—¿Estás tras ella?
—No, no. Sólo miro. Le sigo la pista a otra cosa.
—Entonces ¿qué puedo hacer por ti?
—¿Tenéis alojado a un cura baptista llamado Rathbone Living?
—¿Rathbone?
—El reverendo Jacob Rathbone.
—No creo. No te muevas; comprobaré el libro.
Anduvo sin prisa hacia el mostrador. La puerta del ascensor se cerró tras la señorita Eve Granger.
Condujo hasta la torre Carlyle y dejó el Toyota amarillo en el aparcamiento. Bajó al gimnasio del sótano, se duchó y afeitó. Lucy Brentano. Eve Granger. ¡Joder! Guardaba una muda completa en su taquilla. Se puso una camisa limpia, una corbata nueva, otro traje y calcetines sin estrenar. Se miró en el espejo y se vio en la primera página de un periódico sensacionalista.
¡DETECTIVE DETENIDO POR CÓMPLICE!
El papel de la Watchmen, Inc. en este trágico suceso aún no ha sido completamente esclarecido. ¿Por qué, por ejemplo, estaba un investigador privado (arriba) siguiendo a la víctima el mismo día del asesinato? ¿Y cuántas partes interesadas había en el lago Camden la noche en que Paul Hugo halló su muerte?
¡Mierda!
A las nueve estaba en el salón Baker contando mentiras.
—Paul Hugo tomó un avión para Montreal.
—¿Montreal? —Baker lo miró alelado—. ¿Cuándo?
—Ayer noche a las once y media. Air Canada, vuelo 586.
—¿Con la chica?
—No, solo.
—¡Maldita sea!
—Sacó dieciocho mil dólares de su cuenta ayer por la tarde a las tres cuarenta y cinco.
—¿Y qué es lo que hace en Montreal con dieciocho mil dólares?
—Ni idea.
—¡Bueno, pues entérate! ¡Ya estás moviendo el culo y subiendo inmediatamente!
—¿Dónde?
—¡A Canadá!
—¿Y qué pasa con la chica? Aún no sabemos quién es.
—¡Olvídate de ella! Tú ocúpate del muchacho. Dios, si lo perdemos sus padres se pondrán como locos conmigo.
—De acuerdo.
Bajó las escaleras y fue hacia su mesa; abrió el cajón y se metió en el bolsillo el pasaporte, el 45, los cartuchos y la foto del aula. Decidió no coger su maquinilla: compraría una nueva. Dejó la oficina.
Nunca volvió a ella.
A las doce estaba de vuelta en el vestíbulo del hotel Concorde. Voragine se acercó torpemente a él, con su cara de idiota crispada por el fastidio.
—¿Y ahora qué? No me gusta que entres aquí a todas horas a sentarte en las butacas, ¿sabes?
—Siento molestarte, Voragine, pero escucha —bajó la voz—. El reverendo Jacob Rathbone está utilizando probablemente otro nombre. ¿Tienes alguien aquí con las mismas iniciales?
—¿Con las mismas qué?
—Las mismas iniciales; J. R.
—Podría ser. Lo comprobaré. —Fue al mostrador.
Eve Granger salió del ascensor. Le sonrió mientras dejaba caer la llave en el buzón.
—Hola, señor Voragine.
—¡Hola, señorita Granger!
Salió a la calle. El Ojo fue tras ella. Atravesó Lambert Crescent y se metió por la calle Seymour.
No era la misma chica a la que había seguido ayer. Lucy Brentano había sido seria y distante, bella y sajona, una damisela de un tapiz de Dresde, sentada en una muralla, leyendo al venerable Beda. Eve Granger era segura y atrevida, celta y bermeja, como un gamo saltando arroyos de montaña. Andaba con pasos largos y ágiles, y siempre parecía estar a punto de reírse a carcajadas.
Pero ambas chicas fumaban Gitanes, llevaban el mismo medallón plateado colgado al cuello. Y mientras Eve miraba los escaparates de Darcy, se ponía las manos en las caderas.
Hoy iba toda de marrón —americana, suéter y falda—, calzaba botines y llevaba un bolso tan grande como una saca de correos. Ella…
Se volvió bruscamente y miró por encima del hombro.
El Ojo pasó por su lado, invisible, perdido entre el torbellino de peatones. Pero no… ella no lo estaba mirando. Algo al otro lado de la calle le había llamado la atención. Miró la acera de enfrente. Allí no había nadie. Tan sólo la multitud.
Ella compró un periódico en un quiosco y dos peras en una tienda de la calle Front, luego subió hasta Belle Square y se sentó en un banco.
El Ojo sacó la Minolta y le hizo una fotografía mascando una pera y leyendo el periódico. Sacó un lápiz del bolsillo y señaló una columna.
Le sacó tres fotografías más.
Dejó el periódico a un lado, se terminó la pera, se levantó y fue andando a South Clinton.
Él se acercó al banco y cogió el periódico. Estaba doblado y abierto por la sección del horóscopo. La casilla de capricornio estaba marcada con un círculo.
Dic. 22-En. 20 Esta semana habrá días buenos y malos, sonrisas y lágrimas, penas y alegrías. La suerte aún sigue contigo, aprovéchala. Si planeas viajar, ahora es el momento. Tienes un admirador secreto. Sé circunspecto.
Así que Lucy y ella también tenían el mismo signo.
Se metió en Stern’s. En la sección de equipajes compró una pequeña maleta, luego subió al piso de Señoras Chic, y examinó detenidamente un perchero de vestidos. Escogió un vestido ligero azul marino muy simple, muy caro, y se metió en el probador con él.
Un dependiente lo divisó y se acercó.
—¿Puedo ayudarle en algo, señor?
—Se supone que he quedado aquí con mi hija. Vamos a comprar un traje de noche. Pero no la encuentro.
—¿Quiere que diga su nombre por el altavoz?
—¡Por Dios, no! Eso sólo conseguiría avergonzarla. Gracias, de todos modos. Simplemente me daré una vuelta.
Ella salió del probador con el vestido azul puesto. Una dependienta le envolvió el conjunto marrón y se lo metió en la maleta.
La próxima parada tuvo lugar en la zapatería, donde compró un par de zapatos italianos. Con ellos puestos, y con los botines metidos en la maleta, bajó al servicio de señoras.
¡Cuando volvió a salir era morena!
Y a las dos en punto tenía cita con su próxima víctima.
Se llamaba Brice.
Entró al aparcamiento del hospital de San Juan y se quedó esperándole junto a su coche, un Triumph blanco en una plaza privada, señalada con un
Reservado para el Dr. James Brice
.
Al Ojo le entró pánico. ¡Seguramente iban a ir en coche a algún sitio y él no tenía vehículo! Había una parada de taxis en Windfall Lane, y un taxi solitario junto al bordillo. Enseñó con ostentación su insignia falsa al conductor, le dio un billete de diez dólares y le dijo que lo esperase.
Regresó al aparcamiento. Eve aún seguía sola, apoyada contra el Triumph, fumando un Gitanes, una mano en la cadera.
Pero ya no era Eve. Había cambiado otra vez. Su exuberancia y su sonrisa abierta, su nerviosa energía y suficiencia habían desaparecido. Ahora era lánguida, seria, mágica, mediterránea… cretense… no, más del este… chipriota, del Eufrates, parta… una vestal en bata azul, en un templo lleno de humo, rindiendo culto a los cocodrilos. Dentro de un momento contemplaría el interior de una vasija de baba de bruja y lo vería, de pie, tras ella.
En vez de eso, se comió la otra pera.
El doctor Brice apareció a las dos en punto. Se besaron. Andaba por los cuarenta, guapo, elegante, fuerte. Metió su maleta en el portaequipajes, y se marcharon.
El Ojo bajó corriendo por Windfall Lane y se metió en el taxi. Los siguió hasta Linker Bank y el edificio Trust. No había dónde aparcar, así que Eve dio una vuelta a la manzana mientras Brice iba adentro. El Ojo le dijo al taxista que se quedara junto al Triumph y fue tras el doctor.
Brice retiró veinte mil dólares, que metió en un voluminoso billetero y en su bolsillo. Salió. El Triumph se acercó y él se acomodó junto a Eve. El taxi estaba justo detrás. El Ojo se precipitó en él, resoplando como una olla. Le latía el pecho, tenía las manos mojadas de sudor.
El tráfico era criminal. El taxista los perdió de vista en Maddox Drive, los encontró de nuevo en Lamont, los volvió a perder en Riverside.
Luego tres camiones y un Jaguar los encajonaron en un atasco y tuvieron que parar en seco. Sonaron los cláxones. Un dóberman asomó su cabeza de pitón por la ventana del Jaguar y aulló.
El Ojo salió a la acera y subió corriendo por Riverside. Un millar de coches embotellaban la calle. Torció bajando por Gibbon, se metió trotando en el Circle; paró. ¡Dónde carajo iba! Regresó corriendo al taxi. Aún seguía allí, apretujado entre el Jaguar y los camiones. Se dejó caer pesadamente en su interior. El dóberman le ladró. El atasco se deshizo y el tráfico volvió a fluir con normalidad.
Entraron en la Avenida Frederick, pasaron de largo la capilla que había en Woodlawn.
—Nos han dado esquinazo —dijo el taxista.
—Sí.
—Ahora, ¿por dónde?
—Continúe.
—¿En qué dirección?
—Todo recto. No. ¡Espere! ¡Pare aquí! —Le dio otros cinco, supersticioso, y regresó bajando por Frederick hasta Woodlawn.
¿Y por qué no? Piesplanos, el experto en personas desconocidas, siempre estaba diciendo: «¿Cuál es el modelo? ¡Busca el modelo!». Bueno, ése era el jodido modelo, ¿no? El banco, la peluca, Brice ¡y la hijaputa de la capilla!
Subió a la parte trasera de la capilla por un sendero. El Triumph estaba allí, en el aparcamiento de atrás.
Entró en la sacristía y fue de puntillas hasta la nave. Se sentó cansinamente en el último banco.
Eve y el doctor Brice estaban de pie frente al altar, casándose.
Su nuevo nombre era Josefina Brunswick.
Había una docena de personas presentes, todas elegantemente vestidas, modernillos de veinte a treinta años, atufando a marihuana. Tres fotógrafos profesionales no invitados estaban sentados en un banco lateral, así que —como siempre— nadie prestó atención al Ojo repantigado entre ellos, sujetando la Minolta.
Lucy Brentano. Eve Granger. Señora de Paul Hugo. Josefina Brunswick. Señora de James Brice.
¿Quién era ella?
Ella se volvió ligeramente, mirando por encima del hombro, observando… ¿el qué?
¡Dios Todopoderoso! Era indeciblemente encantadora. Su belleza lo golpeó. Se quedó allí sentado, su caricia de escorpión lo paralizaba con arrobo, su veneno le calentaba la sangre. ¿Quién demonios era aquella chica? Tenía los ojos verdes, gris azulados. Llevaba una cabra colgada de una cadena alrededor del cuello. A menudo posaba con las manos en las caderas. Comía peras. Fumaba Gitanes. Creía en las estrellas. Y había nacido el veinticuatro de diciembre.
Capricornio, el símbolo del invierno.
La noche anterior había matado a un hombre y le había robado dieciocho mil dólares. Esta noche iba a matar de nuevo por veinte mil.
Se dejó caer de rodillas y rezó fervorosamente.
¡Oh, Señor, no te la lleves de mi lado! ¡No me dejes solo de nuevo, rebuznando en la oscuridad, como un burro herido!
—Sí, quiero —dijo Josefina Brunswick.
Tras la ceremonia, la novia y el novio, acompañados por el enjambre de invitados, salieron a la escalera delantera y posaron para las fotografías. No se libraría de ésta. El Ojo se quedó con los tres fotógrafos durante un momento, sacando unas cuantas tomas. Luego corrió a la parte trasera de la capilla y se precipitó como un loco de un coche aparcado a otro.
Encontró un Honda Accord naranja completamente nuevo y abierto, con las llaves puestas. Saltó tras el volante y salió a la calle Woodlawn.
Se metió en el camino de entrada de una casa vacía dando marcha atrás y se detuvo tras un seto. Pasarían dos o tres horas antes de que diesen la descripción de aquel coche robado a los patrulleros. Eso daría tiempo de sobra para joderlo todo.
Veinte minutos después pasó el Triumph, en dirección sur. Lo siguió.
Condujeron por la Avenida Cooper, bajaron todo el Jefferson Boulevard, pasando por la universidad y el Country Club. En Stuyvesant salieron a campo abierto, y Richlan, Ormo y Hayward pasaron volando. Pararon en Fort Vale. El doctor Brice compró un cartón de cigarrillos; Josefina, un cepillo de dientes y una botella de Gaston de Lagrange; el Ojo, una revista de crucigramas.
El parte del coche robado ya estaba circulando, pero no había ninguna patrulla a la vista. Condujeron sin parar. A las diez el Triumph se detuvo en el aparcamiento de The Cat’s Pajamas, un albergue de carretera cercano a San Vicente.
Tocaba una banda de jazz. Una chica vestida con un sari transparente cantaba. Oficiales de las Fuerzas Armadas de la base vecina bailaban con chicas enfundadas en vestidos que parecían toldos.
La novia y el novio bebieron champagne y comieron
cailles du Liban
. El Ojo encargó una comida de quince dólares y devoró todas las calorías que contenía. Mientras comía, hizo los cinco primeros crucigramas de la revista.
La habitación era una espesa ciénaga de bienestar con arenas movedizas. La plata relucía sobre los manteles blancos como la nieve. Las águilas destellaban en elegantes uniformes. Las joyas y los ojos de las mujeres espejeaban en la penumbra empalagosa como si fueran luces de puerto.
—¡Esta fiesta se está poniendo guarra! —gritó un coronel borracho—. ¡Devuélvanme mis pantalones!
Todo el mundo se rió. El Ojo terminó el quinto crucigrama. Once vertical,
licor de oriente
. Cuatro letras.
Arac
.
Sacó la foto del aula de su bolsillo y la apoyó contra la lámpara. Invitó a las niñas a tomar el postre con él.
¡Había llevado consigo el fantasma de Maggie a tantos sitios! A teatros y conciertos, a los partidos de béisbol, ella lo acompañaba. Y ahora estaban comiendo juntos un helado en una tasca de oficiales en medio de ninguna parte.
Las quince caritas se lo quedaron mirando fijamente, haciendo que le doliera el corazón. Ya se habían ido todas, requeridas por otros. Maggie también. No era justo. El juego tenía trampa. El mapa cuadriculado de Dios era una ratonera; atraía con señuelo a los caminantes a una tierra de nadie y los sacrificaba con el tiempo y las pérdidas.
Josefina tiró una cuchara. Brice tomó su mano y le besó los dedos. Ella miró por encima del hombro.
La banda de jazz tocaba
La Paloma
.
Se levantaron y fueron a la pista de baile. El Ojo se reclinó en la silla, cruzó los brazos y los miró. Pasaron bailando junto a su mesa. Permaneció meciéndose justo enfrente de él, con los ojos cerrados. Nunca había estado tan cerca de ella. Su mano izquierda, sobre el hombro de Brice, señalaba en su dirección. El dedo índice estaba deformado, doblado como una hoz. El maquillaje de los ojos a media luz daba a su rostro la misteriosa extrañeza de una máscara. Perlas diminutas colgaban de los lóbulos de sus orejas. Su carne repelía la oscuridad, iluminándola, arropándola en un halo de incandescencia.