiento me llevó hacia la pared, contra la que pretendí fundirme. Desfilaron junto a mi piel y olí su aliento a bestezuelas. Tuve la esperanza de que torcerían en la esquina. Pero no fue así: se detuvieron ante una escuela. Se amontonaron con cierto orden. ¿Era su escuela? Parecía que no, porque no entraban. Y no entraban porque era una escuela judía. Entre chicos y adultos, vivando al Führer, forzaron las puertas. En cuanto cayeron pujaron por ingresar. Como era temprano para encontrar alumnos, se dedicaron a romper los vidrios de las ventanas y dispararon por ellas, como enormes escupitajos, libros, cuadernos, instrumentos musicales, cuadros, biblioratos, cajas, bancos y hasta pizarrones. Mis pies trabados se liberaron de golpe y salí corriendo antes de que la pila de objetos se transformase en hoguera.

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