—Dos Martinis.
—No. —Dorotea bajó su libro—. Un coñac. —Y siguió leyendo:
¡Oh, suerte maldita!… Que haya nacido yo para ponerlo en orden! ¡Eh, venid, vámonos juntos!
Metió el libro en su bolsa de Lufthansa. Contempló por la ventana el azul infinito.
—No es que sea muy atrevido o un descarado o algo por el estilo —dijo el joven—, pero siempre tengo que hacer yo el primer movimiento. Es defensivo, ¿sabes? Si una chica me tira un lance, desconfío inmediatamente.
—¿Por qué? —Lo evaluó con el rabillo del ojo. Bronceado. Alrededor de treinta. Traje de Cardin. Un chaleco de terciopelo a rayas. Una pluma estilográfica de oro. El rosado de su camisa lo inundaba todo.
—Es por el trabajo que hago.
—¿En qué trabajas?
—Oh, a propósito, soy Bing Argyle.
—Dorotea Bishop.
La azafata les trajo sus bebidas, y brindaron.
—¿Te puedo preguntar algo muy personal, Dorotea?
—Adelante. —Volvió a contemplar el cielo. Tensó los músculos de su mano izquierda, obligando al índice a deslizarse alrededor del vaso.
—¿De qué color son tu ojos?
Ella se quitó las gafas y se le encaró. Él se quedó boquiabierto.
—¡Viridis, por Dios! ¡No lo puedo creer! ¡Puro viridis!
—¿Quiere decir verdes?
—No seas vulgar. Son esmeraldas indias ¡Esmeraldas del Rajasthan, sin mezcla ni tacha, inmaculadas!
—¡La hostia en polvo!
—¡Yo debo saberlo! —Escrutó el pasillo, metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña caja rectangular de terciopelo. La abrió con un golpe seco, con una sonrisa afectada. En su interior había dos grandes esmeraldas.
—¡Qué impresionante!
—No trato de impresionarte. Si lo hiciera, simplemente te las daría. Pero no son mías. Yo sólo soy un pequeño vendedor ambulante.
—¿Puedo? —Cogió la caja y sostuvo las gemas cerca de la ventanilla.
El crucigrama número siete tenía al Ojo completamente desconcertado. Indicaciones tales como la dos vertical,
Rey leproso
, la tres horizontal,
Ciudad de Checoslovaquia
, y la uno horizontal,
Kraut Gato Cinco
, no lo llevaban a ningún sitio. Señaló la página y continuó con el número ocho.
Dorotea Bishop subió por el pasillo pasando junto su asiento. Una azafata la paró.
—Discúlpeme… —No estaba del todo segura, pero sus ojos eran duros como piedras—. ¿Por casualidad, no es usted de Cleveland?
—No.
—¿Su nombre no es Doris Fleming?
—Me temo que no.
—Lo siento… me… el… —La azafata tartamudeó, e intentó sonreír—. El parecido es… Un amigo mío salía con una chica… una chica que era idéntica a usted. En Cleveland. Hará unos años.
Dorotea alzó las manos hasta las caderas.
—Nunca he estado en Cleveland.
—Hubiera jurado que…
—Todo el mundo se parece a alguien. —Siguió caminando y entró en el lavabo.
Otra azafata pasó junto al asiento del Ojo.
—Es ella —cuchicheó la primera chica—. Estoy segura.
—¿Quién? —preguntó la otra.
—Me robó a un tipo hace tiempo.
—¡Que se vaya con viento fresco!
—Se marcharon a algún sitio juntos y eso fue lo último que se supo de él.
—Quizá se enroló en la Legión Extranjera.
Se fueron andando por el pasillo.
El Ojo se puso en pie y se movió a popa. ¡Doris Fleming! ¡Cristo! ¡Claro! ¿Por qué no había pensado en ello antes? ¡Cojones! Se estaba olvidando de todas las viejas reglas fundamentales de Piesplanos. ¿Cuántos otros cadáveres había? ¿Cuántas pelucas? ¿Cuántos nombres? La señal de no fumar se encendió. Podía sentir inclinarse la cubierta del avión bajo sus pies. ¿Y cuántos otros testigos podían recordarla e identificarla? ¿Cuánto podía durar?
La puerta se abrió de repente y Dorotea salió del lavabo, con los labios apretados por la rabia. Pasó por su lado sin mirarlo siquiera.
En O’Hare, ella y Bing Argyle bajaron juntos del avión. La azafata se quedó de pie en la rampa, mirándola con ferocidad. Dorotea le sonrió.
Bing aún seguía tratando de hacerla caer en la trampa con suavidad, totalmente inconsciente de su propia cautividad.
—¿Dónde te alojas, Dorotea?
—Aún no lo sé. Nunca he estado en Chicago.
—¿Qué te parece el Ritz-Carlton? Es el único lugar, te doy mi palabra.
—De acuerdo. —Lo cogió del brazo—. Te tomo la palabra.
Él resplandeció con la conquista. Tomaron juntos un taxi para East Pearson, y se hospedaron en el Ritz-Carlton. A ella le dieron la habitación 1214. El Ojo se las arregló para meterse en la 1211, justo cruzando el pasillo. Bing estaba en el piso de abajo, en la 1109.
El Ojo dejó su puerta entreabierta. Se sentó sobre un cojín en el suelo y contempló el pasillo. Regresó al crucigrama número siete e Intentó resolverlo.
Rey leproso
, ocho letras,
Kraut Gato Cinco
, siete letras,
Ciudad de Checoslovaquia
, cuatro letras, y algunos jodidos rompecabezas más —
Cabeza de ibis, Pez espada ártico, Adrastea
— siguieron frustrándole.
La lluvia salpicó en los cristales. Un botones le trajo a Dorotea una cesta de peras. Al final de la tarde salió vestida con pantalones, un jersey de cuello alto, botas de goma y una cazadora; llevaba paraguas.
El Ojo la siguió.
Doblaron la manzana dos veces. Le dio cincuenta centavos a una vagabunda, luego se quedó bajo la lluvia, mirando el tráfico. Bajó por la calle Saint Clair, giró hacia East Huron, fue hasta el lago, regresó por el Drive a Pearson. Volvió a toparse con la misma vagabunda en la calle Séneca y le dio otros cincuenta centavos. Compró un
Trib
y se apoyó en un portal a leer su horóscopo. El Ojo recogió el periódico cuando ella lo tiró.
CAPRICORNIO
. Estupenda salud si no comete excesos. Necesita un descanso, pero ¿quién no? Berilo es su color. Sab. su día. Los encuentros con acuario son los mejores.
Se comió otra pera. En la avenida Michigan una chica negra intentó ligar con ella. Regresó al hotel a las seis. A las ocho, Bing Argyle, que llevaba un maletín y una rosa, vestido con un chaqué escarlata Palazzi, llamó a la puerta 1214. Cuando vio a Dorotea vestida con un traje de noche verde lima y el cabello envuelto en una cinta de seda de color oliva, dobló una rodilla e imitó el sonido de una trompeta.
—¡Ta-ta-ta-taaa! ¡Crescendo! ¡Lo juro, estás, disculpa mi inexactitud, preciosa!
—¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó ella.
—El diecisiete de febrero —dijo poniéndose en pie—. 1945.
—¡Acuario!
—Sí. El aguador. Y el florista. —Le dio la rosa.
La puerta se cerró tras ellos. Al otro lado del pasillo, la puerta de la 1211 también se cerró. El Ojo bajó las escaleras y los esperó. Media hora más tarde cruzó tras ellos el vestíbulo atestado y salió a la calle.
—Te encantarán —le iba diciendo Bing—. Son gente deliciosa. Son árabes.
—¿Árabes?
—Egipcios, iraquíes, sirios. Son tan ricos que no saben qué hacer con toda la pasta que tienen. Uno de ellos, oye bien, acaba de comprar tres rascacielos en la avenida North Michigan. Me encanta el dinero, ¿a ti no?
—Claro que sí.
—Pero imagínate a John D. Rockefeller con caftán. ¡Es delirante!
La fiesta se daba en un rascacielos que parecía una ficha de dominó construido en el North Boulevard, un ático que daba al Shore Drive y al Lincoln Park. En la puerta de entrada había un cartel que decía:
No se admiten judíos
.
Dorotea y Bing atravesaron varios salones de baile atiborrados de gente bien de ciudades de segunda que disfrutaban de la parranda. Músicos en ropa granjera tocaban violines y banjos, y dos columnas de invitados bailaban la danza del granero. Una habitación era un mercado árabe souk lleno de tenderetes y casetas y sudorosos mercenarios envueltos en turbantes y chilabas que servían comida y bebida.
—¡Seas bien recibido, Bing Argyle! —gritó una voz.
Bing condujo a Dorotea hasta el anfitrión, un hombrecillo grueso con aspecto de director de orquesta sudamericano.
—¡Abdel, muchacho! —Bing lo abrazó—. ¡Shalom!
—¡Bing, querido!
Ravi de vous voir
. ¿Quién es esta chica tan adorable?
—Dorotea Bishop, Abdel Idfa. Es el jeque de Kilowat o algo así.
—Kuwait. —Abdel besó la mano de Dorotea—. Bienvenida a mi fiesta, hermosa doncella. ¡Oh! ¿No es atractiva?
—Ella también es una
skiksa
—dijo Bing.
—¿Llevas contigo la mercancía, Bing?
Bing alzó el maletín.
—¡A tu servicio!
Abdel miró a Dorotea frunciendo el ceño.
—¿Eres virgen, niña mía? —le preguntó.
—No meta sus jodidas narices en lo que no es asunto suyo —le contestó ella.
Bing se ruborizó y rió, cacareando. Abdel y Dorotea se sonrieron el uno al otro, ambos a punto de estallar llevados por un odio súbito.
En la
souk
un palestino con gafas de sol, traje color crema, zapatos blancos y negros, camisa roja y una pajarita morada, se hallaba en medio de una bandada de chicas con pinta de estudiantes, perorando sobre las Cruzadas.
—Los francos eran bastante más imperialistas que los romanos o los judíos —dijo—. Se anexionaron el país entero y se hicieron llamar a sí mismos los condes de Trípoli, la princesa de Antioquia, los duques de San Jean d’Acrey cosas por el estilo. Trataron de esclavizar a lodo el islam.
—Mi personaje favorito es Saladino —dijo una de las chicas interviniendo en la conversación.
—Sí —accedió el palestino—.
Salah-ell-Din
. Bueno, acabó con su pirateo.
—¿Y quién era el pobre rey que tenía lepra? —preguntó otra chica—. Solía ganar todas sus batallas tumbado en una hamaca, porque no se tenía en pie.
—Ése sería Balduino IV —le dijo el palestino—. Una figura de trágica repulsividad.
El Ojo se adelantó empujando a la gente.
—¿Cómo dice que se llamaba? —preguntó.
El Palestino lo miró con ferocidad, sus gafas oscuras eran como agujeros.
—Balduino IV —respondió.
—¿Y fue rey?
—Sí. Se hacía llamar rey de Jerusalén.
—¿Y tenía lepra?
—Sí. ¿Por qué lo pregunta?
El Ojo se escabulló entre la gente. ¡Balduino! ¡Ocho letras! ¡Eso quizá desatascaría todo el jodido crucigrama! Se acercó a uno de los tenderetes y se tomó un plato de helado.
Dorotea se acercó a otro puesto y examinó la fila de botellas. Estaba sola. Bing se había marchado a algún lugar con Abdel. Encontró un Rémy Martin y se sirvió una copa. En el borde del mostrador había una pitillera de oro. La cogió y la dejó deslizar en el pecho de su traje color lima.
El Ojo la observó tras un tenderete vecino, y la siguió fuera del cuarto.
Ella se unió a la danza del granero, rotando ágilmente de pareja en pareja, saltando y bailando con pies ligeros, ruborizada de placer.
La música se acabó.
Salió a la terraza, donde soplaba el viento.
Se pasó el brazo por la cara y se quedó de pie junto a la balaustrada, mirando abajo, al lago Michigan. El tráfico del North Shore se movía como un serpentín de joyas alrededor del Lincoln Park. Su pie topó con algo. Se agachó; recogió un paquete de preservativos Fourex.
Enrollados en finas laminillas rosas… pieles naturales… Antideslizantes xxxx…
Lo arrojó al abismo.
Vagó entre las plantas, la cabeza erguida, las aletas de la nariz dilatadas olfateando el aire. La oscuridad estaba perfumada de agua y follaje. Frente a ella, encima de una mesa, había una cimitarra en una vaina. La cogió; desenvainó la hoja. Volvió la cabeza, mirando por encima del hombro. A través de la ventana que había tras ella, vio a Abdel y a Bing sentados alrededor de una mesa. Otro hombre entró en la habitación.
—Discúlpeme, señor. El señor Iscari está aquí.
—¡Ah, bien! Perdóname un segundo, Bing.
Se marcharon, dejando solo a Bing. Ella golpeó el cristal. Él se levantó y abrió la ventana. Las mandíbulas se le desencajaron de la sorpresa.
—Dorotea…
Salió a la terraza y fue derecho a la hoja. Ésta le perforó el abdomen, atravesándole.
Ella entró en la habitación y cogió las esmeraldas. Cruzó corriendo la terraza hacia el ático atestado. Un cómico de televisión estaba en medio de un corro de risas, contando chistes.
La gente le aplaudía. En la entrada, los abrigos y las capas se apilaban sobre las sillas y los sofás. Cogió un abrigo de visón, se deslizó en su interior y salió al ascensor.
El Ojo arrastró a Bing entre las plantas; lo metió rodando en una esquina de la terraza detrás de una fila de tiestos. Abdel salió de la habitación.
—Bing, ¿dónde estás, querido mío?
El Ojo le dio un golpe detrás de la oreja con el canto de la mano y lo derribó. Lo arrastró al invernadero; empujó una mesa frente a él.
El cómico de televisión disparaba una broma tras otra en medio de la tormenta de risas y aplausos. Nadie prestó atención al Ojo mientras fue paseando por la habitación hasta llegar a la entrada.
El ascensor lo bajó al vestíbulo. Salió corriendo hacia el North Boulevard.
Ella iba a una manzana de distancia; bajaba andando la calle Astor en dirección a East Burton.
La siguió.
Dobló al oeste por Burton, luego al sur bajando por Deaborn, vuelta al oeste por Clark, luego al sur, bajando por Clark, hacia la calle Goethe.
Cogieron dos taxis de regreso al hotel.
Le llevó exactamente diecisiete minutos cambiarse de ropa, hacer la maleta, pagar la cuenta y salir del hotel.
Otros dos taxis les condujeron a O’Hare. Tomaron un vuelo de noche para Nueva York. El nombre en su billete era Annie Green. En el avión vació los Marlboro de la pitillera de oro y la rellenó de Gitanes. Luego leyó
Hamlet
.
El Ojo trabajó en el crucigrama número siete.
El Rey leproso
era
Balduino. Cabeza de ibis
tenía que ser
Thoth. Pez espada ártico
era
Narval. Kraut Gato Cinco
era una marca alemana de tanques V, un
Panther
.
Pero
Ciudad de Checoslovaquia
aún seguía desconcertándole. ¡De hecho, todo le confundía, todos los jodidos detalles!
Pero no quiso pensar en ello.
Sacó la foto del aula de su bolsillo. Annie Green terminó el tercer acto, escena tercera.