La Momia (42 page)

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Authors: Anne Rice

—La ópera —dijo Cleopatra sonriendo—. Ir a la ópera.

—Sí —repuso él, pero seguía desconcertado.

Ella vertió el resto de la cafetera en su taza y se la bebió de un trago. Entonces tomó la jarrita de leche y también se la bebió. Se llenó la boca de azúcar, pero no le gustó. Lo tragó como pudo, y entonces introdujo una mano bajo la mesa y le acarició la pierna. ¡Bien, estaba preparado! Ah, pobre muchacho, pobre muchacho de ojos grandes.

Recordó la ocasión en que Marco Antonio y el a habían llevado a aquellos jóvenes soldados a su tienda y los habían desnudado antes de elegir. Había sido un juego delicioso. Hasta que Ramsés lo había descubierto. ¿Había algo de lo que no la hubiera acusado al final? Pero este muchacho era poderosamente atractivo. Y sus ojos decían que la deseaba.

Se levantó de la mesa, le hizo un gesto de que la siguiera y se dirigió hacia la puerta.

De nuevo el bullicio de la calle, los vehículos rugientes... Pero ya no le impresionaban. Si no asustaban a nadie, debían de ser inofensivos. Lo que tenía que hacer era encontrar un lugar. Él iba a su lado, y le estaba diciendo algo.

—Ven —dijo ella en inglés—. Ven conmigo.

Al ver un callejón, tiró de él y sorteó cubos y cajones hasta llegar al fondo, sombreado y tranquilo. Se volvió y lo abrazó por la cintura. El se inclinó para besarla.

—Pero no aquí. Creo que es mejor... Señorita, no creo que... —intentó decir lleno de nerviosismo.

—He dicho aquí —siseó ella. Lo besó con fuerza e introdujo la mano entre sus ropas. Su piel estaba caliente, justo lo que necesitaba: una piel caliente y dulce. Y el joven fauno estaba dispuesto para ella. Se levantó las faldas del vestido rosado.

Todo ocurrió demasiado rápido. Se estremeció mientras lo abrazaba, apretándose contra su cuerpo y rodeándole el cuello con los brazos. Él gimió al vaciarse dentro de ella y luego se quedó inmóvil un momento, demasiado inmóvil. Ella seguía moviéndose, pero él ya no respondía. Se apartó de ella y apoyó la espalda contra la pared, mirándola como si estuviera mareado.

—Espera, por favor, déjame un momento —rogó él cuando ella comenzó a besarlo de nuevo.

Ella lo contempló unos segundos. Era muy fácil: chac. Le cogió la cabeza con las dos manos y la giró con fuerza hasta oír el chasquido de las vértebras.

El joven quedó mirando al vacío, como la mujer, como el otro hombre. No había nada en sus ojos, nada. Su cuerpo resbaló lentamente hasta caer al suelo con las piernas abiertas.

Ella lo miró fijamente, sintiéndose otra vez confusa. Era algo que tenía que ver con lo que acababa de hacer.

Recordó la figura borrosa inclinada sobre ella. ¿Había sido un sueño? «Levántate, Cleopatra. Yo, Ramsés, te lo ordeno.»

No, no debía intentar recordar pues le producía un terrible dolor en el alma. Podía oír llorar a las mujeres. Decían su nombre: Cleopatra. Entonces alguien la había cubierto con un paño oscuro y suave. ¿Vivía todavía la serpiente? Le parecía extraño que la serpiente la hubiera sobrevivido. Volvió a sentir su aguda mordedura en el pecho.

Dejó escapar un suave gruñido mientras miraba al joven muerto. ¿Cuándo había ocurrido aquello? ¿Dónde? ¿Quién era el a?

«No intentes recordar. Los "tiempos modernos" esperan.»

Se inclinó sobre el cadáver y le registró los bolsillos. Había mucho dinero en un pequeño libro de cuero. Y más cosas: una tarjeta escrita en inglés con un pequeño retrato del muchacho, muy bonito; y dos cuadrados de papel rígido en los que se leía AÍDA, y debajo ÓPERA. Tenían el mismo dibujo de una egipcia que había visto en la «revista».

Seguramente valdría la pena llevárselos también. Tiró a un lado el retrato del joven, se guardó en el bolsillo el dinero y los dos papeles de la ópera y salió del callejón tarareando

«Celeste Aída» suavemente para sí.

«No tengas miedo. Haz lo que ellos. Y si ellos van hacia los monstruos de metal, tú debes hacerlo también.»

Pero cuando se acercó al carro de acero y volvió a sonar uno de aquellos terribles aullidos, se tapó los oídos y lanzó un grito involuntario. Cuando abrió los ojos, vio ante sí a otro hermoso joven.

—¿Puedo ayudarla, señorita? No se habrá perdido, ¿verdad? No debe ir por la estación con todo ese dinero sobresaliendo del bolsillo.

—Estación...

—¿No tiene equipaje?

—No —contestó ella con inocencia. Se apoyó en el brazo que le ofrecía aquel hombre—.

¿Me ayudará? —preguntó, recordando la frase que tanto le había repetido lord Rutherford—.

¿Puedo confiar en usted?

—Oh, desde luego —aseguró él. Y lo decía de verdad. Otro bello joven de piel suave y cálida.

Dos árabes, uno más alto que el otro, salieron por la puerta de servicio del Shepheard's y se alejaron con pasos rápidos.

—Recuerde —dijo Samir en voz baja—: debe dar pasos largos. Es usted un hombre, y los hombres dan pasos largos y balancean los brazos con naturalidad.

—Debería haber aprendido este truco hace mucho —respondió Julie.

La Gran Mezquita bullía de fieles, así como de turistas que habían acudido a visitar aquella maravilla y a ver a los devotos musulmanes postrados de rodillas diciendo sus oraciones. Julie y Samir avanzaron lentamente entre la muchedumbre. A los pocos minutos vieron a un árabe de gran estatura con gafas de sol, con una capa blanca hasta los pies.

Samir puso una llave en la mano de Ramsés. Susurró la dirección y le dijo que los siguiera.

No estaba lejos.

Julie y él salieron de la mezquita, y Ramsés fue tras ellos, varios metros más atrás.

Ah, le gustaba aquel muchacho que decía ser norteamericano y que hablaba con voz tan extraña. Iban en un taxi de caballos, rodando plácidamente entre los automóviles. Y ya no tenía miedo.

Antes de salir de la «estación», se había dado cuenta de que la gente subía y bajaba de los grandes monstruos de hierro. No eran más que otro medio de transporte. ¡Qué extraño!

Este hombre no era tan elegante como lord Rutherford, pero hablaba más despacio y podía entenderle mejor. Y además señalaba las cosas que le explicaba. Ya había averiguado lo que eran un automóvil Ford y un descapotable. Aquel hombre vendía aquellas máquinas en Estados Unidos. Era vendedor de automóviles Ford en Estados Unidos. Allí incluso la gente pobre podía comprar uno de aquellos automóviles.

Apretó bajo el brazo la bolsa de tela que él le había dado para que metiera el dinero y los papeles de la ópera.

—Y aquí es donde viven los turistas —explicó él—. Es el sector británico.

—Ingleses —dijo ella.

—Sí, pero también vienen aquí los europeos y norteamericanos. Y ese edificio de allí es donde vive la gente elegante, ingleses y norteamericanos. Es Shepheard's,
el
hotel, no sé si me entiende.

—¿Shepheard's,
el
hotel? —repitió ella sonriendo.

—Ahí se celebrará el baile de la ópera mañana por la noche. Es donde me alojo yo. No me gusta demasiado la ópera. —Hizo un cómico gesto de asco—. Pero aquí, en El Cairo, es algo importante, ya sabe.

—Algo importante, ya sabe.

—Muy importante. Entonces pensé que habría que ir, y también al baile que darán después, aunque he tenido que alquilar un frac y todo eso. —Sus ojos brillaban de alegría cuando la miró. Estaba disfrutando enormemente.

Y ella también estaba disfrutando.

—Y además
Aída
trata sobre el antiguo Egipto.

—Sí. Canta Radamés.

—¡Sí! Entonces la conoce. Seguro que le gusta la ópera. —De repente frunció el entrecejo—. ¿Está usted bien, señorita? Quizá la ciudad antigua le parezca más romántica.

¿Le apetece beber algo? Podemos dar una vuelta en mi coche. Está aparcado junto al Shepheard's.

—¿Un automóvil?

—Oh, no tenga miedo. Soy un conductor muy prudente, se lo aseguro. ¿Ha estado ya en las pirámides? «Pirámides.»

—No —dijo ella—. ¿Vamos en su automóvil? ¡Divino!

Él se echó a reír. Gritó algo al conductor y éste se desvió a la izquierda. Rodearon el Shepheard's,
el
hotel, un edificio imponente con hermosos jardines.

Cuando la ayudó a bajar del carruaje estuvo a punto de tocar la herida abierta de su costado. Se estremeció. Pero no había ocurrido. Y sin embargo le había recordado que la herida seguía allí. ¿Cómo era posible que siguiera viviendo con aquellas horribles heridas? Era un misterio. Y, desde luego, tenía que volver a la casa al anochecer para ver a lord Rutherford.

Lord Rutherford había ido a hablar con el hombre que podía explicarlo todo, el hombre de los ojos azules.

Llegaron por fin al escondite. Julie accedió a esperar en la calle a que el os entraran e inspeccionaran las habitaciones y el abandonado jardín. Entonces la hicieron pasar y Ramsés se apresuró a correr el cerrojo.

En el centro de la habitación había una mesa de madera con una vela encajada en una botella vacía. Samir la encendió mientras Ramsés acercaba unas sillas.

Era lo suficientemente cómodo. El sol de la tarde entraba por el jardín y la puerta trasera, pero no hacía demasiado calor. Olía a cerrado y un perfume a especias flotaba en el aire.

Julie se quitó el turbante y se sacudió el pelo.

—No he creído ni por un momento que mataras a esa mujer—declaró mirando a Ramsés, que estaba sentado frente a ella.

Parecía un jeque con aquellas ropas de beduino, el rostro parcialmente en la sombra y los ojos brillantes por el reflejo de la vela.

Samir se sentó en silencio a la izquierda de Julie.

—Yo no la maté —aseguró Ramsés—, pero soy responsable de su muerte. Necesito vuestra ayuda. Y también vuestro perdón. Ha llegado el momento de que os cuente todo.

—Mi señor, tengo un mensaje para ti —lo interrumpió Samir—. Y debo dártelo antes de nada.

—¿Qué mensaje? —preguntó Julie. ¿Por qué no le había dicho nada Samir?

—¿De quién, de los dioses, Samir? ¿Me reclaman para hacerme pagar por mis faltas? No tengo tiempo para mensajes de menor importancia. Debo contaros lo que ha sucedido, lo que he provocado.

—Es del duque de Rutherford, mi señor. Me abordó en el hotel. Parecía enloquecido. Me pidió que te dijera que sabe dónde está
ella.

Ramsés estaba claramente desconcertado. Lanzó a Samir una mirada casi asesina.

Julie no podía soportarlo más.

Samir sacó algo de entre sus ropas y se lo dio a Ramsés. Era un tubo de cristal tallado, como los que había visto entre las redomas de alabastro de la colección.

Ramsés lo miró, pero no hizo ademán de cogerlo. Samir iba a seguir hablando, pero Ramsés lo detuvo con un gesto. Su rostro estaba tan desfigurado por la emoción que no parecía él mismo.

—¡Dime lo que significa esto! —exigió Julie, incapaz de contenerse por más tiempo.

—Me siguió al museo —murmuró Ramsés sin dejar de mirar el tubo vacío.

—¿Pero de qué estás hablando? ¿Qué ocurrió en el museo?

—Mi señor, dijo que el sol la ha ayudado. La medicina del tubo también la ayudó, pero necesita más. Está enferma, exterior e interiormente. Ya ha matado tres veces. Está loca. La tiene escondida en un lugar seguro, pero quiere hablar contigo. Me ha dado la hora y el lugar para una cita.

Ramsés quedó inmóvil por un momento. Luego se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¡No, espera! —gritó Julie poniéndose en pie. Samir también se había levantado de un salto.

—Mi señor, si intentas ir a verlo te detendrán. El hotel está vigilado. Espera a que él acuda al punto de la cita. Es lo único que puedes hacer.

Ramsés estaba fuera de sí. Pasó por delante de Julie con la mirada extraviada y volvió a sentarse pesadamente.

Julie se enjugó las lágrimas con el pañuelo y se sentó.

—¿Dónde y cuándo? —preguntó Ramsés.

—A las siete de la tarde, en el Babylon. Es un club francés. Lo conozco. Te llevaré hasta él.

—¡No puedo esperar tanto!

—Ramsés, dinos qué significa todo esto. ¿Cómo podemos ayudarte si no sabemos qué pasa?

—Mi señor, Julie tiene razón. Confía en nosotros. Permítenos ayudarte. Si la policía volviera a capturarte...

El rostro de Ramsés revelaba un profundo sufrimiento.

—Os necesito, pero, cuando os cuente todo, quizás os pierda. Así sea, porque he jugado con vuestras vidas.

—Nunca me perderás —afirmó Julie, pero el miedo le encogía el corazón, el miedo a lo que podía oír a continuación.

Hasta aquel momento creía comprender lo que había sucedido. Había robado el cuerpo de su amor del museo, pues quería enterrarlo debidamente. Pero ahora, después de oír el mensaje de Elliott y ver el tubo de cristal, comenzaba a contemplar posibilidades mucho peores. Las negaba una y otra vez, pero volvían a su cabeza.

—Confía en nosotros, mi señor. Déjanos compartir tu carga.

Ramsés miró a Samir, y después a Julie.

—Ah, la culpa nunca podréis compartirla —dijo—. El cuerpo del museo, la mujer desconocida...

—Sí —murmuró Samir.

—Para mí no era desconocida, amigos míos. El fantasma de César la hubiera reconocido.

La sombra de Marco Antonio la habría besado. Millones de personas lloraron su muerte...

Julie asintió, y las lágrimas volvieron a resbalar por sus mejillas.

—E hice algo terrible. Llevé el elixir al museo. No me había dado cuenta del estado de destrucción en que se hallaba su cuerpo. Vertí el elixir sobre ella, y después de dos mil años la vida volvió a surgir en su cuerpo destrozado. ¡Se levantó! Sangrando, herida, se puso en pie.

Echó a andar. Extendió los brazos hacia mí. ¡Gritó mi nombre!

Ah, aquello era mejor que el mejor vino, mejor incluso que hacer el amor. Iban por la carretera a toda velocidad en el descapotable del norteamericano. El viento silbaba en sus oídos, y el hombre gritaba animadamente mientras aferraba el volante con las dos manos.

Las casas pasaban a su lado como una exhalación. Los egipcios con sus asnos y camellos se echaban a un lado aterrados mientras ellos pasaban dejando una estela de humo y polvo.

Le encantaba. Miró al cielo y dejó que el viento jugara con sus cabellos mientras se sujetaba el sombrero con una mano.

Pero también observaba cómo se manejaba aquel carruaje. El joven apretaba los «pedales»

con los pies una y otra vez. Tiraba de la palanca y giraba la rueda central con las manos.

Ah, era apasionante, maravilloso. Pero de repente aquel horrible y estridente sonido volvió a tomarla por sorpresa. Era el aullido ensordecedor que había oído en la estación. Se llevó las manos a los oídos.

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