—¿Se marcha usted, señor?
—No, simplemente voy al…
—¡Es que estamos completamente abarrotados esta noche! ¡Es espantoso! ¡Ya no hay más mesas disponibles! ¡Nunca he visto nada igual!
—Yo tampoco.
Llegó hasta la caja de fusibles, luego cambió de opinión. ¡Joder! Volvió a su mesa y se sentó; cada nervio del cuerpo le chirriaba. Eran las 8:50.
—¡Ésa no es Joanna Eris!
—¡Por favor, baje la voz, doctora! —El federal se volvió al teniente—. ¿Tenéis a alguien vigilando su casa?
El teniente asintió con la cabeza, masticando un trozo de empanada.
—Le digo que no es ella —insistió Martine.
—Tenemos razones para creer que lo es, doctora Darras.
—¿Cuál de ellas se supone que es? —Duke emergió de su silla y miró alrededor.
—¡Siéntese, señor Foote! Ya se la indicaré luego.
—Como iba diciendo —parloteó Abdel mientras mordisqueaba su
sole aux raisins à la Thomas Jefferson
—, simplemente no les puedo asegurar categóricamente que sea capaz de reconocer a esa mujer después de todo este tiempo.
—Nos damos cuenta, señor. Sólo queremos que le eche un vistazo.
—Bueno, yo estoy más seguro que el demonio de reconocer a la vieja Nita. —Duke cortó una tajada de su asado—. Usted limítese a traérmela aquí.
—¿Está usted seguro de que estoy mirando a la chica correcta? —preguntó Martine—. ¿Ésa de ahí, con gafas?
—Sí.
—Ésa no es Joanna. —Negó con la cabeza—. No.
—¿Cuál? —se volvió Duke—. ¿Dónde? ¿Quién?
—Ahí, junto a la puerta.
—¿
Ésa
? —abucheó Duke—. ¿Ustedes están delirando o qué? ¡Eso de ahí no es Nita!
—¡Basta ya, Duke! —gruñó el teniente—. Deje de gritar.
—Dese la vuelta, señor Foote —murmuró el federal—. No se la quede mirando.
—Yo no la veo desde aquí. —Abdel se dio unos golpecitos con la servilleta en los labios—. ¿Pedimos más vino?
Entonces Martine miró entre la gente y vio al Ojo.
9:05.
Toqueteó el
Trenton Times
, abriéndolo torpemente de un tirón, desgarrándolo casi en pedazos. Leyó el horóscopo de Joanna.
Saque ventaja de este período de plenitud y dicha. Usted es una de las personas afortunadas que no pueden hacer el mal. Todo lo que hoy toque se convertirá en oro.
¡Oro! Empezó a soltar una risita tonta. ¡Oro! ¡Se estaba riendo como un idiota! Los comensales de la mesa de al lado le sonrieron. Tragó, casi se ahogó con la bilis pastosa que le llenó la boca.
¡Dios, iba a vomitar! No, no iba a hacerlo… no, no… ¡Agárrate bien! ¡No! ¡Tranquilo! ¿Por qué estropearles a todos la comida? ¡Relaja el abdomen! Mantente insensible, comatoso… aturdido.
Bajó el periódico, recorrió con la vista la sala hasta encontrar la mirada de Martine. Se miraron furiosamente. ¡Estupendo! Ella lo había descubierto. ¡Plenitud y dicha! Joanna pasó por delante y sirvió a la mesa de al lado. Un hombre le alargó el menú.
—¿Le puede pedir al señor Foote que me firme esto? —Deslizó en su mano una moneda de veinticinco centavos.
—¿Qué? —Se lo quedó mirando con expresión ida.
—Duke Foote, allí. —Lo señaló—. Consígame su autógrafo.
—¿Duke Foote? —Parecía atontada.
El Ojo sacó un pañuelo y se enjugó la cara bañada en sudor.
¡Un autógrafo! ¡Eso lo conseguiría! ¡Es el Apocalipsis! ¡La cámara de gas, el pelotón de ejecución, la silla eléctrica, la ruina, un estrago total! … Levantó la vista.
La encargada se abalanzó sobre él.
—¡Usted está completamente solo! —le espetó acusadoramente—. ¿Le importaría…?
—¿Cómo dice…?
—Su mesa…
—¿Mi mesa…?
—¿Le importaría compartirla, por favor? —Hizo señas gritando—. ¡Por aquí, recién casados!
Un chico y una chica, colorados de la vergüenza, se sentaron frente a él.
—Gracias. —El chico le sonrió tímidamente.
—Yo me… me… —El Ojo trató de recobrar lo poco que le quedaba de cordura—. Me iré en un minuto…
—No tenga prisa —le contestó el chico. Sostuvo la mano de la chica. Ella le tocó el rostro, sonriendo abiertamente, resplandeciente, en coma de felicidad.
—¡Cielos! —exclamó ella en un susurro—. ¡Es que me comería un caballo!
Al menos un centenar de personas esperaban ahora tras el cordón de la entrada, y la encargada volaba alrededor de las mesas, anonadada. Se abalanzó como una fiera sobre Joanna, que, de pie, aún sostenía el menú entre las manos y miraba atentamente a su alrededor con ojos de miope.
—¿Se puede saber qué estás haciendo, chica? —le espetó.
—Este caballero quiere un autógrafo…
—Yo se lo conseguiré. —Y le arrebató el menú.
9:10.
—¿A qué hora sale del trabajo, teniente? —preguntó el federal.
—A las 9:30. Está mirando hacia aquí. Creo que se ha dado cuenta de nuestra presencia.
—No importa.
Martine se volvió hacia él.
—Me pidieron que cooperase con ustedes. De acuerdo. Eso he hecho. Ésta no es Joanna Eris. Puede tomarlo como una declaración formal. Ahora, quisiera regresar a Boston.
—A su debido tiempo, doctora Darras.
—Quiero que sepan que encuentro todo este asunto deprimente. Completamente deprimente.
—¿Le apetece algún postre?
—Yo sí tomaré —dijo Abdel Idfa terminando su lenguado—. Creo que probaré ese
fudge
helado Declaración de Derechos con frutas y nueces.
—Ya saben… —comenzó a decir Duke. La encargada le pasó el menú. Garabateó su nombre en él.
—¡Gracias, señor Foote!
—De nada, señora, de nada. El placer ha sido mío. —Le agarró la mano y se la besó. Ella cacareó encantada y atravesó la sala como una flecha—. Saben… —continuó diciendo pensativamente—, si es la vieja Nita… No digo que lo sea o que no, no como aquí la doctora… pero si es ella, la verdad es que tengo muchas ganas de verla. Era una monada de chiquilla.
—Estoy seguro de que la volverá a ver —soltó el federal.
Martine se reclinó en su silla, sujetando el medallón de Virgo, apretándolo fuertemente entre los dedos.
El Ojo estudió a los recién casados. Tendrían unos veinte años, eran frescos y limpios, sin cicatrices, sin deslustrar, aún sin contaminar. ¡Dios Todopoderoso! ¿Quién traicionaría al otro primero? ¿Tendrían una hija? ¿Qué cornucopia de angustia, penas, soledad y repulsión les habían ofrecido como regalo de bodas los duendecillos del himeneo?
Eran las 9:20.
—No la detendremos aquí —le susurró el federal al teniente—. Sólo causaría un alboroto. Esperaremos a que salga. O mejor aún, en su casa.
—De acuerdo.
—Recuerdo una sola cosa de Dorotea Bishop —les comentó Abdel Idfa—. Cuando el señor Argyle nos presentó en Chicago, le pregunté si era virgen. Y me contestó… —Se volvió hacia Martine—. Discúlpeme, doctora; me contestó: «No meta sus jodidas narices en lo que no es asunto suyo».
El chico dijo algo. El Ojo se volvió hacia él.
—Perdone…
—Se está comiendo mis rábanos.
—¿Sus qué? ¿No me diga? Perdone. Yo… tengo los nervios destrozados…
—Yo invito.
—Mi hija… mi hija se escapó de casa y no la puedo encontrar. —Se los quedó mirando boquiabierto. ¿Por qué había dicho eso? ¡Mierda y corrupción!
—¡Caray! —exclamó el chico.
—¿Está ella en Trenton? —preguntó la chica.
—No lo sé. —Sonrió estúpidamente, arañando con los dedos el mantel—. Podría ser. Podría estar en cualquier parte, realmente en cualquier lugar. Hay tantos sitios donde esconderse. Tantos callejones, callejuelas, suburbios y pueblos pequeños y cruces… y puertas cerradas… y… y autopistas que se dirigen a todas partes… —Se le quebró la voz—. Lo último que supe de ella es que estaba… que estaba en el colegio y ella simplemente… —¡Dios mío! ¡Estaba llorando! ¡Bendito Moisés! ¡Se estaba desmoronando! ¡Mierda de mono! ¡Éste era el jodido final!—. ¿Qué hora es? —preguntó lloriqueando.
—Las nueve y media —el chico parecía desolado—. Pero creo que mi reloj va retrasado.
—Bien… sí… de acuerdo… —farfulló el Ojo—. Con un poco de suerte creo que lo conseguiremos. Escuche… —Ellos lo miraron fijamente—. Les deseo toda la felicidad del mundo. Se lo digo desde lo más profundo de mi corazón. Déjenme soportar todas sus penas; denme su pesar y sus pérdidas. Me los llevaré ahora conmigo y ustedes dos simplemente quédense con las alegrías y las dichas que les depare la vida. Hasta pronto.
Se levantó y voló.
Ella lo estaba esperando en el aparcamiento. Se había quitado su espantoso disfraz de soldado Hessian y vestía una gabardina encima de un suéter y una falda. Era el suéter que había comprado en Filadelfia.
—Querían que me quedase otra hora más. —Se quitó las gafas y las metió en el bolso—. Les dije que tenía que ver a mi hermano.
—Nunca lo había visto tan lleno. —La condujo hasta el Porsche—. ¿A qué se debe?
—Es el día D. Esta noche va a haber algo grande en el War Memorial Building.
Subieron con el coche por West State. Podía sentir su cálido ardor junto a él. Se forzó a no pensar en ella. Tenía miedo de venirse abajo otra vez.
—Duke Foote estaba cenando ahí —le comentó él—. ¿Lo vio?
—Sí. —Se puso rígida—. Lo vi.
Sintió que un temblor le recorría el cuerpo. ¡Estupendo! A pesar de todo, aún reaccionaba. A lo mejor sus instintos de supervivencia no están tan deprimidos.
—Estaba con esos policías.
—¿Qué policías?
—El teniente o lo que sea que es. Y el otro.
Ahora iban por East State, pero en dirección contraria.
—¿Adónde quiere ir? ¿Qué le parece una copa?
—Con gusto me tomaría una copa. ¿Policía, dijo usted? ¿En el restaurante?
—Se los señalé.
—¿Lo hizo?
¡Bien! Realmente ahora estaba saliendo. Su miedo era palpable. Las alarmas se le habían disparado.
—Yo aquí soy forastero. ¿Conoce usted algún bar tranquilo en algún sitio? —Sus palabras le chocaron. Aborreció el papel que tendría que interpretar y el diálogo que se vería obligado a entablar durante el resto de la noche.
—Por favor, bares no. Tengo un aspecto lamentable.
—¿Entonces, le parece bien mi casa?
—Claro.
Giró al norte y subió por el río hacia el Washington Crossing.
Se preguntó si ella le odiaba.
Paró en el patio del motel y aparcó junto al Chevette.
No funcionará, se dijo a sí mismo. Caminaron hacia el apartamento, dos inválidos de pies y manos actuando en una producción hortera de
Samson et Dalila
, un tenor calvo y asmático y una mezzosoprano sosa que olía vagamente a grasa de cocina.
Abrió el cerrojo de la puerta y pasaron dentro. Encendió las luces, colocó el maletín y las llaves del Porsche encima de la mesa.
—Creo que tiene el lugar acordonado —comentó él.
—¿Quién? —Se quitó la gabardina. Tenía un agujero en el codo del suéter.
—La policía. El restaurante. Probablemente vayan a detener a alguien.
—¿A quién?
—A uno de los clientes que comen allí asiduamente, supongo. O a alguien que trabaja allí. —Sacó de su maleta una botella de Martell—. O a lo mejor es que simplemente les gusta la comida.
Ella tomó asiento y cruzó las piernas. Tenía una carrera en la media. Intentó ocultarla.
Destapó la botella, sacó dos vasos largos del bureau, iba de un lado a otro de la habitación para no tener que mirarla.
—Esto es todo lo que tengo. ¿Le gusta el coñac?
—¿Coñac? Nunca lo he probado.
¡Excelente! Sirvió dos copas.
—Yo lo he visto antes en algún lugar —dijo ella de repente.
Sintió que se le doblaban las piernas y se sentó en el borde de la cama.
—¿De veras? Pensé que nunca había reparado en mí. He ido a ese sitio durante todos los días las últimas…
—No. En algún otro lugar. ¿Ha estado alguna vez…? —Bebió su copa a sorbos, frunciendo el ceño—. ¿Ha estado alguna vez en Florida?
—Sí. Un par de veces.
Ella se encogió de hombros.
—Todo el mundo parece familiar. Esto está muy bueno. —Bebió otro sorbo—. ¿Ha estado alguna vez en Los Ángeles?
—No.
—¿Qué es lo que hace en Trenton?
—Simplemente estoy de paso. ¿Y usted?
—Yo nací aquí. —Se levantó—. Me siento asquerosa. ¿Puedo utilizar su ducha?
—Adelante.
Se llevó la copa al cuarto de baño. El 45 estaba ahí colgado, en su pistolera, detrás de la puerta.
Abrió rápidamente su bolso. Contenía sus gafas, un pañuelo sucio, un rotulador fino, su
Hamlet
de bolsillo manoseado y varias bolsitas de azúcar con el nombre de The Hessian Barracks.
Se asomó desnuda a la puerta del cuarto de baño.
—A propósito, me llamo Rita Holden.
—Encantado de conocerla, Rita. —Empujó el bolso detrás de él.
—¿Quién eres tú?
—¿Yo? Oh… nadie en particular. Soy contable.
—¿Me pones otra copa? —Alzó su vaso.
Él cogió la botella de la mesa y fue hacia ella. Ella se tapó el pecho con timidez.
—¿No quieres hablar de ti?
—No realmente. —Le sirvió un trago doble.
—¿Y qué hay sobre mí? ¿Te cuento la historia de mi vida?
—Naturalmente.
Se volvió a sentar al borde de la cama. Aquí estaría a salvo durante un rato. Y si conducía toda la noche, los podría perder de vista. Caerían sobre ella de nuevo tarde o temprano, pero podía tener varias semanas, meses, incluso un año de gracia.
Ella abrió el grifo de la ducha.
—Mi padre era un famoso ladrón de tiendas —contó en voz alta—. La Interpol, Scotland Yard y el FBI lo persiguieron durante años. Pero nunca podían agarrarlo. Era demasiado astuto. Entonces, una noche… ¿Me oyes?
—Sí. —Escondió el rostro entre las manos. Rita. ¿Dónde había oído ese nombre antes?
—Entonces, unas Navidades, cayó muerto en unos grandes almacenes, con los bolsillos repletos de joyas robadas. Así es como lo pillaron. Finalmente lo cazaron. Pero ya era demasiado tarde. Simplemente murió. Era Navidad. Lo último que dijo fue «Feliz Navidad». Y pasó a mejor vida, burlándoles en su castigo.
La noche de Navidad, sí. ¡Santa Rita! En una iglesia de Baltimore.
¡O santa adorable
—había rezado él—,
deja que ella me mate y que quede en paz durante un tiempo!
—Eso no es verdad —se rió ella—. Era doctor. Un ginecólogo bastante conocido. Le mató un rayo una noche mientras asistía en un parto a un niño en un establo de Bethlehem, Pensilvania. —Se volvió a reír, cerró la ducha y comenzó a silbar
La Paloma
.