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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (60 page)

Avanzó rápido hacia el buzón. Abrió su cartera y deslizó el sobre por la ancha boca. En el fondo de la misma cartera llevaba envuelta la pluma con que había escrito el anónimo: lo arrojó en un tacho de basura semiabierto. Al día siguiente, en otro tacho de otra calle se liberó del frasco de tinta. El resto del block de papel fue cortado en pedacitos y arrojado al fuego. Bajo las insolentes botas de Rolf se abriría el infierno.

Desde que había llegado a Alemania, nunca había sentido tanto alivio. Alexander Eisenbach apareció en sus sueños con rostro apacible.

ALBERTO

No me gustó la noticia. Tío Ricardo había enviado un extenso cable para anunciar su visita al Tercer Reich. Acababa de decidir el viaje, que consideraba “trascendental” para el futuro de la Argentina. Por si surgían obligaciones protocolares durante su estancia, avisaba que su esposa María Julia, debido a su deteriorada salud, no lo podía acompañar. Para que se enterase Labougle y el resto de nuestra representación, el cable añadía que el embajador Edmund von Thermann y la condesa Vilma le habían ofrecido una despedida fastuosa a la que habían concurrido ministros, prelados, estancieros y altos dirigentes nacionalistas.

No mencionó a mi padre, quien seguramente se abstuvo de concurrir a la Embajada alemana en caso de que lo hubieran invitado porque Ricardo acababa de hacerle otra zancadilla. Le sobraba astucia para embaucar a tirios y troyanos y consiguió que los avances de mi misión, encaminada a aumentar la venta de carnes, lo beneficiara especialmente. Papá, en una flamígera carta, me explicó en detalle cómo él y otros hacendados habían tenido que deglutir su felonía. Lo que más lo indignaba era no haber aprendido de la experiencia: Ricardo mostraba falta de decoro desde que era chiquito.

Llegó otro cable sobre el mismo asunto: de Leandro García O’Leary, que aún seguía a cargo de Europa Central. Recordé su cinismo, sus muecas y la poco disimulada perfidia de sus órdenes. Pedía que la Embajada le brindase trato preferencial a Ricardo Lamas Lynch y, entre otras atenciones, le mandase un auto con chofer al puerto de Hamburgo para trasladarlo a Berlín, y le reservara dos habitaciones en el Hotel Kempinski (una para su secretario). También solicitaba que le organizasen entrevistas con altos dirigentes del gobierno y el partido; debía ser presentado como uno de los políticos nacionalistas más importantes de la Argentina.

Labougle me preguntó si lo acompañaría como intérprete. Dije que no era bueno mezclar familia y trabajo y recomendé a Víctor French, quien no sólo dominaba la lengua, sino el panorama político del Reich mejor que nadie. Labougle expresó entender las causas de mi reticencia con una velada sonrisa y dijo está bien.

La única razón por la que yo accedería a verlo era para que me ayudase a obtener otro destino diplomático; si bien no conseguía un sillón ministerial para sí, gozaba de creciente influencia. Pero no fui al Kempinski, mi resentimiento se unía al de mi padre, y hubiera sido regalarle una muestra de afecto que no merecía; nos encontramos en la Embajada, donde me saludó con majestuoso porte y me prodigó un largo y emocionado abrazo. Acto seguido me separó para contemplarme de pies a cabeza; sus manos apretaron mis hombros y por su cara se expandió una sonrisa. Dijo que yo estaba igual que en Buenos Aires. La verdad es que él estaba igual: alto y erguido, imponente a pesar de sus angostos hombros. Como siempre, peinaba con raya al costado y llevaba su monóculo en el bolsillo superior izquierdo, cuya cadena prendía a la solapa. De su cuello nacarado emergía una ancha corbata de seda fijada con un alfiler dorado.

Me presentó a su secretario, un joven de mi edad.

Edith insistió en invitarlo a casa. No hacerlo significaba un insulto. Si yo le quería pedir que intercediese, debía simular alegría por su presencia.

Reconozco que me cuesta escribir sobre él; papá consiguió transferirme su tirria. También me costó hablar: mi tío estaba más fanatizado que nunca. Cuando quedamos solos dejó a un lado su artificial apostura y habló sin parar. Venía con un exaltado nacionalismo que producía ronchas; consideraba que sus líderes pronto se harían cargo del poder en la Argentina. Necesitaba dialogar con los jerarcas locales para aprender de la extraordinaria experiencia nazi, a fin de trasladarla a nuestro país. ¿Qué se debe hacer con la oposición, con los sindicatos, con los judíos, con los ateos, con los socialistas, con los indiferentes? Alemania había eliminado estos problemas de raíz. En la Argentina las condiciones estaban maduras para el gran salto: nunca hubo tantos amigos del Reich entre militares, políticos, sacerdotes, hacendados como en los últimos meses. El empuje de Hitler los tenía fascinados. La gente se peleaba por ser invitada a las recepciones del embajador Von Thermann y su adorable mujer.

Traía cartas del arzobispo de Buenos Aires para sus pares de Colonia y de Maguncia, sitios distantes de Berlín para la mentalidad europea, no americana: iría a verlos personalmente porque deseaba conocer en forma directa cómo celebraban los fieles de Cristo la liquidación del peligro bolchevique.

De pronto advertía nuestras miradas inquietas y formulaba preguntas. Pero era evidente que no quería opiniones negativas. Para él Alemania era un país de centenaria cultura y legendaria fortaleza plenamente resucitado; en Berlín abundaban teatros, exposiciones y conciertos. Quería saber cómo se sentía una experta en arte como Edith en la tierra de sus padres, pero cuando ella intentaba contestar con alguna crítica, él la interrumpía con nuevas preguntas. Era claro que no le interesaba la respuesta precisa, sino confirmar sus preconceptos.

Pero Edith finalmente habló. Y cómo.

Habló sobre la perversidad nazi y trató de desasnarlo sobre la penosa realidad que había descendido sobre la Iglesia a la que Ricardo pretendía servir. Él finalmente simuló escucharla, pero no: su piel era más dura que la de un acorazado. Suponía que los alegatos de Edith provenían de su rencor judío. Ni las dramáticas opiniones del obispo Preysing, ni los trabajos de instituciones como San Agustín, Cáritas y San Rafael, ni los nombres de sacerdotes metidos en campos de concentración le movieron un pelo.

Luego Ricardo nos propuso cambiar de tema y refirió algo de la familia. Reiteró que su hermano seguía con los anacrónicos berrinches liberales; incluso se había vuelto amigo de Salomón Eisenbach, quien lo visitaba cada vez que venía de Bariloche. Era curioso que un hacendado tuviese afinidad con un productor de dulces, rió.

—Tiene más afinidad con él que conmigo —aparentó sufrimiento y perplejidad.

Gimena, María Elena y María Eugenia estaban bien, felizmente, pero extrañaban a Alberto, como era lógico. Mónica seguía un poco díscola y había empezado a noviar con un joven médico nacido en Italia. Agregó, como al descuido, que Gimena solía llevar flores al sepulcro de Cósima.

A Edith le saltaron las lágrimas y salió por unos minutos.

Labougle le organizó una recepción de homenaje. Concurrieron dos generales de la
Wehrmacht,
jefes de la Gestapo, funcionarios de Relaciones Exteriores y Economía, un director de la SD y tres altos oficiales de la SS. Labougle nos hizo participar a todos los que componíamos la Embajada y tuvo la idea de aprovechar la ocasión para invitar a unos argentinos que habían llegado al país para estudiar de cerca el prodigio hitleriano; entre ellos recuerdo a un simpático capitán agregado a nuestra Embajada en Italia cuyo nombre era Juan Perón.

El asilo de Botzen llegó a oídos de mi tío. Parecía que se conocían. Aunque el capitán accedió a permanecer recluido en su cuarto durante la recepción por razones obvias de protocolo, cuando se fue el último de los invitados mi tío solicitó verlo. Labougle reflexionó sobre los inconvenientes que provocaría este encuentro, pero no tuvo más alternativa que consentirlo.

Los dos hombres se prodigaron un saludo aparatoso. Botzen peinó con insistencia sus frondosas cejas y mi tío se encajó el coqueto monóculo. Expresaron alegrarse por este “casual” encuentro en Berlín, ya que no hacía mucho se habían visto por última vez en Buenos Aires. Pero las cosas habían tomado un rumbo inesperado: mientras mi tío continuaba firme con sus productivas relaciones, Botzen había perdido su base de sustentación. Botzen le aseguró que, pese a la coyuntura desfavorable, en el Reich terminaría por imponerse lo mejor del país; en ese momento se reconocería ampliamente cuán grande había sido su contribución. Mientras tanto debía esperar. ¿Y qué mejor sitio para esperar que su querida Argentina? Por eso rogaba al doctor Lamas Lynch que intercediese ante el Ministerio de Relaciones Exteriores para que le permitieran regresar a Buenos Aires. El doctor Lamas Lynch sabía muy bien cuánto beneficio había aportado durante veinte años. La mirada de Botzen refulgió tanto que mi tío debió bajar la suya.

Tras despedirse del capitán mi tío fue a la calle acompañado por Labougle, su secretario y yo. Guardó su refulgente monóculo en el bolsillo superior de la chaqueta y, sin la menor reticencia dijo que Botzen era un mal sujeto, ahora completamente inútil y, para colmo, un traidor peligroso. Refirió que no le había temblado el pulso cuando había ordenado asesinar a un instructor alemán que le había servido en la organización de los
Landesgruppen.

—¡Échelo a la calle! —recomendó a Labougle.

ROLF

Ferdinand se arrojó sobre el cajón y sacó un cuchillo de punta. Estaba furioso y borracho, gritaba que la iba a matar. El biombo se pobló de monstruos. Rolf, agitado e indeciso, permanecía sentado y transpiraba furia en su húmedo lecho. Su madre se defendía con voz inútil. Ferdinand la tironeó de los cabellos para degollarla. Rolf saltó entonces y se precipitó sobre el borracho. El cuchillo había penetrado en la garganta y producía un chorro de sangre. Pero la víctima no era Gertrud, sino Hitler. La sangre le manchaba el bigote y Ferdinand clavaba sus uñas en el hombro de Rolf para apartarlo.

Abrió los ojos.

—Qué... qué...

Un oficial de la Gestapo le sacudía el hombro mientras le apuntaba con un revólver. Perdido entre el sueño y la inexplicable realidad no conseguía enderezarse. Junto al oficial que lo zarandeaba había otros, también concentrados en su cuerpo desnudo.

—Por qué... ¿Qué hice?

—Vístase —ordenó el oficial hundiéndole el caño del revólver entre las cejas—. No, con el uniforme no.

Trastabilló hasta su guardarropas. Extrajo un pantalón de brin; se abrochó mal la camisa. Intentó calzarse las botas, pero le dieron un puntapié en la rodilla.

—¡Suficiente! En marcha.

Fue empujado como un buey al sacrificio. Iba descalzo y con los extremos del cinto flojos porque no lograba unirlos a la hebilla. El arma penetró su omóplato y fue la más clara advertencia de que no debía resistirse. Se sintió tan desamparado e impotente como cuando los soldados habían invadido su casa en Freudenstadt y violado a su madre.

—Es un error...

—¡Cállese!

Lo introdujeron en un vehículo militar. Había suficientes uniformados para reducir a una docena de enemigos. Rolf sabía que mientras más lo alejaban, más grave se tornaba su futuro. Le quitaban su posibilidad de apelar a los superiores que le tenían confianza. Podía terminar en un campo de concentración donde nadie era escuchado.

—Soy un SS, soy un colega de ustedes.

El arma se clavó más hondo en su cuerpo; parecía ansiosa por atravesarle el pulmón.

—Estoy seguro de que hubo un error. Soy guardia personal del Führer. El Führer se enojará si se entera de...

Un puñetazo le cerró la boca. Sus encías empezaron a sangrar. Luego tres soldados empezaron a descargarle golpes al estómago, los genitales y la cabeza. No tenía forma de protegerse. Entendió que la mínima oposición incrementaría los golpes. Ya no lo azotaban con puños, sino con bastones. Se enrolló como una lombriz. Los soldados le bajaron aun más la cabeza, hasta hundirla entre los tobillos. Desde esa posición no podía mantener un diálogo. Tampoco interesaban sus palabras, no eran jueces. Sólo cumplían una orden y lo hacían con placer. Rolf mismo había cubierto misiones análogas en Munich, Lübeck y Marburgo. No le habían dado información sobre la víctima; pero mientras más encumbrada parecía, mientras más se empeñaba en mostrar credenciales, más gusto se sentía en humillarla. No había escapatoria, ni por la fuerza, ni por la razón, ni por el soborno.

Fue remolcado a una gruta. Le fallaba la pierna izquierda como consecuencia de la patada y sentía dolores en la cabeza y los genitales. No podía reconocer el sitio, cuyas paredes e irregularidades corrían velozmente hacia atrás, como si viajara en tren. Acabó tendido sobre una cama dura. No era siquiera una cama, sino una plataforma de mampostería con una frazada áspera que oficiaba de colchón. Cerraron la puerta de acero, dieron vuelta llaves, pusieron candados y cruzaron barrotes.

Quedó a solas, en penumbra. La celda era estrecha y desproporcionadamente alta, como un tubo. De una claraboya que no alcanzarían sus dedos ni trepándose a una silla puesta sobre la cama, descendía un débil haz de luz. Las paredes estaban sucias con restos de comida y algunas inscripciones desesperadas.

Cerró los ojos y se masajeó. Había sangrado en varias partes. Necesitaba entender este vuelco inesperado e injusto. ¿Por qué mierda le hacían esto? En algún momento lo interrogarían. Entonces podría enterarse. No tenía sangre judía, no era un agitador político. Tal vez lo ligaron con el complot. Sí, era lo más probable. En los últimos días habían ejecutado a varios sospechosos, arrestado culpables e inocentes, destituido a oficiales de la
Wehrmacht
y obligado a que Botzen buscase asilo. Se había puesto en marcha una purga. Pero nadie estaba enterado de la propuesta que Botzen había conseguido meterle en la cabeza, a contracorriente de lo que más amaba su corazón. Nadie. Tampoco amenazó la vida del Führer aunque pensó en ello; dos o tres veces estuvo tentado, pero ni sacó el arma de la cartuchera. ¿Cómo se habían enterado, entonces?

Botzen había sido muy cuidadoso en la confección de su plan. Lo había madurado durante años. Y le había llevado años avanzar de eslabón en eslabón. Había decidido contribuir al derrocamiento de Hitler con un individuo armado que consideraba óptimo: Rolf. Porque Rolf, entre otras cosas, había tenido el coraje de estrangular a su propio entrenador; le vio agallas. Era el indicado para convertirse en SS y ascender a la intimidad del Führer. En
Zum alter Turm
le reveló este prolongado secreto porque habían llegado a la última etapa, la más heroica.

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