La mirada del observador (14 page)

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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

En el dormitorio «Ken Tuck» Kenny se despojaba de su rebeca rosa, riendo entre dientes.

—¡Hay que ver cómo habla!

Se desabotonó la camisa. Llevaba atado alrededor de la cintura un pesado cinturón de dinero. Se lo desabrochó y lo tiró al suelo detrás del sofá; fue hacia la caja de zapatos que había en el bureau, levantó la tapa y sacó una jeringa. Se volvió. El monedero de Joanna yacía sobre la cama. Se acercó a él, lo abrió, le echó una ojeada. Estaba cargado de dinero. Silbó.

—¡Muñequita!

El Ojo regresó a la ventana del cuarto de baño. Joanna salió de la bañera, goteando por todo el suelo.

—¿Qué dices?

—Digo que qué muñequita.

—No te oigo.

—No tiene ninguna importancia.

Ella se puso un kimono, demasiado agotada para secarse, recogió el medallón, se lo abrochó al cuello. Entró en el dormitorio.

El Ojo se arrastró a la otra ventana. Kenny ya no estaba allí. Ella se acercó al bureau y se quedó mirando muy seria la jeringa. Metió la mano en la caja y sacó una aguja. ¿Dónde estaba Kenny? Fue hacia la cama, abrió su monedero. El dinero aún seguía allí. Silbó de alivio, rebuscó, sacó un pequeño revólver. El Ojo se quedó boquiabierto. ¿De dónde demonios había sacado eso? Debió de adquirirlo en Las Vegas. Lo deslizó bajo la almohada. ¿Dónde coño estaba Kenny?

Giró sobre su eje. Kenny intentó golpearle. Él se agachó. El puño pasó por encima de su cabeza y chocó contra la pared. Corrió. Kenny se tambaleó tras él, arremetiendo de nuevo, bramando. El puño de hierro le raspó el hombro, desgarrándole la chaqueta y lacerando su espina dorsal. Saltó por encima de la alambrada, se desplomó sobre ella, bajó dando volteretas por una pendiente de dunas. Dio una vuelta de campana y se puso en pie, corrió por la playa.

Kenny se rió.

—¡Gilipollas! —le gritó. Regresó a la pieza tembloroso, regocijado, meciéndose sobre los tacones. Joanna miró fijamente el puño de hierro. Él lo lanzó sobre la cama—. Sólo ha sido un pequeño mirón, ahí fuera —explicó resollando—, se estaba pegando una ración de vista. —Tocó el escote de su kimono—. No es culpa suya. La verdad es que tienes un aspecto realmente fresquito y agradable, querida nena.

Ella señaló la jeringa.

—¿Esto que es, Ken?

—Es para ti, muñequita.

—Oh, no.

—Claro que sí.

—Yo no.

—No me gusta colocarme solo.

—Tú te la pones y listo. Yo sólo miraré.

—¿Conque tú sólo mirarás, eh? —la empujó contra la pared, sobándola a manotazos—. Miras a los tipejos cómo se pican. Les observas actuar. Un numerito de circo, ¿eh? —Se estaba poniendo cachondo. Restregó su polla contra ella—. Será algo que luego podrás contar a tus amiguitos.

Ella intentó desembarazarse de él.

—Yo no tengo ningún amigo.

—Algo que contar a tu papá. —Hincó la rodilla entre sus piernas—. A papaíto.

—Mi papá está muerto.

Lo empujó hacia atrás, corrió hacia la cama a por la pistola. Él la golpeó a un lado de la cabeza. Cayó al suelo. Le pisó una mano.

—¿Te gusta? ¿Quieres más? —La golpeó de nuevo, derribándola a lo largo de la alfombra—. ¿Eh? ¡Y si comienzas a gritar, de una patada te meto todos los dientes en la garganta! —Se inclinó sobre ella y le palmeó el trasero—. ¡La pequeña puma! —Le arremangó el kimono de un tirón, restregó la cara entre sus muslos.

La dejó allí tumbada y fue hacia el bureau. Se bajó los pantalones, se acarició la erección, palmeándola juguetonamente. Arrugó un pedazo de periódico, lo tiró a un cenicero, encendió una cerilla y lo prendió. Sacó la cuchara de la caja de zapatos, la calentó sobre la llama.

Insertó una jeringa en una aguja, la llenó. Bailoteó hasta ella, se agachó, la puso de espaldas. Apuñaló el brazo y empujó el pistón.

Luego se calentó otro chute para él, se lo inyectó y se sentó en el suelo, dándose palmaditas en el pene hasta que le subió la carga. Fue a gatas hasta Joanna, le quitó el kimono. Jugueteó con los dedos de su pie, sus pezones, su ombligo. Intentó penetrar la oreja, pero perdió dureza. La puso en su mano y meneó las caderas hasta que volvió a empalmarse.

Ella lo contempló, mirando con extrañeza el vello de su pecho. Él se sentó encima de su cara, botó arriba y abajo, intentó evacuar sus intestinos. Luego se dejó caer hacia delante sobre sus codos y escuchó.

Afuera petardeaba el motor de un coche.

Se levantó, fue dando saltos hacia la puerta, descorrió el pestillo, la abrió de un tirón y salió dando tumbos. El 927 y el MG estaban aparcados uno al lado del otro en el patio. Dio vueltas alrededor de ellos, intentando abrir las puertas. Ambos coches estaban cerrados.

—¡Eh, venga, los que estáis ahí! —gritó. Regresó al departamento dando traspiés, cerró la puerta de golpe y echó el pestillo.

Joanna se arrastraba hacia la cama. Chillando de regocijo la cogió por los tobillos y la arrastró hacia atrás. Fue al cuarto de baño, se sentó en el borde de la bañera, agarró una de sus medias, retorciéndose lascivamente, se la puso y levantó la peluda pierna en el aire. Luego se abrochó el sostén alrededor del pecho. Se puso en pie, fue bailando el
shimmy
mientras movía las caderas hasta el otro cuarto. Batió las palmas, trotó, soltó varios trinos.

Bailó el bambulú, la danza del pastel, alrededor del lecho, saltó sobre Joanna y se paró en seco. El Ojo estaba apoyado en el bureau, sonriéndole. Su brazo salió disparado como una catapulta, el cañón del 45 le atizó en toda la mandíbula, partiéndole sus dientes blancos y uniformes, dejándolo fuera de combate.

Abrió los cobertores, alzó suavemente a Joanna en sus brazos y depositó cuidadosamente su cuerpo desnudo entre las sábanas. Salió espuma de su boca y murmuró: «No le hagas daño… por favor no le hagas daño». Le miró ferozmente de soslayo y trató de incorporarse, pero él la sujetó hasta que se desmayó, luego empapó una toalla y le enjugó la cara.

Cogió las llaves del coche de los pantalones de Kenny, quitó el pestillo y abrió la puerta, arrastró a Kenny afuera, abrió el 927 y lo descargó dentro.

Regresó al cuarto, sacó el cinturón de detrás del sofá. Tenía pequeños compartimentos llenos de fajos prietamente envueltos de billetes de cien dólares, se hizo con unos veinte y le dejó el resto a Joanna junto a la almohada.

Recogió la rebeca rosa, la camisa y los pantalones, los calcetines y los mocasines, la bolsa de viaje de Kenny y su caja de zapatos; lo llevó todo fuera y cerró de una patada la puerta tras él. Vació los saquitos sobre Kenny, esparciendo a su alrededor las agujas y las jeringas; le echó por encima la ropa y la bolsa.

Se sentó al volante, soltó el freno y rodó silenciosamente hacia la autopista. Aparcó en las dunas, a varios kilómetros de la playa, abrió el tapón del depósito y echó en el tanque unos cuantos puñados de arena; luego vació el aire de dos ruedas.

Cuando llegó al motel, el sol estaba saliendo.

El MG ya no estaba allí.

Corrió al departamento. La cama estaba vacía. El cinturón del dinero ya no estaba allí. Tampoco el equipaje de Joanna. Tampoco ella.

Desaparecida.

Se quedó parado un momento, mirando inútilmente a su alrededor. El puño de hierro estaba en el suelo. Lo cogió; metió la mano bajo la almohada. El revólver aún seguía allí. Se lo guardó en el bolsillo y se marchó.

En el porche había una vieja en pijama, encendiendo un puro cortado por ambos extremos.

—Buenos días —dijo ella.

—La chica del número ciento once…

—Acaba de marcharse.

—¿Hace cuánto?

—Veinte minutos.

—¿En qué dirección se fue?

—¿Y cómo coño lo voy a saber? —Agitó la mano hacia la autopista—. Por allí.

Se metió en el coche y fue hacia la verja. Se quedó mirando la carretera vacía de arriba abajo. Santa Cruz quedaba a la izquierda, Watsonville a la derecha. ¡En qué dirección ir! En esos momentos podía estar a medio camino de San Francisco, o de regreso a Los Ángeles.

Giró a la izquierda. Compró un periódico en Santa Cruz y miró la columna del horóscopo.

CAPRICORNIO
. La ausencia vuelve más afectuoso el corazón. Nada perderás yéndote sólo una temporada para pensar las cosas detenidamente. Te atraerán costas desconocidas. Presta atención a la llamada.

10

Fue a Los Gratos y a San José. A Palo Alto, a Redwood City y a San Mateo. Fue a todas partes mostrando ampliaciones de las fotografías de la Minolta a los recepcionistas de hotel, doncellas, conductores de autobuses, camareras, mecánicos de gasolineras, barmans, taxistas, peluqueros, mozos de estación y chicos repartidores de periódicos.

Volvió a Beverly Hills, y la casa seguía vacía, con un cartel de «Se alquila» clavado en el césped. Telefoneó a Ted Forbes, haciéndose pasar por un antiguo compañero de colegio de Charlotte Vincent de Nueva Jersey, y le preguntó si tenía su dirección.

—No, no la tengo —le contestó Ted—. Charlotte se marchó hace meses a Los Ángeles. En marzo. Desde entonces no la hemos visto.

—¿Y cómo puedo localizarla?

—No tengo ni la más remota idea. Lo siento.

El Ojo tampoco tenía ni la más remota idea. Pasó por delante de la librería en la calle Hope. Se había convertido en una barbería.

Se pasó dos meses en Alameda, girando en círculos interminables, vagando por los campos, visitando Livermore, Tracy, Stockton, Sonora, Angel’s Camp, Lodi, Pittsburg, Richmond, Berkeley y Oakland. Pasó otro mes en San Francisco, comprobando miles de hoteles.

Pero, en realidad, no tenía ninguna razón para creer que ella siguiera en California. Simplemente no se le ocurría pensar en ningún otro lugar donde ir a buscarla, no se le ocurría hacer ninguna otra cosa. Salía de la cama a las seis de la mañana creyendo que era el crepúsculo, e iba de un lugar a otro aturdido hasta el mediodía, esperando a que se pusiera el sol; luego se metía de nuevo en la cama y volvía a despertarse a las cuatro o las cinco, pensando que amanecía. Una tarde se encontró en la playa de Halfmoon y no tenía idea de cómo había llegado hasta allí; otra noche se quedó dormido en su coche en un aparcamiento de San Lorenzo y despertó cinco horas más tarde al otro lado de la bahía, en la sala de espera de una terminal de autobuses en Belmont. Una mañana se miró al espejo y se quedó asombrado de tener bigote.

Se pasaba las horas muertas tumbado en el suelo de su habitación de hotel, rodeado de todas sus fotos, intentando entresacar una imagen viva de la Joanna real, de la mirada de rostros artificiales y pelucas, tratando de abstraer alguna sustancia suya, absorber algo con lo que nutrir su esperanza. Esparció las sondas de su radar en todas direcciones, por cientos de pueblos y ciudades, pero ella se le resistía tenazmente.

Durante tres meses no hizo ni un solo crucigrama.

En agosto leyó en los periódicos que habían matado a tres presos en un motín ocurrido en un bloque de celdas en la prisión de San José. Uno de ellos era Dan «Ken Tuck» Kenny. Cumplía una condena de diez años acusado de tráfico de drogas.

A principios de septiembre encaró finalmente el hecho de que había fracasado. O lo dejaba por imposible o se volvía majara. Así que se afeitó el bigote y telefoneó a Baker.

—¡No, mierda! ¡No puedo creérmelo!

—Perdí a Paul Hugo, señor Baker.

—¡Tengo a dos tipos en Roma buscándoos!

—No estoy en Roma, estoy en Frisco.

—¡Frisco!

—Voló a El Cairo en mayo, luego se fue a Hong Kong pasando por Bombay y Singapur. Ayer volvió a Estados Unidos y esta mañana lo perdí de vista. ¿Y ahora, qué es lo que hago?

—Dalo por terminado. Sus padres la diñaron la semana pasada en un accidente de coche en Florida. Se acabó el cliente.

—Eso es fatal.

—No te preocupes. Su último pago cubrirá tus gastos. ¿Cuánto has gastado?

—Algo así como… hummm… cuarenta mil.

—¡Me cago en Dios!

—He intentado gastar lo mínimo, pero…

—De acuerdo. No te esfuerces. Vuelve aquí.

—Primero me gustaría tomarme un descanso de un par de semanas ¿Qué te parece si me das algo de pasta?

—Ve a ver a la gente de allí. Diles que se ocupen ellos de la jodida contabilidad. —Y colgó.

El Ojo falsificó unos cuantos justificantes en la máquina de escribir del hotel y los llevó a la oficina de Watchmen, Inc., que había en la calle Post. El cajero lo solucionó todo por télex y le dio un cheque por valor de cuarenta y cinco mil dólares, lo que cubría todos sus gastos de los últimos ocho meses, multiplicados por tres.

Lo depositó en un banco, compró dos trajes, media docena de camisas, un suéter, varias corbatas, un par de zapatos Hugo (Casa fundada en 1867), y un abrigo de tweed Harris. Dio su coche como entrada por un nuevo VW Rabbit. Se cambió de hotel. Bebió tres coñacs dobles. Luego se fue a la cama y esperó a ver qué pasaba.

Se sorprendió al volverse a encontrar de repente en el pasillo del colegio, intentando abrir las puertas de las aulas. Todas estaban cerradas con llave, por supuesto. ¡Aún seguía actuando en la misma vieja película de serie B! Se rió con deleite. ¡Le encantaba su película! ¡La había visto cientos de veces! El protagonista era un pobre imbécil que buscaba a su hija y que insistía en aporrear las puertas… ¡Era divertidísimo! En alguna parte del edificio estaba el aula con quince niñas sentadas en sus pupitres. Una de ellas era Maggie… pero él no sabía cuál. Se escondía de él. ¿Por qué? Ése era el misterio.
El misterio de las quince alumnas diminutas
. De todos modos, la gran escena —el desenlace (nueve letras que significaban «la resolución de una serie dudosa de ocurrencias»)— era cuando él irrumpía en la habitación gritando:
¡Maggie! Maggie! ¿Dónde estás?
, y… Bueno, era sólo una película. La pescaría entre clase y clase. Durante… ¿cómo lo llamaban? El recreo.

Czechoslovakia ¡Un momento! Sabía la solución, pero su pluma estaba vacía. Intentó garabatear las cuatro letras, pero era imposible. No había tinta. No importaba. Sabía la condenada solución. Era el nombre de un santo que empezaba por
J. San Juan… San Jaime… San José… Santa Juana… J… J…
¿Y por qué
J
? ¡Un hospitalario! ¡Los caballeros de San Juan de Jerusalén! ¿Pero eso qué tenía que ver con Czechoslovakia? Entonces su voz le susurró al oído:
No le hagas daño
.

Se incorporó, completamente despabilado.

La lluvia salpicaba en los cristales. La lámpara junto a la cama estaba encendida. La apagó. La gris humedad del amanecer empapó las esquinas del cuarto.

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