La mirada del observador (26 page)

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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

Él abrió el maletín, sacó el dinero y contó los billetes: 1, 2, 3, 4, 5, 6… ¿Se quedaría desnuda y continuaría jugando a ese triste juego con él? 11, 12, 13, 14, 15, 16… Si simplemente supiera dónde estaba Maggie, también le daría mil dólares a ella. Debe de ser agradable poder hacer algo así, pensó… ofrecerle a tu hija regalos y dinero…

Ella salió del cuarto de baño. Iba vestida y llevaba en la mano el 45.

—Mira lo que he encontrado —dijo ella.

—Ten cuidado. —Se levantó—. Está cargada. —Metió los billetes de nuevo en el maletín—. No te preocupes, no soy un gángster ni nada por el estilo. Tengo permiso para llevarla. Normalmente suelo llevar conmigo bastante dinero.

—¿Cuánto tienes ahí?

—Bastante.

Le disparó dos veces. Él dio unas vueltas hacia atrás, se golpeó violentamente contra el bureau y cayó al suelo.

Ella tiró a un lado la pistola y se puso la gabardina. Cogió rápidamente el maletín y las llaves del Porsche y salió corriendo hasta llegar al coche.

El Ojo oyó como se alejaba conduciendo. ¡Aleluya!

Se levantó y se apoyó contra la mesa. Se había dejado olvidado su bolso. Y las gafas. Los cogió, cerró su maleta, le puso el corcho a la botella de Martell, recogió el 45, lo sacó todo fuera y lo tiró dentro del Chevette.

Salió a la autopista y la siguió.

¡Fuera y lejos!

Esperó que no hubiera intentado regresar a la avenida Yard. Ellos estarían vigilando la pensión.

No lo hizo. Atravesó Mercerville, pasando por delante del Hogar Municipal de Niñas Mercer. Probablemente ni siquiera lo vio. ¿Qué podía ver sin sus gafas? Una avalancha de luz, una ventisca de colores.

Conducía demasiado deprisa.

Pasó volando por Highstown, luego por Princeton. Ahora iba por un túnel largo y oscuro de árboles a la orilla de un río. ¿Adónde se dirigía? ¿Llevaba puesto el cinturón de seguridad? Un camión salió rodando de la autopista frente a ella. Dio un violento giro para evitar el Porsche, haciendo chirriar los frenos. Se dio un golpe contra un antepecho. Cayeron a la carretera unas cestas. El Ojo pasó conduciendo a través de un millón de manzanas saltarinas.

Irrumpió en Pennington, pasó de largo la curva de una calle y acortó por la esquina de un parterre, chocando contra un columpio y derribando una mesa de jardín. Un grupo de gente que estaba en el porche delantero de la casa se acercó a ella chillando. Se escurrió por la acera como un trineo hacia la calle, chocando de refilón contra un coche aparcado.

Condujo por la ciudad como un huracán, subiendo por una avenida y bajando por otra, buscando la salida. Luego salió corriendo a la carretera de Ewing, esquivando por los pelos un taxi que pasaba. Los dos guardabarros se tocaron y rechinaron.

¡Vamos, Joanna, basta ya!

De repente dio un brusco viraje y patinó en un apartadero; salió volando a un campo labrado. Retrocedió deprisa hasta la autopista, golpeando un poste.

¡No te asustes! ¡Aparca en cualquier lugar y espera a que sea de día!

Al siguiente cruce cayó una señal de carretera. Pasó zumbando por Ewing a ciento sesenta kilómetros por hora. Volvió a frenar sin motivo aparente y se lanzó estrepitosamente contra una pila de botes amontonados en una curva, desparramándolos con un ruido metálico por toda la carretera.

¿Por qué estás yendo tan jodidamente deprisa?

Pasó zumbando otra vez por Mercerville, volviendo a pasar delante del Hogar de Niñas. Había huido dando un círculo inmenso y ahora estaba de vuelta en la carretera de Highstown.

Comenzó a llover.

«No te pares —decía siempre Piesplanos—. Y no te agarrarán nunca.» Bueno, la verdad es que no se habían parado. ¡Dios Todopoderoso, cómo se habían movido! En realidad, había sido un largo, largo documental de viaje.

Y nunca les habían dado caza.

Pero ahora se había acabado. Ésta era su última carretera. Lo supo en el instante en que vio como se le bloqueaban las ruedas.

El Porsche se deslizó de lado contra una valla, pulverizándola, y salió contra una cartelera.

No más moteles. No más coches. No más dinero. No más aeropuertos.

Esperó a que surgieran las llamas.

No más pelucas. No más peras. No más horóscopos.

Se detuvo, abrió la puerta, saltó a la hierba. No salían las llamas. El claxon sonaba como una trompeta, pero no se incendiaba. Se lanzó contra la brecha de la valla, cayó por una cuneta, dio saltos alrededor de la cartelera. No se incendiaba.

No más coñacs. No más Gitanes. No más tiburones y serpientes de cascabel.

Ella colgaba de la ventana, boca arriba, la lluvia le salpicaba en el rostro.

La cogió por los hombros, la arrastró al suelo, la levantó y subió la cuesta con ella. No, no se incendiaba. Cruzó la autopista tambaleándose, la echó sobre un montículo de maleza.

Se acordó de ella en su librería de la calle Hope. La recordó de pie con las manos en las caderas en Nueva York, Chicago y Nashville.

Tenía la nariz rota. Le sangraban las orejas.

La recordó esquiando en Sun Valley, y nadando en el Mississippi al amanecer.

Ella abrió los ojos y le sonrió.

—Sí, te conozco —le susurró—. Tú estabas en el parque… tenías una cámara… me hiciste una foto…

Y el Porsche explotó, arrojando girasoles de fuego por encima de sus cabezas.

Miró la cartelera al otro lado de la carretera y finalmente resolvió el crucigrama número siete.

BEBA PILSEN: LA CERVEZA CHECOSLOVACA.

Lo lamieron las llamas, tragándose todas las letras excepto
OSLO
, una ciudad de Checoslovaquia.

19

Shakespeare y
Auge y caída del Imperio Romano
y la mayoría de los nuevos libros gordos le fatigaban la vista. Pero no tenía ningún problema leyendo a Zane Grey, Max Brand, Edgar Rice Burroughs, Sax Rhomer, Rex Stout, Erle Stanley Gardner o Ellery Queen. Se leía de cabo a rabo todo lo que habían escrito.

Pero se pasaba la mayor parte del tiempo construyendo maquetas de aviones. Su especialidad eran los cazas de la Segunda Guerra Mundial. Tenía escuadrones enteros de Stukas, Thunderbolts, ME 109, FW 190, Spitfires, Mustangs y Zeros alineados en fila sobre anaqueles que rodeaban las paredes de su casa de campo.

Por las mañanas salía a pasear por las montañas y conducía hasta Fresno para hacer sus compras.

La casa distaba sólo escasos kilómetros del río de San Joaquín, y por las tardes iba al cementerio a visitar a Joanna.

En su lápida estaba grabado su nombre verdadero:

JOANNA ERIS

con las fechas de su nacimiento y defunción. Su epitafio era:

Calma, ánima en pena.

Ésa había sido una de sus muchas frases subrayadas en el
Hamlet
de bolsillo. La había escogido al azar.

Se sentaba durante horas junto a la tumba, conversaba con ella, compartían sus recuerdos y le contaba historias.

¿Cuándo te vienes a la cama?
, preguntaba ella. Y ambos se reían. Era su broma diaria. Se refería a la parcela de al lado que se había comprado. Todo estaba listo para él.

Con la puesta de sol se marchaba a casa.

Por la noche miraba la televisión, luego leía o trabajaba en sus aviones hasta medianoche y luego, o bien se echaba en su turca o se sentaba en su mecedora hasta el alba.

Después de su accidente, cuando se llevó en avión su cuerpo a California, el FBI lo citó varias veces para interrogarle.

Querían saber quién y qué era y por qué estaba tan interesado en el
sujeto
Rita Holden, alias Nita Iqutos, alias Charlotte Vincent, alias Dorotea Bishop, etcétera, etcétera, cuyo nombre verdadero era Joanna Eris.

Les contó vagamente algo sobre su involucración en el caso Paul Hugo mientras trabajaba para la Watchmen, Inc. (Se dio cuenta de que eso encajaba, que la historia de ella acababa como había empezado, con Paul Hugo. Más o menos cerraba el círculo.) No les dio ningún detalle. Sólo declaró que durante el curso de un interrogatorio rutinario —¡hace años!— había encontrado al
sujeto
en Chicago… ¿o había sido en San Francisco? ¿O en Los Ángeles? De cualquier manera, se la había vuelto a encontrar en Trenton, cuando ella trabajaba de camarera en The Hessian Barracks. La había invitado a cenar. Habían tomado unas copas juntos, luego ella le había robado su Porsche.

Había reclamado su cadáver porque quería que tuviera un
entierro cristiano
.

Ellos lo creyeron a medias.

Lo pusieron en una fila y trajeron a Duke, Abdel Idfa y a Martine para ver si podían identificarlo. Duke y Abdel no tenían la más remota idea de quién era, y Martine se hizo la tonta.

Más tarde, ella y el Ojo se quedaron a solas unos segundos en la oficina exterior. No hablaron. Ambos tenían miedo de los micrófonos, así que simplemente se miraron seriamente el uno al otro. Los federales la llamaron para que entrase en otro cuarto, y antes de salir ella le guiñó un ojo.

Se rió al acordarse de ello. ¡A buen entendedor, pocas palabras bastan!

Finalmente, después de tres o cuatro interrogatorios el Ojo los mandó a todos a tomar por culo. No tomaron represalias contra él.

Y se marchó a Fresno y alquiló la casa de campo, su «antecámara», como la llamaba Joanna. ¡Date prisa!, decía una y otra vez.
¡Hace frío, aquí sola!

Sus vecinos pensaron que era viudo. Los chicos le llamaban Pop. Su casera, una enfermera joven muy chula que vivía en Reedly, lo adoraba.

—¿Habéis visto lo que ha hecho con ese cobertizo? —relataba con entusiasmo a sus amigos—. ¿El techo, las ventanas y el porche? ¡Si parecen completamente nuevos! ¡Caray, hasta los clientes trabajan! ¡Si no fuera porque es un viejo divino, le pegaba una patada en el culo y vendía el lugar por ochenta mil dólares!

Y pasó el tiempo. Medianoche, el alba, la mañana, la tarde y el crepúsculo.

Cada cinco o seis meses limpiaba su 45 y conducía a Oakland o a San Mateo, y atracaba a alguien por unos cientos de dólares.

Eso le permitía seguir haciendo sus compras y pagar el alquiler. Ocasionalmente se preguntaba:
¿Qué coño estoy haciendo?
La respuesta era siempre la misma:
Esperando
.

Alguna que otra tarde la pasaba con el padre Antonio, el cura del pueblo. Bebían cerveza, jugaban a las cartas y hablaban de rugby y de Dios.

—¡Los Oakland Raiders, ése era el equipo! ¿Te acuerdas de Cozie? ¿Y te acuerdas de Ken Huff, de los Colts?

—Mike Fanning probablemente era el mejor.

—Fanning no podía ni moverse cerca de Cozie o de Ken Huff. ¡Pero mi favorito de siempre fue Bartkowski!

—¿Jugaba en Los Eagles, no?

—Pero ¿qué dices? ¡Los Eagles! Estaba con los Falcons… uhh… ¿Estaba bautizada esa joven del cementerio?

—No, padre.

—Bueno… uhh… Por supuesto que Fanning también era un portento. La última vez que vi jugar a los Rams fue en el setenta y cinco. En directo, quiero decir. Contra los Cuarenta y nueve…

—Padre, ¿qué es lo que Dios ve cuando nos mira?

La pregunta no le pilló por sorpresa al cura. Era un hombre viejo y sabio que había servido en varias parroquias, y nada le sorprendía.

—Si lo supiera, amigo —contestó riéndose—, yo mismo sería Dios. Sea lo que sea lo que mire, es sólo para sus ojos.

Durante la última noche de su vida el Ojo soñó con el pasillo. Encontró la puerta y no estaba cerrada con llave. La abrió, dio unos pasos y entró en la fotografía.

¡Y allí estaba!

Las quince caras adorables se volvieron para mirarle, vivas, milagrosas, sobresaltadas.

Se quedó parado ante ellas, absolutamente seguro de estar despierto, y de que todo lo demás, toda la larga, larga saga de su deseo había sido un sueño.


¿Maggie?
—preguntó.

Pero murió antes de que su hija perdida pudiera responderle. Y lo enterraron bajo el oquedal de robles junto a su novia virgen.

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