La mirada del observador (23 page)

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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

Luego su conducta se volvió extraña, y comenzó a vagar por las calles durante horas y horas cada día, yendo a ninguna parte, deambulando simplemente, una manzana arriba y otra abajo, con la espalda encorvada, atisbando en las cunetas y entre los matorrales. Aquellos paseos interminables lo asustaron. ¡Parecía una loca! No podía entender qué estaba haciendo.

Una tarde encontró una moneda de veinticinco centavos, y finalmente comprendió.

¡Estaba buscando dinero!

En la siguiente excursión se las arregló para dejar caer un billete de cien dólares en la acera frente a ella. Cuando lo vio, no se lo podía creer. Se quedó traspuesta un instante, luego lo agarró rápidamente y salió corriendo, huyendo como un atracador de bancos al otro extremo de la ciudad.

En vez de gastárselo todo en bebida, como él pensó que haría, se cortó el cabello y se compró una falda nueva, una blusa y un par de zapatos.

Fue a Richmond y consiguió un empleo; de hecho, diversos empleos, trabajando durante algún tiempo en un ultramarinos, luego en una tintorería, en una tienda donde todo vale cinco o diez centavos, como camarera en un restaurante de coches, y finalmente, en el hotel del Ojo.

Vivía en una habitación barata de pensión situada en una callejuela, y en sus días libres iba al cine o a la biblioteca pública. Leyó
La buena tierra
, de Pearl Buck,
Death Comes for the Archbishop
, de Willa Cather,
Barren Ground
, de Ellen Glasgow, y
El corazón es un cazador solitario
, de Carson McCullers. De vez en cuando iba a la piscina, pero nadar parecía fatigarla esos días. Dejó de beber, luego empezó otra vez, luego lo volvió a dejar.

Envejeció.

Igual le sucedió al Ojo. Ahora llevaba gafas, y estaba plagado de reumatismo y ciática, y tenía una hernia. Mientras ella trabajaba en el hotel, él se pasaba todo el día abajo, en el vestíbulo, sentado en un sillón confortable, haciendo crucigramas y chismorreando con el detective de la casa y con los botones. Pensaban que era un dentista retirado de algún lugar del norte, de paso por Richmond, que iba a visitar a sus nietos. Empleaba su propio nombre y su tarjeta de crédito, así que no tenía por qué esconderse. Disfrutó del reposo. Siempre sabía dónde estaba ella, no tenía nada más que hacer que esperarla. Ella pasaba por una de sus temporadas abstemias, y él sabía que estaba ahorrando, así que no había razón alguna —al menos, por el momento— para esperar lo peor.

Una mañana oyó por casualidad a dos viajantes de comercio bravucones discutir sobre ella durante el café del desayuno.

—¿Qué piensas de esa doncella del piso diez para arriba? El corte de pelo que lleva me excita.

—Parece un basurero disfrazado de mujer.

—Estaría bien si se arreglase un poco, tiene buenas piernas y un cuerpo hermoso.

—¡Pero de qué me estás hablando!

—La próxima vez que la veas échale un vistazo de cerca. Chico, hace una tarde lluviosa de mierda. Ayer entró en mi habitación justo cuando salía de la bañera y la dejé que me viera el churro y las canicas. Ni se inmutó.

—¿Qué es lo que hizo?

—Nada. Pero ya sabes, si un tipo en cuestión la agarrara, la tirase en la cama y le arrancase las braguitas…

—¡Yujuuu!

—Probablemente no diga nada, ¿no? Probablemente tenga demasiado miedo a perder el trabajo para armar un jaleo por eso.

—Probablemente incluso lo busque.

—Adelante. ¿Quieres que lo intentemos?

—¿Los dos?

—Claro. Primero uno y luego el otro.

—¡Yujuuu!

El Ojo salió y compró dos papelinas de caballo a un camello que operaba alrededor del mausoleo de Edgar Allan Poe. Forzó el cierre de una de las habitaciones de los viajantes y ocultó la mercancía en un zapato del armario. Más tarde tuvo una charla con su amigo, el detective de la casa.

—Dime, ¿conoces a esos dos viajantes que están siempre pavoneándose en el bar?

—Sí, son un coñazo. Viejos delincuentes juveniles.

—De todos modos, ¿qué es lo que venden?

—No lo sé. Plásticos o algo así.

—¿No andan metidos en el negocio de municiones?

—¡El negocio de municiones! ¿Qué te hace pensar eso?

—Bueno, esta mañana les escuché indiscretamente en la cafetería… Ellos no sabían que yo estaba oyendo… En realidad no quería, simplemente no pude evitar oír lo que estaban diciendo…

—¿Sí?

—Hablaban sobre dinamita y TNT, y uno de ellos dijo que era demasiado peligroso guardar toda la pólvora en el hotel. Dios, pensé que a lo mejor tenían bombas o alguna cosa en sus habitaciones.

—¿Sí? ¿Dinamita? ¿TNT?

—Eso es lo que pensé que decían. A lo mejor entendí mal.

—¿Estás seguro de que no era STP? ¿O DMT?

—Podría ser.

Esa noche los dos viajeros de comercio fueron detenidos por tenencia ilícita de drogas.

Unos días más tarde, el detective de la casa se le acercó en el vestíbulo, temblando de la excitación.

—¿Has visto a ese tío que se acaba de marchar?

El Ojo estaba tomando un nuevo tipo de aspirina, y sus dolores y malestares sólo le atenazaban cuando se movía. Había estado sentado junto a la ventana, observando la lluvia y dormitando felizmente, soñando con el pasillo. Se despertó de mal humor.

—No. ¿Qué tipo?

—Un federal.

—¿Un qué?

—Del FBI, inspeccionando a todo el que está en el hotel.

El Ojo bostezó.

—¿A quién busca?

—A un asesino sospechoso. —El detective le enseñó el póster de Joanna—. A esto le llaman un retrato robot. Está hecho a tiras; ves: cabello, ojos, nariz, boca y barbilla.

—El asesinato más informe, horrendo y monstruoso.

—¿Cómo?

—¿Está ella en el hotel?

—No. Pero sí está en Richmond, te apuesto un huevo a que la cogerán. De esos tipos no te puedes andar escondiendo mucho tiempo.

Esa tarde el Ojo visitó la pensión de Joanna, un viejo y mohoso edificio de ladrillo junto a la ribera. (Durante el asedio de Petersburgo, el cuartel general de Robert E. Lee había estado emplazado abajo, en la misma calle. Todos los coches aparcados junto al bordillo llevaban banderas confederadas en los parachoques.) La pequeña mujer con cara de caniche que administraba la casa lo recibió en un salón húmedo lleno de caballos de bronce metidos en campanas de cristal.

—Del FBI. —Le enseñó una insignia—. Estamos tratando de localizar a una señorita llamada Nita Iqutos. ¿Es uno de sus huéspedes, señora?

—No, señor —le ladró—. En esta casa no vive ningún refugiado de la justicia.

—¿Hay alguien aquí de Los Ángeles?

Pareció sobresaltarse.

—¿Por qué? Sí… la señorita Vincent es de Los Ángeles.

(Joanna había estado utilizando su viejo alias de Los Ángeles; tenía una cartilla de la seguridad social a ese nombre.)

—¿Puedo hablar con la señorita Vincent, por favor, señora?

—Está en el trabajo.

—¿Cuándo volverá a casa?

—A las siete y media.

—Podría decirle que volveré a las… —Echó un vistazo a su reloj—. No, no puedo volver esta tarde. Dígale que volveré mañana por la noche alrededor de las ocho. Gracias, señora.

Pagó la cuenta de su hotel, se despidió del detective de la casa, le dio propina a los botones y a las 7:35 cogió un taxi de vuelta a la pensión. Joanna salió a las 8:10 por la puerta principal, llevando tan sólo su bolso. Pero iba abultada, y se movía con una pesadez afelpada, lo cual significaba que bajo su gabardina llevaba puesta toda su ropa.

La siguió a la estación de ferrocarril. Compró un billete para Washington.

Vagando, deambulando,

errando, rezando,

voy caminando bajo el sol de abril

por las autopistas, riendo y llorando,

por los caminos laterales, viviendo y muriendo.

Es primavera otra vez en la ruta 61.

Se quedó en Washington un par de meses, viviendo de sus ahorros, cambiándose el nombre, llevando puesta una peluca, emergiendo de su caparazón de dejadez, floreciendo otra vez. Y conoció a Yale Cyril Polk en un baile de granero que hubo en el YMCA. Tenía sesenta y dos años, era un conservador retirado de la National Gallery, un soltero campechano y erudito, autor de un libro llamado
From King Tut to the Mens Room, a Study of Mural Erotica
(Stuyvesant Press, 12, 15$).

La llevó al Kennedy Center a ver
Aida, Der Fliegende Holländer
, y la obra
Tis Pity She’s a Whore
, escenificada por el New York City Ballet. Fueron al cine y a restaurantes chinos, a un festival de canción folk, a un torneo de ping-pong, a un partido de béisbol y a un combate de lucha libre de mujeres. Pasaron un fin de semana juntos (pero en habitaciones separadas) en Ocean City.

Una mujer los siguió hasta allí.

Al Ojo, que en los últimos tiempos no sólo se había convertido en un ser reumático, sino también en alguien descuidado, le pasó casi desapercibida. Y cuando finalmente la descubrió, corrió renqueando a esconderse, insultándose.

Ella se quedó sentada en su coche, fuera del motel, durante dos noches. Cuando Joanna y Yale Cyril Polk fueron a pasear por el camino de la playa, ella los espió tras las dunas. Cuando bailaron, cenaron, jugaron al dado mentiroso en un bar, ella los observó tras los ventanales. Cuando condujeron de vuelta a Washington, ella los siguió todo el camino a un kilómetro de distancia.

Tenía cincuenta años, era guapa, vivaracha y furiosa. Fue su rabia lo que convenció al Ojo de que de ninguna manera podía tratarse de un agente del FBI. Demasiado tensa. Le siguió la pista hasta una casa de apartamentos en Laurel. Se llamaba Maybelle Danzing. Era profesora de matemáticas en una escuela preparatoria de Rockville. Hasta hacía pocas semanas había sido la novia asidua de Yale Cyril Polk. Los guasones de D. C. los llamaban Mamá y Papá.

El radar del Ojo, tras un largo sueño, resoplaba como una tetera, recogiendo avisos de tormenta en todas partes. Robó una de sus cartas de amor del buzón de Yale Cyril.

Pobre y patético Lotario:

Estate bien seguro de una cosa, que eres mío, todo mío, y lo digo en serio, tú sabes, Yale, que yo no bromeo a la ligera con estas cosas, y que no permitiré que esa vulgar mujerzuela se interponga entre nosotros. Yo sé que tienes un «mirar inconstante», lo cual siempre me ha divertido, pero esta última escapada es demasiado infame como para ser expresada en palabras y no voy a tolerarla. Puedes estar seguro de una cosa, yo no soy de esa clase de mujeres de las que uno simplemente se «deshace»; ¡no, señor! Mi difunto marido, que en paz descanse, probablemente se esté «revolcando en su tumba» ante el espectáculo de mi humillación. ¡Pero tú puedes tener por segura una cosa, que tu crueldad no va a quedar impune, y habrá un ajuste de cuentas!

MAYBELLE

Una tarde calurosa de mayo, Yale Cyril retiró ocho mil dólares de su cuenta bancaria. Recogió a Joanna en la calle K y fueron por el Potomac hacia Harpers Ferry, donde los casó un juez de paz. Cenaron en Frederick. Iban a pasar la noche de bodas en un motel cerca de Westminster; luego irían en coche a Filadelfia y a Nueva York.

No obstante, hubo un cambio de planes. Maybelle Danzing los estaba esperando en el motel. Llegó la hora de ajustar cuentas. Traía consigo una Lüger.

—¡Te quiero! —chilló.

Y disparó a Yale Cyril, una vez en la pierna y otra vez atrás, en el hombro. Disparó a Joanna, haciéndole un agujero en la maleta. A un hombre que salía de uno de los apartamentos para enterarse de lo que ocurría, le alcanzó una bala perdida en la cadera. Otra bala mató a un perro policía que ladraba.

—¡Te quiero! ¡Te quiero! —chilló una y otra vez, y se intentó pegar un tiro en la sien, pero se le encasquilló la pistola.

Joanna consiguió escapar en el coche de Yale Cyril. Condujo a Baltimore, abandonó el coche, tiró su peluca y anduvo hasta la terminal de autobuses Greyhound.

Se quedó sentada en la sala de espera durante horas, con la mirada fija en el suelo.

La lluvia comenzó a golpear en los cristales. Abrió su maleta, sacó una gabardina y se la puso encima de su traje de boda.

Luego compró un billete para Trenton, N. J.

17

Eran las tres de la mañana cuando salió del autobús. Metió su maleta en una taquilla de la consigna y se fue andando por las calles vacías hacia State & Broad. Se detuvo en la esquina, mirando a uno y otro lado.

El Ojo se metió en un portal, a media manzana de ella.

¿Y ahora qué vas a hacer, Joanna?

Subió andando por East State, pasó delante del edificio de Bell Telephone y de la oficina de correos, giró y bajó por Clinton hacia la estación de ferrocarril. Allí había un restaurante abierto toda la noche; se comió un sándwich y se bebió una taza de café.

Me voy a casa.

Se dirigió andando a la calle Tyler.

Todas las casas habían desaparecido. El bloque entero era un vasto cráter lleno de altas grúas que sobresalían en la oscuridad como cuellos de dinosaurios. Un foco iluminaba un cartel en el que se leía
BATTLE MONUMENT PARK, 4.000 APARTAMENTOS, 20.000 ÁRBOLES
.

¡Mierda!
Entonces se echó a reír.
¡En la casa de mi padre hay muchos hogares!

Regresó a la terminal a por su maleta. Por la mañana se alojó en una pensión en Yard Avenue. Por la tarde buscó trabajo, y se colocó de camarera en The Hessian Barracks.

El Ojo se sentó en su sitio habitual cerca de las ventanas que daban a la calle. Abrió el menú.

PRUEBE NUESTRO ESPECIAL 13

ORIGINAL DESAYUNO COLONIAL

PRUEBE NUESTRA ENSALADA

DEL MARQUÉS DE LAFAYETTE.

Ya las había probado ambas. Eran vomitivas.

Había ocho camareras, dos a cada lado del restaurante; vestían uniforme de granaderos Hessian, pequeños tricornios sujetos a unas pelucas con un alfiler, botas altas hasta la cadera y minifalda. La media docena o más de mesas que había en la esquina de la sala pertenecían al sector de Joanna.

PRUEBE NUESTRA TERNERA ASADA

BATALLA DE TRENTON

PRUEBE NUESTRO CRUCE DELAWARE:

PAN DE MAÍZ DE PANADERÍA

CON GALLETAS SALADAS.

Ella salió de la cocina y atendió a una pareja que estaba sentada frente a él.

—¡Eh, chata! —la llamó alguien—. ¿Qué pasa con nuestros cafés?

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