Atacó en Nochebuena.
Tan pronto como el sol se puso, saltó por la ventana del pasillo a la terraza de la 117C. Lo había estado haciendo las últimas tres semanas, y ya estaba familiarizado con cada paso escurridizo del antepecho y la cornisa.
Estaba nevando.
Se quedó en medio de la nivea oscuridad mirando fijamente a través de la ventana. Estaba sola, echada en el suelo, desnuda. Tenía la espalda cubierta de arañazos y cardenales. Se incorporó y estiró los brazos. Llevaba ensartadas de la muñeca a los hombros unas relucientes guirnaldas de pulseras. Se había atado una ristra de perlas alrededor de su cintura. Tenía abierta frente a ella una de las quince maletas de Cora. Era un pequeño neceser de cuero azul lleno de joyas. Cogió un anillo de diamantes y se lo deslizó en el dedo pequeño del pie. Se volvió y sonrió. Él podía ver sus ojos verde claro por toda la habitación. Destellando de placer mientras se colgaba un pequeño rubí de la oreja. Ella casi lo estaba mirando, y era como si su presencia fuera la causa de su deleite.
Él levantó la mano, y la agitó tímidamente.
Ella rodó sobre su espina dorsal como un gato y se rascó la espalda contra la alfombra. Luego se levantó de un salto, cogió el reloj de la chimenea y comprobó la hora. Metió todas las joyas en el maletín y lo cerró con llave.
Fue al dormitorio. Reapareció, arrastrando por los pies el cuerpo rígido y desnudo de Cora. Cruzó el cuarto tirando de él y abrió la ventana. El Ojo trepó al antepecho y se ocultó en el ángulo ciego de la pared. Joanna alzó el cadáver y lo tiró por la barandilla. Éste cayó siete pisos hasta el callejón sin salida que había detrás del hotel, hundiéndose en varios metros de nieve. Volvió a la habitación y cerró la ventana.
Quince minutos después el Ojo estaba abajo en el vestíbulo, pagando su cuenta. A las nueve en punto Ella surgió del ascensor, seguida de un botones que llevaba su equipaje. Sostenía el joyero azul bajo el brazo, envuelto en el visón. Pagó la cuenta, luego envió al botones a buscar a Vight. Se sentó en el salón y encendió un Gitanes.
Había una fiesta en el bar. Una orquesta tocaba polkas de taberna. Invitados con sombreritos de papel salían y entraban por todos los corredores, arrojando serpentinas y tocando pitos.
Jerry atravesó el salón, su esmoquin salpicado de confeti.
—¿Qué te ocurre, Ella?
—Tenías razón. —Mantuvo un pañuelo en los ojos, sorbió y lloriqueó—. Me despidió. Fue horroroso. Me siento tan asqueada. Deberías haberla oído. Tenías razón. Es un monstruo.
—Bueno… —Él no sabía qué decir—. Que se vaya al infierno.
Ella se puso en pie.
—Hasta pronto, Jerry.
—¿Qué quieres decir con hasta pronto?
—Me marcho.
Salió al vestíbulo. Él la siguió.
—¡Ella! Espera un segundo… ¡Ella!… Por favor, ¡escúchame! No puedes… ¡Ella!
Él salió del hotel también. Esa noche se casaron en Boise. A la mañana siguiente tomaron un avión a Honolulú.
El Ojo estaba sentado en la playa, tras el casco destripado de un bote de remos, observándolos a través de sus prismáticos. Se encontraba en el punto central de una W entra las dos calas. El
Cariddi
estaba anclado en la ensenada de la izquierda, a medio kilómetro de la costa. Jerry se acuclillaba en la cubierta de delante, con un sombrero de paja, bebiendo una lata de zumo de naranja.
Durante los últimos días, habían ido allí cada tarde a buscar el destructor americano que se suponía estaba hundido en algún lugar del fondo de la bahía de Keneoke.
Joanna salió a la superficie, subió por la escalerilla. Estaba desnuda de cintura para arriba, y llevaba unos tejanos cortados a la altura de los muslos. Se quitó las gafas de buceo y se sentó en la proa.
—¡Dios! El agua está como el aceite. ¿Qué temperatura hace?
—Treinta y seis grados.
Sus voces resonaban en la cala con la claridad de un anfiteatro. El Ojo incluso podía oír el zumbido de la radio en la cabina.
—En Boston hace diez menos. Y está nevando en Nueva Orleans.
—Apaga la jodida radio —dijo ella.
—Quiero oír las noticias.
—¿Para qué?
—¡Madre mía! ¡Estás para comerte!
Intentó gatear entre sus rodillas. Ella se rió, lo alejó de una patada. Su risa era falsa; casi histérica. Jerry no podía interpretarla, pero el Ojo, que la conocía mucho mejor que él, se dio perfecta cuenta de lo que significaba. Se hallaba en peligro mortal, atraída con tanta tirantez que se mareaba de la tensión. Cada hora que pasaba la acercaba al desastre. Habían transcurrido cinco días, y aún no había aparecido el cuerpo de Dora. Pero quizás, en ese mismo momento, lo estaban sacando de la nieve con palas, y esa misma noche daría comienzo la búsqueda de Ella Dory. No sería difícil de localizar. Su rastro conducía directamente de Idaho a Oahu: directamente a esta cala azul en el mar caliente. Y en vez de volar, se veía forzada a quedarse tomando el sol, jugando a las vacaciones y rechazando los tanteos amorosos de un hombre al que aborrecía.
—No hay ningún destructor. —Jerry arrojó la lata por la borda.
—Hay algo ahí abajo.
—¿Dónde?
—Justo detrás de esas jodidas algas. Un bulto bastante grande recubierto de arena.
—¡No fastidies!
—Tan grande como una casa.
Esa mañana, mientras Jerry desayunaba, ella había salido y había comprado un par de esposas en una tienda de juguetes cerca del hotel. El Ojo lo había visto.
Jerry arrojó su sombrero sobre el techo de la cabina.
—Vamos a echarle un vistazo.
Se puso la máscara y las aletas y saltó por la borda. Joanna se quedó sentada un momento, mirando fijamente hacia la playa. Luego, se levantó, se quitó los tejanos, abrió su bolso, sacó las esposas y desbloqueó sus cierres. Y se fue por la borda.
Las moscas devoraban al Ojo. Se palmeó los brazos y el cuello, los golpes resonaban como los disparos de un rifle de un extremo a otro de la playa. El hedor de la sal y la caliente podredumbre casi le sofocaban. Una aleta puntiaguda entró flotando en la cala. La observó atentamente, calculando sus medidas. Parecía una bolsa larga de golf arrastrada por la corriente. Pegó un brinco. ¡Mierda! ¡Era un tiburón hijoputa! Rodeó el
Cariddi
, salió a flote; batió una ola grande por encima. ¡Dios! ¡Era gigantesco! Giró, se zambulló. Joanna subió la escalerilla, sus nalgas resplandecientes al sol. El Ojo se arrastró tras el bote de remos, alzó sus prismáticos. Ella saltó por encima de la cabina, desató la cadena del ancla de la abrazadera de popa y la dejó caer al mar. El tiburón emergió a la superficie, se golpeó contra la bovedilla y se volvió a zambullir. Joanna fue hacia el timón y puso en marcha el motor. El
Cariddi
bramó y viró mar adentro.
El Ojo se quedó sentado un momento, observándolo bordear el promontorio de la W. Luego miró al agua. La cala era una ciénaga de verde y azul. Jerry aún seguía allí abajo, esposado al ancla.
Con el tiburón.
El Ojo ya había pagado la cuenta y estaba sentado en el vestíbulo haciendo un crucigrama cuando ella llegó. Llevaba sandalias y una bata de baño turquesa sin mangas. Sus ojos esmeralda, destellando en un rostro curtido por el sol, eran casi insoportablemente exóticos. Parecía tener unos dieciocho años.
La espera había acabado. Ahora iba a la fuga, tranquila y suave.
—El señor Vight se ha ido a Lahaina —le dijo al conserje—. Estará de vuelta el viernes o el sábado.
—Sí, señora Vight.
—Resérveme un vuelo para San Francisco esta tarde.
—¿Nos deja?
—Sólo una semana. Mi madre se ha puesto enferma.
—¡Oh, cuánto lo siento!
—Nada serio. Se torció la muñeca jugando al tenis o algo así.
El Ojo encontró un ejemplar del día anterior de
Los Angeles Herald-Examiner
en el avión. La fotografía de Cora Earl estaba en primera página, bajo el titular
¡SOSPECHOSA CAÍDA EN SUN VALLEY!
Se abre una investigación para decidir la causa de la muerte de la famosa diseñadora.
Esa noche se quedó en el Mark Hopkins y mantuvo su alias de señora Ella Vight hasta que cobró en efectivo todos los cheques de viaje de Jerry. Luego, con una peluca roja y cambiando de identidad, vendió las joyas de Cora a un encubridor de objetos robados en San Mateo por otro buen puñado. Al día siguiente, metió casi seis mil dólares en una caja de seguridad de un banco de Oakland antes de partir al aeropuerto.
El Ojo intentó conseguir un billete para el mismo vuelo a ciudad de México, pero no había plazas libres. Probó con otras dos compañías aéreas. Todos los vuelos del jueves estaban completos; las listas de espera estaban llenas. La catástrofe era tan inesperada que no tuvo tiempo de que le entrara el pánico. Su vuelo fue anunciado, ella caminó a la rampa de embarque, se detuvo, miró por encima del hombro y desapareció. Para cuando se percató de que probablemente no la volvería a ver nunca más, ella ya estaba en el aire.
Mierda. Desde México podía desaparecer en cualquier otra dirección: Sudamérica, el Caribe, Europa… ¡No, no podía!
Ella no podía obtener un pasaporte
. Así que no era el acabose. Estaría sólo a diez horas de él. Y probablemente, al menos se quedaría a pasar la noche; ¿cierto? Quizás un día o dos. Tiempo de sobra. Hizo una reserva para el vuelo más temprano que saliera el viernes. Por otro lado, aún estaba la caja de seguridad de Oakland. Podía apostarse a las afueras del banco. Ella regresaría allí tarde o temprano; un mes, seis meses, un año. El corazón le dio un vuelco. ¿Un año? Mierda.
Cogió un taxi de vuelta al Mark Hopkins. Iría a un cine, cenaría, se metería pronto en la cama. Su radar giró. En el vestíbulo había dos hombres en recepción hablando con el conserje. Ambos eran jóvenes, de pelo largo, bien vestidos, con elegantes abrigos de cuello de piel. ¡Federales!
—¿La señora Vight? Sí. —El conserje estaba desconcertado—. Pagó su cuenta y se marchó hace dos horas.
—¿Tiene idea de adonde fue? —le preguntó el número uno.
—No, señor. Sólo pagó la cuenta y…
—Descríbala —interrumpió el número dos.
—Veintipico… veintimuchos, calculo. De piel bronceada. Cabello corto. Ojos azules. Alta, uno setenta y cinco.
—Muy bien —asintió el número uno—. Ésa es una excelente descripción. ¿Y sabe usted dónde puede estar ahora?
—¿La señora Vight? —el Ojo, todo sonrisas, se acercó a ellos—. Está en Denver.
Se lo quedaron mirando.
—¿La conoce usted? —le preguntó el número uno.
—¿Conocerla? Cielos, no. Pero ya lo creo que me gustaría. Una chica encantadora. Simplemente tomamos juntos unas copas ayer por la noche. De hecho, la invité a cenar, pero tenía una cita, siento decirlo.
Intentó no sobreactuar. Ya lo habían calado de un vistazo: la ropa, el acento, las uñas, el corte de pelo; y clasificado como Tipo O: un brutote emigrante. Un pueblerino del Medio Oeste o de Nueva Inglaterra. Paleto. Honesto. Cateto.
—¿Y le dijo que se iba a Denver?
—Si. —Chasqueó los labios con un aire de suficiencia—. Incluso puedo darles su dirección.
—Se lo agradeceríamos mucho.
—Ramada Inn.
—Ramada Inn, Denver. Compruébalo.
—Dijo que estaría allí un par de semanas, y que luego se iba a… ahhh… Kansas City, creo. ¡No! Retiro lo dicho. ¡Omaha! ¡Omaha, Nebraska!
—Muy agradecidos.
—De nada.
Se marcharon. Lo mismo hizo él. Se metió en el café y se deslizó por una puerta lateral; salió a la calle. La multitud se apretujaba a su alrededor como una confortable ciénaga de edredones. ¡Federales, por Dios! ¿De Sun Valley o de Honolulú? ¡En las próximas veinticuatro horas todo Colorado y Nebraska se iba a convertir en Dragnetville!
Eso mantendría a los hijos de puta ocupados por un tiempo. Pero entonces comenzarían a rastrear en el pasado.
Se metió en un bar y se tomó dos coñacs largos. Luego se registró en el Sir Frances Drake. No podía dormir. Se pasó toda la noche sentado leyendo
Helter Skelter
. A las 7:30 estaba en el aeropuerto. El avión despegó a las 8:10.
La encontró a las 11:45. Estaba sentada en un banco en el paseo de la Reforma, comiéndose una pera.
Era como si lo estuviera esperando; excepto que había un hombre con ella.
—¿Por qué sonríes? —le preguntó él.
—No lo sé —se rió ella—. Por una u otra razón me siento, así de repente, dichosa. Indultada.
—¿Indultada?
—Como si tuviera que ir a la cámara de gas esta mañana, a las —le echó una ojeada al reloj— once cuarenta y cinco exactamente. Y el carcelero, de repente, hubiera entrado en la celda y me hubiera dicho: «Señorita Kane, déjeme ser el primero en felicitarla. Se la ha concedido el indulto». Y yo respiro hondo, y en vez de inhalar cianuro, huelo los árboles del parque y el agua del lago, las casetas de flores y los carritos de fruta.
—¿Estás segura de que no inhalas pegamento también?
—Vamos a la iglesia a encender velas.
—Preferiría ir a San Juan Ixtayopán a echar un vistazo al nuevo complejo de supermercados.
Se llamaba Rex Hollander. Era un arquitecto de Savannah. Tenía cuarenta y ocho años, estaba recién divorciado, solitario, alegre e infantiloide. Acababa de construir un edificio de oficinas valorado en siete millones de dólares, en Mazatlán.
Pasaron juntos las tres semanas siguientes, visitando Atzcaptzalco, Ixtacalco, Coyoacán y los sitios turísticos más comunes, regresando a la ciudad cada noche para los restaurantes y la vida nocturna. Dormían en diferentes habitaciones de hotel y aún no se habían acostado juntos. Jugaban al tenis y al golf, nadaban e iban a las corridas de toros. Se inscribieron en un club de juego privado y Joanna perdió cuatro mil dólares al
chemin defer
. Hicieron un largo y penoso viaje en tren a Juchitán y a Tonala para ver un nuevo edificio de apartamentos.
Joanna estaba contenta y en paz: su risa era franca y, aparentemente, no tenía intención de matarle, al menos por un tiempo. El Ojo hacía crucigramas en español. Leyó
La conquista de México
de William H. Prescott. Compró un chal para Maggie.
El 30 de enero dos submarinistas encontraron un brazo esposado a una cadena de ancla en el fondo de la bahía de Keneoke. El 2 de febrero Rex Hollander Junior salía en la portada de
Time
: «El constructor disidente: un reto a la urbanización». Para celebrarlo, esa noche él y Joanna se fueron juntos a la cama. Al día siguiente tomaron un vuelo para Tucson, Arizona. El 5 de febrero un juez de paz los casó en Casa Grande.